viernes, 29 de marzo de 2019

La leyenda de Yurupary

En el principio del mundo una terrible epidemia se desató entre los habitantes de
la Sierra de Tenui, atacando exclusivamente a los hombres. Solo se salvaron unos
pocos viejos cansados y ya vencido por los años, y un anciano payé.
Preocupadas por esto las mujeres, que veían la extinción de la raza en un futuro
no muy lejano, ya que no había en la vecindad ningún pueblo al cual acudir para
proveerse de lo que les faltaba, decidieron reunirse para ver si era posible encontrar
solución a tal estado de cosas.
En todos los rostros se veía consternación y solo el viejo payé se mantenía sereno
e imperturbable.
Su ciencia, considerada para este caso impotente, no había sido consultada como
era la costumbre.
En las orillas del Lago Muypa, donde Seucy solía bañarse, tuvo lugar la reunión
de las mujeres.
Los pareceres más diversos y extraños se discutieron. Había quien proponía que
trataran de rejuvenecer a aquellos viejos decrépitos, o que los arrojaran a los peces si
la tentativa no daba resultado.
Hubo incluso quien sugirió que se viera si las mujeres podían fecundarse entre
ellas, y la discusión, animándose, se alargó hasta que fueron sorprendidas por Seucy
que, como de costumbre, venía a bañarse.
Solo entonces descubrieron al viejo payé, tranquilamente sentado entre ellas, sin
que ninguna pudiera decir ni cuándo ni cómo había llegado.
Avergonzadas por haber sido sorprendidas in fraganti, quisieron huir, pero no
pudieron; sus pies parecían clavados como piedras al suelo.
Y el payé habló así:
—Veo a mi pesar que nunca podrá encontrarse sobre la tierra una mujer paciente,
discreta y capaz de guardar un secreto.
No hace mucho que el Sol me recomendó en el sueño evitar que las mujeres se
aproximaran de noche a las orillas del lago. Y les advertí de esta prohibición; y ahora
no solo las encuentro aquí a todas, sino que están además maquinando cosas
vergonzosas contra nosotros los viejos, desobedeciendo de esta manera las órdenes de
los que gobiernan el mundo.
Seucy, la señora del lago, cuyas aguas están contaminadas con esta impureza, no
vendrá de ahora en adelante a bañarse aquí.
La generación que va a nacer mañana excluirá para siempre a las mujeres de
participar en todo asunto de importancia.
Ante tales palabras las conspiradoras preguntaros excitadas:
—¿Si no está mintiendo, díganos, cómo y cuándo podrá esto suceder?
—¡Están todavía tan impacientes que hasta tienen la osadía de interrogarme! Me
creen embustero sabiendo que soy payé y que lo veo todo por medio de la
imaginación.

Y con todas las mujeres fue a bañarse en las aguas del lago, de donde cada una
volvió con una sonrisa en los labios y una esperanza en el corazón.
—Ahora, —dijo el payé—, cada una lleva en sus entrañas el germen de la vida.
En verdad, todas estaban en estado de gravidez: él las había fecundado sin que
ellas siquiera lo sospecharan.
Hecho esto, el viejo payé, con una agilidad rara para su edad, trepó a la Sierra de
Duba. Llegado allí lanzó un grito prolongado:
—éééé… y se precipitó en el lago, cuya superficie quedó cubierta de un polvo
blanco. Era el polvo con el cual el payé, que no era viejo como parecía, había
ocultado su juventud.
Seucy también estaba zambulléndose en el lago, dejando como huella de su paso
por el azul del cielo una senda casi blanca sembrada de pequeñas estrellas.
Las mujeres, colmadas de dicha, comentaban entre sí el feliz suceso, olvidándose
de que ellas también habían tenido parte en él.
Llenas de extrañas sospechas, que desaparecían ante la realidad de los hechos, se
examinaban atentamente para asegurarse que aquello no era un sueño.
Diez lunas más tarde, en el mismo día y hora, todas daban a luz, asegurando de
esta manera el futuro de la gente de Tenui.
Entre los recién nacidos había una espléndida niña, que por su belleza fue llamada
Seucy. La Seucy de la tierra era la réplica de la Seucy del cielo y creció hasta la edad
de los primeros amores tan pura como la estrella de la mañana.
Un día quiso comer de la fruta de pihycan y se internó en la selva. Fácilmente
encontró la fruta apetecida y no le fue difícil alcanzarla pues unos monos, antes de
que ella llegara, habían hecho caer algunas que frescas y apetitosas estaban aún en el
suelo.
La bella muchacha eligió las más hermosas y maduras, y habiéndolas
amontonado frente a ella, comenzó a comerlas.
Eran tan suculentas, que parte del jugo se le escurrió por entre los pechos,
mojándole las partes más ocultas, sin que ella diera a esto la menor importancia.
Comió hasta saciarse y no regresó a su casa hasta la hora de las tristezas, contenta
de haber satisfecho un deseo nutrido por mucho tiempo.
Pero sentía los miembros entorpecidos por una extraña sensación jamás
experimentada hasta entonces.
Movida por un instinto natural, se examinó atentamente y se dio cuenta que su
virginidad ya no existía y que en sus visceras había algo desconocido.
Avergonzada, no dijo nada a su madre, y mantuvo celosamente el secreto, hasta
que el tiempo se encargó de hacer evidente su estado.
Entonces, interrogada por los de la tribu, que querían vengar la afrenta del
violador, con ingenuidad contó la historia del pihycan.
Después de diez lunas dio a luz un robusto niño que superaba en belleza a su
madre; se parecía al Sol.
Los tenuinas, apenas supieron el nacimiento del niño, lo proclamaron tuixáua y le
dieron el pomposo nombre de Yurupary, es decir, engendrado de la fruta.
Tenía Yurupary apenas una luna cuando su gente decidió preparar y entregarle las
insignias de cacique.
Pero faltaba la itá-tuixáua, que era menester ir a buscar a la Sierra del Gancho de
la Luna, y una parte de la tribu se alistaba ya para emprender el viaje.
Empero la dirección de las cosas en gran parte estaba en manos de las mujeres,
por lo que pronto hubo opiniones diversas que dividieron a la tribu en dos bandos.
Unos querían que la tribu en masa fuera a buscar la piedra; otros que fueran los
hombres solos, ya que las mujeres no podían tocarla.
Discutiendo pasaron otra luna, hasta que la desaparición de Yurupary vino a poner
fin a la disputa.
¿Qué le había ocurrido entre tanto a Yurupary?
Su madre lo ignoraba.
Había desaparecido, pero nadie en el pueblo sabía cómo.
Las mujeres culparon a los viejos del rapto de Yurupary, y después de
interrogarlos inútilmente, les ordenaron que devolvieran al niño en el término de un
día, con la amenaza del «suplicio de los peces», si no lo hacían; es decir, de ser atados
dentro del agua, con la cabeza fuera, y de ser heridos para que los peces, atraídos por
el gusto de la sangre, los devoraran.
Y temiendo que se escaparan, los ataron prontamente, quitándoles así toda
esperanza de salvación.
Para todos se hacía larga la noche, preocupados como estaban por los
acontecimientos, y nadie dormía aún en el pueblo, cuando se oyeron claramente en la
selva los sollozos de Yurupary, justamente en la dirección del árbol de pihycan.
Acudieron en grupo y ya sentían nítidamente la respiración afanosa del niño,
cuando de repente todo quedó en silencio.
Buscándolo por todas partes examinaron el árbol rama por rama, los arbustos, las
plantas cercanas, pero no encontraron nada que los pusiera sobre la pista del niño, y
solo abandonaron la selva al oscurecer.
En la noche, a la misma hora, y en la misma dirección se oyeron otras vez los
sollozos de Yurupary.
Buscaron, siguieron buscando, resueltos si era necesario a no hacer otra cosa toda
la vida, pero no tuvieron mejor suerte.
La tercera noche asediaron el árbol de pihycan, pero grande fue su sorpresa
cuando sintieron que los sollozos sonaban entre ellos, sin que se pudiera descubrir de
dónde procedían.
Los sollozos eran tan conmovedores que hacían mal.
Asustados por lo extraño del hecho, abandonaron apresuradamente el monte,
jurando no volver nunca más a ese lugar en busca de Yurupary.
No por eso cesaron los llantos; y aunque los habitantes del pueblo ya no se
ocuparon más del niño, la infeliz Seucy, retirada en la cima más alta de la montaña,
lloraba a su criatura, y oyendo los sollozos del hijo se adormecía hasta los primeros
albores del día.
Pasaron así tres noches.
Una mañana al despertarse sintió que sus pechos ya no contenían la leche que los
hinchaba al dormirse.
Quiso aclarar el misterio y se prometió estar en vela, pero cuando comenzaban los
sollozos de Yurupary, un invencible sopor se posesionaba de ella y la adormecía en
profundo sueño.
Cuando despertaba, sus pechos estaban desprovistos de leche.
Nunca supo quién se alimentaba con la leche de sus senos durante el profundo
sueño.
Así pasaron dos años, pero al comenzar el tercero, en vez de sollozos eran cantos,
eran gritos, era la risa de un alegre muchachito, lo que la pobre sentía resonar en las
montañas; eran carreras, eran luchas con seres desconocidos, que a menudo sentía
repercutir muy cerca de ella.
Y mientras él crecía entre las montañas de Tenui, invisible pero fuerte y robusto,
la pobre envejecía, y cuando quince años después Yurupary vino a ocuparse de ella,
aún estaba allí, indiferente a todo, sentada en el mismo lugar donde tantas noches, sin
saberlo, lo había amamantado.
Fue en el tiempo en que los bacabes estaban maduros, una noche de luna, noche
en que volvió a bañarse en el lago la Seucy celeste, cuando reapareció Yurupary en el
poblado en compañía de su madre, la Seucy de la tierra.
Era un hermoso jovencito, hermoso como el Sol.
Apenas supieron el regreso de Yurupary, los tenuinas, recordando que era el
tuixáua elegido, trataron de entregarle sin demora los ornamentos de jefe, aunque les
faltase la itá-tuixáua.
La víspera de su regreso, Yurupary había recibido de manos del Sol un matiry en
el que estaban contenidos todos los poderes que le serían necesarios para llevar a
cabo la reforma de las costumbres.
Se sonrió pensando en los engaños de las ambiciosas mujeres, dándose cuenta que
aunque la población estaba compuesta de una buena cantidad de hombres, hermanos
de la Seucy de la tierra, no tenían sin embargo ningún poder decisorio, tanto se
doblegaban a la voluntad materna.
La noche siguiente de su llegada, al son del nembé, maracá, iauty, los tenuinas
fueron a la casa de Yurupary a ofrecerle los ornamentos de jefe.
Yurupary no los quiso aceptar porque no estaban completos, pero ordenó a los
hombres que a la noche siguiente se presentaran en la Sierra de Canuké, a orillas del
lago Muypa, donde debían discutir intereses comunes.
Las mujeres, que hasta entonces eran las únicas que dirigían los asuntos del
pueblo, quedaron descontentas al ser excluidas de la futura reunión y se prometieron
deponer a quien en tan mal momento habían elegido tuixáua, disculpándose por ello
en el hecho de que él aún no había recibido los ornamentos de jefe.
Esa misma noche sacó Yurupary de su matiry una pequeña ollita y un pedazo de
xicantá que puso sobre el fuego dentro de aquélla.
Con el primer hervor salió una cantidad de murciélagos, lechuzas y otros pájaros
semejantes que se dispersaron en el espacio.
Del segundo hervor nacieron guacamayas, papagayos, periquitos y otros pájaros
por el estilo, que también se dispersaron en el aire.
Del tercer hervor surgió una cantidad de pequeños gavilanes, y por último el
uirá-uassú, por medio del cual Yurupary se transportó a la Sierra del Gancho de la
Luna.
Rápidos como una flecha llegaron a la montaña donde estaba sentada la bella
Renstalro, que tenía en la mano del corazón los ornamentos de plumas y en la otra la
itá-tuixáua.
Renstalro misma invistió a Yurupary con los ornamentos de jefe sin proferir una
sola palabra.
Cumplida la ceremonia, Yurupary volvió al pueblo con las primeras luces del
alba, por lo que nadie se enteró del gran suceso.
Durante el día las tenuinas trataron de enterarse a toda costa, por medio de espías,
de lo sucedido en la reunión secreta de Yurupary.
Con tal fin fueron elegidas las que no tenían niños pequeños.
Ya todos estaban reunidos en la Sierra de Canuké cuando apareció Yurupary
vestido de tuixáua. Deslumbraba con sus magníficos ornamentos.
Les habló de los asuntos que tenían en común, ordenando en especial que
cultivaran la tierra, y reveló las leyes que debían ser mantenidas en secreto y que
regularían su conducta de ahí en adelante.
Comenzó declarando que sus leyes durarían con el nombre de Yurupary mientras
el Sol iluminara la tierra, y les prohibió terminantemente a las mujeres participar en
las fiestas de los hombres cuando estuvieran presentes los instrumentos especiales
que debían distribuirse en la próxima reunión inaugural.
La violadora de esta proscripción sería condenada a muerte, y el castigo sería
ejecutado por quien primero tuviera conocimiento del delito, aunque fuera su padre,
hermano o marido.
El hombre que mostrara los instrumentos, o revelara a una mujer las leyes
secretas vigentes, sería obligado a envenenarse, y si se negara a hacerlo,
correspondería al primero que lo encontrara darle muerte, bajo pena de merecer el
mismo castigo.
Todos los jóvenes que alcanzaran las edad de la pubertad deberían conocer las
leyes de Yurupary y tomar parte en las festividades de los hombres.
Las fiestas tendrían lugar:
Cuando la chunaquyra fuera desflorada por la Luna.
Cuando debiera comer la fruta del pihycan.
Cuando debiera comer caza del monte.
Cuando debiera comer carne de pescado grande.
Cuando debiera comer pájaros. Pero todo esto después de que la chunaquyra
hubiera pasado una luna entera, esperando su hora, y alimentándose de cangrejos,
sauba y bejú, sin verse ni tener contacto con hombre alguno.
Cuando se celebrara el dabacury de fruta, pescado, caza u otro, en prenda de
buena amistad.
Cuando se terminara un trabajo fatigoso, como derribar árboles, construir casas,
plantar roco, u otra labor semejante.
Todos los ejecutantes de Yurupary llevarían en la mano una capeta para castigarse
recíprocamente en recuerdo del secreto que deberían guardar.
Todos aquellos que recibieran algún instrumento de Yurupary lo que sucedería
durante la siguiente luna llena, estarían obligados a ir a enseñar por todas las tierras
del Sol, no solo las cosas ya dichas, sino también las que serían enseñadas en la fecha
inaugural.
Al terminar la reunión el tuixáua Yurupary lloraba, pero nadie se atrevió a
interrogarlo.
Cuando más tarde descendieron de la montaña, encontraron a lo largo del camino
a las mujeres que habían ido a espiar y las vieron transformadas en piedras.
Todas conservaban la apariencia que tenían cuando estaban vivas.
¿Quién las había reducido a tal estado? Jamás lo supo nadie exactamente. Lo
cierto es que allí quedó también la misma madre de Yurupary. Quedó con la cara
vuelta hacia el Oriente, señalando con la mano del corazón en dirección del Lago
Muypa y con la otra hacia el árbol de pihycan, rejuvenecida, y con una sonrisa
maliciosa en los labios.
Después de un castigo tan riguroso, las tenuinas, en vez de sentirse espantadas, se
exasperaron aún más contra Yurupary, a quien ahora llamaban Buscan, y juraron
acabar con él para poder seguir gobernando según su propio capricho.
Yurupary, para evitar nuevos castigos, decidió mandar construir una casa bien
lejos del lugar donde vivían, para poder celebrar allí sus reuniones.
Llamó con tal propósito a cinco viejos de la tribu y les dio las órdenes y las
instrucciones necesarias para que se trasladaran a las riberas del Aiarí y construyeran
una casa con todas las comodidades deseadas.
—Pero partan de noche —les dijo Yurupary— para que nadie en el pueblo lo
sepa, y cuando estén ya bastante lejos de aquí, llévense esta pussanga a la nariz y en
un instante se encontrarán transportados por las nubes al Aiarí.
Apenas llegó la luna a la mitad de su curso, los viejos salieron del pueblo, y
cuando estaban ya bien lejos, cada uno se llevó a la nariz sus uñas de tardígrado (éste
era el talismán que habían recibido) y antes de que pudieran pensarlo, se encontraron
transportados sobre una roca en la orilla del Aiarí.
Como en dicho sitio no había nada que pudiera distraerlos, el mismo día eligieron
el lugar donde se construiría la casa, y fue decidido, por la mayoría de los viejos, que
debía levantarse sobre esa misma piedra.
Cuando apareció el sol del día siguiente, iniciaron el trabajo, comenzando por las
puertas que acabaron el mismo día.
Al otro día cavaron las habitaciones que estuvieron listas antes de que llegaran las
sombras de la noche.
El tercer día hicieron los asientos y los otros accesorios que fueron terminados
antes del anochecer.
Así, en tres días, la Yurupary-oca quedó lista y esto porque la piedra estaba aún
iaquira.
Faltaban quince días para la llegada de Yurupary y los viejos resolvieron
aprovechar el tiempo explorando los alrededores.
Con el primer canto del buá-buá se metieron en el bosque, en dirección del
Oriente. Caminaron el espacio de un grito encontrando un ancho camino que
siguieron, y de repente oyeron ruidos, cantos y risas.
—Compañeros —dijo uno de los viejos—, aquí cerca hay una aldea, ¿qué
debemos hacer?
Ir hasta allá —dijeron los otros—. Estemos seguros que no nos tomarán por
enemigos, y llegaremos en buena ocasión; la música nos dice que están en tiempo de
fiesta.—
¡Entonces vamos!
Apenas los viejos tenuinas fueron descubiertos por los nunuibas, salió a su
encuentro para recibirlos un grupo de bellas jovencitas que los invitaron a tomar parte
en la fiesta, celebrada en ocasión de la boda de la hija del íuixáua.
Nunuiba en persona vino a saludar a los recién llegados y los condujo a la sala de
la danza, dando a cada uno una maraca, signo de amistad y de paz cuando viene de
las manos de un jefe.
Después de beber algunas cuia de cachiri y de capypinima entraron también los
viejos en el círculo de las danzas, teniendo cada uno una graciosa joven a su lado.
Éstas desplegaban en el baile todos sus encantos y con halagos y palabras trataban
de excitar a sus viejos compañeros.
Dictaba el uso de los pueblos del Sol que no se rehusase nada de lo que era
ofrecido y los viejos bebieron sin medida y terminaron embriagándose. Uno de ellos
dejó escapar estas imprudentes palabras:
—¡Qué buena tierra es ésta donde las jóvenes son todas hermosas como lo era
nuestra Seucy! ¡Pero quién sabe si mañana estarán maldiciendo nuestra llegada a
causa de la ley de Yurupary!
Dicho esto, se durmió.
Pronto las imprudentes palabras corrieron de boca en boca, produciendo el efecto
de un remolino en la cascada.
—Se trama una traición contra nosotras, —dijo una de las nunuibas—. Debemos
tratar de descubrirla pronto para tener el corazón tranquilo. Mañana cada una de
nosotras, aquí o en su casa, debe obligarlos a revelar lo que se trama contra nosotras,
por medio de seducciones o de sorpresas.
Aprobado el plan, decidieron que algunas de ellas irían al día siguiente a la casa
de los viejos.
Y así se hizo.
Cuando los viejos volvieron a su casa, ya estaban allí las más hermosas
muchachas del pueblo, apenas salidas del baño.
Abrazándolos afectuosamente, los condujeron de inmediato al interior de la casa,
donde ya habían preparado las hamacas y el cudiary con la más blanca y sana
mandioca recogida por ellas mismas.
Terminada la ligera merienda, los viejos buscaron reposo sobre sendas hamacas;
pero no era esto lo que las astutas jóvenes deseaban.
