sábado, 30 de marzo de 2019

La calle de Santa Catalina de Sena

I
Es cosa curiosa que sólo allá en el remoto siglo XVI tuviera esta calle casas de
particulares, pues a fines de la centuria que acabamos de mencionar, la acera que veía
al oriente la ocupaba el convento de la Encarnación, y la acera que caía al poniente, el
convento de Santa Catalina de Sena, que impuso nombre a la rúa.
Así pasaron tres centurias. La Reforma clausuró los dos conventos citados, pero
el de la Encarnación se consagró a la Escuela Normal de Maestras, el de Santa
Catalina de Sena a cuarteles, y sólo el templo y una capilla que estaba en la esquina
S.O. de este convento de monjas dominicas, siguieron abiertos al culto público. La
calle continuó sin casa alguna, y en nuestros días sucede lo mismo, pues la propia
iglesia, sin la capilla que estaba en la esquina, que es hoy Escuela de Jurisprudencia,
y el edificio de la Secretaría de Educación, que fue el antiguo convento de la
Encarnación, son ahora los límites de esta calle.
La historia del Convento de Santa Catalina es poco conocida, y de ella nos dejó
algunas interesantes noticias el muy R. P. Fr. Alonso Franco, en la Segunda Parte de
la Historia de la Provincia de Santiago de México, escrita en 1645.
Refiere, pues, el R. P. Franco, que en las dos postreras décadas del siglo XVI no
pocas personas devotas deseaban con ahínco que se fundara en esta ciudad de México
un convento de monjas dominicas, bajo la advocación de la célebre Santa Catalina de
Sena, que había sido religiosa de la Orden de Santo Domingo.
Entre las más fervientes partidarias de la fundación se contaban ciertas piadosas
mujeres llamadas las Felipas, la mayor era Isabel Felipa, quienes ofrecieron las casas
de su morada para el edificio, sus haciendas para el sustento de las monjas y sus
personas para servirlas.
Desde el año del Señor de 1581, se había comenzado a tratar el negocio, y en
Capítulo intermedio que celebraron los frailes dominicos en el pueblo de
Cuestláhuac, el día 10 de enero del año de 1583, siendo Provincial el Padre Maestro
Fr. Andrés Ubilla, se dio a conocer la Bula del Sumo Pontífice Gregorio XIII, por la
cual concedía licencia para establecer en la ciudad de México un convento de monjas
dominicas.
El Capítulo allí celebrado corrió traslado de la Bula, aceptando lo que en ella se
ordenaba, a la Provincia de Santiago de México, pero pasaron diez años sin que, por
incidentes diversos, se pudiese poner en práctica la deseada fundación, no
concediéndoles la suerte de llevarla a fin a las buenas Felipas, que tanto habían
trabajado en este intento.
Tocóle a la Provincia de Santiago llevar a debida ejecución la Bula Pontificia,
cuando era a la sazón Provincial, Fr. Gabriel de San fosé; y al efecto resolvió que del
Convento de Santa Catalina, de Oaxaca, vinieran a México dos de las más íntegras y
graves religiosas, que fueron Cristina de la Asunción, gran sierva de Dios, y Mariana
de San Bernardo, quien a la postre de haber ejercido Priorato varios años, una vez que
se fundó el de México, volvió a su convento de Antequera por el mes de abril del año
de 1612.
Con no pocas contradicciones y trabajos, que toda obra humana los tiene y más si
es buena, se realizó la fundación del Convento de Santa Catalina de Sena en esta
ciudad de México lográndose así cumplir los piadosos deseos que habían tenido
tantas devotas de Sta. Catalina; pero también es cosa muy común en este mundo que
los iniciadores de una idea no la vean consumada, como sucedió a las Felipas, que
tanto entusiasmo habían tenido en ello y tanta liberalidad, al grado de ofrecer sus
casas, bienes y servicios personales.
Como era costumbre en estos casos, cuando se fundaba un monasterio, se hizo
una solemne y lucida procesión, que salió del Convento de Santo Domingo de
México, en la cual llevaban los frailes el precioso Sacramento del Altar.
