viernes, 29 de marzo de 2019

LA LECHE DE LA MUERTE

La larga fila «beige» y gris de los turistas se extendía por la calle ancha de Ragusa;
los gorros adornados con trencilla y las opulentas chaquetas bordadas, que se mecían
al viento a la puerta de las tiendas, encendían los ojos de los viajeros a la búsqueda de
regalos baratos, o de disfraces para los bailes de a bordo. Hacía un calor como sólo
puede hacerlo en el inferno. Las montañas peladas de Herzegovina proyectaban en
Ragusa sus fuegos de espejos ardientes. Philip Mide entró en una cervecería alemana
en donde zumbaban unas cuantas moscas enormes en medio de una asfixiante
penumbra. La terraza del restaurante daba paradójicamente al Adriático, que
reaparecía allí, en plena ciudad, en el lugar donde menos se le esperaba, sin que
aquella súbita escapada azul sirviera de otra cosa que no fuera añadir un color más a
lo abigarrado del mercado. Un hedor pestilente ascendía de un montón de
desperdicios de pescado que estaban limpiando unas gaviotas, de blancura casi
insoportable. No llegaba brisa alguna del mar. El compañero de camarote de Philip, el
ingeniero Jules Boutrin, bebía ante una mesa redonda de zinc, a la sombra de una
sombrilla color de fuego, que recordaba desde lejos una gruesa naranja flotando en el
mar.
—Cuénteme otra historia, viejo amigo —dijo Philip dejándose caer pesadamente
en una silla—. Necesito un whisky y una historia cuando estoy delante del mar…
Que sea la historia más hermosa y menos verdadera posible, y que me haga olvidar
las mentiras patrióticas y contradictorias de algunos periódicos que acabo de comprar
en el muelle. Los italianos insultan a los eslavos, los eslavos a los griegos, los
alemanes a los rusos, los franceses a Alemania, y a Inglaterra, casi tanto como a esta
última. Todos tienen razón, supongo. Hablemos de otra cosa… ¿Qué hizo usted ayer
en Scutari, luego de saciar su curiosidad por ver con sus propios ojos no sé qué clase
de turbinas?
—Nada —dijo el ingeniero—. Aparte de echar una ojeada a las azarosas obras de
un pantano, dediqué la mayor parte del tiempo a buscar una torre. Tantas veces oí a
las viejas de Servia contarme la historia de la Torre de Scutari que necesitaba
localizar sus ladrillos desmoronados e inspeccionar si en ellos se encontraba, como
dicen, un reguero blanco… Pero el tiempo, las guerras y los aldeanos de la vecindad,
preocupados por consolidar los muros de sus granjas, la han derribado piedra a
piedra, y su recuerdo no se mantiene en pie, sino en los cuentos… A propósito,
Philip, ¿tiene usted la suerte de poseer lo que se llama una buena madre?
—¡Qué pregunta…! —dijo con indiferencia el joven inglés—. Mi madre es
hermosa, delgada, va muy bien maquillada y sus carnes son tan prietas y duras como
el cristal de un escaparate. ¿Qué más queréis qué os diga? Cuando salimos juntos se
creen que yo soy su hermano mayor.