Con mil seducciones y artes diversas intentaron en vano hacer revivir los muertos
sentidos de los pobrecitos.
Todas sus artes, todas sus seducciones se vieron frustradas; y al caer la noche las
muchachas se retiraron sin haber podido obtener nada, prometiéndose, sin embargo,
volver al día siguiente.
Los viejos se quedaron mirándose entre sí, desalentados, sin cambiar una palabra,
hasta que la madre del sueño vino a transportarlos al mundo de la imaginación; esa
madre que a pesar de ser vieja y fea es amada por todos los vivientes.
Pero si los viejos hicieron tan mal papel durante el día, en el sueño las cosas
cambiaron.
Los papeles se invirtieron.
Eran ellos ahora los osados y ardientes y ellas las débiles y frías y fueron vencidas
en el segundo asalto.
Al día siguiente, al salir el sol, las jóvenes llegaron a la Yurupary-oca y
encontraron a los viejos aún sumidos en el sueño. Aprovechando la ocasión se les
metieron en las hamacas.
Sucedió entonces que al despertar los viejos, con el Sol ya alto, encontraron entre
sus brazos a las mismas jóvenes con quienes habían compartido sus imaginarios
goces durante la noche.
Fácilmente se convencieron de que no había sido un sueño, sino que era realidad.
Y las astutas jóvenes, que conocían el engaño en que los viejos habían caído, lejos
de tratar de disuadirlos hacían más apremiantes sus insinuaciones.
—¿Por qué no diste satisfacción a mis deseos ayer, cansándome en cambio con
caricias esta noche?
Y las palabras eran acompañadas con besos y caricias.
—Amigos, el día pasa sin sentirlo, ¡vamos a comer!
Unos momentos después comían, teniendo cada uno a su lado el fruto de su mal
sueño.
Las nunuibas, que más con el capy y el cachiri, que con las caricias y los besos,
esperaban alcanzar lo deseado, forzaban a los viejos amantes a beber copiosamente
del curupy, lo que ellos alegres y contentos no trataban de evitar.
El Sol estaba ya en el mediodía cuando terminaron, y los viejos fueron
inmediatamente a las hamacas a donde los siguieron las jóvenes.
La embriaguez da cierta audacia que excita hasta los más fríos.
Ahora eran los viejos quienes trataban de incitar a las jóvenes y como no podían
con otra cosa, era con los dedos que delicadamente las estimulaban, hasta que cada
una se sintió transformada en una húmeda fuente.
Y los viejos se calentaban con el juego, y Ualri, para quien el placer era más
intenso, comenzó a lamentarse de la rigurosa ley de Yurupary, hasta que poco a poco
descubrió todos los secretos.
Y así, a causa de la involuntaria revelación de Ualri, las nunuibas alcanzaron su
propósito.
Cuando los viejos se durmieron, ellas se retiraron y volvieron a su aldea
repitiendo lo que habían oído.
Desde ese día las nunuibas no volvieron más a la Yurupary-oca.
Los viejos, acostumbrados a aquella compañía, pasaban el tiempo lamentándose
de tanta ingratitud.
El recuerdo era insidioso y todos los días tenían noticias de las hermosas nunuibas
por unos muchachos que venían a bañarse en el río.
Una mañana, encontrándose Ualri con un grupo de ellos, les preguntó a dónde
iban. —A recoger uakjí, —respondieron.
—Yo también voy con ustedes —dijo Ualri—; quiero enviarle una canasta de lo
mismo a la ingrata Diadue.
—Vamos, —dijeron los jóvenes—, aquí cerca hay un árbol muy cargado de fruta;
alcanzará para todos.
Como el uacuiucuyua era muy grande y los curumy no podían trepar, le pidieron
al viejo que se subiera para que les tirara la fruta.
Y el viejo les hizo caso, pero advirtiéndoles que no encendieran fuego bajo el
árbol.
Ya Ualri estaba tumbando a palos el uakú de entre las ramas, cuando los
muchachos encendieron una gran hoguera para tostar allí los frutos.
La fruta es muy aceitosa y en un instante un denso humo invadió el árbol.
A punto de sofocarse, y no sintiéndose muy bien, Ualri apenas tuvo tiempo de
tomarse de las ramas para no caer, sin acordarse en ese momento del amuleto que
llevaba al cuello.
Los curumy comían la fruta tostada sin imaginarse los padecimientos que sufría el
viejo. Solo cuando estuvieron satisfechos, apagaron el fuego.
Cuando el humo se disipó, notaron que de las ramas del árbol descendía una
gruesa liana hasta el suelo, que antes no estaba allí, y por ella vieron descender a
Ualri. —Abuelo, ¿qué liana es ésa que te ha servido de escalera?
Ualri-puy —respondió él furioso—. Ya no se acuerdan que me estaba sofocando
con el humo. Que quede esto como constancia de que unos picaros querían matar a
un viejo.
Se llevó a la nariz su amuleto, y pidió lluvia, relámpagos y truenos que de
inmediato le fueron concedidos.
Y los muchachos corrían de un lado a otro para protegerse del temporal.
Ualri desde la selva los llamó diciéndoles que allí había una casa donde podían
protegerse.
Y se llevó el amuleto a la nariz y pidió ser transformado en casa, y se volvió casa,
y los curumy entraron, y cuando el último hubo entrado, se cerró la puerta, y los
muchachos de esta manera quedaron en la panza de Ualri, nuevamente convertido en
hombre.
Y éste fue el castigo que Ualri les dio a los malvados muchachos.
Cuando llegó la noche y los nunuiba no vieron regresar a los muchachos que
habían ido a recoger uakú, fueron con las madres de los desaparecidos a dar nuevas
del hecho al tuixáua.
Y el tuixáua mandó llamar al payé para interrogarlo.
Y el payé, después de haber bebido un poco de caragirú de la luna, y de haber
encendido su cigarro de tauary, fue al desembarcadero para hacer los conjuros
necesarios.
Cuando volvió dijo:
—Los curumy están en la panza de uno de los viejos que viven en la piedra;
fueron tragados durante el temporal de hoy. Para salvarlos es necesario preparar
mucho capy y mucho cachiri con qué emborrachar mañana a esos viejos para ver si el
que los ha tragado los vomita.
E inmediatamente todo el pueblo puso manos a la obra para preparar las bebidas
deseadas.
Y el payé se subió al techo de la casa, desde donde sopló grandes nubes de humo
de su tauary hacia el lugar en el que se encontraban los viejos, mientras aspiraba
bocanadas de caragirú de la luna.
Entre tanto Ualri, después de su terrible venganza, no se quitaba el talismán de la
nariz.
Cuando la noche se dirigía hacia el alba, todos sus huesos parecían transformarse
en instrumentos, y se oían claramente los sonidos que de ellos salían.
Sus compañeros supieron entonces que en Ualri sucedía algo extraordinario.
Y Ualri, antes de que asomara el Sol, salió de casa y voló.
El payé que estaba aún sobre el techo de la casa del tuixáua vio a Ualri y lo oyó al
pasar por el pueblo.
Apenas cantó el buá-buá, las jóvenes partieron para la Yurupary-oca, y a su
llegada encontraron a Ualri ya de vuelta. Diadue, previamente instruida por el payé,
lo abrazó con grandes muestras de afecto.
—Queridos amigos, venimos a invitarlos a ir al poblado; todo está listo, solo falta
su presencia para comenzar la danza; no dejemos pasar el tiempo.
—Vamos —respondieron ellos.
Cuando se aproximaban al poblado, Ualri soltó el brazo de Diadue y voló sobre
una palmera, y sus huesos comenzaron a tocar una música festiva, que era
desconocida por todos.
—Ahora, —dijo Diadue—, bebamos y dancemos; aturdamos nuestros corazones
hasta mañana.
Y el cachiri y el capy se ofrecían con más frecuencia, pero hasta la noche Ualri se
conservó lúcido, en tanto que sus compañeros ya desde hacía mucho estaban
embriagados.
Y el payé, que con un soplo había hecho que las bebidas fueran más fuertes que
de costumbre, estaba maravillado viéndolo resistir tanto.
Y Ualri bebía, bebía y no sentía nada, y cuando llegó la noche voló a la Yuruparyoca.
—Ahora, —exclamó el payé— es el momento de quitarle el amuleto que lo
protege, ahora que va a estar adormecido un instante; pero es necesario ponerse ya en
camino.
Diadue pronto se puso en camino con algunas compañeras, y cuando llegaron a la
casa, Ualri ya estaba en pie y de sus huesos salía aquella música festiva que ya habían
oído, pero que era desconocida por todos.
Y el urutauy comenzó a chillar sobre el camino y volvió a volar en el pueblo.
Y Diadue y sus compañeras corrieron de vuelta, y cuando llegaron a la sala de la
fiesta, Ualri estaba sentado en un extremo y de sus huesos aún salía aquella música
festiva ya oída, pero ahora en tono muy bajo.
El payé dijo entonces al tuixáua que los muchachos acababan de morir.
—Y ahora, terminemos con él para dar un ejemplo a sus compañeros, antes de
que se nos escape y sea imposible hacerlo.
Y untó de manufá a quienes debían atrapar a Ualri, pues éste era el único antídoto
contra la maracaimbara que lo defendía.
Y ordenó a Diadue que durante la lucha y aprovechando un momento favorable,
tratase de sacarle a Ualri la maracaimbara que escondía en la nariz.
Se hizo como se había dicho.
Cuando el Sol llegó a la mitad del cielo, el payé entró en la sala y se precipitó
inmediatamente sobre Ualri, y los dos se convirtieron en uno y cayeron al suelo.
Los hombres, que estaban escondidos en la sala de ayuno de las muchachas,
corrieron al lugar de la lucha provistos de cuerdas para atar a Ualri.
Diadue se le arrojó rápidamente a la cabeza para arrebatarle el amuleto, pero él,
conociendo su intención, con un supremo esfuerzo se quitó con una mano la
maracaimbara de la nariz y se la tragó.
De los huesos de Ualri, en el ardor de la lucha, salió una música espantosa.
Sus compañeros, soñolientos y con la mente pesada por la borrachera, asistían a
todo con los brazos cruzados.
Después de una lucha de dos medidas de tiempo, Ualri quedó vencido porque el
payé le echó encima una cuia de manufá rallado que le hizo perder la fuerza.
Y fue atado y arrastrado al centro de la sala, y entonces preguntó a sus enemigos:
—¿Por qué me hacen esto?
—¿No sabes por qué? ¿Qué has hecho con los muchachos que fueron a recoger
uakú? —¿Es por eso? Ellos me quisieron dar muerte y yo me vengué.
—Si ellos atentaron contra tu vida, no fue a sabiendas, —dijo el payé—; eran
jóvenes inocentes y solo conocían dos cosas en la vida: la dulzura de los frutos que
buscaban en el bosque para comer y la dulzura del seno de sus madres donde de
noche se dormían, cansados de las fatigas del día.
Quisiste ignorarlo, y, por lo tanto, morirás, pagando con la vida la maldad de tu
corazón. Morirás cuando los uacuráua comiencen a volar sobre nuestras cabezas.
—Ya que debo morir, —dijo Ualri—, que me pongan boca arriba sobre una
hoguera. Y cuando mi cuerpo esté ardiendo, te ruego que vengas a mirar encima de
mi vientre, porque es de allí que saldrá mi amuleto; tómalo y dáselo a Diadue como
recompensa de su traición.
Y cuando el Sol desaparecía y los uacuráua comenzaban a volar, llevaron al
condenado al lugar del suplicio.
Y a lo largo del camino de sus huesos salía una música nueva, y el payé dijo al
tuixáua:
—Es la música de Yurupary.
Y cuando Ualri vio la hoguera sobre la cual debía morir, exclamó:
—¡Ingrata Diadue! ¡No sabía que tu belleza me costaría tan cara! Pero ten la
seguridad, y grábate bien esto en la mente: ¡mañana seré vengado!
El Sol había desaparecido y numerosos sobre la cabeza de los nunuibas volaban
los uacuráua, cuando el payé hizo arrojar sobre la hoguera al condenado.
De la boca de Ualri no se escapó un solo gemido.
Cuando su cuerpo comenzó a arder, el payé se aproximó para ver si de la boca
salía la maracaimbara. En ese momento oyeron un ruido espantoso que estremeció la
tierra, y del vientre de Ualri salió una passyua que se remontó hasta tocar el cielo.
Al mismo tiempo, un viento impetuoso barrió parte de las cenizas de Ualri y las
depositó en la selva vecina, y cuando todo volvió a la calma, salieron de ella gritos y
cantos como de gente.
Los que presenciaban esto, huyeron asustados al ver tantas cosas extraordinarias
en tan poco tiempo.
El payé fue el único que permaneció al lado de la hoguera, fumando su tauary,
escrutando el futuro con su imaginación.
En el pueblo nunuiba nadie durmió esa noche esperando el regreso del payé, pero
llegó el día y el payé no apareció.
Entonces el tuixáua nunuiba resolvió ir a buscarlo con sus guerreros, y cuando se
aproximaron a la colosal palmera, oyeron claramente la voz del payé que decía:
—Ni un paso más si no quieren experimentar el dolor que yo sufro. De las
cenizas de este myra ugarra no solo nació un nuevo tipo de gente, sino también una
infinidad de animales venenosos, contra los cuales mi ciencia casi nada puede hacer.
Y esta nueva gente me ha arrojado piedras toda la noche. Ni mi tauary ni mi caraiurú
pudieron ayudarme a palparles la sombra; estoy vencido, ellos son más poderosos que
yo. Estos animales que están sobre mi cuerpo son terribles.
Pero el tuixáua y sus guerreros no prestaron atención a sus advertencias y se
aproximaron.
A pocos pasos de la palmera, contra Nunuiba y sus guerreros se lanzaron
serpientes e insectos venenosos de toda clase, y por más que eran hábiles, no
pudieron escapar y fueron todos mordidos; y apenas mordidos, se revolcaron en el
polvo.
—Ahora, —dijo el payé—, sufran las consecuencias de su obstinación, hasta que
aparezca una mujer que les dé el remedio.
Todos los ojos se volvieron en dirección al poblado.
—Diadue viene hacia acá. Que vaya ella al ygarapé y que vuelva con agua.
Y cuando la orden le fue transmitida, Diadue fue al ygarapé y volvió con un
curuatá lleno de agua y lo puso a los pies del payé.
—Ahora —dijo éste— siéntate encima y lávate las partes genitales, y dame luego
a beber el agua.
Y así hizo Diadue, y cuando el payé hubo bebido, en aquel preciso momento
cayeron al suelo todos los animales que lo atormentaban y cesaron todos los dolores.
Y pasó el agua a los compañeros que fueron rápidamente liberados, mientras las
tocandiras, las arañas, las serpientes y los otros animales venenosos quedaron
mortalmente envenenados.
—Antes de dejar estos lugares, donde además de la gente invisible, sin ley ni
corazón, tuvieron origen todos estos animales venenosos que antes no existían,
óiganme y sepan:
»Contra ellos todos poseemos el antídoto: el hombre para la mujer, la mujer para
el hombre, pero ninguno se puede curar por sí mismo; es suficiente el contacto de la
parte ofendida con el órgano sexual del sexo opuesto, o con el agua donde éste fue
lavado, si no se puede de otra manera.
»Estas hierbas que van saliendo alrededor de la passyua son todas terribles
maracaimbara si se usan para el mal, amuletos si son utilizadas para el bien.
»La raíz de esta liana es un veneno potentísimo, y unido a la ponzoña de estos
insectos bastará que sea puesto en contacto con la sangre para que mate
instantáneamente; es el wirary.
»Pero también tiene su antídoto: los excrementos humanos, algunos gusanos de la
playa, la sal, la espuma de las cascadas; disueltos en agua y bebidos, sanarán a quien
los tome.
»Pero en cuanto a esta nueva gente, que de ahora en adelante llamaremos
Uancten-mascan, ellos serán desde ahora enemigos de todos los hijos del Sol.
»Son seres fuertes, superiores a mi poder, y con toda mi ciencia de payé no puedo
palpar su sombra.
»Después de lo dicho, volvamos al pueblo, pero cada uno ponga atención a su
propia cabeza; los Uancten-mascan, aunque invisibles, nos echarán tantas piedras,
que será difícil que no quede alguien herido».
Diadue recibió una gran pedrada que dio con ella en tierra, desvanecida.
El payé y el tuixáua la condujeron a casa.
La paz del pueblo fue turbada toda la noche por rumores de gente invisible.
Diadue sanó con el tiempo, pero la herida le cambió completamente la cara.
Aquella faz que había sido el espejo de la belleza nunuiba, era horrible.
Y pocas lunas después, Diadue, habiendo ido a bañarse donde el agua se empoza
al pie de la cascada, se espantó de su propia fealdad que se reflejaba en el agua, y
desesperada se arrojó en los remolinos donde desapareció para siempre.
Yurupary tuvo noticias del triste fin de Ualri. Una mariposa negra se le posó en la
mano y le dejó una gota de sangre caliente; él sintió que de pronto perdía el valor.
Estaba triste en aquel lugar, donde una penosa obligación de justicia lo había
hecho castigar a su propia madre.
¿Qué había sucedido en las orillas del Aiarí?
En sus manos estaba saberlo, recurriendo al matiry; pero se adueñó de él un
desaliento profundo que casi se convirtió en locura.
Sonaban rumores siniestros por la montaña, acompañados de lamentos dolorosos.
Cuando dormía, se le aparecían sus víctimas mofándose de su acangatara, y
muchas veces hasta le escupieron el rostro. Él soportaba todo con resignación.
Su madre estaba siempre a la cabeza de las mofadoras.
En tanto, las tenuinas no dejaban de conjurar contra él y trabajaban día y noche
para sublevar a sus hijos contra Yurupary.
Pero éstos, más prudentes que ellas, rehusaban obedecerlas, mostrando para
justificarse las figuras de las mujeres convertidas en piedras, donde se veía esculpida
la historia de su falta de prudencia.
Y ante tantas dificultades, Yurupary se sentía cada vez más desanimado, y un día
casi enloquecido se dirigió al lugar donde estaban sus víctimas y se arrojó gimiendo a
los pies de su desventurada madre; después se desvaneció.
Al volver en sí, el Sol brillaba sobre el rostro de su madre; entonces recordó que
tenía una misión que cumplir.
Abrazó aquella fría mujer de piedra, hizo una promesa reafirmada por sus
sollozos, y descendió al poblado.
Cuando al día siguiente el Sol llegó al cenit se oyó el tauté convocando a los
hombres a una reunión.
Los hombres se reunieron y cuando estuvieron todos juntos Yurupary dijo:
—Cuando Iacy-tatá esté alta como una mano alzada, quiero que todos se dirijan
al lugar de nuestra primera reunión. Deberán salir de casa sin que sean sentidos por
las mujeres.
Pero antes deberán bañarse en el lago y refregarse el cuerpo con hojas de genipá,
y al volver a casa cada uno deberá meterse en la boca un puñado de uosca, teniendo
cuidado de mantenerlo allí hasta estar en mi presencia. El que no obre según mis
palabras se volverá mudo.
Y si las mujeres les preguntan para qué fueron llamados, respondan que los llamé
para mostrarles un gran nçá que cogí en el lago.
Los tenuinas notaron que Yurupary estaba triste, pues sus ojos indicaban que
había llorado. Se daba cuenta que entre su gente podía haber alguno, que enamorado
de su mujer, tal vez no sabría guardar el secreto, y para evitar esto fue que ordenó el
baño con genipá y el maíz en la boca.
Apenas llegaron los hombres a sus casas, las mujeres les preguntaron: ¿Para qué
los llamaron?
—Para ver un gran uçá que el tuixáua pescó en el lago.
¿Entonces es tiempo de que los uçá vengan a la tierra?
—Cierto, si salió uno, es probable que salgan muchos.
—Si es así, —dijeron las mujeres—, iremos esta noche a esperar a los uçá en la
orilla del lago.
