jueves, 28 de marzo de 2019

La guerra de Troya.

La manzana de la discordia

  —¡No quiero que Eris venga a mi boda! —dijo la bella Tetis—. Es la diosa de la discordia, solo nos traerá problemas.

  Peleo, su futuro marido, aceptó sin discutir. Era un gran rey, pero también era un simple mortal, muy orgulloso de que una ninfa del mar hubiera aceptado casarse con él.

  Pero no invitar a Eris era tan peligroso como invitarla. Y quizá más.

  Estaban en pleno banquete de bodas, al que habían sido invitados todos los dioses del Olimpo, cuando llegó el regalo de la Discordia. Una hermosísima manzana de oro del Jardín de las Hespérides rodó sobre la mesa como si la hubiera arrojado una mano invisible. Tenía una inscripción en grandes letras:

  PARA LA MÁS HERMOSA

  ¿Y quién era la más hermosa? Estando presentes Atenea, Hera y Afrodita, la novia no se atrevió a reclamar el regalo. Las diosas se echaron miradas de fuego.

  —¡Que lo decida mi padre Zeus! —dijo Atenea.

  Pero el mismísimo Zeus temía la cólera de las diosas. La decisión no era fácil para él, que era el suegro de Afrodita, el padre de Atenea y estaba casado con Hera. ¿Quién podría ser un buen juez en tan delicada cuestión? Entonces Zeus pensó en uno de los hijos de Príamo, el rey de Troya. El joven Paris era inteligente, apuesto, y no parecía corrompido por las riquezas y el poder. Era famoso y muy consultado por sus sensatas decisiones. Sería un juez justo.

  Y tan justo era Paris que cuando Hermes, el mensajero de los dioses, bajó a comunicarle la decisión de Zeus, su primera elección fue la mejor y la que se debió haber tomado: que se dividiera la manzana en tres partes. Pero las diosas no aceptaron la división y le exigieron que eligiera entre las tres.

  En el monte Ida se realizó el juicio. Cada una de las diosas, por separado, se entrevistó con Paris. Cada una descubrió para él todas sus belle zas. Y cada una le ofreció un soborno irresistible.

  —Tendrás todo el poder —le dijo Hera—. Si me eliges a mí, te haré el emperador del Asia.

  —Tendrás sabiduría —le dijo Atenea—. Si me eliges a mí, serás el más sabio y el mejor en la guerra.

  —Mira este espejo mágico —le dijo Afrodita, la diosa del amor. Y Paris vio por primera vez a Helena y supo por qué la llamaban la mujer más hermosa del mundo. Afrodita le prometió, simplemente, el amor de Helena. Fue suficiente.

  —Afrodita es la más bella de las diosas —declaró Paris. Y le entregó la manzana de oro.

  Hera y Atenea, despechadas, se fueron tramando venganza contra Paris, contra Troya y contra todos los malditos troyanos. Y quizás no fuera tan difícil cumplir sus propósitos. Porque Helena no solo era hija de Zeus y hermana de los Dióscuros, Cástor y Pólux. No solo era la mujer más hermosa y más deseada del mundo. También era una mujer casada: la esposa de Menelao, el rey de Esparta.

  La terrible, la destructora Guerra de Troya estaba a punto de comenzar.

El rapto de Helena

  La belleza de Helena ya había sido causa de muchas desventuras. Todavía era una niña cuando fue raptada por Teseo, y sus hermanos Cástor y Pólux tuvieron que rescatarla. Unos años después, todos los reyes y príncipes de Grecia querían casarse con ella. La familia de Helena temía que la elección desatara una guerra entre los pretendientes. Hasta que Odiseo[16], el más inteligente y astuto, les propuso una gran idea:

  —Todos los pretendientes debemos jurar que defenderemos al marido que Helena elija contra cualquiera que pretenda atacarlo.

  Así se hizo, y solo entonces Helena se atrevió a informar sobre su decisión: quería casarse con el bravo Menelao, el rey de Esparta.

  A cambio de su buen consejo, a Odiseo se le concedió la mano de una prima de Helena: la leal y bondadosa Penélope.

  Helena y Menelao tuvieron una hija. Parecía un matrimonio feliz. Un día, poco después del Juicio de Paris, Menelao decidió visitar Troya, con la intención de mejorar las relaciones comerciales con su país. Paris, el hijo de Príamo, el rey de Troya, lo recibió con tantas muestras de amistad que Menelao lo invitó, a su vez, a conocer Esparta. El buen Menelao, amable y confiado, no se imaginaba que Paris solo pensaba en conseguir el amor de su esposa Helena.

  El encuentro entre Paris y Helena provocó en los dos una loca pasión que apenas pudieron disimular. Allí estaba Afrodita, la diosa del amor, para avivar las llamas. Unos días después, Menelao recibió la noticia de que su padre había muerto en la isla de Creta. Debía asistir al funeral. Con mucho dolor, se despidió por unos días de su invitado y su esposa, que quedaba a cargo del gobierno de Esparta.

  Esa misma noche Helena hizo cargar en la más rápida de las naves los tesoros del palacio, que había heredado de su padrastro. Entretanto, con ayuda de sus hombres, Paris robó el oro del templo de Apolo. A toda vela, zarparon hacia Troya.

  Los troyanos recibieron con enorme alegría a Paris y Helena, cargados de riquezas. Estaban muy orgullosos de la hazaña de su príncipe. Con ayuda de Afrodita, hasta el rey Príamo perdió la cabeza por la belleza de Helena. ¡Que ni se hablara de devolvérsela a los griegos!
La expedición de los aliados

  La diosa Hera, que odiaba a Paris, avisó inmediatamente a Menelao. Furioso, el marido engañado decidió preparar una expedición para castigar a Paris y a toda Troya por el rapto de su mujer.