—Eso es. Le pasa a usted como a todos nosotros. Cuando pienso que hay idiotas
que pretenden que nuestra época carece de poesía, como si no tuviera sus surrealistas,
sus estrellas de cine y sus dictadores… Créame, Philip, lo que nos falta precisamente
son realidades. La seda es artificial, las comidas aborreciblemente sintéticas se
parecen a esos falsos alimentos con que se atraca a las momias, y las mujeres,
esterilizadas contra la desdicha y la vejez, han dejado de existir. Ya sólo en las
leyendas de los países medio bárbaros encontramos a esas criaturas ricas en leche y
en lágrimas, de las que uno se sentiría orgulloso de ser hijo… ¿Dónde oí yo hablar de
un poeta que no pudo amar a ninguna mujer porque en otra vida se había encontrado
con Antígona? Un tipo que se me parecía… Unas cuantas docenas de madres y de
enamoradas, desde Andrómaca hasta Griselda, me han vuelto exigente con respecto a
esas muñecas irrompibles que pasan por ser hoy la realidad. Isolda por amante, y por
hermana a la hermosa Alda… Sí, pero la que me hubiera gustado tener por madre es
una niña que pertenece a la leyenda albanesa, la mujer de un joven reyezuelo de por
aquí. Eranse tres hermanos que trabajaban construyendo una torre desde donde
pudieran vigilar a los bandidos turcos. Habían emprendido la tarea ellos mismos, sea
porque la mano de obra fuese cara, sea porque, como buenos campesinos, no se
fiaban más que de sus propios brazos, y sus mujeres se turnaban para llevarles la
comida. Pero cada vez que conseguían llevar a buen término su trabajo para colocar
un ramo de hierbas en el tejado, el viento de la noche y las brujas de la montaña
derribaban su torre lo mismo que Dios derribó la de Babel. Puede haber múltiples
razones para que una torre no se mantenga en pie, y puede culparse de ello a la
torpeza de los obreros, a la mala voluntad del terreno o a la insuficiencia del cemento
que traba las piedras. Pero los campesinos servios, albaneses o búlgaros, no
reconocen más que una causa de semejante desastre: saben que un edificio se hunde
por no haber tenido cuidado de encerrar en sus cimientos a un hombre o a una mujer,
cuyo esqueleto sostendrá, hasta que llegue el día del Juicio Final, la carne pesada de
las piedras. En Arta, en Grecia, enseñan un puente en donde fue emparedada de este
modo una muchacha: parte de su cabellera se escapa por una grieta y cuelga sobre el
agua como una planta rubia.
Los tres hermanos empezaban a mirarse con desconfianza y ponían gran cuidado
en no proyectar su sombra sobre el muro inacabado, ya que es posible, a falta de algo
mejor, encerrar dentro de un edificio en construcción a esa negra prolongación del
hombre, que tal vez sea su alma, y aquel cuya sombra es apresada de esta manera
muere como un desventurado que padece penas de amores.
Por la noche, cada uno de los tres hermanos trataba de sentarse lo más lejos
posible del fuego, por miedo a que alguien se le acercara cautelosamente por detrás,
le arrojara un saco sobre su sombra y se la llevara, medio estrangulada, como una
paloma negra. Empezaba a flojear su entusiasmo por el trabajo, y la angustia, ya que
no la fatiga, bañaba de sudor sus frentes morenas. Por fin, un día, el mayor de los
hermanos reunió a su alrededor a los más pequeños y les dijo:
—Hermanitos, hermanos en la sangre, la leche y el bautismo; si nuestra torre se
queda sin terminar, los turcos volverán a penetrar por las márgenes del lago,
escondidos tras los juncos. Violarán a las hijas de nuestros granjeros, quemarán en
nuestros campos la promesa del pan futuro, crucificarán a nuestros campesinos en los
espantapájaros que hay en nuestros huertos y que se transformarán de este modo en
pasto para los cuervos. Hermanitos, nos necesitamos unos a otros y nunca el trébol
sacrificó una de sus tres hojas. Pero cada uno de nosotros tiene una mujer joven y
vigorosa, cuyos hombros y cuya hermosa nuca están acostumbrados a soportar el
peso de la carga. No decidamos nada, hermanos míos: dejemos que elija el Azar, ese
testaferro de Dios. Mañana, cuando llegue el alba, cogeremos, para emparedarla en
los cimientos de la torre, a aquella de nuestras mujeres que venga a traernos la
comida. No os pido más que el silencio de una noche, hermanos míos, y asimismo
que no abracéis hoy con demasiadas lágrimas y suspiros a la que, al fin y al cabo,
tiene dos probabilidades sobre tres de seguir respirando cuando se ponga el sol.
Le era fácil hablar así, pues aborrecía a su mujer y quería deshacerse de ella para
sustituirla por una hermosa muchacha griega de pelo rojizo. El hermano segundo no
hizo ninguna objeción, ya que contaba prevenir a su mujer en cuanto regresara, y el
único que protestó fue el pequeño, pues tenía por costumbre cumplir sus promesas.