Apenas llegada la noche, Yurupary quiso saber qué había ocurrido con su gente
en el Aiarí, y sacando del matiry una pequeña piedra colorada le pidió que le
mostrara lo que había sucedido con los suyos.
Le gustó la Yurupary-oca, admiró la belleza de las nunuibas, se rio de los viejos,
pero cuando llegó a Ualri y a su venganza, arrojó la piedra contra el tronco que
sostenía el techo de la casa.
La piedra se hizo polvo y éste se convirtió en luciérnagas que tiñeron la oscuridad
de la noche.
Cuando Iacy-tatá llegó a la altura indicada, los tenuinas salieron de sus casas, y
las mujeres que estaban esperando a los uçá en la orilla del río, ni siquiera
sospecharon. Ellos se dirigieron hacia las montañas y cuando llegaron Yurupary
estaba ya sentado en el centro de una gran estera de uaruman, sobre la que ordenó
que todos tomaran lugar para oírlo mejor:
—Anoche hice una promesa que debo cumplir, y que todos los que tienen a sus
madres al lado de la mía deben también cumplir conmigo.
Fui obligado a dar prueba de mi poder para que también los que no saben
obedecer lo respetaran. Estas piedras lo demuestran.
Pero esto no fue suficiente y ahora las mujeres que están a la orilla del lago
piensan que habiéndome elegido tuixáua, sería esclavo de su voluntad; pero los que
me oyen saben que he venido para reformar los usos y costumbres de los habitantes
de todos los pueblos.
Cuando estemos a las orillas del Aiarí les diré lo que debemos hacer; sin embargo
el que no cumpla mis órdenes será castigado de modo terrible.
Calló. La gente, que no se atrevía ni a parpadear mientras él hablaba, esperó que
prosiguiera, pero de su boca no salió ni una palabra más.
Miraba distraído a lacy-tatá, casi como si estuviera conversando con ella.
Cuando los tenuinas vieron que ya no había razón para permanecer atentos,
fueron a extenderse sobre la estera, hasta que vino la madre del sueño a separarlos de
su propio espíritu.
Cuando despertaron con el soplo del viento que murmuraba entre las hojas del
bosque, se hallaron todavía en la estera donde se habían adormecido, pero en las
orillas del Aiarí sobre la Yurupary-oca.
—Sepan que estamos en las márgenes del Aiarí —dijo Yurupary—, y antes de
abandonar este lugar, donde desde ahora tendremos nuestras reuniones, les enseñaré
lo que hay que hacer, pues no quiero volver a castigar a nadie.
Los hombres deben tener el corazón fuerte para resistir las seducciones de las
mujeres, que muchas veces tratan de engañar con caricias, como sucedió con los
viejos que envié aquí.
Si las mujeres de nuestra tierra son impacientes, curiosas y charlatanas, éstas son
peores y más peligrosas, porque conocen algo de nuestro secreto.
Pocos se resisten a ellas, porque sus palabras tienen la dulzura de la miel de
abejas, sus ojos la atracción de la serpiente, y todo su ser tiene seducciones
irresistibles que comienzan dando placer y terminan subyugando.
Estas palabras no las digo para hacerlos rehuir el contacto con las mujeres, sino
solo para que puedan resistirlas, y para que ellas no se apoderen de nuestro secreto
que únicamente los hombres pueden conocer.
Ualri, aunque viejo, agobiado por la madurez de sus años y con los sentidos ya
fríos, se dejó, sin embargo, seducir por ellas; reveló parte de nuestros secretos, pero
pagó con la vida su traición.
Quienes se sientan bastante firmes de mente y fuertes de corazón, podrían
afrontarlas.
Y ahora entremos en la casa, pero cuando llegue la noche al centro del cielo
deberán reunirse todos aquí.
Cuando entraron a la Yurupary-oca, encontraron a los cuatro viejos a punto de
morir de hambre.
El día siguiente de la muerte de Ualri se habían ocultado allí, dispuestos a dejarse
morir de hambre, pues no encontraban una excusa para justificar la ausencia de su
compañero.
Apenas los vio Yurupary, leyó rápidamente su pensamiento, y dijo:
—¿Creen que la muerte puede borrar los errores que han cometido?
No es una vergüenza que un joven sea vencido por una mujer, pero cuando los
cabellos blancos dicen que la juventud está ya lejana, es una liviandad digna de
castigo.
Y ahora, vayan algunos al bosque y tráiganme hojas de yuacáua para poder
pescar pronto; es menester salvar a estos viejos insensatos.
Y llegaron las hojas de yuacáua, y él las trenzó juntas, y habiendo sacado de su
matiry un pedazo de resina de cunauarú, frotó con ella la nueva red y ordenó que
fueran a pescar al río.
Cuando los pescadores estaban recogiendo las redes en tierra, saltó del agua una
gran cantidad de iuhy, que entrando por la puerta rápidamente llenó la sala principal.
—Preparen de comer lo de los viejos, y después que cada uno se ocupe de sí
mismo.
Llegó la hora de la reunión, y los tenuinas se encontraron encima de la casa de
Yurupary.
—Antes de seguir dando las leyes que deben regir los usos y costumbres de la
gente de esta tierra —comenzó Yurupary—, quiero contarles una historia que nos
atañe:
»En el principio del mundo el Señor de todas las cosas apareció sobre la tierra y
dejó allí un pueblo tan feliz, que pasaba la vida solo bailando, comiendo y
durmiendo.
»En aquel tiempo las costumbres de los habitantes de esa tierra no permitían que
nadie bailara con una mujer que no fuera la suya, so pena de tener que quitarse la
vida por su propia mano, o de ser quemado vivo.
»Apenas nacía alguien, los padres le procuraban un compañero para que no
estuviera solo más tarde.
»Sucedió que las mujeres nacían en mayor número, superando a los hombres, y el
tuixáua mandó construir un lugar donde se pusiese a las solteras, en espera de que se
les pudiera dar esposo.
»Y en un lugar separado ponían también a las viudas, y allí esperaban la muerte,
ya que se consideraba que con la pérdida del compañero su misión había terminado.
»Una jovencita, cansada ya de esperar a que el tiempo le diese esposo, resolvió
huir y buscar la muerte en la soledad de la selva como único remedio a la desgracia,
ya que no conocía otro poblado donde pudiera refugiarse.
»Antes del alba salió del poblado, siguiendo el camino del Sol, y prometiéndose
no regresar jamás.
»Caminó todo el día y al llegar la noche se refugió en la sepupema de un árbol y
allí durmió.
»Cuando la noche había llegado más allá de su mitad, se despertó y oyó
claramente risas y conversaciones de gente.
»Al principio pensó que sería efecto del sueño y se llevó las manos a los ojos,
pero vio que estaba despierta, y entonces se dio cuenta que efectivamente era gente y
que ella se encontraba cerca de una maloca.
»Oyó perfectamente la voz de un joven que decía:
»—Ayer, cuando estaba pescando un timbí en el ygarapé Dianumion, vi pasar
cerca a una mujer joven que me pareció muy triste, por lo menos así lo mostraban sus
ojos que estaban llenos de lágrimas.
»Quise hablarle, pero estaba tan triste que no me atreví a hacerlo y la dejé seguir
sin molestarla, respetando su dolor con mi silencio.
»Era hermosa como un coaracy-uirá, y venía en esta dirección.
»—Hiciste mal, —dijeron otras voces—, apenas aparezca el Sol iremos a
buscarla, porque con toda seguridad debe ser de la tribu de los bianacas; tal vez
perdió el camino y ahora vaga sin saber cómo encontrarlo.
»—Si la encontramos le propondremos que sea esposa del hijo de nuestro
tuixáua, y si se rehusa, la conduciremos a su gente.
»Ella oyó esta conversación y tuvo el deseo de echarse en brazos de sus
salvadores.
»Cuando el Sol comenzó a teñir de rojo las raíces del cielo, los jóvenes fueron a
buscar el rastro de la muchacha, y siguiéndolo, dieron con la sapupema donde se
había refugiado.
»Cuando sintió que se aproximaba el rumor de sus seguidores, fingió dormir, y
ellos se le acercaron. El joven hijo del tuixáua, a quien había sido ofrecida su mano,
quedó verdaderamente encantado de tan hermosa jovencita.
»Él se sentó próximo a la durmiente y acercando su boca al oído le murmuró:
»—Hermosa doncella, ¿qué haces tan lejos de tu pueblo?
»Y ella entonces fingió que se despertaba y volviendo los ojos entorno, espantada,
dio un grito, y las lágrimas brotaron copiosamente apagando el fuego de sus ojos.
»—Hermosa doncella, ¿qué haces tan lejos de tu pueblo?
»—Busco la muerte.
»—¿Eres tan desventurada como para buscar la muerte? Cuando se tienen ojos
que brillan como el sol, cabellos negros que relucen como las estrellas del cielo,
labios suaves como la piel de eshauin, pechos intactos que huelen como las flores de
umiry, cuando te asemejas a la yuácaua, ¿cómo puedes ser infeliz?
»—Y sin embargo —dijo la joven—, no siempre la juventud trae la felicidad; yo
soy de esas desventuradas a cuyas penas solo puede dar remedio la muerte.
»—Si está en mis manos poner fin a tu dolor, dímelo, porque si fuera necesario ir
a donde se acaba el mundo, para buscar tu tranquilidad, yo y mis compañeros iríamos
hasta donde termina el mundo para ahorrarte las lágrimas que viertes y que siento me
queman el corazón. Casémonos y seamos felices; pero si quieres volver a los tuyos,
yo te conduciría de regreso; sin embargo mi corazón se quedaría contigo.
»—Hermoso joven, ya que te condueles de mi desgracia, sería una mujer
despiadada si rehusara lo que me ofreces; desde este momento soy tuya, puedes
llevarme contigo, que seré tu compañera hasta que la muerte nos separe. Pero te pido
una cosa: nunca me preguntes qué motivos me trajeron aquí.
»—Te prometo no preguntarte jamás lo que te condujo a este lugar, pues no serías
la única en sufrir el veneno de nuevas heridas.
»Levántate y vamos a mi maloca donde encontrarás hombres de quienes eres ya
señora.
»Y cuando cruzaban las corrientes del Dianumion, el joven pidió a la muchacha
que se detuviera y que machacara las hojas de una hierba que le ofreció, para que con
ella se frotara todo el cuerpo, y que luego se zambullese en las aguas.
»Y ella hizo como se le dijo, y cuando salió del baño se había convertido en
iacamy, como eran todos los compañeros de él.
»La muchacha había entrado a hacer parte de la tribu de los iacamy.
»Algunas lunas más tarde Dinari (éste era el nombre de la joven) sintió en sus
entrañas que estaba próxima a ser madre, y se lo reveló a su marido.
»Se pusieron de inmediato a hacer un nido para depositar los huevos, y Dinari
estaba contenta porque ya creía ver a su alrededor a sus peludos pichones.
»Pasó una luna, llegó la segunda, entró la tercera y Dinari ya no podía tenerse en
pie, y entonces los dos supieron que la hierba no la había transformado
completamente, y que a pesar de haberse convertido en pájaro, lo que llevaba en el
vientre eran seres humanos.
»Entonces ella le pidió al marido que le restituyera su forma primitiva para
escapar de la muerte y salvar a los hijos que ya daban señales de vida.
»El marido la condujo al Dianumion y, preparada la misma poción, se la dio a
beber y ella volvió a ser como era antes.
»Cuando Dinari completó diez lunas, dio a luz un varón y una niña.
»Y la niña tenía un puñado de estrellas en la frente, y el varón una serpiente, con
las mismas estrellas, de la frente a los pies.
»Los dos niños nada tenían de la raza del padre; se parecían a la madre, llevando
además las estrellas con que habían venido al mundo.
»Cuando llegaron a la edad de la pubertad, un día el varón le preguntó a su madre
por qué tenía tantos ilapay, que solo servían para incomodar a los que duermen en la
noche.
»—Antes de que nacieran ustedes no tenía con quién pasar el tiempo, y me
dediqué a criar estos pájaros, y ahora los amo como te amo a ti y a tu hermana, y te
pido que jamás les hagas daño; son buenos compañeros y me moriría de dolor si
huyeran. Mañana debo ir lejos de aquí a buscar alimento, y para que no se queden
solos, una parte de ellos deberá quedarse para que te acompañen a ti y a tu hermana.
»El muchacho no preguntó nada más, se puso a hacer dos arcos y todas las
flechas que pudo, para en la ausencia de la madre probarlas contra los iacamy.
»Desde el día en que nacieron, los muchachos dormían solos, encerrados en una
pieza donde nunca había entrado nadie de noche.
»Esa noche sentía Dinari el corazón inquieto; daba vueltas por la casa, hasta que
le vino un deseo irresistible de ver a sus hijos, y entró en el cuarto donde estaban
durmiendo.
»Ellos dormían y las estrellas que tenían sobre el cuerpo brillaban como las
estrellas del cielo, y cuando Dinari vio tal cosa, retrocedió asustada.
»Presa de un terror que no comprendía, llamó al marido para que viera cómo
brillaban esas estrellas.
»Y el marido vino y entraron juntos donde dormían los niños.
»Él permaneció largo rato mirándolos, sin decir una sola palabra; luego salió e
interrogó a Dinari:
»—¿Qué quieren decir esas estrellas en nuestros hijos?
»—No lo sé.
»—¿No habrás tenido estos niños con otro?
»—¿Y cuándo habría podido serte infiel si no nos hemos separado nunca? En
realidad creo que quieres culparme de lo que solo debe atribuirse a la madre de las
cosas.
»—Si tus hijos fueran míos, primero habrías puesto huevos, de los que después
habrían salido mis verdaderos hijos que se me asemejarían.
»Pero todo salió al revés; y ahora, para hacerme dudar más todavía, tienen
estrellas que brillan como las del cielo. No te diré nada más; apenas te propongo que
abandones a estos niños y te vayas conmigo.
»—¿Yo abandonar a mis hijos? ¡Jamás!
»—¿No aceptas? Pues bien, puedes quedarte: mañana ya no me encontrarás entre
mi gente, y sin que me lo impidas he de descubrir lo que me ocultas.
»Y dicho esto desapareció en las sombras de la noche.
»Cuando vino el día ya no se oyó cantar ni un iacamy, apenas los urutauhy a los
lados del camino lanzaba sus estridentes carcajadas.
»Entre tanto el tuixáua de los iacamy se dirigía con los suyos a las orillas del
Danumion donde hicieron un gran fuego, al cual le echaron una cantidad de fruta de
piquiá.
»Y formaron una rueda, y cuando todos estuvieron en su lugar, el más viejo
preguntó:
»¿Para qué nos ha llamado nuestro tuixáua?
»—Aquí estoy pronto a decirlo: creo que mi mujer me ha traicionado.
»—¿Y por qué lo crees?
»—Ella no puso huevos como las hembras de nuestra tribu, y sus hijos tienen una
cantidad de estrellas sobre el cuerpo que brillan como las estrellas del cielo. ¿Será
éste un indicio de infidelidad?
»—¿No ves que en tu unión, con una raza superior a la nuestra, la madre de las
cosas debió elegir para que la mejor semilla fuera fecundada?
»—Pero… ¿y las estrellas?
»—Dime la verdad. ¿No te juntaste nunca con Dinari después de haberle dado su
forma primitiva?
»—Muchas veces.
»—¿Qué posición asumía entonces tu mujer?
»—Con la cara vuelta al cielo.
»—Ahora lo sabemos todo. Ella sentía más placer en su forma primitiva que en la
nuestra, y fue en una de esas ocasiones cuando concibió, teniendo ante sus ojos las
estrellas del cielo, que dejaron su imagen en los dos niños como recuerdo de un
momento pleno de ternura. ¿Y es por esto que la acusas y que la quieres abandonar?
»Vuelve a tu casa, muéstrate amoroso con tus hijos y con tu mujer, que en esto
consiste la felicidad de los esposos; y no acuses más a tu mujer sin haber visto con tus
propios ojos.
»—Tus razones son ciertas y volveré a casa, pero ahora quiero que para
divertirnos nos tifiamos la espalda con la ceniza de piquiá, para que no nos
reconozcan cuando nos vean.
»—Tú sabes que estamos siempre dispuestos a acompañarte en todos tus
caprichos, pero te pedimos que después vuelvas de inmediato a tu casa.
»Cuando apareció el día, Dinari salió en busca de comida y sus hijos la vieron
perderse en la sinuosidad del camino habitual.
»—Hermana, vamos a probar nuestras flechas con los iacamy.
»—Vamos.
»E hicieron un agujero en la pared y por él comenzaron a arrojar flechas a los
iacamy, con tanta puntería que ninguna falló el blanco.
»Y cuando cayó el último de los que habían quedado, salieron de la casa para ver
lo que habían hecho y llevaron a la selva vecina los restos de los pobres ilapay que
tanto los incomodaban por la noche con su canto.
»Terminada esta tarea, estaban por entrar en la casa cuando sintieron el rumor de
los otros iacamy que llegaban, y rápidamente fueron de nuevo a ponerse en acecho.
»Vieron que tenían el lomo acenizado y que no eran iguales a los que habían
matado, pero a pesar de eso comenzaron a utilizarlos de blanco, con tanta precisión,
que poco después el último de ellos caía muerto.
»Solo se escaparon del estrago algunas hembras que estaban empollando.
»Así el mismo tuixáua de los iacamy moría herido por sus propios hijos.
»Si Dinari no hubiera tenido vergüenza de revelar a sus hijos su propio origen,
jamás habría ocurrido esta tragedia que todavía hoy recuerda la gente; pero ellos
ignoraban la relación que existía entre su madre y los desventurados ilapay.
»A su regreso Dinari encontró sangre por todas partes; pensó que su marido había
matado a sus propios hijos y entró corriendo en la casa. Los encontró jugando
tranquilamente y les preguntó:
»—¿Qué ha sucedido hoy aquí que veo sangre por todas partes?
»—Muchas cosas, madre, un grupo de iacamy, de lomo blancuzco, vino a
hacernos mal a mí y a mi hermana, y nosotros los matamos a todos con nuestras
flechas.
»—¿Dónde están los cuerpos de los iacamy?
»—Los amontonamos a los pies del ucuquy en el camino.
»Dinari corrió inmediatamente hacia donde crecía el ucuquy y se quedó
horrorizada ante la cantidad de muertos causada por obra de los dos jóvenes. Entre
ellos reconoció a su propio marido y casi enloquecida se arrojó sobre su cuerpo,
diciendo:
»—¡Ay! ¡Con demasiado rigor fue castigada tu imprudencia!
»¡Cambiaste el color de tu lomo para que tus hijos te mataran!
»Daría todo mi corazón por no verte muerto; hubiera querido poder presentarte a
mis hijos y revelarles el vínculo que los unía.
»¡Ahora todo ha terminado!
»Y ella no quiso ya quedarse más en esa tierra, donde fue tan feliz y donde era
ahora tan desgraciada.
»Cuando el urumutú anunciaba el alba, Dinari y sus hijos partieron caminando
hacia el Oriente.
»Caminaron el día entero, y ya al languidecer el día llegaron a la cima de una
montaña desde donde se percibía la maloca de los bianacas. Dinari reconoció su
antigua morada, se sentó sobre una piedra, llamó cerca a sus hijos y abrazándolos
comenzó a llorar.
»Los jóvenes vieron que su madre lloraba desconsoladamente, y no sabiendo por
qué, el varón le preguntó:
»—Mamá, ¿por qué lloras? ¿Tienes sed? ¿Tienes hambre?
»Dime qué debo hacer para que no llores. Si fuera necesario voltear esta montaña,
con las raíces hacia el cielo, lo haría.
»—No tengo hambre ni sed, solo estoy lamentando que mañana viviremos bajo
las rigurosas costumbres de esta gente, por lo que quizá tendremos que separarnos.
