viernes, 1 de marzo de 2019

La gran campana

El poderoso Yung-lo estaba sentado en el gran trono rodeado de un centenar de súbditos. Estaba triste, porque no se le ocurría nada maravilloso que hacer por su país. Agitó su abanico de seda con nerviosismo e, impaciente y desesperado, chasqueó sus largas uñas.

    —¡Pobre de mí! —exclamó al final, abandonando su silencio habitual debido a la tristeza—. He trasladado la capital al sur, a Pekín, y he construido aquí una maravillosa ciudad. He rodeado mi ciudad con una muralla incluso más gruesa e imponente que la famosa muralla china. He construido montones de templos y palacios. He ordenado que los sabios y eruditos escriban el gran libro de la sabiduría, compuesto por veintitrés mil volúmenes, la recopilación más grande y maravillosa jamás reunida por las manos de los hombres. He construido torres, puentes y monumentos gigantes, y ahora, ¡ay de mí!, cuando se acerca el final de mis días como gobernante del Reino del Medio, no se me ocurre qué más hacer por mi pueblo. Preferiría cerrar mis cansados ojos para siempre y subir al cielo antes que vivir ocioso, dando a mis hijos un ejemplo de inutilidad y pereza.

    —Pero, su Majestad —comenzó uno de los cortesanos más leales de Yung-lo, llamado Ming-lin, tras caer de rodillas y golpearse la cabeza tres veces contra el suelo—, si se dignara a escuchar a este humilde esclavo, me atrevería a sugerir un gran regalo por el que el gran pueblo de Pekín, sus hijos, se levantaría para bendecir tanto a su Majestad como a las futuras generaciones.

    —Dime de que se trata y no solo lo concederé a la ciudad imperial sino que, como muestra de agradecimiento por tu sabio consejo, te otorgaré la pluma de pavo real.

    —No soy suficientemente virtuoso para llevar la pluma real —contestó el oficial, satisfecho—; a otros mucho más sabios que yo se les ha negado. Pero permita que le recuerde que en el distrito norte de la ciudad se ha levantado una torre campanario que todavía está vacía. La gente de la ciudad necesita una campana que cuente las fugaces horas del día, para que realicen sus labores y no pierdan el tiempo. El reloj de agua marca la hora, pero no tiene campana y por tanto no avisa a nadie.

    —Es una buena sugerencia, sin duda —respondió el emperador, sonriendo—. Sin embargo, ¿hay alguien entre nosotros con la destreza suficiente para llevar a cabo la tarea que propones? Me han dicho que para crear una campana propia de nuestra ciudad imperial sería necesario el genio de un poeta y la habilidad de un astrónomo.

    —Cierto, pero permítame decir que Kwan-yu, que fabricó el cañón imperial, también podría crear una campana. Es el único entre tus súbditos con las habilidades necesarias, por lo que solo él podría hacerlo bien.

    El oficial que propuso el nombre de Kwan-yu al emperador tenía dos objetivos: deseaba acallar la tristeza de Yung-lo, apenado porque ya no podía hacer nada más por su pueblo y, al mismo tiempo, aumentar el prestigio de Kwan-yu, ya que la hija de este llevaba varios años prometida a su único hijo y sería un gran golpe de suerte para Ming-lin que el padre de su nuera obtuviera el favor del rey.

    —No hay duda: no hay hombre en los confines del imperio que pudiera hacer ese trabajo mejor que Kwan-yu —continuó Ming-lin, haciendo de nuevo tres reverencias.

    —Entonces convócalo de inmediato ante mi presencia para que pueda encargarle este importante proyecto.

    Ming-li se incorporó, lleno de alegría, y retrocedió alejándose del trono dorado, porque habría sido muy inadecuado que diera la espalda al Hijo del Cielo.

    Kwan-yu asumió el forjado de la gran campana con profundo temor.

    —¿Puede hacer zapatos un carpintero? —protestó cuando Ming-lin le llevó el mensaje del emperador.

    —Sí —contestó el otro rápidamente—, si son como los que llevan los enanos isleños, que están fabricados en madera. Las campanas y los cañones se forjan con un material parecido. No debería ser difícil adaptarse a este nuevo encargo.

    Cuando la hija de Kwan-yu descubrió la obra que estaba a punto de asumir, temió por su padre.

    —Oh, honrado padre —gimió—, piénsalo bien antes de dar una contestación. Te va bien como fabricante de cañones, pero ¿quién sabe qué pasará con lo otro? Y, si fracasas, la ira del emperador caerá sobre ti.

