sábado, 30 de marzo de 2019

Los ahorcados de Romita

Todavía a fines del siglo pasado, y antes de que se estableciera la Colonia Roma, casi
en el ángulo noroeste de la ciudad de México, y paralelo a la calzada de la Piedad,
existía un barrio de indios llamado Romita, del que queda aún su pequeña iglesia y
atrio sombreados por dos antiguos ahuehuetes.
El barrio estaba habitado por indios pobres y humildes, que vivían en casas de
adobe o en jacales techados con tejamaniles o zacate, casas y jacales formaban
callejas y callejones estrechos y sin orden.
El barrio de Romita se hizo célebre en los tiempos del contrabando, pues los que
robaban al Fisco, fingiéndose brujos o nahuales, espantaban a los ignorantes y
sencillos indios, a fin de poder introducir sus mercancías sin que nadie los viese ni
molestase.
El barrio de Romita se animaba cada año en el carnaval; época del año en que los
indios se disfrazaban de huehuetzín o huehuenches, y en que recorrían las calles y
barriadas contiguas, bailando al son de guitarrillas y violines y entonando cantares
exóticos, que no carecían de cierta filosofía, como este que, si mi memoria no me es
infiel, decía:
Uni ma yéhuatl huehuentzi:
uni ma yéhuatl tecua miqui.
Que híbrido y todo, quiere decir:
Un día con otro nos volvemos viejos:
Un día con otro nos hemos de morir.
Pero los pobrecitos indios de Romita tenían otra costumbre. El martes de carnaval,
frente a frente de la iglesia del barrio, es decir, en lo que podríamos llamar atrio,
representaban, como en el siglo XVI, una farsa, coloquio o como quiera designársele,
que llamaban Los Ahorcados; quizá basada en algún antiguo sucedido histórico o
puramente fantástico, con sólo el fin de divertir y hacer reír.
Los que hacían de actores, cada uno se imponía la obligación de saber su papel de
memoria y vestirse con el traje alusivo, que la más de las veces rayaba en ridículo por
su factura y anacronismo.
Los personajes de la farsa eran los siguientes:
El Juez.
Un Escribano.
El Heraldo.
Un Fraile.
Los reos y los testigos.
Varios alguaciles y dos verdugos.
Dos viudas.
La representación comenzaba generalmente después de medio día, y duraba hasta
caer la tarde. A la hora señalada, ya la mise en ecénse se había arreglado
convenientemente.
Delante de la iglesia se levantaba un tablado con la mesa del juez, provista de
todos los chismes y menesteres, y hacia un lado, enclavadas las horcas, donde había
de ejecutarse la sentencia.
La gente del barrio de Romita y de las inmediaciones, acudía a la representación.
Todos se estrujaban; reían unos saboreando de antemano el pasatiempo, o reñían
otros por encontrar buen lugar o acomodo.
Se levantaba el telón… quiero decir, comenzaba la farsa, porque la representación
era al aire libre; y no fue cosa extraordinaria, que a veces, se verificara cayendo
menuda lluvia, propia de estos días de carnaval.
Los pobres acusados, en ciertas ocasiones vestía sambenitos y corozas, como si
fuesen reos de inquisición, y eran conducidos por los alguaciles, que empuñaban altas
varas, ante la mesa donde ya los esperaba sentado el señor juez. Los testigos
comenzaban a declarar y hacían sus confesiones mitad en lengua indígena y mitad en
bárbaro castellano, y aunque los presuntos reos las oían callados y cabizbajos, la
muchedumbre de espectadores, como Heráclito y Demócrito, pasaba del llanto más
copioso a la más regocijada risa.
Oídas las declaraciones, el juez, que ostentaba luenga peluca blanca, haciendo
con ella resaltar más su lampiño y cobrizo rostro; inclinábase sobre la mesa, meditaba
unos instantes; tomaba pausadamente la pluma de ave, mojábala en el tintero de
plomo, borroneaba algunos palotes y signos cabalísticos —generalmente no sabía
escribir—, y echando marmaja o arenilla sobre el papel que contenía la sentencia, la
entregaba al pregonero, quien en voz alta y aguardentosa la deletreaba o fingía
deletrear, porque así como el juez, en la mayoría de los casos no sabía escribir,
tampoco el heraldo entendía pizca de lectura.
Entretanto se confesaban los reos con el fraile. Una vez absueltos de sus pecados,
y al concluir su oficio el pregonero, los verdugos se aprestaban a ejercer el suyo.
Apoderándose con brusquedad de los reos, los izaban amarrados de la cintura por
medio de las cuerdas de las horcas, y ya en vilo, a poco se presentaban las viudas,
hechas unas magdalenas, solicitando les entregasen los cadáveres para darles cristiana
sepultura.
En fin, la farsa era de lo más divertido para los espectadores. Las caras fieras de
los verdugos, la sonrisa socarrona del indio ladino que había representado al juez, los
gestos de los reos y sus largas lenguas de fuera para aparecer que los indios los
habían ahorcado, las fingidas lágrimas de las viudas, y sobre todo, lo abigarrado y
grotesco de la indumentaria, provocaban francas carcajadas en los burlones, sollozos
en las ancianas verdaderamente conmovidas, gritos angustiosos en los niños
asustados, aullidos en los perros que habían perdido a su amo; y más de una farsa de
aquel martes de carnaval, que celebraban los actores y espectadores llenos de alegría
y contento, concluyó en medio de silbidos, a mojicones, a palos y a pedradas.


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