Yo iré a la casa de las inútiles, tú a la de los solteros y tu hermana a la de las solteras,
de donde ninguno de ustedes podrá salir hasta que encuentre consorte, y yo cuando
venga la muerte.
»—¿Y quién va a permitir semejante separación? Yo no, ciertamente.
»Te he dicho en verdad que si es necesario darle vuelta a esta montaña, con las
raíces hacia el cielo, lo haría, porque puedo hacerlo, y para que no dudes de mis
palabras, mira.
»Y el hijo de Dinari tomó una roca de la altura de tres hombres y la arrojó sobre

el pueblo, y la piedra casi fue a caer sobre la casa de las solteras, con tal ruido que
toda la tierra tembló.
»Y los habitantes de la maloca salieron para saber la causa de tanto ruido.
»Nadie podía comprender lo que había ocurrido, hasta cuando vieron en la cima
de la montaña dos grupos de estrellas brillantes que caminaban hacia ellos.
»El tuixáua fue el primero en darse cuenta de la novedad y dijo:
»—¿Quieren saber qué son esas estrellas caídas del cielo? En verdad solo un caso
semejante podría hacer temblar la tierra y producir, al caer, un ruido tan espantoso.
Vamos a buscarlas, ya que ésta es una buena ocasión de tener para nosotros la belleza
de las mujeres. Si ellos no abrigan malas intenciones contra los hijos de la tierra,
podríamos esperar remedios que alegrarían mucho a nuestras mujeres. Pero, o me
engañan los ojos, o ellas vienen hacia acá. En verdad se mueven en esta dirección.
Quizás vengan de parte del Sol para traernos las órdenes de los Uán-Masquín.
»Pronto lo sabremos, pero de cualquier manera, armémonos, porque bien podrían
bajar del cielo para combatirnos.
»—¿Quién osaría venir a atacarnos sabiendo que seremos siempre los
vencedores? —gritó el tuxáua.
»Cuando Dinari estuvo junto a su antigua morada, se sentó sobre la gran piedra
que su hijo había arrojado poco antes y de la que no sobresalía sino una pequeña
parte, apenas de la altura de dos manos.
»Los bianacas corrieron prontamente hacia los recién llegados formando
alrededor de ellos un gran círculo. Nadie reconoció a Dinari.
»—Hijos del cielo, —dijo el tuixáua—, ¿qué necesitan?
»—Un refugio para mí, para mi madre y para mi hermana, donde podamos vivir
pacíficamente en tu tierra.
»Todos estaban maravillados con aquel muchacho, de aspecto tan diferente al de
ellos, y que hablaba con tanta franqueza.
»Sus estrellas brillaban de tal manera que hacían parpadear a quienes sobre ellas
fijaban la vista y muchos se ponían las manos delante de los ojos para no
encandilarse.
»—Puesto que solo pides un refugio para ti y tu familia —dijo el tuixáua—, ya lo
tienes; puedes mientras tanto acomodarte en esta casa y mañana pondré todas tus
cosas en su lugar.
»—Bien —dijo el muchacho—, tus palabras me complacen. Mi familia y yo,
nacidos y criados en la tierra de los ilapay, tenemos usos y costumbres diferentes a
los tuyos, y como tú quieres las cosas en su lugar, sé que yo y todos los míos
podremos vivir según nuestros usos y costumbres propios.
»Y para probarte que pienso como tú, voy a poner en su lugar esta piedra que
arrojé para anunciarte mi llegada.
»Y tomando la piedra con una mano, la desgajó del seno de la tierra y la tiró sobre
las montañas donde fue a caer dejando oír de nuevo el ruido que poco antes habían
sentido.
»Los presentes vieron entonces cuán grande era la piedra, y se quedaron tan
sorprendidos que la mayoría sintió que se le doblaban las piernas.
»Que un muchacho de apenas tres pies arrojara una roca como aquélla, que todos
ellos juntos habrían sido incapaces de mover, a una distancia de dos gritos, por
expresarlo bien, era un hecho no visto desde que había nacido el mundo.
»Dinari y sus hijos entraron en la casa, y los bianacas se retiraron asustados.
»En la casa había todo lo necesario.
»—Sabes, mamá, mañana por la mañana iré a la casa del tuixáua y él me
preguntará cómo me llamo; tú no me has dado todavía un nombre, pero yo ya lo he
elegido: me llamo Pinon y mi hermana Meenspuin.
»Después de que los habitantes se hubieron retirado de allí, se reunieron en la
casa del tuixáua para saber lo que pensaba de esa gente, hija del cielo.
»Unos decían que estaba bien permitirles que se quedaran entre ellos, porque de
otra manera este muchacho podía enojarse y destruir la maloca, tirando sobre las
casas rocas como aquélla que arrojó de nuevo contra la montaña.
»Otros, que era necesario tratarlos bien para no suscitar la ira del muchacho, y
que de no ser así, ellos podrían sufrir el efecto del mal que les causase.
»Las mujeres esperaban que el muchacho pudiera hacer algo en su favor y dieron
también su parecer. Para ellas este muchacho, que había despertado tanto miedo,
debía tener tan buen corazón como para no causarles jamás un mal. Que nadie lo
inquietase, porque no hay en el mundo nadie que sintiéndose ofendido no trate de
vengarse. Y ellas no sentían miedo alguno de aquel muchacho que quizás todavía
estaba mamando leche.
»—Yo también pienso así —dijo el tuixáua.
»Acojo a quien le guste dormir a mi sombra, y sería desagradable rechazar a
quien busque vivir en mi maloca.
»En cuanto a los temores que sienten ustedes, es fácil evitar que él nos haga mal:
nadie lo ofenda y viviremos siempre como buenos amigos.
»Ya estaba el sol a la altura de la coyuntura de un dedo, cuando Pinon fue a la
casa del tuixáua que salió a recibirlo en persona.
»—¿Cómo pasaste la noche en tu casa?
»—Perfectamente, solo que pensé, y todavía pienso, que por haber creído tú
necesario sacar a los habitantes de la casa, no hemos podido mi familia y yo entrar en
amistad con los de tu sangre.
»Vengo pues a pedirte, si algo merezco de ti, que restituyas la casa a sus antiguos
habitantes para que podamos unirnos a ellos en amistad. Somos buena gente, créelo,
y encontrarás en nosotros a personas que saben obedecer tus órdenes, como
verdaderos hijos de la tierra de los iacamy.
»Y lo dicho por Pinon tuvo tanto efecto, que el tuixáua accedió inmediatamente a
su pedido, y mandó a jóvenes solteras para que hicieran compañía a Dinari y a sus
hijos.
»Pinon, que había conseguido sin dificultad la realización de uno de sus planes, se
frotó las manos de contento.
»Y después de esa primera visita al tuixáua, fue considerado muy buena persona,
y todo lo que salía de su boca se seguía sin titubeos.
»Y la ley del pueblo fue poco a poco perdiendo su rigor y ya era tolerado que las
viudas se casaran cuantas veces pudieran.
»Y una parte del día era consagrada al trabajo, hasta que cambió el carácter de las
antiguas costumbres de aquella tierra.
»Pinon y Meenspuin crecían a la vista de todos: en meses alcanzaron su pleno
desarrollo.
»Pinon, que era ya un hermoso joven, pero a quien nadie consideraba capaz de
ofender el pudor de las jóvenes que vivían en su casa, infringió las leyes de los
bianacas, uniéndose no solo con las vírgenes bajo su cuidado, sino también con todas
las viudas, sin que se le escapara ninguna; y todas quedaron fecundadas.
»El tuixáua supo de la infracción que Pinon había cometido, y al principio se
molestó mucho, pero después se calmó pensando:
»En realidad, cuando los hijos de Pinon sean hombres, toda la gente de los ilapay
será insuficiente para vencerlos y así los bianacas serán los primeros en valentía.
»Si fue natural o no la condescendencia del tuixáua, no se sabe, lo que sí es cierto
es que de allí en adelante Pinon tuvo imitadores.
»Meenspuin, llegada la pubertad, comenzó a sentir deseos que no comprendía, y
estaba por eso tan incómoda que le dijo a su madre:
»—Mamá, sufro de un mal que al manifestarse me da un deseo que no sé explicar.
»—¿Qué es lo que sientes?
»—Cuando mi mal comienza es una picazón, un malestar que me da y que no
produce dolor, y este dolor que no duele me corre después por todo el cuerpo con
voluntad de morderme toda, hasta que al fin me siento desfallecer y lloro. Cuando
duermo veo siempre cerca de mi hamaca a unos jóvenes hermosos que unas veces
quieren besarme, otras abrazarme, y yo no puedo huir.
»—Conozco el mal que tienes y hoy mismo te daré una medicina para calmarte
los dolores.
»Llegó Pinon y su madre le pidió que fuera al monte y le buscara algunas raíces
de branyi para preparar una medicina para su hermana.
»—¿Cuál es su enfermedad?
»—Tiene necesidad de un marido, y como éste no se puede encontrar, quiero
medicinarla con branyi que tiene la propiedad de disminuir los deseos.
»—Si mamá me confiara la cura de Meenspuin, yo iría con ella a dar una vuelta
por la orilla del río, hasta que desapareciera su mal.
»—Siempre escuché a mi hijo como si fuera un hombre maduro en las cosas del
mundo, haz por lo tanto lo que consideres provechoso para tu hermana.
»—Puesto que me concedes plena libertad para hacer lo que crea conveniente,
mañana partiremos. Tú te quedarás aquí esperando mi regreso, pero no te aflijas pues
quizás no vuelva tan pronto; será cuando mi hermana esté curada.
»Al alba del día siguiente Pinon y Meenspuin partieron siguiendo el curso del
agua por la orilla del río.
»Después de que partieron sus hijos, Dinari, que era la imagen de la tristeza desde
que se le había muerto el marido, entristeció aún más: lloraba casi fuera de sí, sin
encontrar cosa que la consolara.
»Las amantes de Pinon, para distraerla, le contaban historias que ella no oía.
»Escapaba de la presencia de todos, y un día huyó de la maloca, sin que nadie
supiera qué dirección había tomado.
»Los bianacas decidieron salir a buscarla, pero fue inútil, no pudieron encontrarla.
»Dinari había salido en busca de sus hijos y cuando llegó la tarde, se subió a una
gran roca donde la dejó el Sol.
»Cuando regresó el Sol, ya no estaba allí: la madre de los peces la había
conducido a las profundidades del río, y nadie lo sabía.
»Para asegurar la virginidad de la hermana, Pinon la condujo a la Sierra de las
Piedras Blancas, y para alcanzar las puertas del cielo abrió un pasaje por el cual
subieron hasta el país de las estrellas; allí dejó a Meenspuin, a quien otros llaman
Seucy.
»Ésta es la primera historia de las locuras humanas desde que comenzó el
mundo».
—Ahora les contaré cómo se pobló la tierra, y esta historia está más cercana y nos
pertenece.
»Cuando volvió Pinon a la maloca, que había dejado por más de una luna, no
encontró a su madre, y no había allí nadie que le pudiera decir a dónde se había ido.
»Recorrió todos los montes y los valles cercanos; fue a la tierra de los ilapay, sin
encontrar a nadie que le diera noticias de que por allí hubiera pasado.
»Y buscando sin encontrar nada, pasó una luna entera.
»Mientras estaba buscando, nacieron sus hijos, entre los cuales había una hermosa
niña que tenía en la frente una pálida estrella.
»Todas las búsquedas de Pinon fueron inútiles; entonces fue a la casa del tuixáua
y le dijo:
»—Tuixáua, lo que quiero hacer depende de un buen corazón.
»Hoy se cumple una luna que busco a mi madre: desapareció de tu país hace ya
mucho, y como jefe de esta tierra, tú en parte tienes responsabilidad en esto.
»Pero yo no te acuso, solo quiero que me ayudes a buscarla dándome con este fin
una parte de tu gente. Procura que mañana sin falta estén aquí, que yo les indicaré la
dirección que deben seguir.
»—Mañana al alba tendrás la gente que necesitas y harás lo que deseas, pero cree
en mi palabra de tuixáua: no sé dónde se encuentra tu madre.
»Y Pinon dijo:
»—Tú y los tuyos son inocentes, lo sé, pero tú, como dueño de esta tierra, tienes
tu parte de responsabilidad.
»Aquella noche Pinon fecundó otra vez a todas sus mujeres, que habían sido
aumentadas con algunas solteras; y cuando por las raíces del cielo aparecían las
primeras alegrías del día, Pinon, en presencia del tuixáua, diseñó en el suelo una
figura que explico así.
»Nosotros estamos en el centro de la tierra, tal como lo muestra el Sol, que al
llegar a la mitad del cielo nos oculta nuestra sombra en el cuerpo.
»En la dirección de cada una de estas líneas debe dirigirse el número de una mano
de hombres casados, que volverán solo cuando hayan encontrado a mi madre, o
cuando hayan alcanzado las raíces del cielo. Yo me quedo con todos estos espacios
sin líneas, que recorreré hasta cuando los encuentre a todos para que volvamos juntos.
Pero estén seguros de que a cualquiera que regrese antes de que haya hecho estas
cosas, lo despedazaré contra las piedras de la montaña.
»Aquel día cada uno tomó tristemente el camino que le había sido indicado, y
Pinon, llevando en brazos a su hermosa hija, siguió por uno de los espacios en
blanco, que había reservado para sí abandonando a sus mujeres que lloraban; muchas
corrían detrás de él tratando de hacerle abandonar su idea, pero no pudieron
convencerlo. Su amor de hijo era superior a su amor por ellas.
»Pasó un año, y luego dos, diez, muchos, sin que se tuvieran noticias de la gente
que se había marchado, ni de Pinon.
»Y en aquel tiempo el tuixáua de los bianacas murió dejando en su lugar a un hijo
de Pinon, llamado Diatanomion.
»Este nuevo jefe resolvió mandar otras gentes en busca de la anterior, pero no se
tuvo más noticia de ellas, lo que le hizo perder el ánimo; sin embargo Pinon era el
amor de las mujeres y se organizaron nuevas expediciones, compuestas solo de
mujeres, en las que se alistaron todas las solteras del pueblo.
»Partieron con las primeras luces del día, pero no iban tristes, como había
sucedido con todas las otras expediciones, sino alegres, en medio de gritos y cantos
que se repetían a la distancia.
»A Diatanomion sucedieron otros tuixáua, pero todos ignoraban que aquellas
caravanas se habían transformado en populosas malocas.
»Después de haber dejado aquella tierra, Pinon fue directamente al país de las
estrellas y allí dejó a su hermosa hija, a quien había dado por nombre Jacy-tatá.
»Cuando regresó a la tierra, recorrió el mundo entero y por donde iba pasando
encontraba a la gente que enviada por él en busca de su madre Dinari se había
convertido en numerosas poblaciones; y por todos lados dejó hijos, pero nadie
reconoció en él al fuerte Pinon, hijo de la tierra de los ilapay.
»Fue por este tiempo cuando apareció en la tierra el primer payé, y fue en la
maloca de Cudiacury, y apenas Pinon supo que existía un hombre que veía todas las
cosas a través de su imaginación, se dirigió hacia allí. Cuando lo encontró le habló de
esta manera:
»—Hijo de las nubes, vengo a preguntarte dónde se encuentra mi madre, que hace
ya mucho se perdió en la tierra de los bianacas.
»—Yo te lo diré, —dijo el payé—, pero es necesario que antes sepa su nombre
para llamar a su sombra.
»—Se llamaba Dinari.
»Y el payé inmediatamente puso en la tierra su matiry de donde sacó el cigarro de
tauary, y la bolsita de caraiurú de la luna, y encendió el cigarro y aspiró una gran
cantidad de caraiurú de la luna.
»Gesticulaba, gritaba y cantaba, lanzando siempre grandes nubes de humo. De
repente estalló en una gran carcajada y dijo:
»—A ti solo te falta saber adivinar; eres rápido como un pájaro del aire, fuerte
como los truenos del cielo. Yo te enseñaré lo que te falta, y tú me ayudarás a enseñar
a los fuertes de corazón los secretos del payé.
»—Estoy listo, pero quiero saber primero qué fin tuvo mi madre.
»—Estás a punto de saberlo. ¡Ah! ¡Cómo es de hermosa tu madre! Pero está lejos,
muy lejos de aquí, transformada en pez.
»—¿En qué sitio de la tierra se encuentra?
»—Del lado del Poniente, sobre la cima de una gran montaña, en un lago muy
cerca del cielo, a donde la llevó la madre de los peces y la transformó en pirarara.
»—¿Puedo sacarla de allí?
»—Puedes hacerlo, pero es necesario que aprendas conmigo el secreto del payé,
que fumes de mi tabaco, que aspires de mi polvo, y que ayunes una luna entera, y
entonces conseguirás todo.
»—Te he dicho que estoy pronto a obedecerte en todo, porque quiero que me
facilites los medios para recuperar a mi madre.
»En realidad todos estos payés que existen hoy —continuó Yurupary— fueron
todos discípulos de Pinon, y él fue el segundo payé del mundo.
»El último día que estuvo sobre la tierra, fue el día cuando fecundó a las madres
de ustedes, de quienes incluso yo desciendo, y cuando liberó a su madre y la condujo
al cielo donde viven todos. Y ahora que conocen nuestra historia, les pido que con
buena voluntad me ayuden a cambiar los usos y costumbres de los habitantes de la
tierra, según nuestras leyes».
Cuando llegó el día, Yurupary fue con sus hombres al lugar donde estaba la
passyua nacida de Ualri, y a su sombra contó la historia de su triste origen.
—No quiero que nadie sepa que estamos aquí; por lo tanto, conviene abatir sin
ruido este hueso de Ualri. ¿Quién quiere subir a la cima a cortarle las hojas?
Ninguno respondió, y viendo que todos temían, sacó del matiry una ollita, le puso
dentro un pedacito de xicantá, y la colocó al fuego.
Pronto, con el primer hervor, salieron de ella loros, guacamayas, periquitos y
otros pájaros roedores, que fueron a posarse sobre las hojas de la palma y en un
momento las cortaron.
Y los de la partida de Yurupary, que se habían detenido a la orilla del río para
beber, vieron que de las hojas que caían al agua nacían pescados provistos de dientes
agudísimos, cuyas aletas se asemejaban a aquellas hojas.
—El primer trabajo está hecho; ahora pesquen en el ygarapé un pescado de
dientes grandes y tráiganlo para que yo pueda cortar este hueso.
Ellos fueron y le trajeron una tarihyra, y él le arrancó una quijada y con ella
serruchó la passyua que cayó al suelo, pero tan suavemente que apenas se oyó un
ruido como vuelo de pájaros.
Yurupary midió y cortó los instrumentos, y cuando tuvo de ellos el número
necesario, arrojó al agua el resto del tronco de la palma, que fue tragado por las
aguas.
—Compañeros, lleven pronto estos instrumentos a casa, porque vienen hacia
nosotros no solo las que fueron causa de la muerte de Ualri, sino también las sombras
de sus cenizas, que quieren apoderarse de nuestros instrumentos.
Lo que dijo Yurupary fue hecho con la rapidez de una flecha.
Cuando Yurupary llegó a la casa, arrojó en el agua un grano de sal de carurú, que
sacó de su matiry, e inmediatamente descendieron sobre la tierra truenos, relámpagos
y lluvia que daban miedo. Y así Yurupary se salvó de tener que combatir con las
sombras de las cenizas de Ualri.
Durante esa misma noche, en medio de una terrible tempestad, transportó la
Yurupary-oca a las orillas del Cayarí, cerca de la cascada de Nusque-Buscá, que hoy
llaman raudal de Yurupary.
Los tenuinas aquella mañana se levantaron tarde, porque creyeron que el ruido de
la cascada era la continuación de la tormenta.
Yurupary les habló así:
—Compañeros, nos hallamos muy lejos de las sombras de las cenizas de Ualri y
de las mujeres que saben engañar a los hombres; pero eso no quiere decir que estén
ya libres de sus seducciones.