    —Lo que hay que oír —interrumpió la ambiciosa madre—. ¿Qué sabes tú sobre éxitos y fracasos? Mejor harías limitándote a cocinar y coser, porque pronto te casarás. Y, en cuanto a tu padre, deja que se ocupe de sus asuntos. No es apropiado que una joven se inmiscuya en los negocios de su padre.

    Ko-ai (que era el nombre de la doncella) se calló y volvió a su labor de costura con una norme lágrima rodando por su hermosa mejilla, porque quería mucho a su padre y su corazón se había llenado de un extraño temor al pensar en aquel posible peligro.

    Mientras, Kwan-yu fue llamado a la Ciudad Prohibida, que está en el centro de Pekín y alberga el palacio imperial. Allí recibió las instrucciones del Hijo del Cielo.

    —Y recuerda —concluyó Yung-lo—, la campana debe ser tan grande que su sonido se oiga a cincuenta kilómetros a la redonda. Para ello, deberás añadir en las proporciones adecuadas oro y latón, que le darán profundidad y fuerza. Además, para que su tañido sea dulce, debes añadir plata en la proporción correcta y grabar en ella los proverbios de los sabios.

    Tras recibir el encargo del emperador, Kwan-yu buscó en los puestos de libros de la ciudad alguna descripción antigua del mejor método para forjar campanas. También ofreció generosos pagos a todo aquel que tuviera experiencia en la gran labor para la que se estaba preparando. Su fundición se llenó pronto de trabajadores; los grandes fuegos ardían día y noche y había montones de oro, plata y otros metales por todas partes, esperando a ser pesados.

    Siempre que Kwan-yu acudía a una casa de té, sus amigos lo bombardeaban con preguntas sobre la gran campana.

    —¿Será la más grande del mundo?

    —Oh, no —contestaba—. Eso no es necesario, pero debe ser la de tono más dulce, porque nosotros los chinos no nos preocupamos tanto por el tamaño de las cosas como por su pureza; no buscamos la grandeza, sino la virtud.

    —¿Cuándo estará terminada?

    —Solo los dioses lo saben, porque tengo poca experiencia y quizá cometa errores al mezclar los metales.

    Cada pocos días, el Hijo del Cielo enviaba a un mensajero imperial para hacer preguntas similares, porque los reyes suelen ser tan curiosos como sus súbditos, pero Kwan-yi siempre contestaba modestamente que no podía estar seguro, que no sabía cuándo estaría lista la campana.

    Al final, sin embargo, después de consultar a un astrólogo, Kwan-yu fijó un día para el forjado. Un cortesano vestido maravillosamente se presentó en su taller para decirle que el emperador estaría presente en el momento del forjado de la campana que había encargado para su pueblo. Al enterarse, Kwan-yu se asustó mucho, porque temía, a pesar de todo lo que había leído y de los consejos que había recibido, que faltara algo en la mezcla de metales que pronto sería vertida en el molde gigante. En resumen, Kwan-yu estaba a punto de descubrir una importante verdad que la humanidad conoce desde hace milenios: que la destreza no se consigue leyendo y escuchando consejos, que la verdadera habilidad se obtiene después de años de experiencia y práctica. Al borde de la desesperación, envió al templo a un criado con dinero para que rezara a los dioses pidiendo éxito en su empresa. No hay duda de que desesperación y oración riman en todos los idiomas.

    Ko-ai, su hija, también se asustó al ver la preocupación en la frente de su padre, porque como recordaréis había sido ella quien había intentado evitar que aceptara el encargo del rey. La muchacha también fue al templo, acompañada por un viejo y leal criado, y rezó a los dioses.

    El gran día llegó. El emperador y sus cortesanos se reunieron en una plataforma que habían construido para la ocasión. Tres criados agitaban hermosos abanicos pintados a mano sobre su frente imperial, porque en la habitación hacía mucho calor, y un enorme bloque de hielo se fundía en un cuenco de latón tallado, para enfriar el aire antes de que soplara sobre la cabeza del Hijo del Cielo.

    La esposa y la hija de Kwan-yu estaban en una esquina al fondo de la habitación mirando ansiosamente el caldero de líquido fundido, porque bien sabían que el estatus y el poder futuro de Kwan-yu dependían del éxito de aquella empresa. Los amigos de Kwan-yu estaban apostados junto a las paredes, y los nerviosos criados estiraban el cuello en grupos intentando ver por la ventana a su Majestad, por una vez temerosos de hablar. El propio Kwan-yu corría de un lado a otro, dando las últimas órdenes, mirando con nerviosismo el molde vacío y echando vistazos en dirección al trono para ver si su Majestad Imperial mostraba señales de impaciencia.