Enternecido por la magnanimidad de sus hermanos mayores, dispuestos a renunciar a
lo que más querían en favor de la obra, acabó por dejarse convencer y prometió callar
toda la noche. Regresaron al campamento a la hora del crepúsculo, cuando el
fantasma de la luz moribunda ronda aún por los campos. El hermano segundo entró
en su tienda de muy mal humor y ordenó con rudeza a su mujer que le ayudara a
quitarse las botas. Cuando la vio agachada delante de él, le arrojó las botas a la cara y
dijo:
—Hace ocho días que llevo puesta la misma camisa, y llegará el domingo sin que
pueda ponerme ropa blanca. ¡Maldita gandula! Mañana, en cuanto apunte el día,
marcharás al lago con tu cesto de ropa y te quedarás allí hasta la noche, entre tu
cepillo y tu pala. Si te alejas del lago un solo paso, morirás.
Y la joven prometió temblando que dedicaría todo el día siguiente a la colada.
El mayor volvió a casa muy decidido a no decirle nada a su mujer, cuyos besos le
cansaban y cuya rolliza belleza había dejado de agradarle. Pero tenía una debilidad:
hablaba en sueños. La opulenta matrona albanesa no durmió bien aquella noche, pues
se preguntaba en qué podía haber desagradado a su señor. De repente oyó a su marido
gruñir, mientras tiraba de la manta hacia él:
—Corazón, corazón mío… pronto serás viudo… ¡Qué tranquilos vamos a estar,
separados de esa morenota por los buenos y fuertes ladrillos de la torre!…
Pero el más pequeño entró en su tienda pálido y resignado, como un hombre que
acabara de tropezar con la Muerte en persona, con su guadaña al hombro, camino de
la siega. Besó a su hijo en su cuna de mimbre y cogió tiernamente en brazos a su
mujer; durante toda la noche le oyó ella llorar contra su corazón. Pero la joven era
discreta y no le preguntó la causa de aquella pena tan grande, pues no quería obligarle
a que le hiciese confidencias y no necesitaba saber cuáles eran sus penas para tratar
de consolarlo. Al día siguiente, los tres hermanos cogieron sus picos y sus martillos y
salieron en dirección a la torre. La mujer del hermano segundo preparó su cesto de
ropa y fue a arrodillarse delante de la mujer del hermano mayor.
—Hermana —le dijo—, querida hermana, hoy me toca a mí ir a llevarles la
comida a los hombres, pero mi marido me ha ordenado, bajo pena de muerte, que le
lave sus camisas blancas, y mi cesto está lleno.
—Hermana, querida hermana —dijo la mujer del hermano mayor—, con mucho
gusto iría yo a llevarles la comida a nuestros hombres, pero un demonio se me metió
anoche en una muela… ¡Uy, uy, uy…, estoy que no sirvo para nada…, todo lo más
para gritar de dolor! Y dio una palmada, sin más preámbulos, para llamar a la mujer
del hermano pequeño.
—Mujer de nuestro hermano pequeño —dijo—, querida mujercita del menor de
los nuestros, vete tú hoy en nuestro lugar a llevar la comida a los hombres, pues el
camino es largo, nuestros pies están cansados, y somos menos jóvenes y menos
ligeras que tú. Ve, querida muchacha, que vamos a llenarte la cesta con un montón de
cosas suculentas, para que nuestros hombres te acojan con una sonrisa, a ti que serás
la mensajera que vas a aplacar su hambre.
Y le llenaron la cesta con peces del lago confitados en miel y pasas de Corinto,
con arroz envuelto en hojas de parra, con queso de cabra y con pastelillos de
almendras saladas. La joven puso tiernamente a su hijo en brazos de sus cuñadas y se
fue sola por el camino, con su fardo a la cabeza, y su destino alrededor del cuello
como una medalla bendita, invisible para todos, en la que Dios mismo había escrito a
qué clase de muerte se hallaba destinada y cuál era el lugar que ocuparía en el cielo.