  En primer lugar, le pidió ayuda a su hermano Agamenón, que estaba casado con Clitemnestra, una hermana de Helena. Al principio, Agamenón lo intentó por las buenas, pero el rey Príamo le devolvió a sus mensajeros con las manos vacías.


—Si Helena se llevó con ella su tesoro —les dijo—, es prueba de que eligió a mi hijo Paris por su propia voluntad.

  Entonces Agamenón, invocando el juramento que habían hecho todos los pretendientes (defender al marido de Helena), los convocó a la guerra contra Troya.

  Además de su juramento, los reyes griegos tenían buenas razones para la guerra. Troya y sus ciudades aliadas dominaban el estrecho que daba entrada al Mar Negro y cobraba altos impuestos por dejar pasar hacia Grecia todos los productos que venían de Oriente: especias, perfumes, piedras preciosas y muchos otros.

  Agamenón y su amigo Palamedes fueron a buscar a Odiseo, rey de Ítaca. Sabían que necesitarían su inteligencia en la guerra. Pero Odiseo no quería participar en la expedición contra Troya. El oráculo había dicho que, si partía, tardaría veinte años en volver a su casa.

  Cuando Agamenón y Palamedes llegaron a Ítaca, se encontraron a Odiseo arando la playa y sembrando sal en la arena. Si trataban de hablarle, respondía con risotadas y frases inconexas. ¿Estaba loco?

  Palamedes también era muy inteligente. El hijito de Odiseo y Penélope era un bebé. Palamedes lo arrancó de los brazos de su madre y lo puso en el suelo, por donde tenía que pasar la cuchilla del arado. Odiseo soltó inmediatamente el arado y corrió a levantar a su hijo. Demostró así que tan loco no estaba y no le quedó más remedio que recibir a los visitantes, conversar con ellos y acordar su participación en esa guerra que no era la suya.

  —El joven Aquiles debe luchar con nosotros —dijo Odiseo.

  —Lo necesitamos —acordó Agamenón—. Pero no será fácil encontrarlo. Su madre Tetis no quiere que vaya a la guerra.

  Aquiles era hijo de Peleo y Tetis, en cuya famosa boda había comenzado el disgusto entre las diosas que ahora llevaba a la guerra entre los hombres: Eris, la diosa de la discordia, se había salido con la suya.

  Cuando Aquiles nació, la ninfa Tetis lo llevo al río Estigia y, sosteniéndolo del talón, lo sumergió entero en las aguas sagradas. A partir de ese momento, Aquiles fue invulnerable… excepto su famoso talón derecho, que no alcanzó a mojarse y era el único punto débil de su cuerpo. Por ser hijo de una inmortal, Aquiles creció rápidamente y en poco tiempo se había convertido en un joven guerrero dispuesto a la lucha.

  Pero su madre insistía en protegerlo. Los adivinos habían dicho que no volvería vivo de la guerra contra Troya. Tetis lo escondió, entonces, en la corte del rey de Esciros, disfrazado de jovencita.

  Odiseo había escuchado el rumor y viajó a Esciros con un cofre de regalos para las princesas. Todas las muchachitas corrieron a ver de qué se trataba. De pronto, a un gesto de Odiseo, el trompeta tocó la alarma: ¡llegaban enemigos! Todas las muchachitas huyeron excepto una, que sacó del cofre un escudo, se lo calzó sobre la túnica de lino y, tomando una espada, se lanzó hacia la puerta.

  A Odiseo no le costó mucho convencer a Aquiles de que participara en la expedición contra Troya.

El sacrificio de Ifigenia

  Jamás en la historia de la humanidad se había visto una flota como la que los griegos reunieron contra Troya. Había más de mil naves, llegadas de todos los rincones del Peloponeso. Agamenón, el cuñado de Helena, comandaba la expedición.
Pero era inútil que los barcos trataran de avanzar hacia Troya. La diosa Afrodita, para proteger a Paris, había enviado tormentas, vientos contrarios, y toda clase de dificultades. Y de pronto se enfrentaron a una calma total. Las velas caían lánguidas sobre los mástiles. Los soldados murmuraban, los reyes dudaban de seguir adelante.

  —Artemisa, la diosa de la caza, está ofendida —dijo Calcas, el adivino, sin estar muy seguro—. Agamenón se jactó de tener más puntería que ella. Para apaciguarla, el rey debe sacrificar a su hija Ifigenia.

  Agamenón no quería que su hija fuera sacrificada y trató de impedirlo, pero fracasó. Los jefes griegos amenazaban con reemplazarlo. Finalmente enviaron un mensajero en busca de Ifigenia, engañando a ella y a su madre con la noticia de que la casarían con Aquiles.

  Cuando Ifigenia supo la verdad, no aceptó que Aquiles saliera en su defensa. Ella misma se ofreció al sacrificio para asegurar la victoria de los griegos. Pero en el momento en que el puñal de Calcas estaba a punto de clavarse en su cuerpo, la diosa Artemisa la rescató en un destello de fuego y la puso a salvo en una lejana región, donde se convirtió en una de sus sacerdotisas.

  Con vientos favorables, los aqueos partieron hacia Troya.
El sitio de Troya

  Los griegos habían llegado por fin a una isla desde la que avistaban la ciudad de Troya. Pero nada sería fácil en esta guerra, trágica para todos los contendientes. Las desdichas volvieron a comenzar cuando una serpiente mordió en el pie al rey Filoctetes. Su presencia era importantísima en la guerra, porque Filoctetes había sido el mejor amigo de Heracles, y había heredado su arco y las famosas flechas embebidas en la sangre de la Hidra de Lerna. A causa de la picadura, su pie se hinchó y comenzó a oler de una manera espantosa. Un dolor terrible lo hacía lanzar alaridos. El mal olor y los gritos desmoralizaban a las tropas. Agamenón tuvo que tomar la dura decisión de dejar a Filoctetes abandonado en la isla de Lemnos, donde sobrevivió alimentándose de los animales que cazaba, sin que su herida curara.