    Al final, todo estaba preparado; todos esperaban conteniendo la respiración que Yung-lo diera la señal para el vertido del metal. ¡Inclinó la cabeza ligeramente y levantó un dedo! El brillante líquido, siseando satisfecho tras ser liberado de su prisión, corrió rápidamente por el canal que conducía al enorme lecho de arcilla.

    El constructor se cubrió los ojos con su abanico, temeroso de mirar el rápido fluido. ¿Se verían frustradas todas sus esperanzas por un error al mezclar los metales? ¿Endurecerían adecuadamente? Se le escapó un grave suspiro cuando por fin miró lo que había creado. Efectivamente, algo había salido mal; supo de inmediato que la desgracia había caído sobre él.

    ¡No! Cuando rompieron el molde de barro, incluso un niño se habría dado cuenta de que la campana gigante, en lugar de ser algo hermoso, era una triste masa de metales que no se habían mezclado.

    —¡Qué lástima! —exclamó Yung-lo—. Este es sin duda un enorme fracaso, pero a pesar de la decepción veo un objeto que bien merece ser tenido en cuenta. En él se encuentran todos los materiales que forman este país. Hay oro y plata, y también metales básicos. Unidos del modo adecuado formarían una campana tan hermosa y de tono tan puro que incluso los espíritus del cielo de occidente se detendrían para mirar y escuchar, pero divididos forman algo que es desagradable al ojo y al oído. ¡Oh, China mía! ¡Cuántas guerras se producen entre tus distintas regiones, debilitando al país y empobreciéndolo! ¡Si todas tus gentes se unieran, poderosos y humildes, metales nobles y elementos básicos, esta tierra sería realmente merecedora de ser llamada Reino del Medio!

    Todos los cortesanos aplaudieron este discurso del gran Yung-lo, pero Kwan-yu permaneció en el suelo, pues se había lanzado a los pies de su soberano. Aun con la cabeza inclinada y sollozando, exclamó:

    —¡Ah! Su Majestad, le pedí que no me señalara y ahora ve que no era el adecuado. Tome mi vida, se lo suplico, como castigo por mi fracaso.

    —Levanta, Kwan-yu —dijo el gran regente—. Sería un señor cruel si no te concediera otra oportunidad. Levántate y ya verás cómo tu siguiente forja tiene éxito, gracias a lo aprendido de este fracaso.

    Así que Kwan-yu se levantó porque, cuando el rey habla, todos los hombres deben escuchar. Al día siguiente comenzó su tarea de nuevo, pero aún se sentía apesadumbrado porque no sabía la razón de su fracaso y por tanto era incapaz de corregir su error. Trabajó noche y día durante muchos meses. Apenas intercambiaba una palabra con su esposa, y cuando su hija intentaba tentarlo con un plato de pipas de girasol que había secado ella misma, la recompensaba con una sonrisa triste, pero no se reía con ella ni bromeaba como antes había sido su costumbre. Los días uno y quince de cada luna iba al templo e imploraba a los dioses que le concedieran su amistosa ayuda, mientras Ko-ai añadía sus plegarias a las de su padre, quemaba incienso y lloraba ante los sonrientes ídolos.

    Una vez más, el gran Yung-lo se sentó en la plataforma ante la fundición de Kwan-yu, y una vez más sus cortesanos se acomodaron a su alrededor, pero esta vez, como era invierno, no agitaron los abanicos de seda. Su Majestad estaba seguro de que aquella vez tendrían éxito. Había sido indulgente con Kwan-yu la primera vez, y ahora la gran ciudad y él se beneficiarían de aquella clemencia.

    Una vez más dio la señal; una vez más, todos los cuellos se estiraron para ver el flujo del metal. Pero ¡qué pena! Cuando abrieron el molde resultó que la nueva campana no era mejor que la primera. Era, de hecho, un horrible fracaso, agrietado y feo, porque el oro y la plata y los metales básicos se habían negado de nuevo a mezclarse en una sola cosa.

    Con un amargo lamento que conmovió los corazones de todos los presentes, el infeliz Kwan-yu cayó al suelo. Esta vez no se arrodilló ante su señor, porque al ver la miserable conglomeración de metales le falló el coraje y se desmayó. Cuando volvió en sí, lo primero que encontraron sus ojos fue el rostro ceñudo de Yung-lo. A continuación escuchó, como en un sueño, la severa voz del Hijo del Cielo:

    —Desdichado Kwan-yu, ¿es posible que tú, a quien he colmado de favores, hayas traicionado mi confianza dos veces? La primera vez lo sentí por ti y estuve dispuesto a olvidar, pero ahora esa pena se ha transformado en furia… Sí, la furia del cielo está sobre ti. Ahora te pido que pongas atención a mis palabras: tendrás una tercera oportunidad para forjar la campana, pero si fracasas en este tercer intento… Entonces, por orden del Lápiz Bermellón, tanto tú como Ming-lin, que te recomendó, seréis castigados.

