GOBERNABA el Imperio de los Incas un rey que tenía un solo
hijo muy hermoso y bueno.
Y sucedió que este príncipe enfermó gravemente, y que los
médicos de la corte dijeron al emperador que el joven sanaría si una
niña traía desde un lago muy lejano que existía en el lugar en que el
mundo ya se acaba, un poco de agua y se la daba a beber. Inmediatamente
mandó el rey a los pregoneros que fueran por las calles y
los campos, tocando sus trompetas y ofreciendo grandes recompensas
a la niña que salvara al príncipe.
En un cerro muy verde, cubierto de flores amarillas como el
oro y de tunas de hojas brillantes, vivía una pastorcita llamada Súmac,
que quiere decir, "Linda".
Y era, en realidad, muy bonita y además muy buena, aquella
niña.
Su única riqueza la constituía un rebaño de llamas que todos
los días llevaba a pastar.
Se hallaba sentada una tarde, a la puerta de su choza, hilando
lana de sus llamitas, cuando de pronto llegó hasta ella el son
de una trompeta y en seguida, la voz del pregonero del emperador
que decía:
"Regalará el Inca tesoros
Y un gran palacio todo de oro,
A la doncella bella y virtuosa
Que traiga el agua maravillosa
Por cuya mágica virtud
Recobre el príncipe la salud".
Oír esto la niña y pedir permiso a sus padres para ir a buscar
el agua maravillosa, todo fue uno.
Los honrados pastores accedieron y esa misma tarde partió
Súmac hacia la laguna mágina. Antes de salir despidióse de su
papá y de su mamá y luego fue al corral donde descansaban sus
Mamitas. Cambió por otras nuevas, las borlas de lana de colores que
adornaban siempre las orejas de sus animalitos, besó a cada uno en
la frente y salió. Ellos la contemplaron con los ojos llenos de lágrimas,
muy tristes por su partida, pero como no sabían hablar, no pudieron
decirle adiós.
Llevaba en su bolsita de viaje, granos dorados de cancha muy
bien tostada por su madre, un buen trozo de charqui y un cantarito
de sabrosa chicha. Era cuanto podían dar aquellos pastores a su hija.
Dios velaría por ella.
Caminó Súmac durante todo el día, hasta que al anochecer
llegó a un valle lleno de frondosos árboles.
Allí se detuvo y después de haber hecho una frugal comida y
de haberse encomendado a Dios, se acostó Pero no podía conciliar
el sueño. Tenía miedo a los pumas terribles que salen en la noche
de sus guaridas. Pensó que sería mejor trepar a un árbol y así lo
hizo, acomodándose entre las ramas de un hermoso lúcumo.
Muy poco había dormido, cuando la despetaron unas voces
suaves. Aguzó el oído y dióse cuenta de que provenían de los nidos
de los pajaritos.
Los gorriones hablaban entre sí.
—Pobre niña, decía uno. Jamás logrará llegar al lugar donde
va, porque queda tan lejos que, aunque caminara con ojotas de
cobre, no podría resistir el largo viaje.
Otra avecilla preguntó entonces:
—¿Y no habrá ningún medio para ayudarla?
—Sí, respondió el primer pájaro. Si toma algunas plumas de
nuestras alas y hace con ellas un abanico, llegará muy pronto al fin
del mundo. Deberá acercarse entonces a la orilla de la inmensa laguna
que allí se extiende. En ese lugar la han de atacar tres enormes
animales: primero un cangrejo inmenso, luego un gran lagarto y
finalmente una serpiente con alas. Ella deberá sacar en el acto, de
su bolsa, el abanico de nuestras plumas y ponerlo sin temor ninguno,
ante los ojos de las fieras que custodian la laguna y que inmediatamente
caerán presas de profundo sueño.
Aguardó Súmac que los pajaritos se durmieran y entonces
deslizóse hasta uno de los nidos y con mucho cuidado arrancó una
pluma de cada avecilla. Tal maña se dio para hacerlo, que los gorrioncitos
no sintieron nada y siguieron durmiendo profundamente.
Dispuso luego las plumas en forma de abanico, las amarró y
las guardó en su bolsita.
En cuanto comenzó a clarear, bajó del árbol y reanudó la
marcha.
Caminó durante todo el día, pero notó que ya no se cansaba
ni sentía tanto frío como la víspera, apesar de que iba subiendo
cerros cubiertos de nieve.
Al caer la noche tomó algunas provisiones de su1 bolsa y luego
echóse a dormir sobre un montón de paja, cubriéndose con su
mantita.
Al día siguiente despertó muy temprano. Pero, ¿qué veía?
No podía creerlo. En vez del campo de nieve en que había dormido
la noche anterior, contemplaba una inmensa pampa de arena y en
lugar de la paja en que se acostara, suaves hojas de plátano formaban
un mullido colchón bajo su cuerpo.
Acordóse entonces de la extraña conversación de los pajaritos
y comprendió que eran las plumas que llevaba consigo las que la
habían trasportado volando hasta ahí.
Miró al frente y vio que a pocos pasos de ella se extendía un
lago inmenso y que allá lejos, pero muy lejos, acababa el lago en una
línea larguísima en la cual empezaba el cielo.
Ese era, indudablemente, el sitio en el que terminaba el
mundo. Había llegado, pues, al lugar de donde debía sacar el agua
que sanaría al príncipe.
Extrajo de su saquito el abanico de plumas y, encomendándose
a Dios, avanzó hasta la orilla.
