miércoles, 6 de marzo de 2019

La leyenda de Manaka

Marcha por la selva la tropa de indómitos. Mbarakaju lidera a los suyos. Guerrero sin par.
No hay quien le iguale en resistencia física, en el tiro de las flechas y el manejo del mbaraka.
La madre naturaleza ha sido generosa con Mbarakaju.
Las tropas de Mbarakaju pasan por los poblados y en cada lugar pintan el signo de la
dominación. No hay quien se le resista. Mbarakaju, como buen tirador es también un eximio
cazador. Prueba de ello es su collar donde ya no caben más colmillos de jaguareté. Ha
cazado cientos de estos animales en su corta vida.
Mbarakaju en su plenitud.
Ahora persigue a una fiera que ha herido.
Se aparta de los suyos. Avanza por la selva siguiendo el rastro de sangre.
La noche lo sorprende y Mbarakaju opta por descansar. Busca un buen lugar y allí pasa la
noche. Mbarakaju tiene el sueño liviano. La menor señal de peligro y el guerrero está alerta.
Al amanecer continúa su marcha, encuentra al tigre que ruge de dolor y acaba con él. Sigue
sumando cuentas en su collar. Pareciera que la cosecha de colmillos jamás acabará.
Una lluvia atropellada y densa cae sobre la selva ahora y lava todo rastro de sangre. ¿Cómo
regresar junto a los suyos? La capacidad de orientación del joven indio y su intuición no
bastan para vencer a la enmarañada vegetación que frente a él se levanta como una muralla.
Mbarakaju comienza a andar.
Vuelve sobre sus pasos. Le parece estar dando vueltas en círculo.
No. No puede ser. Al fin Mbarakaju, exhausto se tiende sobre la hierba en busca del sueño y
el descanso reparador. Duerme el guerrero. Duerme y sueña con una joven hermosa. La niña
le habla, ahora lo está llamando: “acércate” le dice en su luminoso sueño.
Mbarakaju despierta cuando el sol está declinando. Un rocío claro y fresco cae sobre su
cuerpo. Al incorporarse descubre que el rocío tan claro y perfumado cae de un ysapy, el
árbol de la dicha. Buen augurio, piensa el guerrero y avanza nuevamente a través de la selva
como guiado por un espíritu más poderoso que su voluntad. Mbarakaju escucha lejanos
sones de tambor. Apura el paso. Ahora ya puede oir voces. Es evidente que se aproxima a
una aldea.
El indio, escondido en la frondosidad de la selva observa la aldea. Todo es movimiento allí.
Se preparan para una celebración. Reposan los manjares y las bebidas en gran cantidad. Con
avidez mira Mbarakaju todo lo que ante sus ojos se extiende como una aparición. Van y
vienen las mujeres apuradas con los preparativos. Se encienden las fogatas. La tarde va
dejando paso a la oscuridad. Los hombres preparan sus instrumentos. Comienzan a beber.
Mbarakaju decide integrarse a la fiesta. Avanza hacia la aldea. A su paso las gentes de la
tribu detienen sus acciones. Mbarakaju llega junto a los músicos. Extiende la piel del tigre
que acaba de matar. Arranca de las manos del músico el mbaraka y sentándose sobre la piel
comienza a ejecutar el instrumento y a narrar la historia del principe Chimboi. Su canto, más
allá de la forma en que llega hasta el lugar, ocurrente y misterioso, concita la atención de
hombres y mujeres.
La canción relata que el príncipe Chimboi, jefe de los karios, altanero y solitario vivía en un
blanco palacio, suspirando permanentemente por una mujer bella y virgen. La habilidad de
Mbarakaju para el relato cantado le lleva a mezclar el encantador argumento del príncipe con
la tribu en la que se halla cantando. Mezcla la realidad y la fantasía y lo hace
premeditadamente. Cuenta en su canción que el príncipe Chimboi cree que va a encontrar a
aquella mujer de sus sueños, símbolo de la perfección humana, entre las doncellas de aquella
tribu. Las jóvenes de la tribu se miran unas a otras comparándose. ¿Quién de ellas será la
elegida de Chimboi? Pero el príncipe es sólo invento de Mbarakaju, ha nacido de su ingenio
y allí vive.
Después de terminada su canción Mbarakaju es aceptado en la fiesta. Se celebra la cosecha
de la mandioca y las fiestas de la nubilidad. Las familias de las núbiles han adornado a sus
vírgenes y cada una de las que pasan en desfile parece más bella que la otra.
Túrbase Mbarakaju cuando ve avanzar en aquel desfile iniciático a la mujer que ha visto en
sueños. Se le ilumina el rostro ya encendido por el calor de las fogatas. Los sueños le han