Había pasado un año cuando las naves aqueas consiguieron llegar a Troya. Los troyanos intentaron por todos los medios impedir el desembarco y, como no lo lograron, se aprestaron para la batalla. Fue una lucha feroz y sanguinaria. Cicno, un hijo del dios Poseidón, tan invulnerable a las armas como Aquiles, dirigía a los troyanos. Las flechas, las espadas y las lanzas rebotaban contra su piel. Entonces Aquiles lo golpeó en la cara con la empuñadura de su espada hasta arrojarlo contra una roca, se arrodilló sobre su pecho y lo estranguló con la correa de su casco.

  Los troyanos comenzaron a perder la batalla y tuvieron que huir a refugiarse en la ciudad. Entonces los griegos aprovecharon para hundir todos los barcos de la flota enemiga, que había quedado sin custodia. Después arrastraron sus propias naves sobre la playa y construyeron una empalizada de troncos alrededor.

  Eran muchos, eran fuertes, eran valientes, estaban bien armados: creyeron que tomar Troya sería cuestión de un par de días. Tres veces atacaron la ciudad y tres veces tuvieron que retirarse con grandes pérdidas. No habían contado con las excelentes defensas y la fortificación de Troya, más la determinación de sus guerreros.

  —Tendremos que sitiar la ciudad —decidió Agamenón—. ¡Troya se rendirá por hambre!

  Pero ¿cómo establecer un sitio realmente eficaz? Por mar era fácil. Por tierra era casi imposible. Los aqueos necesitaban muchos hombres para custodiar las naves: si los troyanos llegaban a destruirlas, estaban perdidos.

  Con los hombres que quedaban no alcanzaba para rodear la ciudad. Establecieron algunos campamentos armados alrededor de Troya, pero todas las noches los troyanos conseguían hacer entrar provisiones.

  —El sitio de Troya durará nueve años —había predicho Calcas, el adivino.

  Y nadie le había creído hasta que el tiempo empezó a pasar sin que ninguno de los dos bandos lograra triunfar sobre el otro. De tanto en tanto, el ejército troyano se lanzaba sobre los griegos tratando de expulsarlos, o los griegos volvían a intentar la toma de la ciudad. En esas terribles batallas, en las que intervenían también los dioses, morían muchos hombres sin que se decidiera el final de la guerra. Entre los aqueos, el enorme Ayax, primo de Aquiles, se distinguía por su valor. Entre los troyanos, pocos luchaban como Héctor, el hermano de Paris.

  Por consejo de Odiseo, los griegos decidieron enviar naves al mando de Aquiles para atacar y saquear todas las islas y las ciudades de la costa que favorecían a Troya. Así obtendrían provisiones y botín, pero además dejarían al rey Príamo y a sus hijos sin aliados.

  Entretanto, los sitiadores extrañaban sus casas, sus esposas, sus hijos y se aburrían interminablemente. No fue extraño que se volviera tan popular y querido Palamedes cuando inventó un juego con trocitos de huesos bien pulidos en forma de cubos, que tenían grabados números en sus caras. ¡Eran los primeros dados!

  En una oportunidad, Paris y Menelao pidieron una tregua para batirse en un duelo personal, a muerte, por el amor de Helena. Y allí podría haber terminado, de la manera más justa, la Guerra de Troya, si no fuera por la intervención de los dioses. Cuando Menelao estaba a punto de matar a Paris, la diosa Afrodita lo protegió, haciéndolo invisible. Atenea, a su vez, disfrazada de troyano, provocó la ruptura de la tregua y los ejércitos se enfrentaron una vez más.

  Solo el gran Zeus hubiera podido impedir que la guerra siguiera su curso, pero no quería intervenir para no irritar a las diosas. Cuando su ánimo se inclinaba por defender a Troya, su esposa Hera lo persuadía de volver a la imparcialidad.

El noveno año de la guerra

  Aquiles junto a su inseparable amigo Patroclo y al frente de sus hombres, los mirmidones, día tras día llevaba las naves aqueas a la lucha y volvía cargado de botín. Pero Agamenón, como jefe de las fuerzas griegas, había decidido un sistema de reparto que a Aquiles le parecía muy injusto. ¿Por qué tenían que quedarse con lo mejor todos esos reyes que se quedaban a resguardo en el sitio de Troya, mientras él luchaba sin descanso?

Casi nueve años llevaba ya esta historia de muertes y desgracias cuando un grave conflicto estalló entre los aqueos.

  En el reparto del botín, la hija de un sacerdote de Apolo había sido entregaba como esclava a Agamenón. Su padre ofreció rescate, pero Agamenón se negó a devolverla. Entonces el dios Apolo, muy enojado, se dedicó a lanzar contra los griegos sus flechas, que llevaban la peste. Los guerreros griegos enfermaban y morían sin la oportunidad de luchar.

  —¿Quién me protegerá si digo cómo acabar con la peste? —preguntó Calcas, el adivino.

  —Yo lo haré —aseguró Aquiles.

  Pero cuando Calcas informó que había que devolver a la hija del sacerdote de Apolo, Agamenón se enojó muchísimo y culpó a Aquiles.

  —Si yo tengo que entregar a mi esclava preferida, Aquiles tiene que hacer lo mismo —se empeñó Agamenón. Y esa noche mandó a dos hombres a secuestrar a la esclava de Aquiles de su tienda.