»Nos encontramos cerca de otra tierra donde las mujeres también son hermosas, y
tampoco son menos que aquéllas en astucia y curiosidad.
»Ahora terminaré de decirles las últimas cosas sobre nuestra ley, pero antes
quiero que conozcan el nombre de cada instrumento, y por qué se llama así. Siéntense
a mi alrededor y escuchen:
ȃste es el instrumento principal, tiene mi altura y se llama ualri, de quien todos
conocen la historia.
»Este que tiene el largo de mis piernas se llama yasmeserené, porque es el único
animal que se asemeja al hombre en el valor y a la mujer en los engaños.
»Éste, del ancho de mi pecho, se llama bédébo, y su origen fue la curiosidad.
»Este largo como mi brazo, se llama tintabri. Este pájaro nació de una mujer que
era muy hermosa, pero por serlo más se pintaba con urucú, para ver si sobrepasaba
así a las otras en belleza, y por esto el tuixáua de los cuhiby la convirtió en airón del
sol.
»Este del largo de mi muslo, se llama mocino y representa la sombra de un
hombre-mujer, que no queriendo amar nunca a nadie vivió escondido, cantando solo
de noche y fue convertido en grillo por la misma madre de la noche.
ȃste, de dos brazas de largo, se llama arandi, representa una bella mujer, pero
sin atractivo ni encanto para los hombres, por lo que fue convertida en guacamaya
por el padre de los iauty.
»Éste tiene dos pies de largo, se llama dasmaeei, y representa el corazón de una
muchacha que durante su corta existencia se alimentaba solamente de frutos silvestres
y que después de su muerte fue convertida en tórtola por su propio padre, que era
payé.
»Éste, tres veces del largo de mi mano, se llama pirón, representa al payé porque
fue el pájaro que le dio la piedra en la que aprendió con el tabaco y el caraiurú a ver
todas las cosas con la imaginación.
ȃste, del largo de mi tibia, se llama Dianari y ya todos conocen su historia.
»Éste, que va de mi rodilla a la cabeza, se llama tityei, representa al ladrón, y es la
imagen de una vieja que vivía solo de los demás y fue convertida en paca por la
acuty-purá.
»Éste, que mide dos manos de largo, se llama ilapay; éste otro del largo de mi
columna vertebral, llámase mingo; de ambos conocen el origen.
»Éste, que va de mi rodilla al mentón, se llama peripinacuari, representa a un
hermoso joven, deseado por todas las mujeres, pero que no se entregó a ninguna, y
ellas irritadas lo arrojaron a la cascada después de haberlo encantado.
»Éste, que mide la mitad de mi cuerpo, se llama bué, representa a esa vieja
miedosa que esperando que el cielo cayera en cualquier momento sobre la tierra, no
sembró jamás ni una semilla, viviendo de lo que plantaban los otros, y fue por esto
convertida en ayuti por la mona de la noche.
»Y este último, que va de mis espaldas al ombligo, se llama canaroarro,
representa a aquel viejo que habiendo visto en sueños que el hambre devoraba la
tierra, trabajaba día y noche amontonando provisiones en su casa para tener qué
comer cuando llegara el hambre; la tatú, lo convirtió en hormiga para que fuera
comido.
»Y ahora que conocen el nombre de todos los instrumentos, paso a dar a cada uno
la voz que debe tener».
Y Yurupary sacó del matiry un poco de cera, la pasó por la embocadura de cada
uno de los instrumentos, y cuando estuvo listo el último, ordenó que los sacaran fuera
de la sala para colocarlos de pie, pero que nadie los tocara hasta el momento de la
fiesta.
Y cuando lo hubieron hecho, los llamó otra vez a su alrededor y cuando
estuvieron todos, habló de esta manera:
—Está prohibido que el tuixáua de una tribu, que esté casado con mujer estéril,
siga viviendo con ella, sin tomar una o dos mujeres, según el caso, hasta tener
sucesores. Quien no quiera acceder a esto será sustituido por el más fuerte entre los
guerreros de la tribu.
Que nadie trate de seducir a la mujer de otro bajo pena de muerte, la cual caerá
tanto al hombre como a la mujer.
Que ninguna muchacha que haya llegado al momento de ser violada por la luna
conserve los cabellos enteros, bajo pena de no casarse hasta la edad de los cabellos
blancos.
Cuando dé a luz la mujer, el esposo deberá ayunar por espacio de una luna para
permitir que el hijo adquiera las fuerzas que el padre pierde. Durante el tiempo de
este ayuno el hombre deberá comer solo sauba, cangrejos, bejú y ají.
Esto es lo que me quedaba por decir a propósito de las costumbres que deben
regir a la familia; que cada uno las haga conocer y observar en su propia casa.
Y ahora, cuando oigan la señal, comenzará nuestra fiesta; arreglen pues la casa y
preparen nuestras bebidas, que la hora está ya por llegar.
Dadas estas órdenes, Yurupary desapareció de entre sus compañeros.
Los jóvenes, que deseaban que se celebrara la fiesta de Yurupary, se pusieron
luego a preparar la casa, mostrando en el rostro la alegría del corazón.
Los viejos seguían fríos y tristes, sin que los preparativos tuvieran el poder de
devolverles la serenidad.
Cuando el sol de aquel día desapareció, los instrumentos, sin que nadie los
hubiera tocado, comenzaron a hacer sonar la misma música que solo los nunuibas
habían oído cuando llevaron a Ualri al suplicio.
En el mismo instante entró Yurupary y dijo:
—Hermanos y compañeros, ha llegado la hora de la fiesta. Tenemos tres días y
tres noches para aprender la música y el canto de Yurupary; tomen los más jóvenes
los instrumentos y vamos a formar la gran rueda.
Y habiendo tomado el instrumento principal, se colocó en el centro de la sala, y
pronto se oyeron desde lejos los ecos de los sonidos.
Y los oyeron los jaguares y las serpientes, y hasta los peces salieron a la
superficie del agua para oír la música de Yurupary.
Cuando llegó la noche a la mitad, Yurupary dejó de tocar y ordenó que los otros
continuaran, y en aquel preciso momento se oyeron los ruidos de los animales que
estaban cerca de la casa.
Y él dijo:
—Hasta aquí vienen los animales a escuchar nuestra música.
Bebieron el cachiri y el capy, y la música comenzó otra vez con nuevos
ejecutantes, y en medio de la fiesta se oía el chasquido del adabyn.
Cuando el sol resplandecía en las raíces del cielo, Yurupary volvió a colocar en su
sitio los instrumentos para que pudieran entrar nuevos ejecutantes.
Entonces se oyeron carcajadas alrededor de la casa.
Y Yurupary corrió a la puerta y vio una cantidad de personas que venían hacia él.
—Compañeros, escondan los instrumentos, que vienen los habitantes de esta
tierra.
Y los instrumentos fueron escondidos en una pequeña cámara hecha para este fin,
y se obstruyó la puerta con una piedra.
Cuando el tuixáua de los visitantes llegó a la puerta, Yurupary en persona salió a
recibirlo y pronto lo reconoció porque llevaba al cuello la itá-tuixáua.
—Oí desde mi maloca tu música y me apresuré a venir para bailar contigo,
aunque no he sido invitado. Deseo conocerte, saber de qué tierra vienes y qué deseas
en la mía.
Y Yurupary respondió:
—Soy el tuixáua de los tenuianas y mi tierra es la que está más cerca del Sol. Yo
debo cambiar los usos y costumbres de los habitantes del mundo, y vine aquí para
dejarles las leyes que todos deben seguir.
—Déjame conocer tus leyes y, si son buenas, las obedeceré.
Y mientras los dos hablaban, las mujeres entraron en la casa, curioseando por
todos lados, hasta en el dormitorio, y preguntaron:
—¿De dónde son ustedes?
—Somos tenuinas.
—Seguramente ustedes vinieron a nuestra tierra en busca de mujeres para casarse;
somos solteras y sería bueno que quisieran casarse con nosotras. ¿Está muy lejos la
tierra de donde vinieron?
—Lejos.
—Si se casan con nosotras, iremos a vivir allá. ¿Bailamos?
—Estamos cansados.
—Entonces toquen algo que nos agrade.
—No, porque tenemos necesidad de descanso.
Y mientras ellas hablaban, los seguían provocando en toda forma; pero los
tenuinas permanecían fríos delante de esos cuerpos hermosos que ningún velo
ocultaba; solo el poder de la nueva ley podía mantenerlos tan fríos.
Llegada la noche, cuando los visitantes se retiraron, estas mujeres se llevaron
consigo el corazón de los jóvenes, que las habían rechazado para obedecer la ley de
Yurupary.
Y Yurupary dijo:
—Como nuestras fiestas fueron interrumpidas por el tuixáua Arianda y por su
tribu, quedan postergadas hasta más tarde y en esta forma también ellos tomarán
parte. Yo he prometido visitarlos mañana con todos ustedes, y antes de que vuelva el
Sol nos dirigiremos hacia allá.
»Pueden ser amables con esas jóvenes y divertirse con ellas, ¡pero pobre del que
revele la parte más insignificante de nuestros secretos! Los que no se consideren
suficientemente fuertes como para resistir a las seducciones, que se queden, pero los
que vayan recuerden que incluso en asuntos de amor es mejor mentir que revelar los
secretos.
Los cuatro viejos no durmieron nada aquella noche preparando sus ornamentos y
bañándose en el raudal para mostrarse de la manera más atractiva posible a las
vecinas.
El Sol aún no se encontraba en las raíces del cielo, cuando Yurupary partió con
sus compañeros. Todos notaban que los viejos estaban muy contentos.
Superada una pendiente, vieron la maloca. Sus habitantes se paseaban delante de
las casas adornados con plumas.
Arianda vino con su hija a la entrada del camino a recibir a Yurupary, y lo
condujo a la casa donde había sido preparada gran cantidad de alimentos en espera de
los visitantes.
Y hallándose con Yurupary, dijo Arianda:
—¿Sabes que he tenido un hermoso sueño contigo?
—No lo dudo, me esperabas: ¿y cuál fue tu sueño?
—Te lo diré solo a ti.
—Bien, hablaremos a solas, ya que también yo quiero decirte algo en secreto y
enseñarte lo que debes saber.
—Haremos tal cosa después de que tú y tu gente hayan comido, de manera que
ahora toma un lugar en la estera y llama a los tuyos a comer.
Y así lo hicieron, y cada visitante tenía a su lado a una hermosa muchacha, y al
lado de Yurupary estaba la hija de Arianda que le servía y le daba el cachiri.
Bastante descontentas se mostraban las muchachas que estaban junto a los viejos,
mientras que las que tenían a su lado a los jóvenes manifestaban toda su alegría en
sus actos y en su voz, y antes de que terminara el banquete ya se insinuaban más de
un abrazo y un beso furtivos.
Y los viejos que veían todas esas cosas permanecían fríos hasta los huesos.
Cuando terminaron de comer, Arianda y Yurupary se retiraron a una casa situada
lejos del caserío, donde fueron a hablar de las nuevas leyes; pero antes de salir les
dijo Arianda a los presentes que podían bailar y beber por tres noches y tres días, ya
que otro tanto habrían durado las fiestas en honor de Yurupary.
Todas estas cosas ocurrían la víspera del día en el que los hombres debían partir
de la maloca acompañando a los payés que con sus remedios irían hasta la cumbre de
la montaña a espantar a la muerte que quería venir a matar a la luna.
Quedaron de esta manera los tenuinas dueños de sí mismos para gozar libremente
a las bellas ariandas.
Los usos de esa tierra requerían que la mujer eligiera a su compañero, así que los
jóvenes fueron prontamente conducidos al centro de la sala, donde dos músicos
intérpretes esperaban que se formaran las parejas para comenzar la danza.
Aunque muchas jóvenes se quedaron sin compañero, ninguna quiso bailar con los
viejos, que permanecieron tristes, sentados a un lado.
Y el capy y el cachiri se distribuyeron en abundancia, y poco a poco fueron
encendiéndose los deseos, y al acercarse la noche las ariandas ya se disputaban a los
visitantes, y los besos y los abrazos provocadores ocurrían cada vez con más
frecuencia.
Llegó la noche, y como no había resina para alumbrar la sala de la fiesta, la danza
continuó en la oscuridad hasta el alba, y nadie supo lo que ocurrió entre los
bailarines; solo Yurupary y Arianda vieron todo.
Cuando Arianda llegó a la casa con Yurupary, habló así:
—La verdad es que me ha dado mucho placer tu visita, porque el poblado más
cercano está a dos lunas de camino y no puedo visitarlo muy a menudo. Más de una
vez me hubiera gustado dejar este pueblo para dirigirme a otro sitio habitado, pero
mis gentes no quieren abandonar la tierra que los vio nacer. Si mi sueño se cumple,
yo seré tu compañero en todas las luchas de la vida.
—¿Qué sueño tuviste?
—Soñé que habías venido a mi maloca para pedirme en matrimonio a mi hija
Curan, y que eso había tenido lugar al día siguiente de tu llegada. Sería raro que mi
sueño no se realizara, y por eso espero ver cumplido lo que la madre del sueño me
predijo.
—Arianda, en verdad te digo que no tomaré mujer hasta no completar la reforma
que debo cumplir en la tierra. Tu hija Curan es muy hermosa, y si ella desea elegir a
cualquiera de mis compañeros, yo apruebo, y a él lo haré señor de una gran tribu.
—Quiero aprender lo que todavía ignoro, y ser tu compañero, y acompañarte en
todas las luchas; por eso encuentro buenas tus palabras.
—Como ya la noche está sobre nosotros, salgamos para asistir a la fiesta; mañana
te diré qué debemos hacer.
—Entonces vamos a la casa de la fiesta —dijo Arianda, levantándose de la
hamaca.
—No es necesario, podemos ver todo sin salir de nuestras hamacas; allá nosotros
molestaríamos.
Y Yurupary puso la mano en el matiry de donde sacó dos piedras brillantes y
coloreadas y le dio una a Arianda, diciendo:
—Aquí tienes un trozo del espíritu del cielo donde verás todo lo que sucede en la
fiesta.
Y apenas Arianda la recibió y le puso la vista encima, vio que las escenas se
reproducían ante sus ojos con tanta fidelidad que se reconocían fácilmente todas las
personas.
Vio que las viejas, que durante el día habían presenciado la danza desde lejos,
ahora tomaban parte en ella, tratando de aprovecharse al máximo del engaño que
permitían la oscuridad y las bebidas.
También los viejos, después de haber sido dejados aparte todo el día, eran ahora
buscados por las jóvenes ariandas que se esforzaban por satisfacerlos lo mejor que
podían.
Arianda y Yurupary reían de los errores y tentativas de los demás y de sus hábiles
fingimientos.
Cuando llegó el día, los dos jefes pusieron a un lado los espíritus del cielo y
siguieron hablando sobre las cosas de la nueva ley. Entre tanto la fiesta continuaba.
Las viejas chismosas fueron a contarle a Curan lo que les había sucedido la noche
anterior, y Curan, que era muy curiosa, quiso ver lo que le habían contado.
Cuando llegó la segunda noche, Arianda y Yurupary volvieron a examinar los
espíritus del cielo y comenzaron de nuevo a presenciar la fiesta.
Vieron cosas aún peores que la noche anterior. Por cada tenuina había cinco
ariandas.
Y Yurupary se indignaba y Arianda callaba, pues era la primera vez que éste veía
semejante cosa en su maloca.
Llegó la media noche y Arianda vio a su hija Curan saltar de la hamaca y dirigirse
hasta el umbral de la casa de la fiesta, donde un tenuina la tomó y la desfloró.
Entonces Arianda lanzó un gemido y Yurupary que lo escuchaba, preguntó:
—¿Qué tienes?
—La desgracia delante de mis ojos.
—Si mi ley ya rigiera, eso no habría podido suceder; pero quien tomó a tu hija se
casará con ella, y todo será reparado.
Y Arianda, lamentándose por lo que había visto, devolvió el espíritu del cielo a
Yurupary, diciéndole:
—Aquí está tu piedra, no me sirve ya, porque no quiero ver nada más. Voy a
dormir para tratar de olvidar mi desgracia, y cuando termines de mirar, despiértame y
seguiremos hablando.
Y Yurupary se quedó solo y siguió mirando, pero todo era más feo.
El curámpa ya cantaba al lado del camino cuando volvieron los salvadores de la
luna, mientras la fiesta seguía más desenfrenada, y Yurupary, para no ver, escondió en
su matiry el espíritu del cielo.
Despertó a Arianda y siguieron hablando sobre las cosas del futuro.
Cuando salió el Sol del cuarto día, los dos tuixáuas volvieron a la maloca y
pronto todos notaron en Arianda una profunda tristeza y en Yurupary algo de terrible
y amenazante.
—Compañeros, —dijo Yurupary—, acomódense y hablemos:
Mañana oirán de mi boca amargas verdades. Han abusado demasiado de la
libertad que les di, pero a pesar de esto vayan ahora a recuperar las fuerzas perdidas.
Al día siguiente así volvió a hablar Yurupary:
—Puesto que me obligan a ello, debo decirles a muchos amargas verdades.
»Jamás pensé que hubiera gente tan pervertida como ustedes.
»Que un hombre se aproveche de la debilidad de una mujer, puede ser natural,
pero que satisfaga a cinco, es un hecho nuevo que solo se ha visto que hagan los
reformadores en la tierra de Arianda.
»Si mañana las otras tribus se enteran de que los habitantes de Tenui son gente
mala, que nada respetan, ¿cómo podrán creerles que son los que deben reformar los
usos y costumbres de toda la tierra?
»Si esto se repite, los abandonaré e iré a buscar otro pueblo para educarlo, el cual
necesariamente tendrá que ser mejor que ustedes.
»Abusaron de tal manera de la libertad que les di, que ahora el dolor me crece en
el corazón y lo llena de ira; ni siquiera Curan, la hija de Arianda, se les escapó de las
manos.
»¿Cuál de ustedes fue quien violó a Curan? ¿Ninguno? Quienquiera que haya
sido se oculta inútilmente, pues yo vi todo lo que sucedió y Arianda también. Un
nuevo ser, que verá el Sol como nosotros, está ahora en el seno de Curan; y por eso
prometí que el que la violó, arreglaría todo casándose con ella. No puedo dejar de
cumplir mi palabra. ¡Que se presente el que haya sido!
Y como no se presentaba nadie, Yurupary sacó del matiry el espíritu del cielo,
donde estaba pintado todo lo que había sucedido, y mostrándolo a su gente dijo:
—Aquí está pintada Curan, sufriendo su dolor y éste es quien lo causa. ¿Quién
es?
Y el joven que reconoció su propia figura, bajó la cabeza avergonzado.
—Fui yo tuixáua —dijo Caminda—, pero nunca imaginé que hubiera tenido una
doncella tan hermosa, porque no pude ver su belleza en las sombras de la noche.
—Y serás tú mismo quien se case con Curan, porque ya se lo he prometido a su
padre. Mañana tendrá lugar la boda y luego terminaremos nuestras fiestas.
Pero si los jóvenes merecieron ser reprendidos, no lo fueron menos los viejos que
se olvidaron de su edad y quisieron satisfacer a las mujeres cuando ya no podían
hacerlo.
—Mañana asistiremos a las bodas de Caminda; preparen hoy todos los
ornamentos, y al aparecer las primeras alegrías en el cielo partiremos para la maloca
de Arianda.
Cuando enrojecía el Oriente, Yurupary y los suyos se dirigieron a la maloca de
Arianda donde ya la música anunciaba la próxima fiesta; los habitantes, adornados
con plumas, estaban reunidos frente a la casa de la fiesta.
Al llegar dijo Yurupary:
—Compañeros, esta noche va a casarse nuestro pariente Caminda con la bella
Curan. El matrimonio nos asegurará la colaboración de todos estos jóvenes en la
reforma que debemos llevar a cabo en esta tierra; sepan, sin embargo, que no quiero
arreglar nada más de este modo.