Las calles por donde pasó la procesión fueron ricamente adornadas, y asimismo
las casas en que se había construido el Convento que, como se ha dicho, eran las de
Isabel Felipa.
En la procesión iban las dos monjas fundadoras, que habían sido llamadas de
Oaxaca, en compañía de las que iban a profesar, y llegadas a la iglesia, celebróse una
misa que dijo el P. Provincial Fr. Pedro Guerrero, predicando el sermón el P. Fr.
Jerónimo de Araujo.
Acabada la misa, recibieron el hábito las religiosas de manos de Fr. Hipólito
María de Monte Regali.
Así quedó fundado el convento el día domingo, 23 de julio del año de 1593, en el
mismo sitio donde estuvo el Hospital de la Misericordia; y allí permanecieron las
monjas poco más o menos dos años, con grandes estrecheces e incomodidades, por
cuyo motivo, los superiores pensaron se trasladaran a sitio mejor, distante una cuadra
del primero, que tampoco fue a propósito, hasta que compraron las casas de Diego
Hurtado de Peñaloza, que eran entonces de las mejores de la ciudad, y
acomodándolas de manera que sirvieran de oficinas, claustro, dormitorio, sala de
labor, iglesia y lo demás que pide la vida monástica, quedó radicado el convento
donde existió y existe el templo de Santa Catalina.
Juan Márquez de Orozco, reedificó la iglesia, para cuyo efecto dio gran cantidad
de dinero, un rico y grande retablo para el altar mayor, una costosa lámpara de plata y
unas curiosas y ricas andas también de plata, para la procesión que se hacía al
Santísimo.
La primera piedra de la nueva iglesia se puso el 15 de agosto de 1619, con una
fiesta muy solemne. Bendijo el sitio el deán Dr. Juan de Salcedo.
El 7 de marzo de 1623 fue el estreno de dicha iglesia, celebrándose de nuevo otra
solemne procesión, que salió de Catedral; procesión en que fueron todas las
religiones y clerecía, los dos cabildos, el Civil y el Eclesiástico, la Real Audiencia, el
virrey D. Diego Carrillo Pimentel, Conde de Priego y Marqués de Gelves y el
Arzobispo D. Juan Pérez de la Serna, vestido de Pontifical.
La vida monástica de aquellas religiosas transcurrió tranquila, sobresaliendo entre
ellas algunas por sus virtudes y santidad, y celebrando cada año fiestas muy rumbosas
al Santísimo Sacramento, con verbenas populares que animaban aquella calle
solitaria, por no haber tenido desde entonces, como ya dijimos, ni una sola casa que
con sus ventanas o balcones, y sus damas y galanes, alegrara la céntrica rúa, donde en
el siglo XVI tuvo sus cómodas casas el acaudalado señor D. Diego Hurtado de
Peñaloza, convecino de otros ricos e ilustres hombres que vivieron en la calle anterior
del Reloj, entre los que citaremos a D. Luis de Castilla y más antes, al famoso Doctor
Pedro López.
II
El primer viernes del mes de marzo de cada año, la tristeza y soledad de aquella calle,
y aun la de algunas de las contiguas, desaparecía como por encanto.
Improvisados puestos de frutas, de fritangas, de dulces y de otras golosinas,
invadían las banquetas de la calle, que era adornada con cortinas y gallardetes,
pendientes de los muros de los conventos que la limitaban, con guirnaldas de flores, y
cuerdas que, de un muro a otro, columpiaban tápalos de colores, pañuelos de seda o
de papel de china doblados por las puntas.
Contribuía a la animación la multitud que henchía la calle, los cohetes y toritos
que se quemaban desde la víspera; los acordes de la música del templete, que en una
de las bocacalles se levantaba, y el tepache, la chicha o el pulque, que se vendía en
sendos barriles; y todavía más, la irrupción bullanguera de una turba regocijada y
traviesa de estudiantes, que salían atropellándose del cercano Real Colegio Máximo y
más antiguo de San Ildefonso, hoy democrática Escuela Nacional Preparatoria.
