domingo, 24 de marzo de 2019

La virgen de la cueva del agua

Un caluroso día del año de nuestro señor de 1319 partieron de Úbeda las tropas
del Rey Fernando, el cuarto de su dinastía, al mando de los caballeros Ruy Velásquez
—Maestre de Alcántara—, Garci López Padilla —Maestre de Calatrava—, y García
Fernández Tugiello —Maestre de Santiago—. Su objetivo era la toma de la fortaleza
de Hisn Tiskar, que defendía la ciudad de Raymiyya, una de las puertas por las que
penetrar hacia el corazón del reino nazarí.
La fortaleza, casi inexpugnable, se situaba en las inmediaciones de un risco
conocido como la Peña Negra, que erguía su mole imponente sobre la serranía
abrupta. Al mando de aquella guarnición se encontraba un duro militar llamado
Mohammed Andón, cuyo nombre ha preservado la Historia para escarmiento de
impíos y descreídos. Eficiente militar, no obstante, el caudillo musulmán presentó
una tenaz resistencia ayudado por la inaccesibilidad del castillo. Tanto es así, que el
desánimo empezó a cundir entre las filas cristianas, quienes se encomendaron con
fervor a la Virgen para que les ayudara a salir de aquel trance.
Algunas historias sostienen que un día, mientras el moro paseaba por un cercano
paraje llamado la cueva del agua, lugar frondoso donde multitud de riachuelos y
pequeñas cascadas de agua se desbocan caprichosamente por las paredes de la
montaña, se topó con la talla de una virgen oculta entre la vegetación. Cuentan las
leyendas que la Virgen se le apareció a aquel hombre fiero, en lo que se considera el
primer milagro de la Virgen de Tíscar. Ésta le conminó a rendir la fortaleza y salvar
así el máximo número de vidas. Alargar la resistencia solo conduciría al sufrimiento
de inocentes. Pero el moro, furioso, golpeó la imagen con su bastón de mando
partiéndola en dos. Después se marchó iracundo.
Pasados unos días, volvió Mohammed Andón al lugar de la aparición. Revolvió la
maleza en busca de la talla y, para su sorpresa, la encontró impoluta, como si nunca
se hubiera roto. Lleno de rabia cogió la figura y la arrojó desde lo alto de una sima, a
la vista de sus sirvientes y de la guardia que lo acompañaba. La imagen golpeó en la
roca y se deshizo en añicos antes de caer en la balsa de agua. Respiró el moro
satisfecho y se dirigió a su séquito al grito de «Alá nos asiste». Sin embargo, no
acababa de terminar sus palabras, cuando un murmullo de asombro recorrió las bocas
de los presentes. La talla de la Virgen flotaba en el agua recompuesta, sin mácula
alguna. Ordenó entonces el caudillo musulmán que asaetearan la figura y le lanzaran
piedras para hundirla. Pero la Virgen emergía al poco rato ante la perplejidad de los
infieles. Ignoraban éstos que la Virgen de la cueva del agua había obrado otro gran
milagro.
Uno de los escuderos del Maestre de Calatrava, Pero Hidalgo, se había levantado
muchas horas antes del amanecer. Creía haber encontrado un punto débil en los
muros del castillo y, aunque la empresa era arriesgada, informó a su señor sobre la
conveniencia de intentar el golpe de mano. Rezó durante una hora con fervor, se
colgó un pequeño crucifijo de madera al cuello y, encomendándose a Dios y a su
Santa Madre, se dirigió espada en mano hacia un diminuto sendero que serpenteaba
entre los riscos y que parecía quedar fuera de la vista de los centinelas. En cuestión de
minutos, cuando el sol aún no había comenzado a despuntar, el arrojado cristiano
conseguía alcanzar una tronera sin ser visto. Había entrado en el castillo.
A continuación se produjo una lucha en apariencia desigual. El castellano se
enfrento a los diez guerreros de la media luna que componían la guardia y Dios quiso
que las cabezas de los infieles rodaran por el suelo. Las tropas cristianas entraron
seguidamente por aquel lugar y Mohammed Andón tuvo que rendir la ciudad de
inmediato.
El heroico escudero Pero Hidalgo, como premio a su hazaña, fue reconocido por
el rey con el apellido Díez, número de los sarracenos abatidos por su espada.
Asimismo, a partir de entonces, en su escudo de armas figuró un lucero de oro en
campo de azur rodeado por la cabeza de los diez moros a los que había dado muerte.

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