sábado, 30 de marzo de 2019

La mulata de Córdoba

Sucedido de la calle de la Perpetua

I
Córdoba es una hermosa ciudad, edificada sobre un pequeño montículo, que surge en
medio de cafetales, a los que prestan sombra protectora las anchas y verdes hojas de
los plátanos.
Sus huertos son fértiles y fecundos en varias frutas, que materialmente doblegan
con su peso a los árboles que las producen. Entre estas frutas son características los
delicados mangos de Manila, y las aromáticas pomarosas.
Su clima es cálido y húmedo, y durante los meses de febrero, marzo y abril, el
viento Sur que sopla eleva la temperatura, mientras que en octubre, los nortes, con su
cortejo de menudas lluvias, la hacen descender.
Córdoba fue fundada allá por los primeros años del siglo XVII.
En esa época, los negros sublevados merodeaban por Totulla, Palmillas, Totolinga
y Tumbacarretas, teniendo en alarma continua a los pueblos, pues asaltaban a los
mercaderes, robaban a los pasajeros y eran un obstáculo para el comercio y la Real
Hacienda al interceptar el camino de Veracruz.
En vista de tantos atropellos, y para remediar semejantes abusos, D. Juan de
Miranda, D. García de Arévalo, D. Andrés de Illescas y D. Diego Rodríguez, vecinos
principales del pueblo de San Antonio de Huatusco, solicitaron y obtuvieron permiso
del Virrey, D. Diego Fernández de Córdoba, Marqués de Guadalcázar, para fundar,
una villa en la loma conocida con el nombre de Huilango.
Logrado el objeto, «formóse una lista de los nuevos vecinos, nombráronse cuatro
regidores y éstos eligieron los dos alcaldes ordinarios y se trazó la nueva villa, que se
declaró fundada en 25 de abril del año de 1618».
La villa tomó su nombre de uno de los apellidos del Virrey. En Córdoba fueron
aclimatados el café y el mango de Manila, por el industrioso español D. Juan Antonio
Gómez, y la quina por el malogrado naturalista D. José Apolinario Nieto.
Córdoba, en fin, está llena de recuerdos históricos.
En 1821 opuso gloriosa resistencia a los realistas que mandaba el jefe español
Hevia; suceso perpetuado en la plaza principal en un monumento erigido a la
memoria de sus defensores.
Ahí también fueron firmados los célebres tratados de Córdoba, ajustados entre D.
Juan O’Donojú y D. Agustín de Iturbide, para consumar la independencia de México.
Por su naturaleza virgen y exhuberante, por su origen y por sus recuerdos
históricos, es, pues, Córdoba una ciudad encantadora y célebre, así como por haberse
mecido entre aquellas huertas, llenas de naranjos y limoneros, la cuna del distinguido
escritor D. Agustín de Castro, del eminente naturalista D. Pablo de la Llave, y del
elocuente orador D. Francisco Hernández y Hernández.
Más todavía: en Córdoba nació una mujer hermosísima, objeto de una popular
tradición.
II
Antes que nosotros, ya otros escritores la han referido, ya algunos poetas la han
cantado; pero ni los primeros ni los segundos han tomado sus noticias de polvorientos
códices, ni de arrugados pergaminos.
La fantástica leyenda de la Mulata de Córdoba, ha vivido en la tradición del
pueblo y ha sido transmitida hasta nosotros en miles de ediciones, hechas ya al calor
del hogar por la abuelita para entretener a los nietos, o por la pilmama para dormir a
los niños; ya por el cansado caminante para acortar las noches, o por el soldado para
amenizar las veladas del campamento.
No hay, pues, constancias en la historia, ni datos en las crónicas acerca de esa
mujer maravillosa: su origen como su fin lo oculta el pasado y sólo lo sabe el
presente por la tradición, que oculta la verdad, que modifica los hechos, pero que
siempre encanta, y siempre cautiva.
Cuenta, pues, la tradición, que hace más de dos centurias y en la poética ciudad
de Córdoba, vivió una célebre mujer, una joven que nunca envejecía a pesar de sus
años. Nadie sabía hija de quién era, todas la llamaban la Mulata.
En el sentir de la mayoría, la Mulata era una bruja, una hechicera, que había
hecho pacto con el diablo, quien la visitaba todas las noches, pues muchos vecinos
aseguraban que al pasar a las doce por su casa, habían visto que por las rendijas de las
ventanas y de las puertas salía una luz siniestra, como si por dentro un poderoso
incendio devorara aquella habitación.
Otros decían que la habían visto volar por los tejados en forma de mujer; pero
despidiendo por sus negros ojos miradas satánicas y sonriendo diabólicamente con
sus labios rojos y sus dientes blanquísimos.
De ella se referían prodigios.
Cuando apareció en la ciudad, los jóvenes, prendados de su hermosura,
disputábanse la conquista de su corazón.
Pero a nadie correspondía, a todos desdeñaba, y de ahí nació la creencia de que el
único dueño de sus encantos, era el señor de las tinieblas.
Empero, aquella mujer siempre joven, frecuentaba los sacramentos, asistía a misa,
hacía caridades, y todo aquel que imploraba su auxilio la tenía a su lado, en el umbral
de la choza del pobre, lo mismo que junto al lecho del moribundo.
Se decía que en todas partes estaba, en distintos puntos y a la misma hora; y llegó
a saberse que un día se la vio a un tiempo en Córdoba y en México; «tenía el don de
ubicuidad» —dice un escritor— y lo más común era encontrarla en una caverna.