La verbena comenzaba en la noche anterior al primer viernes del mes de marzo,
iluminada la calle por los farolillos de papel o de cristal que colgaban de puertas,
ventanas y balcones, los vecinos de las calles inmediatas, y por luminarias de ocote,
que se colocaban en las azoteas o frente a los puestos de los mercaderes.
Al día siguiente, por la mañana, la concurrencia de la gente era mayor y más
heterogénea, pues todas las clases sociales se juntaban en aquel lugar, interrumpiendo
el tráfico en la calle y pugnando por penetrar al templo con el fin de postrarse ante la
devota y milagrosa imagen, a la que rezándole treinta y tres credos y pidiéndole tres
gracias, una al fin de cada once credos, concedía por lo menos una de las gracias.
Por la tarde la animación continuaba; pero era entonces cuando principalmente la
invasión de los traviesos estudiantes profanaba la devoción de las sencillas y devotas
gentes, pues unos gritaban como locos, otros pellizcaban a las timoratas beatas y
todos, galanes y risueños, chuleaban con floridas palabras a las hermosas señoritas y
jaloneaban, los groseros y atrevidos, a las zalameras gatas que concurrían a la
verbena por la tarde o por la noche.
¿Pero qué imán sagrado atraía aquella muchedumbre abigarrada y devota el
primer viernes de marzo de cada año?
Era una escultura de Jesús Nazareno, inclinada bajo el peso de la Cruz, doliente y
hermosa, que de tiempo inmemorial se veneraba en uno de los altares de la iglesia de
Santa Catalina, y que era y es conocida bajo la advocación de El Señor del Rebozo,
dando origen a esta designación una inocente leyenda que, con variantes diversas, nos
ha transmitido la tradición popular y se ha conservado en los versos del presbítero D.
José Rioverde y de D. Juan de Dios Peza.
Confirmación de la popular leyenda es el relato que hizo a nuestro amigo, el
inspirado vate D. José de J. Núñez y Domínguez, una de las últimas prioras del
extinto convento, asegurándole ella lo propio que un licenciado Mayora, «inteligente
sacerdote próximo al doctorado», que al saberse en la ciudad el prodigio que había
obrado Cristo Nuestro Señor con la monja de la leyenda, la curia tomó cartas en el
asunto; y oidores y escribanos, acompañados de alguaciles y corchetes, se trasladaron
al lugar del suceso y levantando un acta en que constaba el portento, enviaron el
rebozo que había aparecido en hombros y cabeza de Jesús Nazareno, «al Rey Nuestro
Señor, de España e Indias».
Nuestro citado amigo Núñez y Domínguez, en su muy erudita monografía
histórica intitulada El Rebozo, editada el año de 1914 en la tipografía de Revista de
Revistas, resume en galana prosa la versión más hermosa de la leyenda, que en
inspirada poesía consignó Juan de Dios Peza, aunque adulterándola con su fantasía e
imaginación.
«Según esa leyenda —dice Núñez y Domínguez— hace muchísimos años, tantos
que no hay meollo que guarde la fecha exacta, hubo en el convento de Santa Catalina
una monja tan humilde, tan fervorosa, tan entregada a los transportes místicos, que
gozaba fama. Unía a esas prendas la de su rara beldad. Su semblante habría cautivado
los ojos mundanos, de haber vivido en el siglo,
»con la tez fina y brillante
cual pétalo de azucena.
»Los garfios de los cilicios signaban sus carnes con rúbricas de púrpura; la penitencia
pintaba sus pómulos con el zafiro de las ojeras. Cuando la noche colgaba sus
draperías en los ventanales, la monja entraba a la iglesia y caía de hinojos frente al
Nazareno ensangrentado. Siempre le llevaba manojos opulentos de rosas, haces en
que los pétalos se mustiaban, y encendía en su honor ceras benditas que nunca se
extinguían. En la paz del recinto, la monja alzaba sus querellas y renovaba sus
juramentos de amor.
»Aquel altar seducía por la nitidez de sus manteles, el brillo de los rútilos
candelabros y el cuidado que todo él atestiguaba.