  Los dos grandes jefes, que siempre se habían odiado, estaban a punto de enfrentarse por las armas, haciendo combatir a los griegos entre sí. La propia diosa Atenea tuvo que intervenir para calmar la disputa. Hasta en el Olimpo hubo malestar y discusiones entre los dioses.

  Aquiles estaba tan enojado que decidió apartarse de la lucha. Se encerró en su tienda y dejó que los aqueos se enfrentaran con los troyanos sin su ayuda. Obedeciendo órdenes de su jefe, tampoco sus hombres, los mirmidones, intervenían ya en la guerra. Los troyanos comenzaron a sacar ventaja. Héctor y Paris obtenían todos los días grandes triunfos para sus tropas y comenzaban a soñar con librarse de los aqueos empujándolos al mar.

  Después de varios días de combate, los troyanos habían logrado avanzar hasta la empalizada que protegía los barcos griegos. Los griegos morían a centenares mientras trataban de impedir que sus enemigos se acercaran a las naves para quemarlas con antorchas encendidas.

  Entonces Patroclo, el gran amigo de Aquiles, decidió que había llegado el momento de intervenir en el combate.

  —Si no quieres dar el brazo a torcer —le dijo a Aquiles—, al menos préstame tu armadura. Los mirmidones me seguirán, los griegos se animarán al confundirme con el gran Aquiles, y los troyanos temblarán de miedo.

  Y así fue. Creyendo que Aquiles había vuelto a la lucha, sus hombres lo siguieron y consiguieron rechazar a los troyanos, y de ese modo los alejaron de las naves aqueas.

  Entonces Héctor, el más grande de los guerreros troyanos, desafió al supuesto Aquiles a un duelo personal. El dios Apolo, que seguía muy enojado con los griegos, intervino a favor de Héctor. Su lanza atravesó a Patroclo.

  El dolor de Aquiles ante la muerte de su amigo no tuvo límites. Durante toda una noche se escuchó el llanto del héroe en el campamento.

  Agamenón había aprendido la lección: sin Aquiles no tenían posibilidades contra los troyanos. Llegaron a un acuerdo y Aquiles fue nombrado en forma provisoria comandante en jefe de las fuerzas aqueas.

  Al día siguiente, los dos ejércitos se enfrentaron en el campo de batalla con una inesperada novedad: Zeus había decidido que todos los dioses podían tomar parte en la batalla y luchar entre ellos o contra los hombres si así lo deseaban. Diez dioses se enfrentaron entre sí, apoyando a aqueos o troyanos.

  Aquiles buscaba a Héctor para vengar la muerte de su amigo Patroclo. El enfrentamiento se produjo junto a las murallas de Troya. Con ayuda de Atenea, el héroe griego consiguió matar al valiente jefe del ejército troyano y, enganchándolo a su carro de guerra, dio cuatro vueltas a la ciudad arrastrando el cadáver.

  Los griegos habían ganado esa batalla, pero los troyanos ganaban otras. La guerra parecía eterna.

La muerte de los héroes

  Nuevos aliados llegaban ahora de toda Asia Menor para ayudar al rey Príamo contra los griegos.

  En uno de los combates, Paris, ansioso por vengar la muerte de su hermano, lanzó sus flechas contra Aquiles. El propio dios Apolo intervino entonces, y dirigió una de las flechas directamente hacia el talón derecho, el único punto vulnerable del gran guerrero. Aquiles cayó muerto.

  Tanto Ayax como Odiseo pidieron entonces la armadura de Aquiles, que había sido fabricada por el mismísimo dios Hefesto. Tetis, la ninfa marina madre de Aquiles, le dijo a Agamenón que debía elegir al más valiente. Agamenón le entregó la armadura a Odiseo.

  Ciego de rabia, Ayax juró vengarse. Pero Atenea lo volvió loco. Creyendo luchar contra sus enemigos en el consejo real, Ayax atacó los rebaños que él mismo había logrado capturar en sus ataques a granjas troyanas.

  —¡Muere, maldito Agamenón! ¡Muere, tramposo Odiseo! —gritaba Ayax, matando ovejas, cabras y corderos.

  Cuando volvió en sí y descubrió lo que había hecho, se llenó de vergüenza y solo pensó en quitarse la vida. Se mató lanzándose sobre su propia espada.

  Calcas, el adivino, predijo finalmente al Consejo Real que solo podrían tomar Troya con el arco y las flechas de Heracles. Solo entonces los griegos recordaron a Filoctetes, que había sido abandonado con su herida dolorosa y maloliente en la isla de Lemnos. Allí lo encontraron, milagrosamente vivo. Con la promesa de curarlo, consiguieron llevarlo a las puertas de Troya. En efecto, el gran médico Asclepio consiguió sanar su inmunda herida.

  Entonces Filoctetes desafió a Paris a un duelo con arco y flecha. Gravemente herido por las flechas envenenadas, Paris consiguió escapar y entrar en Troya, donde murió en brazos de Helena.

  Sin Paris, Helena ya no quería permanecer en Troya, pero el rey Príamo no aceptaba de ningún modo devolverla a Menelao. Sus hijos se peleaban entre sí por su amor. Helena trató de escapar, pero fue capturada por los centinelas. Deifobo, uno de los hermanos de Paris, decidió casarse con ella por la fuerza.

El caballo de madera

  La guerra parecía estancada. Los aqueos estaban hartos del sitio, de vivir en un campamento, de luchar y luchar sin conseguir nada. Todos deseaban volver a su querida Grecia, a sus casas, a sus familias.

Fue entonces cuando el ingenioso Odiseo propuso la famosa trampa que cambiaría la historia y quedaría para siempre en la memoria de los hombres: el caballo de madera. La propia Atenea le inspiró la idea. Era increíblemente simple y el Consejo la aprobó de inmediato.