anticipado el encuentro. Mbarakaju siente deseos de actuar. Toma nuevamente entre sus
manos el mbaraka y dedica una canción a la joven. El desfile se detiene pero parece
suspendido sobre las notas y las palabras de la canción. Es un momento tocado por la
divinidad. Al finalizar su canto Mbarakaju, tramposamente dijo: “Esta será la esposa de
Chimboi”.
Koeti se llamaba la dulce niña. La abuela de la niña, Chiro, recordó entonces las señales del
cielo que el día del nacimiento de Koeti habían señalado un camino sembrado de estrellas.
Una vida grandiosa y eterna. La anciana creyó ver en las palabras de Mbarakaju parte de
aquel designio divino. “Guíanos hasta el palacio de Chimboi”, dijo la vieja al extranjero. Los
hermanos de Koeti se opusieron pero a una palabra de la anciana moderaron su enojo y
reprimieron sus decisiones. Mbarakaju, Chiro y Koeti partieron al día siguiente hacia el
inexistente palacio blanco donde vivía Chimboi. Avanzaron los tres. Mbarakaju con paso
firme, la anciana ágil como una joven y la niña extrañamente torpe. Como si no quisiera
avanzar. Con recelo y miedo.
Se detuvieron después de mucho andar. Mbarakaju cazó un venado y lo puso al fuego. Koeti
dormía en su hamaca. Cuando estuvo lista la carne comieron en silencio los tres. La anciana
preguntó: “¿Cuándo llegaremos al palacio de Chimboi?”. “Cuando yo quiera” respondió
secamente Mbara-kaju. Inmediatamente la vieja recriminó al guerrero su promesa, tras lo
cual Mbarakaju dijo: “¡Yo soy Chimboi, Mbarakaju es sólo mi nombre de guerra”.
La anciana no creía lo que estaba escuchando. Había sido engañada. Tal vez se había
apresurado al decidir hacer este viaje con un desconocido.
“Déjame a la niña y vete. No te necesito”, dijo el guerrero a Chiro.
Chiro recupera la calma y unta la frente, las mejillas y el pecho de su nieta con un ungüento
verde que extrae de un pequeño recipiente. Mbarakaju observa la despedida de la mujer y se
alegra de que no oponga resistencia. La anciana se aleja y cuando Mbarakaju vuelve la vista
hacia Koeti comprende el sentido de aquellos ungüentos. La vieja se va pero deja sus
hechizos. Mbarakaju quiere gritarle algo pero la voz no le responde. Algo le marea, le
impide la mirada. Koetí se vuelve neblinosa ante sus ojos, desaparece. Se transforma. El
guerrero siente que su cuerpo pesa como un elefante. No puede moverse de su sitio.
Impotente observa la transformación de la niña. Ahora logra acercarse a la joven. Intenta
abrazarla pero se sorprende él mismo de estar abrazado al tronco de un árbol. Sorprendido
mira al árbol buscando alguna señal que le indique el lugar de Koeti. Nada alrededor. Koeti
ha desaparecido. Chiro también. Solo en aquel desolado lugar Mbarakaju se sienta bajo el
árbol, la espalda apoyada en el tronco. Un suave cansancio invade al guerrero. Sus piernas
ya no le pesan pero un extraño sopor le invade hasta vencerle.
Mbarakaju despierta.
Es la hora del alba y el sol aparece suavemente.
Mbarakaju se pone de pie y golpea las ramas más bajas con su cabeza. Una lluvia de pétalos
cae a sus pies. El árbol estaba cubierto de flores. El guerrero busca por todos lados algún
indicio que le guíe hacia Koeti. Infructuosa es su búsqueda. Vencido, huye de aquel lugar
encantado.
Chiro ve que el extranjero se aleja del lugar y vuelve para deshechizar a su joven nieta. La
anciana contempla el bello árbol florido y siente un vértigo extraño. La belleza marea sus
pupilas cansadas. De pronto, de los árboles vecinos surge un ave pequeña y multicolor.
Como una flecha llega hasta las flores y allí, sostenido en vilo por el rápido movimiento de
sus alas, introduce su pico en una y otra flor bebiendo el sabroso néctar. Las flores se tiñen
de rosas y leves morados al contacto del largo pico que las ultraja. Se diría que se ruborizan
y tiñen su blancura de subidos colores. Chiro no se atreve a dar caza a aquel pequeño pájaro
que va de flor en flor. Su nieta seguía siendo bellísima, pero ya no era marane. Así lo
entendió la mujer y consideró inútil deshechizarla. Así quedó entre nuestros árboles el
manaka que con sus bellas flores se sonroja de haber perdido la virginidad con aquel
misterioso pájaro del cual se dice que era un príncipe encantado.

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