Cuando los tres hombres la vieron llegar desde lejos, figurilla pequeña que aún no
se distinguía, corrieron hacia ella; los dos primeros, inquietos por saber si había
tenido éxito su estratagema. El mayor se tragó una blasfemia al descubrir que no era
su morenaza, y el segundo dio gracias al Señor en voz alta por haber salvado a su
lavandera. Pero el pequeño se arrodilló, rodeando con sus brazos las caderas de la
muchacha, y le pidió perdón gimiendo. Después, se arrastró a los pies de sus
hermanos y les suplicó que tuvieran piedad. Finalmente, se levantó y el acero de su
cuchillo brilló al sol. Un martillazo en la nuca lo arrojó, aún palpitante, a orillas del
camino. La joven, horrorizada, había dejado caer su cesta y las vituallas dispersas
fueron el deleite de los perros del rebaño. Cuando comprendió de qué se trataba,
tendió las manos al cielo:
—Hermanos a los que yo jamás falté, hermanos por el anillo de boda y la
bendición del sacerdote, no me matéis; avisad a mi padre, que es jefe de clan en la
montaña, y él os proporcionará mil sirvientas, a quienes podréis sacrificar. No me
matéis, ¡amo tanto la vida!… No pongáis, entre mi bienamado y yo, una pared de
piedras. Pero se calló de repente, pues advirtió que su marido, tendido a la orilla del
camino, ya no movía los párpados, y que sus cabellos negros estaban manchados de
sesos y de sangre. Entonces, sin gritos ni lágrimas, se dejó arrastrar por los dos
hermanos hasta el nicho que habían horadado en la muralla redonda de la torre:
puesto que iba a morir, para qué llorar. Pero en el momento en que colocaban el
primer ladrillo ante sus pies calzados con sandalias rojas, recordó a su hijo, que
acostumbraba a mordisquear sus zapatos como un perrillo juguetón. Unas cálidas
lágrimas resbalaron por sus mejillas y fueron a mezclarse con el cemento que la llana
alisaba sobre la piedra.
—¡Ay, piececitos míos! —dijo—. Ya no me llevaréis como solíais hasta la
cumbre de la colina, para que mi bienamado viera antes mi cuerpo. Ya no sabréis del
frescor del agua que corre: tan sólo os lavarán los Ángeles, en la mañana de la
Resurrección…
La construcción de ladrillos y de piedras se alzaba ya hasta sus rodillas, tapadas
con una falda dorada. Muy erguida en el fondo de su nicho, parecía una Virgen María
de pie tras de su altar.
—Adiós, mis queridas rodillas —dijo la joven—. Ya no podréis mecer a mi hijo,
ni sentada bajo el hermoso árbol del huerto, que da al mismo tiempo alimento y
sombra, podré yo llenaros de rica fruta…
El muro se elevó un poco más y la joven prosiguió:
—Adiós, mis manos queridas, que colgáis a ambos lados de mi cuerpo, manos
que ya no podréis hacer la comida, ni hilar la lana, manos que ya no abrazarán a mi
bienamado. Adiós, mis caderas y mi vientre, que ya no conocerá lo que es dar a luz ni
amar. Hijos que yo hubiera podido traer al mundo, hermanos que no tuve tiempo de
darle a mi hijo, me acompañaréis dentro de esta prisión, que será mi tumba, y de
donde tendré que permanecer de pie, sin dormir, hasta el día del Juicio Final.
El muro le llegaba ya al pecho. En aquel momento, un estremecimiento recorrió
la parte superior del cuerpo de la joven, y sus ojos suplicaron con una mirada
semejante al ademán de dos manos tendidas.
—Cuñados —dijo—, por consideración no a mí, sino a vuestro hermano muerto,
pensad en mi hijo y no lo dejéis morir de hambre. No emparedéis mis pechos,
hermanos, que mis dos senos permanezcan libres bajo mi camisa bordada, y que me
traigan todos los días a mi hijo, por la mañana, a mediodía y al crepúsculo. Mientras
me queden unas gotas de vida, bajarán hasta la punta de mis senos para alimentar al
hijo que traje al mundo, y el día en que ya no me quede leche, beberá mi alma.
Consentid esto, malvados hermanos, y si lo hacéis así, ni mi marido ni yo os
pediremos cuentas cuando nos encontremos en la casa de Dios.
Los hermanos, intimidados, consintieron en satisfacer aquel último deseo y
dejaron un intervalo de dos ladrillos a la altura de los pechos. Entonces, la joven
murmuró:
—Hermanos queridos, poned vuestros ladrillos delante de mi boca, pues los besos
de los muertos dan miedo a los vivos, mas dejad una ranura delante de mis ojos, para
que yo pueda ver si mi leche le aprovecha a mi niño.