»Las discretas pláticas entre Jesús y su esposa permanecían ignoradas, y durante
30 años noche a noche, se sucedieron las mismas escenas. Agobiada por sus
sacrificios, débil la carne ya para resistir más pruebas, aquella flor de martirio cayó
enferma, con una dolencia que le impedía pararse del lecho.
»Grande fue la angustia al ver que no podría, como lo acostumbraba, ir a la
iglesia a llenar su místico cometido. Inquieta, febril, desesperada, clamó al fin, en una
quejosa invocación:
»Señor: si pudiera verte,
¡qué feliz entonces fuera!
quiero mirarte un momento,
mirarte ¡y quedarme muerta!
»No acababa de pronunciar tales palabras, cuando de pronto, la celda en que yacía se
inundó de una claridad sobrenatural. Se abrió el muro y Jesús —el Jesús que
adornaba el templo— avanzó hasta la pieza. Como si manara miel de sus labios, el
hijo de Dios le dijo que la había ido a acompañar en su soledad y su pena. Que no
pasara congojas, pues de allí en adelante las flores tendrían una lozanía perenne, y las
ceras erigirían in aeternum los luminosos triángulos de sus flamas.
»Afuera llovía tenazmente. Un chubasco deshecho envolvía con sus trémulos
cendales de cristal a la ciudad dormida. Jesús se levantó.
»Vio la monja que la imagen
iba a salir de la celda,
y como era noche horrible
de atronadora tormenta,
»—Señor, no salgas —le dijo,
con voz lacrimosa y tierna.
¿Cómo ha de mojar la lluvia
tu sacrosanta cabeza?
»Nada tengo que ofrecerte,
mira cuán pobre es tu sierva;
pero toma este rebozo
de mi santo amor en prenda,
»y que te envuelva y te cubra
mientras bajas a la iglesia.
»Experimentando un alivio repentino, la monja saltó ágilmente del lecho y envolvió
la cabeza de Jesús en un rebozo.
»Cuando las otras reclusas, llamadas por el tintineo del alba se encaminaban a
misa y penetraron a la celda de la monja, que estaba “en olor de santidad”, la
encontraron muerta. Su cuerpo emanaba efluvio de rosas del jardín de los cielos y de
él se desprendía un resplandor sobrehumano, algo así como el halo que nimba las
cabezas seráficas de las beatas.
»Extáticas las novicias, azoradas las profesas y superioras, lo estuvieron más
cuando, por boca del sacristán, supieron que, dentro de su nicho, el Nazareno
mostraba sobre sus hombros el rebozo de la hermana muerta. Se llamó al capellán y a
varios doctores y clérigos de renombre, se extendió rápidamente la noticia del
portento, y todos, en efecto, vieron
»al Nazareno mostrando
del raro prodigio en prenda,
sobre su cuerpo el rebozo
que usaba la monja aquella.
»Desde entonces la imagen es venerada bajo la advocación conocida y es costumbre
que
»si ante el Señor del Rebozo
treinta y tres credos se rezan,
de tres gracias que le piden
una gracia nunca niega…».
El P. José Simeón Rioverde consigna otra versión de la leyenda en el opusculito:
Tradición piadosa en alabanza del Señor del Rebozo, impreso en México el año de
1882, por Aguilar y Ortiz.
Puesta en prosa, dice así:
«Una noche se presentó en el Convento de Santa Catalina de Sena cierto anciano
mendigo, y de una de las monjas fue huésped, aunque por breves momentos. El viejo
pidió a la religiosa abrigo y sustento, no obstante que la hora era ya avanzada y podía
comprometerla si alguien los encontraba juntos.
»Fuera del convento, relampagueaba y tronaba el cielo. La lluvia copiosa caía
recia y tenaz, y el pobre anciano manifestó que tenía por fuerza que ausentarse; pero
la buena y caritativa monja le detuvo, manifestándole a su vez, que no era prudente
irse mientras no se calmara el aguacero. Indeciso el mendigo dudó entre quedarse o
salir; se decidió por esto último y, entonces, la ingenua monja cubrió al harapiento
anciano con su rebozo; quedando afligida, empero, de que mal lo cubría aquella
prenda de ropa y no lo libertaría de mojarse en medio de aquella deshecha tormenta.
