sábado, 30 de marzo de 2019

Las calles del Indio Triste

Las calles que llevaron los nombres de 1.ª y 2.ª del Indio Triste (ahora 1.ª del Correo
Mayor y 1.ª del Carmen), recuerdan una antigua tradición que un viejo vecino de
dichas calles refería con todos sus puntos y comas, y aseguraba y protestaba «ser
cierta y verdadera», pues a él se la había contado su buen padre, y a éste sus abuelos,
de quienes se había ido transmitiendo de generación en generación, hasta el año de
1840, en que la puso en letras de molde el Conde de la Cortina.
Contaba aquel buen vecino que, a raíz de la conquista, el gobierno español se
propuso proteger a los indios nobles, supervivientes de la vieja estirpe azteca; unos
habían caído prisioneros en la guerra, y otros que voluntariamente se presentaron, con
el objeto de servir a los castellanos alegando que habían sido víctimas de la dura
tiranía en que los tuviera durante mucho tiempo el llamado Emperador
Moctecuhzoma II o Xocoyotzin.
Pero hay que advertir que esta protección dispensada a esos indios nobles, no era
la protección abnegada que les habían prodigado los santos misioneros, sino el interés
de los primeros gobernadores, de las primeras Audiencias y de los primeros virreyes
de la Nueva España, que utilizaban a esos indios como espías para que, en el caso de
que los naturales intentasen levantarse en contra de los españoles, inmediatamente
éstos lo supiesen y sofocaran el fuego de la conjura y así evitar cualquier
levantamiento.
Cuenta, pues, la tradición citada, que en una de las casas de la calle, que hoy se
nombra 1.ª del Carmen, quizá la que hace esquina con la calle de Guatemala, antes de
Santa Teresa, vivía allá a mediados del siglo XVI uno de aquellos indios nobles que, a
cambio de su espionaje y servilismo, recibía los favores de sus nuevos amos; y este
indio a que alude la tradición, era muy privado del virrey que entonces gobernaba la
Colonia.
El tal indio poseía casas suntuosas en la ciudad, sementeras en los campos,
ganados y aves de corral. Tenía joyas que había heredado de sus antecesores; discos
de oro, que semejaban soles o lunas, anillos, brazaletes, collares de verdes
chalchihuites; bezotes de negra obsidiana; capas y fajas de finísimo algodón o de
riquísimas plumas; cacles de cuero admirablemente adobado o de pita tejida con
exquisito gusto; esteras o petates de finas palmas, teñidas con diversos colores;
cómodos icpallis o sillones, forrados con pieles de tigres, leopardos o venados. En
una palabra, poseía aquel indio todo lo que constituía para él y los suyos un tesoro de
riquezas y obras de arte.
El indio, aunque había recibido las aguas bautismales y se confesaba, comulgaba,
oía misa y sermones con toda devoción y acatamiento, como todos los de su raza era
socarrón y taimado, y en el interior de su casa, en el aposento más apartado, tenía un
santocalli privado, a modo de oratorio particular, con imágenes cristianas, para rendir
culto a muchos idolillos de oro y piedra que eran efigies de los dioses que más
veneraba en su gentilidad.
Y así como practicaba piadosos cultos cristianos a fin de engañar con sus
fingimientos a los benditos frailes, así también engañaba llevando la vida disipada de
un príncipe destronado, sumido sin tasa en la molicie de los placeres carnales que le
prodigaban sus muchas mancebas, o entregado a los vicios de la gula y de la
embriaguez, hartándose de manjares picantes e indigestos y ahogándose con sendas
jícaras y jarros de pulque fermentado con yerbas olorosas y estimulantes o con frutas
dulces y sabrosas.
El indio aquel acabó por embrutecerse. Volvióse supersticioso, en tal extremo,
que vivía atormentado por el temor de las iras de sus dioses y por el miedo que le
inspiraba el diablo, que veía pintado en los retablos de las iglesias, a los pies del
Príncipe de los Arcángeles.
Las golosinas que le indigestaban, las bebidas con que se embriagaba y el abuso
de las mujeres que le prodigaban besos y caricias, lo habían enflaquecido y aturdido a
tal grado, que perdió la memoria y olvidó el papel que el virrey le había
encomendado, esto es, que fuese espía continuo de sus paisanos, y cuando menos se
dio cuenta, los suyos estaban tramando una conspiración tremenda, en la que serían
degollados todos los castellanos y se habían de comer sus carnes y en la que les
derrumbarían los templos, les quemarían las imágenes y al grito de «¡Viva nuestro
rey y nuestro señor natural!», que sería éste alguno de los descendientes de sus
antiguos príncipes, no había de quedar ni sombra de lo que a sangre y fuego habían
implantado Hernán Cortés y todos los conquistadores que con él vinieron a estas
tierras.
El virrey supo a tiempo, por otro espía y traidor, lo de la conjura, y ejecutados los
rebeldes con todo rigor, resolvió que no se debía de aplicar el mismo castigo al indio
descuidado que no le había dado cuenta de la conspiración, tal vez porque lo vio flaco
y consumido por los vicios y así ordenó que sólo se le secuestraran sus bienes, casas,
sementeras, joyas, trajes y muebles.