  Al mejor carpintero de todo el ejército griego se le ordenó construir un enorme caballo hueco, hecho de tablas de abeto. Tenía una escotilla oculta en el flanco derecho y del otro lado había una frase en grandes letras que decía:

  DESPUÉS DE NUEVE AÑOS DE AUSENCIA, ROGANDO POR UN REGRESO SEGURO A LA PATRIA, LOS GRIEGOS OFRENDAN ESTE CABALLO A LA DIOSA ATENEA.

  Veintidós hombres armados, al mando de Odiseo y Menelao, el marido de Helena, entraron al caballo con una escala de cuerdas. Se jugaban la vida.

  El resto del ejército fingió una retirada total. Incendiaron el campamento, echaron todas las naves al mar y remaron alejándose de la costa. Pero se quedaron escondidos en el primer lugar desde donde los troyanos no alcanzaban a verlos, esperando la señal que los haría volver.

  Por la mañana, los exploradores troyanos llevaron la increíble noticia: ¡los griegos habían levantado el sitio! El caballo de madera era lo único que quedaba intacto en el campamento destruido.

  El rey Príamo y sus hijos decidieron entrar el caballo a la ciudad. ¡Era el símbolo de su triunfo sobre los aqueos! Trajeron una armazón con ruedas para trasladarlo y no fue fácil. Entre otras cosas, era demasiado grande para las puertas de la ciudad. Había sido construido así con toda intención: para despistar a los troyanos y para que tuvieran que romper la muralla si querían meterlo en la ciudad. Con tremendo esfuerzo, los troyanos lograron hacer entrar al caballo.

  Casandra, la hija de Príamo, tenía el don de la adivinación. Pero, porque había rechazado al dios Apolo, llevaba sobre ella una terrible maldición: sus profecías nunca serían escuchadas.

  —¡Ese caballo está repleto de hombres armados! —gritó Casandra. Y como siempre, se rieron de ella.

Después de casi diez años, la guerra había terminado. El pueblo de Troya no podía creer en tanta alegría. Durante todo el día y buena parte de la noche, la ciudad entera festejó alrededor del caballo abandonado por el enemigo. Los soldados, las madres, los príncipes, los mendigos, las doncellas, los artesanos, todos cantaron y bailaron y bebieron y festejaron durante horas hasta caer rendidos en el sueño más profundo. Solo Helena permanecía despierta, atenta a todo, escuchando el silencio. Odiaba a su nuevo marido Deifobo, el hermano de Paris, que la había tomado por la fuerza.

  Era medianoche cuando los guerreros salieron del caballo. Un grupo de hombres fue a abrir las puertas de Troya para que entrara Agamenón con todo el ejército. Otros mataron a los centinelas borrachos.

  Y los griegos tomaron la ciudad de Troya.

  La masacre fue atroz. Muchos troyanos fueron asesinados mientras dormían.

  Menelao y Odiseo corrieron a la casa de Deifobo, que luchó valientemente por su vida. Estaba a punto de matar a Menelao cuando la mismísima Helena lo apuñaló por la espalda. Menelao iba dispuesto a cortarle la cabeza a esa maldita mujer que lo había engañado y había provocado la guerra. Pero al verla otra vez en toda su belleza y su coraje, capaz de matar a un hombre para salvarle la vida, decidió perdonarla y llevarla consigo.

  Durante tres días y tres noches las fuerzas griegas saquearon Troya sin piedad. Después quemaron las casas y derrumbaron las murallas. Para asegurarse de que no habría venganza, mataron a todos los hijos y nietos de Príamo, incluso a los niños.

  Las naves aqueas volvían por fin a la patria. Pero los reyes griegos que habían tomado parte en esta aventura, que habían saqueado Troya sin piedad y sin medida, serían castigados por los dioses.

  Entre ellos, el ingenioso Odiseo sería condenado a vagar durante diez años por islas y mares antes de poder volver a su querida Ítaca, a su esposa Penélope, a su hijo Telémaco.

  La Guerra de Troya había terminado.

  La gran Odisea estaba a punto de comenzar.

Odiseo, el regreso

  Cicones y lotófagos

  La Guerra de Troya había terminado. Después de diez años de luchas y penurias, los guerreros aqueos regresaban a sus ciudades y sus islas, triunfadores. O, al menos, sobrevivientes.

  Odiseo y su flota partieron rumbo a su querida isla de Ítaca. El plan era acompañar a los barcos de Agamenón una parte del camino.
Pero ese era el plan de los hombres. Los dioses no lo habían dispuesto así. Una tempestad separó las dos flotas. Empujados por el viento, Odiseo y sus hombres llegaron a la costa de Tracia, donde no fueron bien recibidos. En terrible lucha contra sus habitantes, los cicones, tomaron y saquearon la ciudad de Ísmaro. Odiseo solo le perdonó la vida a un sacerdote de Apolo que, en agradecimiento, le regaló muchos odres de vino dulce tan fuerte, que para beberlo había que diluir una copa en veinte copas de agua.

  Siempre a merced de vientos contrarios, los barcos griegos llegaron luego a una isla desconocida. Odiseo envió tres hombres a informarse sobre sus habitantes. Pero los hombres no volvieron. Un contingente armado fue a buscarlos y los encontró sanos y salvos, comiendo un delicioso fruto del país, en alegre compañía con sus habitantes, los lotófagos.

