domingo, 24 de marzo de 2019

La dona d’aigua del Montseny

Una enorme encina recuerda, en un paraje del Montseny, la historia de amor del señor
de Can Blanch y de la dona d’aigua. Bajo tal encina descansaba un día el señor,
durante una de las partidas de caza a las que era aficionado, cuando escuchó una voz
dulcísima que cantaba no muy lejos de allí. Siguiendo el sonido de la voz, el señor
bajó hasta el arroyo y encontró a la dama más hermosa que pudiera imaginar.
El señor de Can Blanch comprendió que ni la belleza ni la voz de aquella mujer
correspondían a una criatura humana, sino a una dona d’aigua, uno de esos seres
maravillosos que habitan en las fuentes y pertenecen al espíritu de la naturaleza. Mas
quedó tan prendado de la dama que, incapaz de separarse de ella, le pidió que le
acompañase a su torre y fuese su huésped durante unos días.
Ella accedió, y después de un tiempo, que fue de gustosa compañía para los dos,
el caballero le pidió a la dona d’aigua que se casase con él. Ella reflexionó sobre
aquella petición y al fin aceptó ser la esposa del caballero, con la condición de que
nunca le recordase su naturaleza de dona d’aigua, pues en el mismo momento en que
lo hiciese, se apartaría para siempre de su lado. Él prometió lo que ella quiso, y se
casaron.
Fueron felices un tiempo. El señor olvidó la caza y solo vivía para estar con su
bella esposa. Tuvieron un hijo y una hija. Pero la mujer dedicaba muchas horas al
cuidado de los niños, por lo que el señor recuperó su gusto por la caza y la compañía
de otros cazadores y comenzó a ausentarse de la torre con frecuencia. Una vez su
esposa le reprochó sus ausencias, y al señor de Can Blanch le molestó el reproche. El
entendimiento que había entre ellos durante los primeros años de matrimonio empezó
a transformarse en discrepancia y hostilidad.
En cierta ocasión en que los excesos del señor de Can Blanch y sus compañeros
de correrías habían alborotado la torre hasta altas horas de la noche, la esposa del
señor vituperó su conducta con palabras fuertes. Lleno de soberbia, el señor de Can
Blanch le replicó a su mujer que ella no tenía ninguna autoridad para reprenderle
pues, sin linaje ni sangre conocida, solo era una dona d’aigua que él había elevado a
la nobleza. La mujer, sin decir una sola palabra, salió corriendo de la torre y
desapareció en el bosque, aunque hubo quien aseguró haberla visto arrojarse a la sima
del Gorc Negre.
Arrepentido, el señor de Can Blanch buscó infatigablemente a su esposa, pero no
pudo encontrarla. Un día supo que, por la noche, la dona d’aigua regresaba a la torre,
para conversar con sus hijos y cuidarlos. De su visita quedaban entre los cabellos de
los niños las perlas en que se convertían las lágrimas que derramaba al separarse de
ellos.
Parece que continuó visitándolos a lo largo de los años, pero el señor de Can
Blanch no consiguió volver a verla nunca más, aunque gracias a aquellas perlas
consiguió hacer frente a las deudas que amenazaban la estabilidad y el futuro del
señorío.

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