Las aguas eran mansas y claras, de un bellísimo color verde,
y aquí y allá levantábanse olas pequeñas, de espuma tan blanca como
la nieve.
Sintió de pronto Súmac un ruido a sus espaldas y volviéndose
vio que un enorme cangrejo, negro como la noche, salía de entre
unas rocas y se dirigía a ella, amenazándola con cortarle la cabeza
con sus filudas tijeras.
Cogió la niña el abanico entre sus deditos y extendiendo el
brazo marchó resueltamente hacia la fiera. Pero cuando se hallaba
sólo a dos pasos del horrible animal, éste comenzó a cerrar los
ojos; hasta que se quedó quieto y aplastóse sobre la arena, profundamente
dormido.
Inmediatamente oyó Súmac que las aguas se agitaban y
contempló que de su interior surgía un lagarto. Era verde como la
laguna y sacudía la cola golpeando las aguas y haciéndolas saltar
con tal fuerza, que llegaban hasta la niña en forma de copiosa
lluvia que empapaba sus vestidos. El lagarto abrió la boca, en la
cual brillaban afilados dientes y avanzó rápidamente contra Súmac.
Caminó la pastorcita unos cuantos pasos y poniendo ante los
ojos de la fiera el abanico de plumas, vio que la bestia comenzaba
a pestañear, que sus patas, gruesas como troncos de árboles, se paralizaban
y que, de repente, se sumergía en profundo sueño.
Un silbido agudo sonó entonces a su derecha y detrás de un
elevadísimo cerro salió una serpiente con alas, tan grande, que al
volar oscurecía el sol. Su pieJ era roja como la sangre y sus ojos
lanzaban chispas.
La niña levantó cuanto pudo el brazo, poniendo muy en alto
las plumas y esperó llena de valor y confianza.
El terrible monstruo descendió, rápido como una flecha y al
llegar cerca del abanico maravilloso cerró suavemente los ojos, se posó
en la arena, acostóse lleno de mansedumbre a los pies de Súmac y
empezó a roncar.
Rápidamente sacó ella entonces su cantarito, y aproximándose
a las hermosas aguas, lo llenó hasta el borde, tapólo con
cuidado, lo guardó en su bolsa y emprendió el regreso a su país.
El sol era muy fuerte en aquella playa, la arena quemaba
los pies de Súmac, calzados con gruesas sandalias de piel de vicuña,
el cántaro pesaba tanto que casi no le permitía caminar. La poprecilla
sentóse en una piedra y pronto quedóse profundamente
dormida.
Era muy temprano cuando despertó al día siguiente. Ya no
sentía calor sino un fresco muy agradable. Miró a su alrededor. No
se hallaba en el seco arenal de la víspera, sino en su país, en la misma
ciudad de donde había salido tres días antes y donde el inca y
la coya (reina) esperaban ansiosos el remedio que iba a sanar a
su hijo. El corazón le latió con fuerza.
La niña dirigóse entonces hacia el palacio y se acercó a la
portada ante !a cual se encontraba un enorme centinela. El soldado
tenía la piel del color del cobre. Con una mano cogía una
lanza, dos veces más grande que él y con la otra, un escudo tan
bruñido, que despedía rayos como si fuera de oro.
—Quiero ver ai inca, díjob $úmac, apretando contra su
pecho el cantan" I lo.
—¿Y para qué quieres ver al inca tú, chicuela?; preguntó el
guarda con voz de trueno.
—Vengo desde el fin del mundo y traigo el agua que ha de
sanar al príncipe, respondió ella temblando.
El soldado la miró estupefacto y abrió los ojos hasta ponerlos
completamente redondos. Luego, repuesto de su asombro, hízola entrar,
conduciéndola a través de bellos jardines en los que crecían
plantas de oro con hojas de esmeraldas y por los cuales se paseaban
lindas princesas cubiertas de joyas que brillaban como estrellas.
Pero Súmac no se fijaba en esas riquezas maravillosas ni en
aquellas preciosas doncellas. Pensaba sólo en el pobre príncipe moribundo
quien, según le habían contado, era hermoso y bueno.
Tras mucho andar llegaron por fin a la alcoba del enfermo.
El ¡oven se hallaba tendido en su lecho, con los ojos cerrados y pálido
como un muerto. La reina lloraba arrodillada al pie de la cama
de su hijo y el rey se paseaba a grandes pasos, con expresión desesperada.
Sin hablar una sola palabra, temblando de emoción, Súmac
destapó el cántaro y lo acercó a los labios del moribundo. Este
bebió un trago, en el acto abrió los ojos y ágilmente se sentó en
el lecho.
El inca y la coya, sin atreverse a creer lo que veían, lo cubrieron
de besos, llorando de felicidad y luego dijo el rey a ia
pastorcita:
—Hermosa niña, no tengo con qué pagarte el que hayas devuelto
la salud a mi hijo. Todas las riquezas que te obsequiara serían
poca cosa para recompensarte. Pídeme lo que quieras, que yo
te lo concederé inmediatamente.
Súmac le respondió:
—¡Oh, generoso inca, somos muy pobres. Lo único que te
pido es una chacrita para que mi padre pueda sembrar en ella!
Entonces el rey ordenó que le dieran extensas tierras, un
rebaño de llamas, uno de vicuñas y otro de alpacas y, además, el
palacio todo de oro y las grandes riquezas que había mandado ofrecer
con el pregonero.
Inmediatamente envió el monarca un emisario por los padres
de Súmac, los colmó de regalos y los invitó a entrar en la regia mansión
que les obsequiaba, donde vivieron muy felices con su hijita
por el resto de sus días.
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