«Pero éste —añade— la visitó en una accesoria; aquél la vio en una de esas casucas
horrorosas que tan mala fama tienen en los barrios más inmundos de las ciudades, y
otro la conoció en un modesto cuarto de vecindad, sencillamente vestida, con aire
vulgar, maneras desembarazadas, y sin revelar el mágico poder de que estaba
dotada».
La hechicera servía también como abogada de imposibles. Las muchachas sin
novio, las jamonas pasaditas, que iban perdiendo la esperanza de hallar marido, los
empleados cesantes, las damas que ambicionaban competir en túnicas y joyas con la
Virreina, los militares retirados, los médicos sin enfermos, los abogados sin pleitos,
los escribanos sin protocolo y los jóvenes sin fortuna, todos acudían a ella, todos
invocaban en sus cuitas, y a todos los dejaba contentos, hartos y satisfechos.
Por eso todavía hoy, cuando se solicita de alguien una cosa difícil, casi
irrealizable, es costumbre exclamar: —¡No soy la Mulata de Córdoba!
La fama de aquella mujer era grande, inmensa. Por todas partes se hablaba de ella
y en diferentes lugares de Nueva España su nombre era repetido de boca en boca.
«Era en suma —dice el mismo escritor— una Circe, una Medea, una Pitonisa,
una Sibila, una bruja, un ser extraordinario a quien nada había oculto, a quien todo
obedecía y cuyo poder alcanzaba hasta trastornar las leyes de la naturaleza… Era, en
fin, una mujer a quien hubiera colocado la antigüedad entre sus diosas, o a lo menos
entre sus más veneradas sacerdotisas; ¡era un medium, y de los más privilegiados, de
los más favorecidos que disfrutó la escuela espirita de aquella época!… ¡Lástima
grande que no viviera en la nuestra! ¡De qué portentos no fuéramos testigos! ¡Qué
revelaciones no haría en su tiempo! ¡Cuántas evocaciones, cuántos espíritus no
vendrían sumisos a su voz! ¡Cuántos incrédulos dejarían de serlo!».
III
¿Qué tiempo duró la fama de aquella mujer, verdadero prodigio de su época y
admiración de los futuros siglos? Nadie lo sabe.
Lo que sí se asegura es que un día la ciudad de México supo que desde la villa de
Córdoba había sido traída a las sombrías cárceles del Santo Oficio.
Noticia tan estupenda, escapada Dios sabe cómo de los impenetrables secretos de
la Inquisición, fue causa de atención profunda en todas las clases de la sociedad, y
entre los platicones de las tiendas del Parián se habló mucho de aquel suceso y hasta
hubo un atrevido que sostuvo que la Mulata, no era hechicera, ni bruja, ni cosa
parecida, y que el haber caído en garras del Santo Tribunal, lo debía a una inmensa
fortuna, consistente en diez grandes barriles de barro, llenos de polvo de oro. Otro de
los tertulianos aseguró que además de esto se hallaba de por medio un amante
desairado, que ciego de despecho, denunció en Córdoba a la Mulata, porque ésta no
había correspondido a sus amores.
Pasaron los años, las hablillas se olvidaron, hasta que otro día de nuevo supo la
ciudad con asombro, que en el próximo auto de fe que se preparaba, la hechicera,
saldría con coroza y vela verde. Pero el asombro creció de punto cuando pasados
algunos días se dijo que el pájaro había volado hasta Manila, burlando la vigilancia
de sus carceleros… más bien dicho, saliéndose delante de uno de ellos.
¿Cómo había sucedido esto? ¿Qué poder tenía aquella mujer, para dejar así con
un palmo de narices, a los muy respetables señores inquisidores?
Todos lo ignoraban. Las más extrañas y absurdas explicaciones circularon por la
ciudad. Quién afirmaba, haciendo la señal de la cruz, que todo era obra del mismo
diablo, que de incógnito se había introducido a las cárceles secretas para salvar a la
Mulata. Quién recordaba aquello de que dádivas quebrantan… rejas; y aun hubo
algún malicioso que dijese que todo lo vence el amor… y que los del Santo Oficio,
como mortales, eran también de carne y hueso.
He aquí la verdad de los hechos.
Una vez, el carcelero penetró en el inmundo calabozo de la hechicera, y quedóse
verdaderamente maravillado al contemplar en una de las paredes, un navío dibujado
con carbón por la Mulata, la cual le preguntó con tono irónico:
—¿Qué le falta a ese navío?
—¡Desgraciada mujer —contestó el interrogado— si tuvieras temor a Dios, si te
arrepintieras de tus pasadas faltas, si quisieras salvar tu alma de las horribles penas
del infierno, no estarías aquí, y ahorrarías al Santo Oficio el que te juzgase! ¡A este
barco únicamente le falta que ande! ¡Es perfecto!
—Pues si vuestra merced lo quiere, si en ello se empeña, andará, andará y muy
lejos…
—¡Cómo! ¿A ver?
—Así —dijo la Mulata. Y ligera saltó al navío, y éste, lento al principio, y
después rápido y a toda vela, desapareció con la hermosa mujer por uno de los
rincones del calabozo.
El carcelero, mudo, inmóvil, con los ojos salidos de sus órbitas, con el cabello de
punta, y con la boca abierta, vio aquello sorprendido. ¿Y después? Hable un poeta:
Cuenta la tradición, que algunos años
Después de estos sucesos, hubo un hombre,
En la casa de locos detenido,
Y que hablaba de un barco que una noche
Bajo el suelo de México cruzaba
Llevando una mujer de altivo porte.
Era el inquisidor; de la Mulata
Nada volvió a saber, mas se supone
Que en poder del demonio está gimiendo.
¡Déjenla entre las llamas los lectores!

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