Hicieron como ella les pedía y dejaron abierta una ranura horizontal a la altura de
los ojos. Al llegar el crepúsculo, a la hora en que su madre tenía por costumbre darle
de mamar, trajeron al niño por el camino polvoriento, bordeado de arbustos
pequeños, medio comidos por las cabras, y la emparedada saludó la llegada del niño
con gritos de alegría y bendiciones a los dos hermanos. Unos chorros de leche
empezaron a brotar de sus dos senos, duros y tibios, y cuando el niño, hecho de la
misma sustancia que su corazón, se durmió contra sus pechos, empezó a cantar con
voz amortiguada por el muro de ladrillos. En cuanto le quitaron al niño del pecho,
ordenó que lo llevaran al campamento para dormir, pero durante toda la noche se oyó
la tierna melopea bajo las estrellas, y aquella canción de cuna, a pesar de la distancia,
bastaba para impedir que el niño llorase. Al día siguiente, ella ya no cantaba y su voz
era muy débil cuando preguntó cómo había pasado Vania la noche. Al día siguiente,
calló, pero aún respiraba, pues sus pechos, todavía habitados por su aliento, subían y
bajaban imperceptiblemente dentro de su jaula. Unos días más tarde, su soplo de vida
fue a juntarse con su voz, pero sus senos inmóviles no habían perdido nada de su
dulce abundancia de fuentes, y el niño, dormido en el hueco que formaban, oía aún
latir su corazón. Luego, aquel corazón tan acorde con la vida fue espaciando sus
latidos. Sus ojos lánguidos se apagaron como el reflejo de las estrellas en una cisterna
sin agua y a través de la ranura ya no se vio nada más que dos pupilas vidriosas, que
ya no miraban al cielo. Aquellas pupilas acabaron por licuarse y dejaron lugar a dos
órbitas huecas, en cuyo fondo veíase la Muerte, pero el pecho joven permanecía
intacto y durante dos años más, al llegar la aurora, al mediodía y al crepúsculo,
continuaba manando el surtidor milagroso, hasta que ya el niño dejó de mamar por su
propia voluntad. Tan sólo entonces los pechos agotados se redujeron a polvo y en el
borde de ladrillo ya no quedaron más que unas pocas cenizas blancas. Durante varios
siglos, las madres enternecidas acudieron a la torre, para seguir con el dedo, a lo largo
del ladrillo rojizo, los surcos trazados por la leche maravillosa, y luego la misma torre
desapareció, y el peso de la bóveda dejó de aplastar al ligero esqueleto de mujer. Por
último, hasta los mismos frágiles huesos acabaron por dispersarse y ahora ya no
queda en pie más que este viejo francés, achicharrado por un calor de infierno, que
repite machaconamente, al primero que encuentra, esta historia que es digna de
inspirar tantas lágrimas a los poetas como la historia de Andrómaca.
En aquel momento, una gitana, cubierta de una espantosa suciedad dorada, se
acercó a la mesa en que se acodaban los dos hombres. Llevaba en brazos a un niño,
cuyos ojos enfermos desaparecían bajo un vendaje de harapos. Se dobló en dos, con
el insolente servilismo que caracteriza a ciertas razas miserables y reales, y sus faldas
amarillas barrieron el suelo. El ingeniero la apartó bruscamente, sin preocuparse de
su voz, que pasaba del tono de la súplica al de las maldiciones. El inglés la llamó para
darle un denario de limosna.
—¿Qué es lo que le pasa a usted, viejo soñador? —dijo con impaciencia—. Los
senos y los collares de esta mujer valen tanto como los de su heroína albanesa. Y el
niño que la acompaña es ciego.
—Conozco a esa mujer —respondió Jules Boutrin—. Un médico de Ragusa me
relató su historia. Hace unos meses que viene colocando en los ojos de su hijo unos
asquerosos emplastos que le inflaman la vista y provocan la compasión de los
transeúntes. El niño todavía ve, pero pronto será lo que ella desea: un ciego. Entonces
esta mujer tendrá asegurado su peculio para toda la vida, pues cuidar de un impedido
es una profesión lucrativa. Hay madres y madres.

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