Cuando hubo terminado de hablar, Arianda y Yurupary se recogieron en la casa,
fuera del poblado, para hablar sobre las futuras fiestas y los tenuinas se quedaron en
la casa del baile.
Los viejos, que habían sido tan severamente amonestados por Yurupary, estaban
cautelosos y en silencio, sin atreverse a mirar siquiera a las ariandas.
El día era festivo y las mujeres servían los alimentos y bebidas habituales de los
tenuinas y éstos comían y bebían, porque no les era permitido rehusar, y así, hacia el
anochecer, los tenuinas y los ariandas estaban casi borrachos.
Las mujeres trataban de aprovecharse de las circunstancias para hacer lo que
querían, pero viejos y jóvenes resistían, recordando las palabras de Yurupary.
Llegó la noche y la música entró en la casa precediendo a los esposos y a los
tuixáua, seguidos por los otros, y se formó un gran círculo en cuyo centro estaba el de
los esposos, y comenzó la música.
Cuando la rueda de los esposos daba vuelta hacia la derecha, los otros seguían a
la izquierda, o al contrario, y así continuaron bebiendo y danzando hasta media
noche. Entonces los esposos, ya casi borrachos, fueron conducidos a la alcoba
nupcial, donde los dejaron solos por un rato.
Pasado el tiempo establecido por la costumbre, los esposos volvieron a entrar en
la gran rueda, donde recibieron de todos el saludo del macuhy.
Cuando apuntaba el sol, los esposos entraron otra vez en la alcoba nupcial, de
donde solo debían salir a la media noche próxima para dar fin al matrimonio.
Arianda y Yurupary volvieron a la casa fuera del poblado y Arianda le pidió a
Yurupary que no sacara los espíritus del cielo y que diera completa libertad a su
gente.—
Si así lo quieres, vé y dásela tú mismo.
Y Arianda fue a hacerlo, pero cuando llegó cerca de la casa de la fiesta vio que
iba a hacer un acto fútil y regresó.
Cuando fue medianoche, los tuixáua volvieron, y los esposos, fuera ya de la
alcoba nupcial, se colocaron en el centro de la gran rueda, donde recibieron de cada
uno de los presentes un golpe propinado con varas flagelantes.
Y cuando Camina y Curan recibieron el último golpe con el bejuco sobre el que el
payé había soplado, volvieron a la alcoba, de donde no debían salir hasta el mediodía
siguiente para asistir al gran banquete.
Los jefes se retiraron y la fiesta continuó.
Cuando llegó la hora del gran banquete, los esposos recibieron de manos de los
tuixáua sus coronas de plumas, y adornados con ellas fueron al banquete, al cual
todos asistieron.
Y así fueron casados Caminda y Curan.
Al día siguiente Yurupary y su gente regresaron a casa, a donde volvió incluso
Caminda, que se alejó por tres días de su mujer.
Los dos tuixáua habían convenido que la fiesta de Yurupary debía comenzar
aquel mismo día, pero que antes Arianda mandaría a las mujeres a pescar cangrejos,
por tres días, en el ygarapé de la Mycura.
Curan fue la única que no fue con ellas, pretextando que estaba enferma.
Aquel mismo día Arianda salió con su gente hacia la Yurupary-oca, donde, tan
pronto vino la noche, comenzó la fiesta.
Cuando la noche llegó a la mitad, Yurupary puso a un lado los instrumentos y dio
todas las normas de su ley, las que debían regir los usos y costumbres de toda la
tierra.
Y cuando hubo terminado, dijo:
—Ahora que ya saben todo lo que deben saber, les enseñaré el canto de Yurupary,
que solo se enseñará a los jóvenes cuando sean admitidos por primera vez en la fiesta
de los hombres y sepan guardar el secreto.
Y dijo a Arianda:
—Deja tu instrumento y acompaña el canto, y contigo acompañen el canto todos
los que no tienen instrumentos.
Curan, a quien su marido y su padre creían dormida en la maloca, salió tan pronto
sus parientes se fueron y los siguió desde lejos hasta la Yurupary-oca; al llegar la
noche, desde lo alto de una roca que estaba cerca de ellos, vio todo lo que sucedía y
oyó la ley y aprendió la música y el canto de Yurupary.
Y cuando aprendió todos los secretos, volvió a la maloca antes de llegar el día,
habiéndose forjado en el corazón un deseo que se prometió cumplir.
Las fiestas terminaron al tercer día y Yurupary se despidió de Arianda. Cuando
los tenuinas estuvieron solos con su tuixáua, Yurupary dijo:
—Sepan que todavía debo cumplir una promesa en la Sierra de Tenui, y los que
tengan allí a su madre cerca de la mía volverán conmigo, porque debemos cumplirla
todos juntos.
Los otros pueden volver o quedarse a voluntad, ya que poco me queda por
enseñar, pero los que vengan conmigo estarán obligados a enseñar a los otros lo que
aún falta.
Partiremos cuando aparezca la luna.
Apenas se asomó la luna, Yurupary ordenó a sus compañeros que se sentaran
sobre la estera de naruman; después partieron.
Al llegar a la maloca, temprano en la mañana, no encontraron a nadie.
Solo hallaron en todas las casas huesos de niños, y en la de Yurupary un cuarto
lleno de cabellos de mujer.
Los compañeros de Yurupary preguntaron:
—¿Qué significa esto?
—Después de haber cumplido nuestra promesa, les contaré lo que pasó: quiero
tener el corazón desprovisto de cólera para poder llorar.
Hoy es la noche de la maldad de la luna, y antes de que ésta aparezca, deseo que
quemen todos los huesos que están en las casas, y que me traigan sus cenizas para
beberías en el cachiri.
Voy a hacer nuestras vestimentas con los cabellos que las mujeres dejaron, para
que nuestras madres no nos reconozcan cuando estemos llorando cerca de ellas, y
fabricaré los dos instrumentos que deben llorar con nosotros, los cuales serán tocados
por mí y por Caryda, a quien he elegido para que me acompañe por toda la tierra.
Cuando la luna esté inquietando a las mujeres, vengan aquí para preparar las
bebidas y para subir a la cima de la montaña.
Así se hizo, y después de haber reducido los huesos a cenizas, las mezclaron con
el cachiri y cuando todo estuvo listo dijo Yurupary:
—Ha llegado la hora de cumplir nuestra promesa; bebamos las cenizas de
nuestros parientes para que no se pierdan en el seno de la tierra, y tú, Caryda, toma tu
instrumento; vistámonos todos con estos vestidos hechos de pelo, para que nuestras
madres no nos reconozcan, y vámonos luego a llorar donde están.
Y Yurupary y Caryda, en pie delante de sus madres, tocaron la marcha de los
muertos, y sus amigos los acompañaron llorando frente a sus propias madres.
Cuando la luna redujo su maldad, los cuerpos de aquellas mujeres se inclinaron
hacia la tierra, hasta quedar allí extendidos, y Yurupary dijo:
—Compañeros, nuestra misión está cumplida, que cada uno entierre a su madre.
Yurupary tomó el cuerpo de su madre, voló con él a la Sierra de Marubitena y allí
lo dejó, diciendo:
—Te dejo sobre esta montaña para que seas útil a todos y para que de tu cuerpo
nazcan plantas preciosas que sirvan para curar los amores infelices.
Cuando apareció el Sol, todo era silencio y tristeza en la Sierra de Tenui.
Fue con el Sol del tercer día cuando Yurupary dio la señal de reunión.
—Ahora, —dijo—, les contaré lo que sucedió durante nuestra ausencia.
Al día siguiente de nuestra partida para el Aiarí, las mujeres nos buscaron por
todas partes, tristes y desesperadas por nuestra desaparición.
Ninguna sabía qué dirección habíamos tomado, y se reunieron todas para tomar
su decisión.
Arauyry, joven astuta y llena de maldad, dijo:
—El que los hombres nos hayan abandonado sin motivo y sin decirnos nada,
quiere decir que nunca volverán a poner los pies aquí; por eso, y para que no se
propague la raza de estos hombres sin amor, sin corazón, propongo que se les dé
muerte a todos los niños varones.
Y Pesparen agregó:
—No solo hay que matar a todos los hijos varones de estos hombres ingratos,
sino que además debemos cortarnos el cabello, que aún conserva el olor de los labios
de los traidores, para guardarlo en la casa de Yurupary; después podremos buscar un
nuevo destino.
Nuré, que tenía más de un hombre, y entre ellos a Caryda, dijo:
—Todo eso está bien, pero para que no quede nadie, llevemos también a nuestras
parientas de piedra y con ellas a Seucy.
Saén, joven ardiente y exagerada, propuso en fin que mediante una operación, se
imposibilitara a las mujeres para que nunca más cedieran ante los hombres.
Y todo fue aprobado, y lo primero que intentaron hacer fue sacar a nuestras
madres, pero no pudieron. Entonces se cortaron el cabello y lo depositaron allí,
mataron a todos los varones y les cortaron los labios, uniéndolos con resina de
uanany para que se cerraran.
Y ahora ellas van descendiendo el río a la deriva, sin más guía que la corriente.
Sepan ahora que los instrumentos para llorar a los muertos deben ser tocados
solamente por el payé o por el tuixáua, cuando lloren a sus parientes y beban sus
cenizas.
Y entonces Yurupary se dio cuenta que algo se movía en el matiry: puso la mano
dentro y sintió que algo le hería los dedos.
—¡Compañeros, somos traicionados!
Y mientras los compañeros preguntaban quién los había traicionado, extrajo del
matiry uno de los espíritus del cielo y vio a Curan con todas las mujeres ariandas
celebrando el dabacury y tocando y cantando la música y el canto de la fiesta de los
hombres.
Sacó entonces otra piedra en la que todo quedaba retratado y la sostuvo en la
mano, y vio a Curan en lo alto de una piedra presenciando toda la fiesta. Lleno de
tristeza habló así:
—¿No podrá existir jamás sobre la tierra una mujer realmente de buen juicio?
Curan, a quien todos creían que se hallaba enferma en su casa, presenció toda
nuestra fiesta. Caryda y yo partiremos de inmediato.
—¿Y qué haremos sin ti?
—Irán por toda la tierra a enseñar la ley, la música y el canto de Yurupary.
Caryda, asegúrate bien a mi espalda, porque vamos a caer en la tierra de los
ariandas.
Y Caryda preguntó:
—¿Qué debo hacer cuando lleguemos?
—Debes transformarte en insecto y penetrar en el instrumento que está tocando
Curan para roer toda la cera que le da la voz.
Y al mismo tiempo le dio un talismán para que se lo metiera en la nariz cuando se
transformara en insecto.
Al volver Caminda a la maloca supo que Curan ya había sanado.
Arianda, que se había convertido en reformador de los viejos usos y costumbres
de su tierra, ordenó a los payés que enseñaran los nuevos, pero de manera que las
mujeres nunca sospecharan que era obra de Yurupary.
Un día Curan reunió a todas las mujeres fuera de las maloca y les reveló el
secreto de Yurupary; les dijo cómo eran los instrumentos y cantó la música y el canto
de Yurupary.
—Y es por esto, —concluyó— que los hombres han dejado de hacer nuestra
voluntad.
»Para que ellos crean que no sabemos nada, vamos a organizar también nuestro
Yurupary y a hacer nuestra fiesta, que debe ser inaugurada con un dabacury de
tapioca. De ahora en adelante debemos reunimos aquí todas las tardes para aprender
el canto de Yurupary, hasta que pueda robar el instrumento que mi marido tiene
escondido.
»Esta misma noche cuando salga, lo seguiré para saber a dónde va, y si lo
descubro, mañana mismo tendremos nuestros instrumentos hechos sobre el modelo
que él tiene; pero ante todo, discreción».
Los viejos, que eran despreciados por sus compañeras, resolvieron alejarse y
volver con las nunuibas.
Apenas llegó la noche, recurrieron a su amuleto y volaron a la tierra donde había
sido castigado Ualri, y al pasar por el lugar donde lo quemaron, fueron apedreados
por su sombra.
Esa misma noche, al llegar Caminda, Curan fingió dormir.
Y cuando después de haberla visto con los ojos cerrados, Caminda salió de la
casa, Curan lo siguió hasta las aguas quietas de la cascada, donde Caminda había
escondido su instrumento.
Entonces Curan, sabiendo ya lo que deseaba, volvió a casa.
En el momento en que se disponía a entrar, sintió que la llamaban y al darse
vuelta vio a un hermoso joven que le hacía señas como si le quisiera hablar.
Ella lo siguió y él la condujo a un lugar apartado donde se le ofreció para hacer
los instrumentos, diciéndole que era indispensable que se robara el de Caminda, para
que estuvieran completos.
Y Curan, fascinada por la belleza del joven, ni siquiera le preguntó quién era; solo
quiso saber cuándo volvería a verlo.
—Mañana, en el mismo lugar, para entregarte los instrumentos.
Cuando Curan volvió a su hamaca, se durmió inmediatamente, y soñó toda la
noche con una gran fiesta en la que el ejecutante principal era el hermoso joven que
le había prometido los instrumentos.
Llegada la mañana, les reveló a sus compañeras que tenía por músico a un
hermoso muchacho, y les dijo que todo estaba listo y que prepararan los panes de
tapioca para el dabacury que debía llevarse a cabo al día siguiente.
Al volver la noche, Caminda se dirigió a buscar su instrumento, y Curan a
encontrarse con el joven que le dio los intrumentos iguales a los de Yurupary; solo
faltaba uno. Dándoselos dijo:
—Aquí tienes lo que te prometí, solo falta un instrumento, pero tú sabes dónde
encontrarlo.
—¿No vienes con nosotras?
—La fiesta es únicamente para mujeres, y no sería apropiado que yo estuviera
allí.
—Por lo menos ven a beber el cachiri con nosotras, porque quiero que te
conozcan mis compañeras.
—Volveré para ver a tus compañeras, pero no digas a nadie que fui yo quien te
dio los instrumentos.
—¿Cuál es tu nombre?
—Cudeabumá.
—¿Y de qué lugar eres hijo?
—De la tierra de las cenizas. Pero vete ya que viene tu marido.
»Mañana, cuando el sol esté en posición perpendicular, busca su instrumento y
celebra luego el dabacury acompañado por la música y el canto de Yurupary».
Y el joven desapareció en las sombras de la noche y Curan volvió a su casa. Más
tarde, al regresar Caminda, la encontró despierta y pensativa, por lo que le preguntó
qué tenía.
—Me desperté y fui a buscarte a la hamaca, pero tú no estabas, temí que hubieras
huido.
—No tengo motivos para huir de tu lado; había ido a mirar la salida de la luna que
ha venido a inquietar a todas las mujeres.
—Si estás celoso de la luna, ven conmigo a la hamaca para que me defiendas.
Y Caminda se acostó con su mujer. Sucedió entonces que durante la noche Curan
soñó con Cudeabumá, y lo llamó mientras abrazaba a Caminda, y éste oyó todo.
Cuando se levantó por la mañana, no dijo nada, pensando que había podido ser la
luna entrando en Curan, a pesar de que ella se resistía.
Al llegar el Sol a la mitad del cielo, los ariandas oyeron la música y el canto de
Yurupary y corrieron para ver quién se aproximaba tocando; y vieron a las mujeres
que venían del desembarcadero, unas tocando, otras cantando, y todas llevando sobre
la espalda canastos llenos de tapioca.
Cuando fueron a comprobar si sus instrumentos estaban todavía donde los habían
dejado, todos los encontraron, excepto Caminda que no halló el suyo.
Quedaron atónitos ante tal profanación, y nadie pudo responder a Caminda que
preguntaba quién se había llevado su instrumento.
Entonces él quiso arrojarse sobre Curan para matarla y cumplir así la ley de
Yurupary, pero Arianda se lo impidió diciendo:
—No creo que tu instrumento se halle entre los que están sonando, vé y busca
mejor y podrás encontrarlo.
Y Caminda volvió otra vez al raudal y buscó su instrumento.
En aquel instante el instrumento de Curan paulatinamente comenzó a perder la
voz, hasta que calló del todo.
Y entre las bailarinas se levantó una gran humareda que las hizo enloquecer, y
reían y no sabían por qué.
Entre ellas aparecieron entonces Yurupary y Caryda que en un momento les
quitaron los instrumentos de las manos y los echaron al fuego.

Yurupary entregó a Caminda el instrumento que le pertenecía, diciéndole:
—Nunca te fíes de las mujeres. Si hubieras hecho ir a Curan a pescar con las otras
mujeres no sucedería lo que estamos viendo.
Ella presenció desde lo alto de una piedra la fiesta de los hombres y solo se retiró
en la mañana, cuando ya conocía todos nuestros secretos.
Curan robó el instrumento de Caminda, porque él no lo supo esconder como
hicieron sus compañeros; ahora quiero saber quién le dio los otros, y lo sabré porque
nada se me puede ocultar.
Yurupary saco del matiry los espíritus del cielo y en ellos vio reflejado a
Cudeabumá que se reía, y dijo:
—¡Aquí están ya estas malas sombras sobre la tierra para traer la ruina de las
mujeres!
—¿Y quiénes son?
—Uancten mascan.
—¿Las que nacieron de las cenizas de Ualri?
—Las mismas.
—¿Y qué podemos hacer para que estas infortunadas se olviden del delito que
cometieron?
—Destruir los vestigios de su delito.
—Pero las sombras de Ualri volverán a tentarlas.
—Las tentarán siempre, hasta que muera la tierra. Cuando llegue la noche,
espolvoreen con ají todas las casas para ahuyentar a las sombras, y arrojen al río los
canastos de tapioca y los ornamentos de plumas, y mañana, cuando las mujeres
despierten, échenles xicantá encima.
Arianda le pidió a Yurupary que se quedara una luna más para enseñar a las
mujeres el camino que debían seguir.
—¿Y por qué no lo haces tú? Cumple y haz cumplir mi ley.
»No obstante, fingiré ser payé ante todos y me quedaré media luna más contigo».
El mismo Yurupary fue quien al día siguiente despertó a todas las mujeres, y éstas
apenas estuvieron despiertas querían aferrarse a él, pero Yurupary huía rápidamente.
Y transformado en payé las reunió a todas y les habló así:
—Si no fuera por la compasión que me inspiran, no las pondría en guardia contra
la sentencia, que a causa de sus locuras, pesa sobre ustedes.
En la mente del tuixáua están condenadas a morir, porque faltaron a las leyes del
Sol.
Dentro de tres días les diré lo que deben hacer para escapar la ira de nuestro
tuixáua.
Y muchas dijeron:
—¿Por qué no nos lo dices ahora?
—Porque se muestran impacientes por saberlo y espero hasta que tengan
paciencia.

Y cuando llegó el tercer día, Yurupary las reunió y les dijo:
—Ahora les daré mis normas para su conducta.
»El Sol es quien las ha establecido y se llaman las leyes de Yurupary, a las que
están sujetos hombres y mujeres; quien no las cumpla será condenado a la muerte.
»Por lo tanto, si quieren vivir en paz sobre la tierra, deben obedecer estas leyes».
Y las mujeres dijeron:
—Enséñanos las leyes, para que las podamos cumplir.
—Éstas son —dijo Yurupary:
—Una mujer, para que sea buena, debe casarse con un solo hombre y vivir con él
hasta la muerte y serle fiel, y no traicionarlo por ninguna razón. No intentará saber los
secretos de los hombres, ni lo que pase a los otros, ni tampoco querrá experimentar lo
que le parezca placentero. Debe ayunar una luna entera, hasta que Yurupary haya
preparado los alimentos que le están destinados.
»No debe tampoco ceder a las sombras que nacieron de Ualri y que están siempre
protegidas por las sombras de la noche.
»Éstas son las cosas más importantes que de ahora en adelante deben observar
escrupulosamente para no caer de nuevo en la ira del tuixáua. Las que faltan aún, se
las diré más tarde».
Y ellas le prometieron obedecerle en todo, y luego no se acordaron ya de lo que
había sucedido.