El pobre indio, como se dice vulgarmente, se encontró de la noche a la mañana
sin hogar ni amparo. Las mancebas lo abandonaron cuando lo vieron sin recursos. No
tenía ya con qué satisfacer como antes los apetitos de su desordenada gula, ni con qué
apagar su insaciable sed de pulque fermentado con yerbas aromosas o almibaradas
frutas. Pero a poco, casi desnudo, buboso, hundidos los ojos, enjutas las carnes, que
eran ya puros huesos, se mantenía de la caridad pública, y solitario, meditabundo, en
cuclillas, es decir, sentado como se sentaban los indios, permanecía en la esquina de
las calles que limitaban las casas que habían sido su magnífica morada.
En aquel sitio lo contemplaban, los más con desprecio, y muy pocos con piedad y
los transeúntes que pasaban por aquellas calles se burlaban de él a todas horas.
Algunos altivos y soberbios encomenderos, al tropezar con este pobre indio, le
escupían y le daban puntapiés; pero algunas damas, niños o clérigos, lo socorrían con
pan, le daban agua o almendras de cacao de las que corrían como moneda en aquella
época.
El indio desventurado, clavado en la esquina de la calle, se pasaba días y noches
enteras inmóvil, sentado a la usanza de los suyos, cruzado de brazos, posados sobre
las rodillas, con la mirada vaga; mudo a veces, otras llorando lastimosamente; pero
solo y triste.
La tristeza le consumía por los recuerdos de su pasada grandeza. Le torturaba la
memoria la añoranza de las mujeres que le habían fingido amor. Le abrasaba la
lengua la sed y sentía aún el ansia viva de la gula no satisfecha. Veía pasar ante él
gentes indiferentes a su dolor y miseria, o que llenas de caridad lo compadecían, o
que entre burlas le llamaban el indio triste.
Y cuenta la supradicha tradición, que el indio dejó de comer algunos días hasta
dejarse morir de hambre, de sed, de melancolía infinita y de tristeza profunda; que
unos frailes franciscanos recogieron su cuerpo inanimado de aquella esquina, en
donde habían estado las casas de su morada y que lo llevaron en hombros para darle
cristiana sepultura en el cementerio de la iglesia de Santiago Tlatelolco.
Y cuenta también la misma tradición, que el virrey, para ejemplar escarmiento de
sus espías descuidados, ordenó que se labrara en piedra la efigie de aquel indio triste
y llorón, que lo representaba muy a lo vivo, sentado como él acostumbraba en aquella
esquina, con los brazos cruzados sobre las rodillas, con los ojos llorosos y la lengua
sedienta; y que aquella estatua se colocara en las citadas calles; y una vez concluida
cuenta que estuvo muchos años en aquel sitio, hasta que fue quitada de allí y llevada,
primero, a la Academia de Bellas Artes, donde la vio el año de 1794, el capitán
Dupaix, y después al Museo Nacional, en donde se puede ver ahora en el gran salón
de monolitos.
Y cuenta, por último, la tradición, que las gentes que conocieron en vida al
desgraciado y sin ventura indígena y contemplaron su estatua que perpetuaba en
piedra su doliente melancolía, llamaron desde entonces a las dos calles en que vivió
Calles del Indio Triste.
La Historia, severa e impía, niega la tradición que el viejo vecino aseguraba «ser
cierta y verdadera», y que por primera vez publicó en tipos de molde, el Conde de la
Cortina.
Mas lo «cierto y verdarero» es, que la incrédula Historia no se ha puesto de
acuerdo en este asunto, pues por boca de uno de sus devotos se dice que en aquellas
calles existió el Palacio de Axayácatl, señor de los aztecas, y que de allí procedía la
estatua del llamado «Indio Triste»; que establecido en ese lugar el cuartel de los
españoles, durante la conquista, y por la postura que guardaban las manos de dicha
estatua, fue apropiada para colocar entre ellas una bandera, como se colocó, en
efecto, uno de los guiones castellanos.
Y otros devotos de la escrupulosa Historia, juzgan con más fundamento que no
está completamente probado que en aquel sitio existiera el cuartel de los
conquistadores y que la tal estatua era uno de los portaestandartes que se encontraba
en el Templo Mayor del dios Huitzilopochtli, como puede comprobarse examinando
las láminas jeroglíficas que nos conservó el P. Fr. Diego Durán, en su Historia de las
Indias de la Nueva España.
La escultura, como tantos monumentos y piedras que pertenecieron al gran
Teocalli, fue sin duda a dar en poder de alguno de los conquistadores o de los
primeros pobladores de la ciudad de México, quien como era costumbre entre ellos,
la colocaría en la esquina de su casa,[48] donde viéndola el vulgo, comenzó por
designarla con el nombre de «Indio Triste» y concluyó por llamar también a las calles
donde estaba con el mismo nombre.


[48] Otras piedras que pertenecieron al gran Teocalli existen todavía empotradas en las
esquinas de las casas que fueron del Conde de Santiago (Ave. Pino Suárez con
República del Salvador), de don Luis de Castilla, hoy librería de los hermanos Porrúa
y en la que fue del Marqués de Prado Alegre (Ave. Madero con Motolinía) se
encuentra el jeroglífico de Chalco, que también perteneció al Templo Mayor. <<

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