    Kwan-yu se quedó en el suelo, rodeado de sus ayudantes, durante mucho tiempo después de que el emperador se hubiera marchado, pero al mando de todos aquellos que intentaban animarlo estaba su leal hija. Durante una semana entera se debatió entre la vida y la muerte, y al final la suerte cambió a su favor. Recuperó la salud una vez más y de nuevo comenzó los preparativos.

    Aun así, todo el tiempo que pasaba trabajando estaba ­preocupado, porque creía que pronto viajaría al bosque oscuro, la región del gran manantial amarillo, el lugar del que ningún peregrino regresa. Ko-ai también estaba más segura que nunca de que su padre se enfrentaba a un gran peligro.

    —Un cuervo debe haber volado sobre su cabeza —dijo un día a su madre—. Es como el proverbio del hombre ciego que llegó a medianoche, montado sobre un caballo ciego, a una profunda acequia. ¿Cómo podría cruzarla?

    La diligente hija hubiera hecho cualquier cosa para salvar a su querido padre. Se estrujaba los sesos noche y día en busca de algún plan, pero todo era inútil.

    El día antes de la tercera forja, mientras Ko-ai estaba sentada ante un espejo de latón trenzando su largo cabello negro, un pequeño pájaro entró de repente por la ventana y se posó sobre su cabeza. La sorprendida doncella creyó escuchar una voz, como si un hada buena estuviera susurrándole al oído:

    —No tengas dudas. Debes ir a consultar al famoso mago que está ahora de visita en esta ciudad. Vende tu jade y el resto de joyas, porque un hombre tan sabio no te escuchará a menos que llames su atención con una enorme suma de dinero.

    El emplumado mensajero salió volando de su habitación, pero Ko-ai había oído suficiente para recuperar la alegría. Envió a un criado de fiar a que vendiera su jade y el resto de joyas tras pedirle que no se lo contara a su madre. Después, con una gran suma de dinero encima, buscó al mago del que se decía que tenía mayores conocimientos sobre la vida y la muerte que los sabios.

    —Dime —le imploró cuando el anciano aceptó recibirla—. Dime cómo puedo salvar a mi padre, porque el emperador ordenará su muerte si fracasa por tercera vez en la forja de la campana.

    El astrólogo, después de hacerle muchas preguntas, se puso sus gafas de carey y buscó durante mucho rato en su libro de conocimientos. También examinó atentamente las señales del cielo y consultó las tablas místicas una y otra vez. Al final se dirigió a Ko-ai, que todo aquel tiempo había estado esperando su respuesta con impaciencia.

    —Nada podría ser más sencillo que la razón del fracaso de tu padre, porque cuando un hombre intenta hacer lo imposible, no puede esperar que el destino le dé otra respuesta. El oro no puede mezclarse con la plata, ni el latón con el hierro, a menos que la sangre de una doncella se alee con los metales fundidos, pero la chica que entregue su vida para conseguir esta fusión debe ser pura y buena.

    Ko-ai escuchó la respuesta del astrólogo con un suspiro de desesperación. Amaba la vida y las bellezas del mundo; le encantaban sus pájaros, sus compañeros, su padre; esperaba casarse pronto, y entonces tendría hijos a los que querer y cuidar. Pero debía olvidar todos aquellos sueños de felicidad. No habría ninguna otra doncella dispuesta a entregar su vida por Kwan-yu. Ella, Ko-ai, quería a su padre y debía hacer el sacrificio por él.

    Y así llegó el día del tercer intento, y por tercera vez Yung-lo ocupó su lugar en la forja de Kwan-yu, rodeado de cortesanos. Había una expresión de severa expectación en su rostro. Había excusado el fracaso de su súbdito dos veces; una tercera, la clemencia sería impensable. Si la campana no era hermosa y de tono perfecto, Kwan-yu recibiría el más severo de los castigos que pueden infligirse a un hombre: quizá la misma muerte. Era por eso por lo que había una expresión de severa expectación en el rostro de Yung-lo, porque realmente apreciaba a Kwan-yu y no deseaba que muriera.