Después Yurupary se dirigió a la casa apartada con Arianda y Caryda y allí se
quitó su disfraz.
—Les dije a tus mujeres las cosas más importantes que deben saber, y prometí
que durante cada maldad de la luna habrá reuniones en las que los payés les
enseñarán lo que todavía falta.
»Llama ahora a tus payés y diles qué obligaciones tienen, y haz que la cumplan y
todo será mejor.
»Cuando las mujeres sean conscientes del peligro que corren si no observan
nuestras leyes, tú podrás actuar libremente, y celebrar las fiestas de los hombres aquí
en la maloca, porque ellas no querrán exponerse a perder la vida. Y si alguna de ellas
no obedece, mátala a la vista de todas, para que esto sirva de escarmiento a sus
compañeras.
»Caryda te enseñará hoy mismo la música de los muertos, que será tocada cuando
deban llorar a los que murieron y cuando beban sus cenizas.
»Toma estos ornamentos y esta máscara que utilizarás únicamente en esos días,
pero que solo podrán usar el tuixáua y el payé».
Mientras tanto las mujeres ni siquiera osaban salir de su casa por miedo de hacer
algo malo.
Pero Curan, que era astuta y audaz, pasaba los días enteros en la cascada, sentada
en una piedra con la cabeza entre las manos.
Caminda iba todas las tardes a buscarla para llevarla de vuelta a casa, pero una
tarde no la encontró allí y, desesperado, reunió a todos los hombres del pueblo y se
puso a buscarla inútilmente; aún hoy nadie sabe qué suerte tuvo. Casi todos creían
que La Gran Serpiente se la había llevado al fondo de las aguas. Pero también
cuentan que desde entonces, en el centro de la cascada de Nusqué-buscá, aparece a
medianoche una mujer hermosísima de cabellos negros, que después de tocar y cantar
la música y el canto de Yurupary, desaparece entre las aguas.
Antes de que llegara la hora de la maldad de la luna, Caryda fue atacado por dos
tananá que se arrojaron sobre él con la fuerza de un curaby.
Caryda corrió hacia donde se encontraba Yurupary, pero hasta allí lo siguieron los
tananá.
Y entonces Yurupary, viendo perseguido a Caryda, dijo:
—Somos traicionados otra vez. Sacó los espíritus del cielo y vio a dos de los
viejos tenuinas que tocaban y cantaban la música y el canto de Yurupary en medio de
las mujeres.
—Caryda, agárrate de mí fuertemente porque debemos partir.
Y volaron en dirección de la maloca-nunuiba y con ellos volaron también los
tananá. Yurupary trató de cazarlos, pero desaparecieron ante su vista.
Y Caryda preguntó:
—¿Adónde vamos?
—A castigar a los traidores.
—¿Eran ellos los dos tananá?
—No, pero sus amos fueron quienes los mandaron a espiar.
—Entonces ya estarán allá y los viejos tendrán tiempo de esconderse.
—¿Dónde podrán esconderse que yo no lo sepa? Aunque se escondieran en el
seno del agua, o en el de la tierra, o en el aire, siempre los encontraré.
Y entretanto pasaban sobre el lugar donde había estado la Yurupary-oca, y
Yurupary le preguntó a Caryda:
—¿Dónde está tu talismán?
—Aquí está.
—Dámelo y toma éste con el que perseguirás a uno de los traidores hasta matarlo.
Podrás llevar a cabo todo lo que te propones si metiéndolo en la nariz mantienes en el
corazón la voluntad de hacer lo que quieres.
Y Yurupary consultó los espíritus del cielo y vio a los traidores, uno en forma de
tapir, el otro en forma de gusano, que huyendo entraban por la grieta de una piedra.
—Yo voy tras el tapir y tú sigue a éste.
Y Yurupary se transformó rápidamente en un gran jaguar, y siguió las huellas del
tapir con la velocidad de una flecha; y Caryda se cambio en tatú y entró por la fisura
de la piedra tras el gusano.
Cuando Yurupary llegó al Río Inambú, ya el tapir había pasado a la otra orilla, y
como no podía mojar el matiry, se convirtió nuevamente en hombre y cruzó el río.
Pero cuando él casi estaba al otro lado, el tapir se había convertido en cujuby y volaba
en dirección del Río Isana, así es que se transformó rápidamente en un pequeño y
ligero gavilán y se fue tras él.
Cuando llegó a la orilla del río, el cujuby se había vuelto una gran serpiente y se
había escondido en el agua, y Yurupary, que no podía mojar el matiry ni separarse de
él, decidió atrapar a la serpiente por medio de un cacury.
Con tal fin con una isla hizo uno de los lados del cacury, y con piedras
amontonadas el resto, dejando en el centro un paso libre por donde debía entrar la
serpiente; y para saber cuándo entraba, puso de guardia un caucao.
Cuando todo estuvo terminado, Yurupary volvió al lugar donde estaba la serpiente
y echó en el agua una buena cantidad de ají.
En cuanto la serpiente se sintió quemada por el ají, se fue al fondo del río y
cuando ya entraba en el cacury, el caucao dio la señal haciendo mucho ruido.
La serpiente lo oyó, y queriendo saber lo que era, se metamorfoseó en sapo y
subió a la superficie del agua; entonces Yurupary le arrojó un amuleto sobre la cabeza
y lo convirtió en piedra.
Una vez que se consumó la venganza, salió en busca de Caryda, y cuando llegó a
la montaña y vio la abertura que penetraba hondo en la tierra, dudando de la
experiencia de éste, consultó el espíritu del cielo y vio que el gusano ya estaba en el
Río Cuduiary transformado en chicharra. Volviéndose entonces diuná se dirigió
rápidamente en esa dirección y allí descubrió que la chicharra estaba cantando sobre
una piedra y al instante la convirtió en musgo.
Regresó entonces a buscar a Caryda, que entre tanto había penetrado casi hasta el
centro de la tierra persiguiendo al gusano, y como no podía oirlo porque estaba muy
lejos, echó en la hendidura un poco de polvo que se cambió rápidamente en hormigas
que desaparecieron por la abertura.
Picado por las hormigas, salió Caryda, y entonces Yurupary le preguntó dónde
estaba su enemigo, y él contestó:
—Creo que las hormigas se lo han comido.
—¿Estás seguro de su muerte?
—No lo sé, pero supongo que murió.
—Pues bien, vamos a ver si es verdad lo que me dices. Y tomó entonces el
espíritu del cielo y le mostró al viejo convertido en musgo, y le preguntó:
—¿Por qué no recurriste a tu piedra?
—Porque no creí que un gusano fuera capaz de engañar a un tatú. Pero ahora te
ruego que me digas cómo revelaron estos dos viejos nuestros secretos a las mujeres.
—Todas las mujeres son curiosas, y desde el día que salimos de nuestra casa, las
mujeres, que fueron la desgracia de Ualri, no dejaron nunca de indagar la causa de
nuestra desaparición.
»Estos dos viejos volvieron a la tierra de los nunuibas para enseñar nuestras leyes,
y apenas llegaron los rodearon las mujeres para enterarse de lo que querían, y como
ellos eran de voluntad frágil les enseñaron todos nuestros secretos y la música y el
canto de Yurupary.
»Pero después, dudando que yo supiera algo, mandaron sus amuletos para que
avisaran cuando yo llegara, pero aunque les hubieran avisado a tiempo, habrían sido
castigados lo mismo.
»Las mujeres que no sabían nada de lo que había pasado, pensaron que los viejos
se habían escondido para no acompañarlas en las fiestas».
—¿Y qué hacen esos dos viejos que se han quedado allá?
—Enseñan al tuixáua y al payé la música y el canto de Yurupary.
A Yurupary no le gustaba saber por anticipado lo que iba a ocurrir, y por eso no
sabía lo que pasaba con los otros dos viejos que se habían quedado con las nunuibas.
Las nunuibas, viendo que los viejos no aparecían, fueron a seducir a los otros dos
que quedaban, con toda clase de artificios, para que acabaran de enseñarles la música
y el canto de Yurupary.
Miuá, la más experta en el arte de la dulzura, obró de tal manera que ellos
cedieron y prometieron revelar todos los secretos de Yurupary y también darles los
instrumentos.
Una promesa se cumplió: al día siguiente los viejos completaron los instrumentos
para poder comenzar la fiesta esa noche.
Cuando llegó la noche, todas las mujeres de la maloca nunuiba estaban reunidas
en la sala de la fiesta, y los dos viejos comenzaron a tocar sus instrumentos con las
mujeres y las que no tenían instrumentos acompañaban con el canto.
El tuixáua Nunuiba estaba con los suyos viendo la fiesta y pensó que la tal ley de
Yurupary era un engaño inventado por los dos viejos, y así comentaba con su gente:
—¿No ven cómo ésos nos quieren engañar con Yurupary?
Ayer nos decían que todo debía ser un secreto para las mujeres y hoy ellos
mismos son quienes se lo enseñan.
Si fuera verdad que el Sol mandó a Yurupary a darles sus leyes, ¿serían ellos los
primeros en desobedecerlas?
Pero entonces el payé dijo:
—En verdad Yurupary existe, y existen estas leyes que tarde o temprano ustedes
conocerán también, y estos dos no son más que violadores de sus leyes y pagarán
cara su propia debilidad.
Sucedió que en la tercera noche, cuando comenzaba a pasar la borrachera, los dos
viejos se dieron cuenta de la falta que estaban cometiendo y huyeron de la sala y se
escondieron en la selva porque sabían que el castigo vendría pronto.
Nunuiba y su gente, viéndolos huir, le preguntaron al payé:
—¿Por qué huyen?
—Porque viene Yurupary para castigarlos.
Entonces todos vieron un gran humo blanco que se levantaba en el centro de la
sala, y pronto los instrumentos quedaron sin voz, y sin voz quedaron las cantantes y
todos permanecieron en la posición en que se encontraban.
Y las que bailaban seguían bailando, y las que tocaban hacían como si tocaran,
pero todo quedó en un silencio profundo.
Nunuiba preguntó al payé:
—¿Qué es esto?
—El castigo de Yurupary.
—¿Y dónde está él?
—En la selva, persiguiendo a los traidores.
Y en aquel momento se oyeron grandes risotadas provenientes de muchas partes,
y todos preguntaron:
—¿Quiénes son los que se ríen de nuestra desgracia?
—Los Vanoten mascan que se divierten con el castigo que Yurupary da a nuestras
mujeres que causaron la pérdida de Ualri.
»¿Ustedes ya no recuerdan a Ualri, que sobre la hoguera dijo que se vengaría?
Diadue fue la primera que sufrió su venganza, y las que fueron sus cómplices tendrán
que pagar también ahora».
Y Nunuiba le preguntó al payé si no podía remediar todos esos males.
—Nunca estaré contra el hijo del Sol. Sería más fácil que me arrojara contra una
piedra, que hacerle mal a Yurupary, que es mucho más fuerte que yo.
Mientras tanto Yurupary y Caryda, convertidos en perros, corrían tras los
fugitivos que a su vez se transformaron en ayuti, y cuando estaban ya por alcanzarlos,
se volvieron pájaros, y siguieron la corriente del río.
—Caryda —gritó Yurupary—, nuestros enemigos ya vuelan como pájaros,
volemos nosotros también detrás de ellos.
Y juntos volaron, convertidos en livianos pajaritos, y cuando ya estaban a punto
de alcanzarlos, los dos perseguidos se volvieron granitos de piedra, y los perdieron de
vista. Se vieron entonces obligados a posarse sobre una piedra donde Yurupary,
habiendo sacado el espíritu del cielo, vio que uno corría cambiado en ciervo, y que el
otro se había escondido transformado en cangrejo.
Y dijo Yurupary:
—Tú sigue a éste, yo seguiré al ciervo.
Y Yurupary voló como un águila y corrió tras el ciervo alcanzándolo cuando
llegaba al río, y allí mismo le hundió las uñas en la carne y lo transformó en piedra.
Entre tanto Caryda se había arrojado al agua hecho nutria, y el cangrejo, apenas
sintió la nutria se volvió pirahíua grande, y vino al encuentro de la nutria, y como
ésta no tuvo tiempo de cambiar, se la tragó.
Caryda, ya dentro de la panza de la pirahíua, se reía de la placidez con que ésta
remontaba el río. Llegados a donde el agua duerme al pie de la cascada, la nutria se
volvió puerco espín, de manera que la pobre pirahíua comenzó a dar saltos
desesperados hasta que fue a clavarse en la arena donde murió.
Entonces salió Caryda del vientre de la pirahíua riendo por haberla engañado de
tal modo, y viendo a Yurupary sentado sobre una piedra y mirando la muerte del
último traidor, le dijo:
—¿Te han divertido los últimos saltos que daba la pirahíua mientras yo le picaba
el vientre?
—Muchísimo. ¿Dónde está tu talismán?
—Aquí está.
—Bien. Volvamos ahora a donde hemos dejado a las nunuibas casi enloquecidas,
que a esta hora deben estar medio muertas de sed y hambre. Conviértete en pequeño
gavilán, yo me convertiré en maccary, y cuando lleguemos a la sala de las fiestas
iremos a posarnos sobre la viga mayor.
Nunuiba y los suyos estaban ya desesperados viendo el estado lamentable en que
se encontraban sus mujeres.
Solo el payé estaba tranquilo y no respondía a las preguntas que le hacían;
fumaba su cigarro y aspiraba grandes cantidades de caraiurú y de cuando en cuando
miraba hacia el Oriente como si esperara a alguien.
Las risotadas que venían del bosque cercano, mezcladas con silbidos, hacían
perder cada vez más la cabeza a los hombres ante tan triste estado, y Nunuiba
entonces se agarró del payé gritando:
—¿Por qué no vamos a matar a esas sombras que se burlan de nosotros con sus
silbidos y risotadas?
Y el payé respondió:
—¿Piensas que acaso tus flechas podrían alcanzar a algunas de esas sombras? Ya
te he dicho que solo Yurupary tiene el poder de hacer callar estos espíritus y de
restituir la razón a las mujeres y enseñarles a respetar su ley.
En ese instante entraron en la casa el gavilancito y el maccary, y fueron a posarse
sobre la viga mayor.
Y los guerreros que llevaban las armas, colocaron las flechas en los arcos para
hacer puntería sobre los pájaros, pero cuando estaban aproximando la mano hacia el
pecho para tirar, quedaron inertes en esa posición; no se podía oír sino su respiración.
Y las risas y los silbidos de la selva cesaron.
Entonces Yurupary y Caryda bajaron de un salto al centro de la sala y así habló
Yurupary dirigiéndose al tuixáua y al payé:
—Quiten los instrumentos y los adornos de plumas a estas mujeres y quemen
todo.Y ellos obedecieron, y cuando todo fue hecho continuó:
—Llévenlas ahora a comer, y después de que las hayan dejado en sus hamacas
para que duerman, vuelvan para escucharme.
Y cuando todo fue hecho y regresaron, continuó:
—Ahora que estamos solos, deben oír lo que les queda por hacer, y estas leyes
deben cumplirse en la tierra de ahora en adelante:
»Tú, Caryda, conduce a estos hombres a las márgenes del río para que se
zambullan y saquen los restos de los huesos de Ualri, y con ellos preparen los
instrumentos para que esta noche podamos enseñar el canto y la música de
Yurupary».
Y volviéndose luego hacia Nunuiba, continuó así:
—Tú perteneces a la gente que siempre me ha traicionado, y los tuyos han
seguido tu ejemplo.
»Veo en ti toda la impaciencia, falta de vergüenza y maldad de los viejos que me
traicionaron, pero que ya fueron castigados.
»¿Piensas que no sabía lo que maquinabas en el fondo de tu corazón, en contra
mía, cuando castigué a tus mujeres?
»¿Crees, además, que no sé que le pediste al payé si podía reparar los males que
caían sobre tu gente, amenazándolo, incluso, para obtener de él lo que no podía hacer,
sordo a los consejos que te daba?
»Pero no quiero castigarte por las amenazas que me hiciste, armando a tus
guerreros contra mí. Te enseñaré hoy mismo las leyes, la música y el canto de
Yurupary para que cambies los usos y costumbres de tu pueblo que es malvado.
Apenas llegue la noche, reúnanse pues en esta casa tú y tu gente.
Caryda, tan pronto llegó al río, mandó zambullirse a los guerreros, y éstos
prontamente encontraron los restos de los huesos de Ualri, que aún estaban en el
mismo lugar bajo el raudal, y cuando fueron sacados a tierra Caryda los cortó, según
las leyes, e hizo instrumentos iguales a los primeros.
Ya el sol estaba en el ocaso, cuando llegaron a la casa donde se encontraba
Yurupary, y entonces éste terminó los instrumentos que puso parados alrededor de la
sala.Y cuando hubo terminado, dijo a Nunuiba:
—Manda a tu gente a comer, y cuando hayan terminado, ordena que vuelvan
aquí.Y pronto sintieron los nunuibas mucha hambre, porque desde el comienzo de la
danza de las mujeres, no habían comido.
Cuando la noche cubrió la tierra, los instrumentos comenzaron a tocar por sí solos
la música de Yurupary, y Nunuiba y su gente quedaron maravillados al oírla.
Entonces Yurupary se colocó en el centro de la sala y dijo así:
—Todos han podido dudar de las palabras de esos viejos insensatos, que mentían
con sus palabras mientras enseñaban a las mujeres lo prohibido, pero no han debido
nunca dudar del payé que a su vez confirmaba la existencia de la ley de Yurupary.
»Si no fuera porque tu vejez impone tanto respeto a los tuyos, oh tuixáua, ellos no
se habrían animado a dirigir sus flechas contra mí y habrían escuchado sin dudar lo
que les decía el payé.
»Tú perteneces a esa gente que todavía piensa que nadie se le puede poner
delante. Pero en verdad te digo que si no cambias de manera de pensar, el día de
mañana no te pertenecerá».
Y Nunuiba respondió:
—¿Cómo puedo desobedecerte, si me tienes a tu lado listo a hacer lo que pidas?
—Todos me obedecen siempre cuando están ante mi vista, para desobedecerme
apenas vuelvo la espalda.
Y entonces hizo conocer todos los mandamientos de su ley y enseñó la música y
el canto de Yurupary.
Y cuando terminó la fiesta, con las primeras luces del día, dijo Yurupary:
—Ahora que ya conocen mi ley, con la cual deben cambiar los usos y costumbres
de esta tierra, que el payé haga respirar el humo de su cigarro a las mujeres que
duermen. Ellas se despertarán sin recordar las locuras que cometieron y que hicieron
cometer.
Y habiendo Yurupary terminado la reunión, el payé fue a despertar a las mujeres
con el humo de su cigarro.
Ellas quedaron como enloquecidas tres días y tres noches, sin conocer a nadie, y
cuando les volvió la razón, no recordaban ya lo que había sucedido, ni la fiesta, ni el
castigo que sufrieron como consecuencia.
El payé fue desde ese día escuchado y obedecido en todo y por todos.
Después de la profanación de Curan, los tenuianas que se habían quedado en el
pueblo de Arianda partieron hacia diversos puntos de la tierra.
Los que se dirigieron al Oriente, pronto encontraron una maloca de gente muy
hermosa.
Era costumbre del lugar elegir de tuixáua al más hermoso de la tribu, fuera éste
hombre o mujer, y en aquel tiempo había sido elegida Naruna, mujer bellísima.
Entre los tenuinas había también un joven hermosísimo llamado Date.
Cuando lo vio Naruna le propuso que se casara con ella y que de esta manera se
convertiría en el tuixáua de esta tierra.
Y fue así como le habló ella a Date:
—Quiero ser tu mujer, porque eres el joven más bello que se ha cruzado en mi
camino hasta ahora, y por eso tú me perteneces.
Date, que no sabía qué hacer para cambiar las costumbres del lugar, de acuerdo
con las leyes de Yurupary, aceptó el ofrecimiento de Naruna para así poder
imponerlas mejor.