  Quien probaba los lotos perdía la memoria y, por lo tanto, la humanidad. Los tres exploradores de Odiseo ya no recordaban ni los horrores de la guerra ni las alegrías de su patria, ni siquiera sus propios nombres. Solo querían quedarse allí, comiendo lotos. Tuvieron que embarcarlos por la fuerza, con la esperanza de que el efecto de los frutos no durara para siempre.
Polifemo, el cíclope

  La siguiente escala fue en la isla de Sicilia. Odiseo y sus hombres se adentraron en tierra para buscar provisiones. Habían matado varias cabras cuando encontraron una enorme caverna que parecía habitada. Allí había queso, cuajada y otras delicias. Mientras las probaban, encantados, llegó el dueño de la cueva, un pastor con su rebaño.

  Pero los héroes aqueos jamás habían visto un pastor como ese: era un cíclope, un gigante enorme, con un solo ojo en medio de la frente. Antes de que nadie hubiera atinado a escapar, el cíclope cerró la puerta de la cueva con una roca tan inmensa que ni siquiera veintidós carros de cuatro ruedas hubieran logrado moverla.

Solo entonces Polifemo prestó atención a los hombres.

  —Somos griegos —se presentó Odiseo—. Venimos de la famosa Guerra de Troya. Danos tu hospitalidad en nombre de Zeus.

  —Yo soy Polifemo. Los cíclopes no tememos a Zeus —dijo el gigante. Luego tomó a dos de los marineros, les rompió el cráneo contra la roca, les quitó la ropa y se los comió, sin perdonar tripas ni huesos.

  Satisfecho, se echó a dormir. Odiseo refrenó el impulso de matarlo porque se dio cuenta de que entre todos sus hombres no podrían mover la roca que tapaba la cueva. ¡Estaban atrapados!

  Por la mañana, el cíclope se comió a otros dos hombres como desayuno y volvió a salir con su rebaño.

  En cuanto se quedaron solos, Odiseo, con ayuda de sus guerreros, tomó una enorme rama de olivo del tamaño de un mástil, que el cíclope guardaba para leña, y le aguzó la punta con la espada. Caía la noche cuando Polifemo volvió con su rebaño. Mató a otros dos hombres, los condimentó y se los comió de cena. Viéndolo saciado, Odiseo se atrevió a acercarse y le ofreció probar el vino que le había dado el sacerdote de Apolo en Ísmaro.

  El cíclope lo encontró delicioso.

  —¿Cómo te llamas? —le preguntó a Odiseo.

  —Mi nombre es Nadie —contestó el ingenioso héroe.

  —A cambio de tu exquisito vino te haré un regalo: Nadie, he decidido comerte último.

  Y después de ofrecer su generoso regalo, Polifemo cayó en el profundo sueño de la embriaguez.

  Odiseo y cuatro de sus hombres tomaron entonces la estaca, con la punta calentada al fuego, y entre todos se la clavaron al cíclope dormido en el único ojo, haciéndola girar. Polifemo se despertó con un rugido de dolor y de furia. Tenía la cara ensangrentada y estaba ciego.

  Atraídos por sus gritos, los demás cíclopes llegaron hasta la entrada de la caverna, preguntando qué pasaba.

  —¡Nadie me engañó! —aullaba Polifemo—. ¡Nadie me mata!

  —Si nadie te ataca, nada podemos hacer. Que los dioses te libren de tu mal —le contestaron sus amigos. Y volvieron a sus cuevas.

  Ciego, Polifemo no conseguía atrapar a los hombres. Al día siguiente, las cabras y las ovejas balaban de hambre. El cíclope quitó la roca que cerraba la entrada y dejó salir a los animales, palpándoles el lomo para asegurarse de que los hombres no escaparan. Pero Odiseo había hecho que cada uno de sus hombres fuera atado al vientre de una oveja. Él mismo ató al último y, de un salto, se instaló debajo de un carnero, agarrándose de la lana con todas sus fuerzas.

  Una vez más, la inteligencia había triunfado sobre la fuerza bruta. Una vez más, Odiseo y sus hombres pusieron proa hacia la patria.

Eolo, el Señor de los Vientos

  Los aqueos fueron más afortunados en la siguiente escala. Eolo, el Señor de los Vientos, los recibió generosamente en su palacio. Cuando decidieron seguir viaje, Eolo le entregó a Odiseo una bolsa de cuero.

—Cuida mucho esta bolsa —le dijo—. Aquí están encerrados todos los vientos del mundo. No los dejes salir. Solo he dejado libre una suave brisa que los llevará directamente a Ítaca.

  Odiseo no podía creerlo. Durante varios días avanzaron rápidamente y en la dirección correcta. La felicidad lo mantenía despierto casi todo el tiempo. Hasta que tuvieron a la vista la costa de Ítaca, no se permitió dormir. Entonces, tranquilo al fin, cayó en un sueño profundo.

  —¿Por qué Odiseo no comparte con nosotros los tesoros que le regaló Eolo? —preguntó entonces uno de los tripulantes.

  Y un grupo de descontentos abrió la bolsa. Todos los vientos salieron al mismo tiempo, con una violencia atroz. En una sola hora estaban de vuelta en la isla de Eolo, que se negó a ayudarlos otra vez.

  Ahora la calma era absoluta y los aqueos tuvieron que usar sus remos para avanzar penosamente. Seis días después llegaron a la isla de los lestrigones, que resultaron ser gigantes caníbales. Cuando se dieron cuenta de que otra vez habían caído en una trampa, los exploradores griegos corrieron a sus naves, pero los lestrigones los persiguieron y comenzaron a destruir los barcos arrojando rocas desde los acantilados. Con lanzas atravesaban a los náufragos como si fueran peces, y se los comían con deleite.

  Solo Odiseo tuvo la calma necesaria como para cortar las amarras. Sus marineros remaron desesperadamente y se alejaron de la isla de los lestrigones.