»Avanzaba la noche. El silencio imperaba en todo el monasterio. Las aguas
furibundas seguían cayendo, azotando las techumbres, chorreando por las canales y
corriendo e inundando las calles y plazas.
»Sola y tímida la monja, velaba en la soledad de su celda. Meditaba cómo pudo
entrar aquel mendigo y cómo pudo salir sin que nadie lo advirtiera: y se reprochaba a
sí misma su candor y su descuido en haber dado hospedaje al viejo aunque fuere por
breves instantes, no obstante que lo había hecho sólo por caridad. Nuevas dudas y
temores la asaltaron al pensar que la Superiora podría haber impedido la salida del
mendigo, o que si todo lo que acontecía podría ser un lazo que le había tendido el
demonio para hacerla caer en pecado mortal…
»Ante Dios crucificado
la monja se echó de hinojos
y eran un raudal sus ojos
por temor de haber pecado.
»Fue para ella aquella noche una de las más largas y dolorosas de su vida, y hasta que
amaneció estuvo de rodillas en continua oración y sollozando.
»Al día siguiente, las monjas asombradas descubrieron que el Jesús Nazareno que
con la cruz a cuestas se veneraba en su iglesia, llevaba puesto el rebozo conque la
monja había cubierto al infeliz pordiosero».
Ésta es la versión conservada por el P. Rioverde, algo diferente a la que Juan de
Dios Peza embelleció con su inspiración y fantasía.
La R. M. Priora que habló con mi amigo Núñez y Domínguez, le contó cómo era
la leyenda que corría en el convento, diciéndole que «Jesús Nazareno acostumbraba
visitar a varias de sus esposas, con predilección a una hermana que estaba en la
Encarnación y aquella de Santa Catalina. A veces el Hijo de Dios gustaba llegarse
hasta el melancólico huertecillo del convento, bien aliñado por las manos inviolables
de sus monjas y, sentado bajo un olivo que en el patio se erguía, placíase en conversar
con algunas de las predilectas, en tanto que triscaban entre los aceitunos algunas
novicias mozas. Cuando enfermó la hermana de Santa Catalina, que era tenida por
virtuosísima, el Nazareno fue a visitarla, y como cuando se marchaba caían gruesas
gotas de lluvia, la doliente le enredó su rebozo, que a otro día apareció sobre los
hombros de la imagen guardada en el nicho de la iglesia».
Todas estas variantes de la piadosa leyenda, más o menos adulteradas por los
poetas o por la gente popular, que gusta añadir o alterar el fondo de las consejas, tiene
todavía una modificación nueva, que dejó consignada en un folleto impreso en el
Norte de América, el célebre D. José Antonio Rojas, cuando procesado por el Santo
Oficio, a principios de la centuria pasada, logró fugarse de las cárceles inquisitoriales.
En este folleto, hoy rarísimo y del cual existe un ejemplar en el Archivo General
de la Nación (Inquisición, tomo 1357), D. José Antonio Rojas se mofa, como buen
volteriano, de varias leyendas que se referían como ciertas en esta ciudad de México,
y encarándose con las personas crédulas, les dice: «Ustedes conservan en Santa
Catalina de Sena un Jesús de talla, que iba por las noches a visitar una niña a la
Enseñanza, y guardan el paño del rebozo que la inocente le tapaba para que no le
diere el sereno».
A nuestro juicio, esta es la versión más genuina y antigua de las que se conocen.