—Nuestro matrimonio tendrá lugar el día de la maldad de la luna, pues para
entonces estará aquí reunida toda mi gente.
Entre tanto puedes venir a vivir en esta casa con tus compañeros, ya que en breve
serás el tuixáua de esta tierra.
Date y sus compañeros, ya alojados en la casa del tuixáua, pensaban día y noche
en la manera como habrían de cambiar los usos y costumbres del lugar, según las
leyes de Yurupary, y sin que surgieran obstáculos contra ellas.
Todos obedecían allí ciegamente las propias leyes y no parecía fácil poder
cambiarlas de un momento a otro, y menos cuando las suyas parecían más rigurosas.
Date preguntó a sus compañeros cuál sería el mejor modo de conseguirlo, y así le
respondió Iadié:
—Me parece que antes de tu matrimonio con la señora del lugar no se puede
hacer nada. Es mejor que al principio nosotros nos sujetemos a todo, hasta que seas
tuixáua, y entonces podremos poner en práctica las leyes de Yurupary.
—¿Y no se inquietará Yurupary con nuestra manera de obrar?
—Si él te hubiera dado a ti, o a cualquiera de nosotros, un talismán, podríamos
temer que nos castigara, pero como no nos dio nada, es mejor esperar la ocasión
propicia para actuar.
—¿De qué nos serviría llamar a todos los hombres para revelarles la ley de
Yurupary? Todas las mujeres lo sabrían en seguida y se lo contarían a Naruna, la que
seguramente nos haría matar.
—Veo que no podremos introducir nuestra ley porque no tenemos un amuleto;
pero como el día de mi matrimonio no está lejano, ni tampoco la fecha para
convertirme en tuixáua de la tribu, es seguro que lograremos cumplir nuestro
propósito.
Al abandonar Yurupary y Caryda la tierra de los nunuibas se dirigieron a la Sierra
de Tenui, llegando allí cuando sus compañeros lloraban bebiendo las cenizas de sus
madres. Pronto tomaron los instrumentos funerarios y tocaron la música de los
muertos.
Cuando volvió el día con sus alegrías, ya todo había concluido y cada uno se
dirigió a su propia casa donde solo había silencio.
Y pasaron así tres días, y en el cuarto, que era la víspera de la maldad de la luna,
Yurupary y Caryda fueron con sus compañeros a la ribera del Lago Muypa donde se
bañaron, y una vez que terminaron dijo Yurupary:
—Ahora que ya no veo traidores sobre la tierra, que puedan impedir que se
cumplan los usos y costumbres de nuestras leyes en todos los pueblos del Sol, voy a
descansar. Descansen ustedes también para que después cada uno vaya a cumplir lo
que deba; pero antes, escuchen la triste historia de nuestras mujeres:
»Después de que ellas partieron de este lugar, se guiaron en su viaje por las aguas
del río.
»Y muy abajo encontraron una tierra donde los habitantes eran como ellas, pero
no tenían leyes, y se quedaron todas allí diciendo que habían abandonado la tierra que
habitaban porque la madre del agua había llamado a todos los hombres de su tribu al
fondo del río.
»Y entonces el tuixáua les preguntó a dónde querían ir.
»—Queremos quedarnos aquí.
»—¿Y si la madre del agua se les viene detrás?
»—Retrocederá ante las flechas de tus guerreros.
»—Así sea, ¿pero dónde encontraré hombres para todas ustedes?
»—No queremos hombres, porque prometimos no unirnos nunca más a ellos.
»—Y si yo le diera a cada una un marido, ¿tendrían el valor de rehusarlo?
»—Lo aceptaríamos para obedecerte, pero no para tener hijos, sino para tratarlo
como hermano.
»—Está bien, hoy mismo cada una de ustedes tendrá un hermano para que la
distraiga y le cuente historias.
»Y apenas llegó la noche, el tuixáua mandó a cada mujer un hermano; y cuando
los recién llegados les dijeron que habían sido enviados para contar cuentos, ellas, en
vez de escucharlos, se arrojaron en sus brazos y los recibieron como maridos.
»Y ahora que ya conocen la suerte de esas mujeres impacientes, descansen, que
mañana cada uno deberá volver a tomar su camino».
Por primera vez Yurupary durmió después de tanta fatiga y fue visitado por la
madre de los sueños.
Vio en sueños la dificultad en que se encontraban Date y sus compañeros en la
tierra de Naruna, y al despertarse le contó el sueño a Caryda.
—Asegúrate —dijo éste— que la madre de los sueños te haya dicho la verdad.
Y Yurupary sacó el espíritu del cielo, y allí vio claramente representado todo lo
que había soñado, y le dijo a Caryda:
—Todo es verdad, de manera que iremos a esa tierra para ayudarlos, pero
transformados en otros hombres, para ver si algunos de los nuestros no caen
vencidos.
Allá tomaremos parte en la fiesta que tendrán mañana, junto a los demás.
Despídete ahora de tus compañeros, a quienes no volverás a ver muy pronto,
porque allá cada uno seguirá su camino, hasta que el Sol nos reúna.
Caryda fue a despedirse de sus compañeros y les prometió que un día, cuando
menos lo esperaran, volvería con Yurupary.
Y les recomendó que fueran severos con las mujeres y que castigaran sin piedad a
los traidores en donde los encontraran.
Cuando Caryda se reunió con Yurupary, éste le dijo:
—Vamos a visitar por última vez la colina donde nacimos y donde fueron dadas
por primera vez las leyes que deben poner fin a las costumbres licenciosas, que son la
vergüenza de esta tierra.
»Nuestras madres murieron para dar el ejemplo a las mujeres curiosas que no
quisieron creer en las palabras de Pinon, padre de la nueva generación, a la que
también nosotros pertenecemos.
»Hasta hoy estas dementes no creen en la palabra de Pinon, que transformado en
payé, les predijo todo lo que hemos llevado a cabo con mi ley, la cual solo dejará de
tener vigencia cuando aparezca sobre la tierra la primera mujer perfecta.
»Esta colina no será habitada jamás porque las sombras de nuestras madres y de
los niños estrangulados no permitirán que nadie venga a vivir aquí, para que no se
profane el lugar donde nací, y para que no se ahuyente a Seucy, la señora del lago.
»Y todas nuestras casas quedarán transformadas en piedras para que den
testimonio de nosotros.
»Ya solo nos queda media luna para estar juntos; mañana partiremos hacia la
tierra de Naruna para asistir a las bodas de Date.
»No sé lo que me pueda pasar, porque el Sol no me dio los espíritus del cielo
donde se refleja el futuro, y por primera vez aceptaré todo lo que suceda.
»Y como no quiero que Date me conozca, esconderé mi matiry en un caparazón
de tatú, y cuando lleguemos allá, a la hora de la tristeza, tendremos que colocarnos
rápidamente entre los danzantes y seguir en todo los usos y costumbres de esa gente».
Tan pronto llegó la hora, Yurupary y Caryda partieron hacia la tierra de Naruna, a
donde llegaron sin ser notados.
Pero la luna no había llegado aún al punto de su maldad, y todos estaban
charlando; y una hermosa muchacha iba de grupo en grupo buscando compañero para
la fiesta que se aproximaba, y cuando estuvo al lado de Yurupary, le dijo:
—Bello tenuina, tú serás mi compañero en la fiesta de bodas; ¿aceptas?
Y como Yurupary aceptara, ella continuó:
—Bien. Vendré a buscarte aquí mismo cuando se presente la ocasión.
Tan pronto el efecto de la luna comenzó a sentirse, las mujeres comenzaron la
boda de Naruna y Date.
Todas las mujeres entraron en la sala con sus compañeros, donde ya estaba
Yurupary con la hermosa joven.
Naruna, cubierta de plumas de guacamaya y de águila, entró entonces en la sala
con Date, que la precedía con los instrumentos.
Cuando los esposos estuvieron en el centro de la sala, se formó alrededor de ellos
una gran rueda que giró hacia la izquierda, mientras Date y Naruna caminaban hacia
la derecha.
El golpeteo de los pies de los danzantes ahogaba los alegres sonidos de la música.
Al alcanzar la luna el centro del cielo, Naruna ofreció el capy a todos los que
danzaban y cuando el último fue servido, rodeó al esposo con sus brazos.
Y todos la imitaron. Yurupary trató de retirarse, pero la maestra de ceremonias,
que vigilaba para que los usos fueran observados, lo obligó a someterse a su
compañera, que aún no conocía hombre.
Y Yurupary, gimiendo, cedió.
Cuando Curampa dio la señal de la llegada del alba, todos se levantaron, y
Naruna distribuyó de nuevo el capy tan copiosamente que pronto todos estuvieron
aturdidos. Solo Yurupary bebió, bebió, sin sentir efecto alguno.
Después continuó la danza, entrando en la rueda los esposos mientras tocaba Iadié
que conducía del brazo a su bella compañera.
Así pasaron el día entero danzando.
Al volver la noche, se repitió la ceremonia que tanto estupor le había causado a
Yurupary.
Cuando nuevamente apareció el Sol, Naruna y Date entraron en la alcoba nupcial,
de donde debían salir el día siguiente para recibir los regalos de los parientes.
Como desde ese momento ya no había obligación de bailar, Yurupary y Caryda se
retiraron a hablar fuera de la casa, y Yurupary dijo:
—Si yo hubiera sospechado lo que me esperaba, no habría asistido al matrimonio
de Date, ni hubiera dado mi palabra de someterme a todas las costumbres de esta
gente. Pero nadie más verá a Carumá, que desde hoy es mía, y la conduciré lejos de la
vista de los hombres para que no sea manchada la única mujer que he tenido.
—¿Y qué obsequio —preguntó Caryda— ofreceremos a Date?
—Tú le darás tus ornamentos de plumas, yo este caparazón de tatú con un
amuleto.
Y cuando las primeras alegrías del día iluminaron las raíces del cielo, todos se
reunieron en la sala de la fiesta para dar los regalos a los esposos y saludarlos.
Y cuando apareció el Sol, Naruna y Date salieron de la alcoba nupcial y se
colocaron en el centro de los asistentes para recibir los regalos que cada uno les traía;
y al adelantarse Yurupary para ofrecerle su regalo a Date, Naruna exclamó de manera
que todos la oyeran:
—¿Dónde estabas que no te había visto antes?
—Formo parte de la gente de tu marido.
—¡Pero tú eres el joven más bello que jamás haya visto! Yo soy la señora de esta
tierra y hago solo mi voluntad, así que hoy mismo volveré a casarme contigo, y de
esta manera tú serás mi primer marido y Date el segundo.
—Eso no es posible; Date es tu único y legítimo esposo.
—Ya he dicho que soy señora de esta tierra, donde solo se hace mi voluntad; ¡si
no deseas morir en manos de mis guerreros, hoy mismo serás mi marido!
Pero su voz se fue desvaneciendo paulatinamente hasta que cesó por completo, y
toda su gente quedó paralizada.
Entonces dijo Date a Yurupary:
—Tuixáua, te esperaba para poder remediar todos estos males.
—Saca mañana de este matiry el amuleto que allí encontrarás, métetelo en la
nariz y guarda vivo en el corazón lo que quieras que se haga, y todo se hará. Cuando
devuelvas la razón a esta gente, nadie recordará lo que ha sucedido, y podrás
gobernar como quieras, porque ni siquiera Naruna se acordará de que aquí era ley su
voluntad, y te obedecerá ciegamente.
Cuando Yurupary acabó de hablar, tomó a Carumá y desapareció con ella hacia el
levante, dejando tras de sí un denso humo con olor a resina de cumarú.
Al día siguiente Date tomó el amuleto, que era una uña de águila, y se la metió en
la nariz, soplando luego en la cara de su gente que aún seguía inmóvil, y cuando llegó
al último y se dio vuelta, vio que ya todos vivían.
Y entonces le dijo a Iadié:
—Despierta a toda esta gente y ordena que vayan a bañarse.
Y así se hizo, y todos corrieron al río a bañarse, y con ellos fue también Naruna.
Cuando Naruna volvió, estaba tan humillada que Date se sintió muy triste y le
preguntó:
—¿Por qué dormiste tanto?
—La madre del sueño me engañó.
—Para que no te engañe de nuevo, y antes de que te duermas nuevamente, vé a
tomar otro baño.
Y Naruna quedó tan avergonzada con esta observación de su marido, que se fue
para la cocina y allí se escondió en una gran olla de cachiri.
Cuando llegó la hora de la comida ella no apareció.
—¿Dónde está mi mujer?
—No lo sé, repuso Iadié.
—¿Dónde está mi mujer?
Y ninguno respondió. Él entonces tomó su talismán y deseó que Naruna
apareciera. Entonces todos vieron la olla de cachiri que estaba en la cocina, dirigirse
al lugar donde se encontraba Date, sin que nadie la empujara. Y Cuando Date
preguntó nuevamente:
—¿Nadie sabe dónde está mi mujer?
La olla se rompió y el cachiri que contenía era tan fuerte que el cuerpo de Naruna
apareció ya sin piel.
Cuando Date supo que Naruna estaba muerta maldijo a Yurupary.
Y entre todos los que estaban presentes, ninguno supo quién la había matado.
Dicen que Date no usó bien el amuleto y mató a Naruna sin querer.
Cuando apareció el Sol del día siguiente, enterraron el cuerpo de Naruna cerca de
un tronco de inaiá, a donde Date iba todas las noches a dejar bejú, peces y otros
alimentos, para alimentar el espíritu de Naruna.
Iadié fue entonces el encargado de enseñar la ley, la música y el canto de
Yurupary a la tribu de Date.
Nadie se opuso a esto, y en poco tiempo los nuevos usos y costumbres se
impusieron en toda la comarca.
Después de la muerte de Naruna, Date vivía triste y solitario, sin conversar
siquiera con sus compañeros.
Su lugar de retiro era una piedra, desde donde miraba hacia el Oriente.
Un día Iadié, que obedecía sus órdenes, al ir a darle cuenta de lo que había hecho,
lo encontró llorando y entonces le preguntó:
—¿Qué tienes? Veo en ti la sombra de una tristeza que descubre tu debilidad.
—Yo mismo no sé lo que pasa, pero siento una tristeza que me domina hasta el
extremo que tú ves. No me hace falta nada, tengo en ustedes fieles amigos, pero un
dolor desconocido me mata.
Y apenas terminó de hablar cayó muerto; ladié se apresuró a recibir al infeliz
compañero en sus brazos.
El amuleto que se hallaba dentro de la piel de Date comenzó a sonar como dientes
golpeándose unos con otros.
Iadié se posesionó inmediatamente del amuleto, se lo puso en la nariz, y pidió ser
elegido jefe de la tribu.
Cuando llegó a la maloca con el cuerpo de Date, los tenuinas se pintaron con
urucú y lloraron.
El cuerpo de Date fue enterrado en el mismo lugar donde estaba el de Naruna.
Iadié iba todas las noches a llevarles alimentos a sus espíritus.
Pero como la ley de Yurupary ya se había impuesto en esta tierra, los tenuianas
partieron para ir a otros lugares a cumplir con su deber, quedando Iadié solo para
gobernar aquella tierra.
Sin embargo él era muy mujeriego y tuvo amores con todas las muchachas,
faltando así a las leyes de Yurupary, pues su mujer estaba embarazada.
Y todas estas jóvenes tramaron una conspiración femenina para obligarlo a hacer
una decisión y a determinar a cuál de ellas le correspondía el derecho de darle un
heredero.
Pero las mujeres eran el doble de los hombres en la maloca, por lo cual Iadié tuvo
miedo y no respondió.
Gidáném, muchacha hermosa pero de mal genio, fue la primera en dar a luz un
niño que pronto fue llevado a casa de Iadié.
Éste, furioso, mandó que arrojaran inmediatamente a su propio hijo al río.
Entonces Gidáném, encabezando a todas las mujeres, fue a casa de Iadié y todas
juntas lo mataron; después mataron también a todos sus guerreros, salvándose solo
uno que otro muchachito que acompañaba a su madre en la lucha.
Y el mayor de estos jovencitos, llamado Calribóbó, fue elegido tuixáua.
Calribóbó ya conocía toda la ley de Yurupary y siguió cumpliéndola
estrictamente.
Todas las noches, en la casa donde había vivido Iadié, sentían cantar un grillo,
pero tan fuertemente que esto los molestaba.
Calribóbó recordaba todas las cosas que había visto y oído, y que una vez dos
tenuianas mencionaron un talismán que Yurupary había distribuido entre su gente.
Iadié debía haber tenido uno seguramente, y se prometió ir a buscarlo apenas
llegara la noche.
Cuando vino la noche, se fue derecho a la casa donde había vivido Iadié en busca
de talismán, y apenas entró oyó el canto del grillo.
Y trató de matarlo, pero su sorpresa fue grande cuando vio que el grillo que hacía
tanto ruido era una uña de águila, tapada por un lado con cera de abejas.
Y adivinando que aquella uña era el amuleto, la tomó y se la metió en la nariz,
pidiendo saber todo lo que aún no sabía.
Y así fue, y desde ese momento Calribóbó gobernó a su gente con tanta paciencia
que nunca se quejó nadie de él.
Después de que Yurupary y Caryda salieron con Carumá de la tierra de Naruna, se
dirigieron rumbo al Oriente, hacia las orillas de un río de aguas blancas, y allí se
elevaron hasta tocar el cielo, dejando caer a Carumá desde arriba.
A medida que el cuerpo de Carumá caía, aumentaba de tamaño al aproximarse a
la tierra, y cuando tocó tierra, se había transformado en una gran montaña.
Y Caryda y Yurupary se quedaron todavía suspendidos un rato en el aire, y
después descendieron también ellos, y se posaron sobre la cima de la nueva montaña,
a orillas de un hermoso lago, circundado de hierbas olorosas.
Y Yurupary habló así:
—Aquí yace la primera y única mujer que pudo tenerme y en este lugar queda
segura, escondida de la vista de los hombres.
Un día, cuando todo se haya consumado, vendré a buscarla para vivir con ella
cerca de las raíces del cielo, donde quiero descansar de las fatigas de mi misión, lejos
de los ojos de todos.
Hoy, Caryda, es el último día que estaremos juntos, y antes de separarnos quiero
revelarte el secreto de mi misión sobre la tierra.
El Sol, desde que nació la tierra, ha buscado una mujer perfecta para llevarla
cerca de él, pero como aún no la ha encontrado, me dio parte de su poder para que
viera si en el mundo puede encontrarse una mujer perfecta.
—¿Y cuál es la perfección que el Sol desea?
—Que sea paciente, que sepa guardar un secreto y que no sea curiosa.
»Ninguna mujer existente hoy sobre la tierra reúne esas cualidades: si una es
paciente, no sabe guardar un secreto; si sabe guardar un secreto, no es paciente, y
todas son curiosas; quieren saberlo y experimentarlo todo.
»Y hasta ahora no ha aparecido la mujer que el Sol quiere tener.
»Cuando la noche llegue a su mitad debemos separarnos. Yo iré al Oriente, y tú,
siguiendo el camino del Sol, irás al Poniente.
»Si un día el Sol, tú y yo nos encontramos en el mismo lugar, esto querrá decir
que por fin ha aparecido en el mundo la primera mujer perfecta».
Después Yurupary se dirigió a la orilla opuesta del lago y sentado sobre una
piedra se quedó contemplando su propia imagen reflejada en el agua.
Caryda, dominado por una fuerza superior a su voluntad, permaneció en el mismo
lugar sin poder seguir a su compañero.
Cuando surgía la luna del seno de la tierra, apareció en la superficie del agua una
hermosa mujer en quien Caryda reconoció a Carumá.
Ella dejó oír el canto y la música de Yurupary con tanta dulzura, que Caryda se
quedó dormido, y cuando despertó, ya alta la noche, no vio a nadie.
Pero aguzando la vista al Oriente, vio dos figuras lejanas que parecían seguir el
mismo camino, y entonces Caryda se levantó y se dirigió hacia el Poniente.

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