  La flota ya no existía. La mayoría de los hombres había muerto. Un barco solitario al mando de Odiseo seguía intentando llegar a Ítaca.

Circe, la hechicera

  Azotado por un vendaval, el barco tocó tierra en una isla poblada de extraños animales: lobos y leones parecían saludar a los hombres y se acercaban a lamerlos con afecto.
Un grupo de valientes salió en busca de agua dulce y provisiones. Era la isla de Circe, diosa y hechicera. Con tanta gentileza invitó a los exploradores a su palacio, que esos hombres precavidos por la desdicha (pero hambrientos) aceptaron compartir el banquete. Solo uno se negó a entrar y, al ver que los demás no volvían, corrió a informar a Odiseo la horrible noticia: Circe los había convertido en cerdos. También los extraños lobos y leones habían sido seres humanos.

  El héroe corrió al rescate de sus hombres. Por el camino, el dios Hermes le entregó una poción mágica que lo protegería de los hechizos de Circe.

  Cuando la hechicera comprobó que ese hombre era inmune a su magia, se dio cuenta de que debía ser el gran Odiseo, del que mucho le habían hablado. Perdidamente enamorada, aceptó devolver a todos sus hombres a la forma humana.

  Odiseo se quedó a vivir con Circe, mientras él y sus hombres reponían fuerzas. Pero pasó más de un año y los hombres empezaron a murmurar.

  Extrañaban su patria. También Odiseo quería volver junto a su mujer, Penélope, y a Telémaco, ese hijo al que había dejado cuando era apenas un bebé.

  —Te dejaré ir —dijo Circe, con lágrimas en los ojos—, pero solo si bajas antes al Reino de los Muertos, a consultar a Tiresias, el adivino. No quiero que sufras más desgracias en tu viaje.

  Con ayuda de Circe, Odiseo fue uno de los pocos hombres que entraron vivos al reino de Hades, como Heracles antes que él. Las sombras, gimiendo, se reunieron para rogar que les permitiera beber la sangre de los animales sacrificados a los dioses. Odiseo se encontró allí con su madre, con Aquiles y con varios de los héroes muertos en la Guerra de Troya. También estaba la sombra de Agamenón, asesinado por el amante de su esposa al llegar a Micenas.

  —El viaje de regreso será largo y terrible —predijo la sombra de Tiresias—. Pero volverás a Ítaca. Llegarás solo, en un barco extranjero, y tendrás que luchar para recuperar el trono.

  De vuelta en su isla, Circe despidió al héroe con enorme pena y con sabios consejos para vencer los obstáculos que encontraría en el camino.

  Odiseo y sus hombres se lanzaron al ancho mar desconocido. Otra vez rumbo a la isla de Ítaca, la siempre deseada, la siempre lejana.

Sirenas y otros monstruos

  Siguiendo los consejos de Circe, Odiseo se preparó para pasar sin daño cerca de la isla de las sirenas, pájaros con cara de mujer que hechizaban a los marineros con su canto, haciendo que los barcos se estrellaran contra los escollos.
El héroe ordenó a todos sus hombres taparse los oídos con cera. Pero como tenía muchísima curiosidad por conocer el famoso canto de las sirenas, se hizo atar al mástil para escucharlas sin riesgo.

  —Si trato de soltarme, átenme con más fuerza —ordenó.

  Y cuando, enloquecido por la canción mágica, Odiseo trató de desatarse para arrojarse al mar, sus marineros, que no lo oían, cumplieron lo pactado. Así consiguieron pasar el primer obstáculo.

  Pero un poco más adelante los esperaban las Rocas Errantes. Y cuando consiguieron atravesarlas, se encontraron con el estrecho entre Escila, con sus seis perros gigantescos, y Caribdis, el horrendo ser que bebía tres veces por día el agua del mar para después expulsarla en forma de remolino. Como Jasón y sus argonautas, el barco de Odiseo consiguió pasar entre los dos monstruos, pero perdieron varios hombres en las fauces de Escila.

Los sobrevivientes atracaron en la tierra de Helios, el dios Sol, donde estaban sus tentadores rebaños de vacas blancas. Odiseo ordenó respetarlas. Pero mientras dormía, sus compañeros, hambrientos y desesperados, mataron varios animales. Solo Odiseo se negó a participar en el banquete sacrílego.

  Helios se quejó a Zeus de la falta de respeto de los hombres. En cuanto se hicieron otra vez a la mar, Zeus, indignado, lanzó un rayo que hundió la nave.

  Todos los que habían probado el ganado de Helios murieron ahogados. Odiseo flotó solo y desesperado durante nueve días, aferrado a un mástil, hasta llegar a las orillas de otra isla. Eran los dominios de la ninfa Calipso.

Calipso, la ninfa

  También Calipso se enamoró de Odiseo y usó todos sus poderes de mujer divina para retenerlo. Durante años, Odiseo vivió junto a Calipso, en esa isla que era para él paraíso y prisión al mismo tiempo.

  Se pasaba los días sentado en la playa mirando tristemente el mar. Calipso trataba de distraerlo de todas las maneras posibles. Ella y su corte de ninfas improvisaban fiestas y banquetes. Llegó a ofrecerle incluso el bien más preciado para los hombres: la inmortalidad. Y sin embargo no consiguió que Odiseo olvidara a Ítaca y a su familia.

  Finalmente, el dios Hermes llegó con una orden directa de Zeus. Calipso debía dejar que Odiseo continuara su viaje. Llorando, la ninfa le dio los materiales y las herramientas para construir una pequeña embarcación, que aprovisionó ella misma con los más deliciosos manjares.

  Se despidieron con un beso y Odiseo se lanzó una vez más a los peligros del mar.


Nausicaa, la princesa

  Al salir de la isla de Calipso, una tempestad dio vuelta la balsa de Odiseo.