    En cuanto a Kwan-yu, hacía tiempo que había renunciado a pensar en el éxito, porque no había ocurrido nada desde su segundo fracaso que lo hiciera creer que esta vez lo conseguiría. Había resuelto los asuntos de su empresa y dispuesto que una buena suma de dinero fuera a parar a manos de su adorada hija; había comprado el ataúd en el que lo enterrarían y lo había guardado en una de las habitaciones principales de su hogar; incluso había contratado a los sacerdotes y músicos que oficiarían su funeral, y, por último pero no menos importante, había llegado a un acuerdo con el hombre que se encargaría de decapitarlo para que dejara sin cortar un poquito de piel, de modo que su entrada en el mundo espiritual fuera más afortunada que si la cabeza se separaba totalmente de su cuerpo.

    Así que podríamos decir que Kwan-yu se había preparado para morir. De hecho, la noche antes del forjado final había tenido un sueño en el que se había visto arrodillado ante el verdugo, diciéndole que no olvidara su acuerdo.

    De todos los presentes en la forja, quizá la leal Ko-ai era la que estaba menos nerviosa. Sin que se dieran cuenta, se había desplazado por la pared desde el lugar donde estaba su madre hasta el enorme tanque en el que el líquido burbujeaba, esperando la señal que lo liberaría. Ko-ai miró al emperador, esperando atentamente la ya conocida señal. Cuando finalmente su cabeza se movió hacia delante, saltó al interior del líquido hirviendo a la vez que gritaba con voz clara y dulce:

    —¡Por ti, querido padre! ¡Este es el único modo!

    El blanco metal fundido recibió a la encantadora chica en su ardiente abrazo; la recibió y se la tragó por completo, como una tumba de fuego líquido.

    Y Kwan-yu… ¿Qué ocurrió con Kwan-yu, su enloquecido padre? Loco de dolor al ver a su querida hija sacrificando su vida para salvarlo, se lanzó para atraparla y evitar su terrible muerte, pero solo consiguió atrapar una de sus diminutas sandalias de joyas antes de que se hundiera y desapareciera para siempre… Una delicada zapatilla de seda que siempre le recordaría su increíble sacrificio. Estaba tan apenado que, apretando aquel triste y pequeño recuerdo contra su corazón, hubiera saltado al caldero para seguirla a la muerte si sus sirvientes no lo hubieran contenido hasta que el emperador repitió su señal y el líquido se vertió en el molde. Mientras los tristes ojos de todos los presentes se clavaban en el río de metal fundido que corría hacia su lecho de barro, no vieron un solo indicio de la difunta Ko-ai.

    Esta es, queridos niños, la antigua leyenda de la gran campana de Pekín, un cuento que poetas, cuentacuentos y amorosas madres han repetido un millón de veces, por lo que seguramente sabéis que, en esta tercera forja, cuando se retiró el molde de arcilla, apareció la campana más hermosa que se ha visto nunca, y cuando se subió al campanario el pueblo se alegró enormemente. La plata, el oro, el hierro y el latón, unidos por la sangre de la doncella, se habían mezclado perfectamente, y la clara voz de la gigantesca campana resonó en la gran ciudad con una melodía más profunda y rica que la de ninguna otra campana en los límites del Reino del Medio, o del mundo entero. Y, aunque es extraño, incluso el coloso de profunda voz parece gritar el nombre de la doncella que se sacrificó, «¡Ko-ai! ¡Ko-ai! ¡Ko-ai!», de modo que todos recuerdan su acto de bondad de hace diez mil años. Y entre los dulces repiques de música a menudo parece sonar un quejumbroso susurro que solo pueden oír aquellos que están cerca: «¡Hsieh! ¡Hsieh!», que en chino significa zapatilla. «¡Qué lástima! —dicen todos aquellos que lo oyen—. Ko-ai llora por su zapatilla. ¡Pobre Ko-ai!

    Y ahora, queridos niños, este cuento está casi terminado, pero todavía hay algo que bajo ningún concepto debéis olvidar. Por orden del emperador, la campana fue tallada con valiosos proverbios clásicos, para que incluso en los momentos de silencio la campana enseñara a la gente sus lecciones de virtud.

    —¡Contemplad! —dijo Yung-lo al detenerse junto al atribulado padre—. Entre todos los textos de sabiduría, los valiosos proverbios de nuestros honrados sabios, no hay ninguno que pueda enseñar a mis niños una lección tan dulce de amor y devoción filial como el último acto de tu devota hija. Porque aunque murió para salvarte, su acción aún será cantada y elogiada por mi pueblo cuando tú fallezcas, e incluso cuando la campana se haya convertido en ruinas.

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