  Dos días sobrevivió en el mar, aferrado a una tabla, hasta que las olas lo arrojaron a la playa en el país de los feacios.

La princesa de ese reino, la bella Nausicaa, y sus doncellas habían ido a lavar la ropa en la desembocadura del río. Jugaban a la pelota cuando de pronto vieron a un hombre desnudo entre los matorrales. Era Odiseo. Las jovencitas se asustaron, pero la princesa Nausicaa no tuvo miedo. Le prestó ropa y conversó con él. Convencida, al escucharlo, de que se trataba de un gran noble, lo llevó al palacio de su padre.

  Odiseo fue muy bien recibido por los reyes. Como siempre, la princesa se había enamorado de él, y le ofrecieron su mano.

  Como siempre, la rechazó.

  —Ya tengo esposa. Se llama Penélope. Y tengo un hijo que era apenas un bebé cuando dejé Ítaca. Telémaco debe tener ya más de veinte años, no conoce a su padre y ni siquiera sabe que está vivo.

  La tierra de los feacios estaba cerca de Ítaca. El rey ordenó que uno de sus barcos lo llevara hasta su patria. Una vez más, a la vista de su querida isla, un profundo sueño venció a Odiseo. Los feacios no se atrevieron a despertarlo y lo dejaron dormido en la playa de Ítaca.

Odiseo en Ítaca

  Cuando Odiseo despertó, un pastorcillo estaba junto a él. Era la diosa Atenea, su antigua protectora, que había llegado para ayudarlo. La diosa le aconsejó que solo se diera a conocer a su viejo porquerizo, Eumeo, que lo informaría sobre la situación en la isla.
—Ciento ocho hombres pretenden a tu mujer y tu trono —le dijo Eumeo, después de la emoción del reencuentro—. Si ninguno se atrevió a tomarlos, es solo por miedo a los demás. Quieren que Penélope elija a tu sucesor. Entretanto, para obligarla, se instalaron en tu palacio. Comen, beben y se divierten gastando tu tesoro.

  —¿Qué fue de mi hijo Telémaco?

  —Es un bravo joven, les hace frente sin miedo, y sospecho que planean matarlo en cuanto vuelva de su viaje a Esparta.

  —¿Y mi padre? ¿Está vivo?

  —Sí, Laertes está muy viejo, pero vive todavía. Penélope está bordando su mortaja y aseguró a los pretendientes que en cuanto termine el trabajo, elegirá a uno de ellos por esposo y rey de Ítaca.

  —¡Ah, entonces me engaña!

  —No, los engaña a ellos. La ven trabajar todo el día, pero por las noches ella deshace el bordado, de manera que nunca avanza. Los pretendientes están impacientes.

  Odiseo era demasiado inteligente para ceder a sus deseos de entrar al palacio con la espada en la mano. Al día siguiente, disfrazado de mendigo, fue a comprobar con sus propios ojos lo que estaba pasando. Al llegar al palacio se encon tró con un viejísimo perro agonizante, tirado sobre un montón de estiércol. El animal se puso de pie sobre sus débiles patas, movió la cola, y antes de morir lanzó un ladrido de felicidad. ¡Era su perro Argos, el cariñoso cachorro que había tenido que dejar cuando partió a la guerra!

  Los pretendientes de Penélope se burlaron cruelmente del supuesto mendigo y no quisieron darle ni siquiera los restos. Pero cuando otro limosnero lo desafió a pelear, Odiseo lo derrotó de un solo golpe.

  Telémaco volvió de Esparta y gracias a Atenea pudo escapar a la emboscada de los pretendientes. En la tienda de Eumeo se encontró con su padre, al que abrazó emocionado. Los tres prepararon un plan para librarse de sus enemigos.

  Esa noche, siguiendo las órdenes de su padre, Telémaco hizo transportar al piso alto todas las armas del palacio.

  Penélope, enterada de la llegada de un mendigo extranjero, quiso hablar con él para preguntarle por su marido. No reconoció a ese hombre vestido de harapos y con la cara tiznada, que le habló de un encuentro con Odiseo en camino a un oráculo. Agradecida, Penélope le pidió a una anciana criada que le lavara los pies. La vieja, que lo había cuidado cuando era niño, reconoció una cicatriz en la pierna, pero Odiseo la obligó al silencio. Todavía no se sentía seguro de Penélope.

  Al día siguiente, aconsejada por Telémaco, la fiel Penélope anunció a los pretendientes que se casaría con el que demostrara mejor puntería. Todos debían disparar sus flechas con un mismo arco: el de Odiseo.

  Pero para usar el arco primero había que tensarlo, es decir, doblarlo y colocarle la cuerda. El arco había sido construido para un hombre muy fuerte y además la madera estaba rígida porque hacía veinte años que nadie lo usaba. Uno tras otro los pretendientes trataron inútilmente de tensar el arco.

  Hasta que, en medio de protestas y de insultos, el mendigo harapiento tomó el arco entre sus brazos poderosos, lo tensó sin dificultad, disparó dando en el blanco… y siguió disparando, esta vez a la garganta de los pretendientes. En ese momento entró Telémaco con la espada desenvainada y, con la ayuda de Eumeo y de otro criado, mataron a todos sus enemigos.

  Solo entonces Odiseo se volvió hacia Penélope.

  —Si todavía no sabes quién soy, te describiré nuestro lecho, que yo mismo construí con ramas de olivo.

  Penélope se abrazó a su marido llorando de alegría.

  Odiseo y Penélope gobernaron Ítaca en paz y con felicidad durante largos años. Tal como lo había predicho la sombra de Tiresias, Odiseo murió en su querida isla, muy anciano y muy lejos del mar.


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