Corría por la ciudad en los primeros años del siglo inmediato al de la centuria en que
nació la leyenda, pues el convento a que alude Rojas se fundó a mediados del siglo
XVIII. Además, es más conforme con los usos de la época. Las niñas que servían a las
monjas usaban rebozo, mientras que las monjas no. Lo que contó la R. Priora a
nuestro querido poeta Núñez y Domínguez, de que el rebozo se había enviado al Rey
de España, es inexacto. Mi inolvidable amigo, el Sr. D. José María Agreda y Sánchez,
maestro insigne en todo lo que a la historia de esta metrópoli se refiere, me contaba
que cada año se le ponía al Jesús Nazareno, el día de la fiesta titular, el legendario
rebozo, y que poco a poco fue desapareciendo esta costumbre. Si el paño se hubiera
enviado «Al Rey Nuestro Señor», cosa que tenía que haber acontecido en la época
virreynal, el rebozo no lo habría visto colocar en la escultura el Sr. Agreda, en plena
época de México independiente, que fue cuando él vivió. En cuanto a el Acta, que se
levantó del prodigio, es otra conseja, pues si se hubiese levantado, se habría
conservado en el Archivo de la Mitra, y no en el Archivo General de la Nación, como
contaban en el convento.
III
Pero dejemos la leyenda que corre de boca en boca, corregida o enmendada por la
tradición y la poesía, que como toda leyenda es sabrosa y amena, y pongamos fin a la
historia del Convento de Santa Catalina de Sena, que dio nombre a una de las calles
más viejas de nuestro México; calle que hoy es apodada con el pomposo mote de
República Argentina.
Cuando la ilustre Corregidora de Querétaro fue traída a México, como es sabido,
estuvo encarcelada en el convento de Santa Teresa; pero puesta en libertad algunos
meses después por haberse enfermado, fue de nuevo recluida en el convento de Santa
Catalina de Sena, donde permaneció tres años. Las monjas le tomaron tal afición y
cariño, que cuando murió doña Josefa Ortiz de Domínguez, solicitaron que fuera
sepultada, como lo fue, al pie del altar de la Virgen de los Dolores, en cuyo sitio
permanecieron muchos años sus restos hasta que, en nuestros días, los exhumó uno
de sus descendientes para trasladarlos a Querétaro.
En este mismo convento de Santa Catalina de Sena vivió muchos años una hija
del caudillo de la Independencia, D. Ignacio Allende, desde 1836 hasta después de
1862, año en que la Junta Patriótica trató de premiarla, lo que dio margen a que ella
escribiera una carta que dice así:
«Excmo. Señor General don Ignacio de Basadre —Convento de Santa Catalina de
Sena, México, septiembre 2 de 1862—. Muy señor mío: He sabido que la Junta
Patriótica del presente año ha nombrado a usted, en unión de otros señores generales,
con el fin de que repartan el próximo día 16, memorable de nuestra Independencia,
algunas cantidades entre las familias de los independientes.
»Soy hija legítima y única de don Ignacio Allende, y por esta razón disfruto una
pensión de montepío que jamás he recibido, sino sólo en cantidades sumamente
pequeñas. Las atenciones del erario no habrán permitido hacer más, y no es mi ánimo
el de quejarme de esto, pero, señor general, mi situación es bien crítica; apenas puedo
reunir cada mes la corta pensión que pago en este convento; ¿podré esperar que se me
auxilie con alguna cosa que alivie mi situación en el día memorable de mi padre?
»En usted confío, señor, porque ha dado usted prueba de ser buen mexicano;
porque fue uno de los que luchó en la Independencia, y por ser hoy uno de los
individuos que componen la Junta Patriótica.
»No creo que sea necesario dirigir solicitud alguna, pues usted se dignará
representarme para todo.
»Sírvase usted, señor general, admitir los testimonios de mi más alta
consideración, y contarme entre el número de sus servidoras.—B. L. M. de Vd.—
Juana María Allende».
Esta carta y otros documentos aparecieron en El Siglo XIX el día 24 de octubre de
1862, y todo ello lo reprodujo últimamente Leopoldo Archivero, nuestro apreciable
amigo, en el diario El Universal.
Al morir Juana María Allende, fue sepultada en el panteón bajo del Tepeyac, y en
el archivo de la parroquia existe su partida de defunción, pero no consta en ella el
nombre de la madre.
En el año de 1861 fueron exceptuadas de la exclaustración las monjas de Santa
Catalina de Sena pero el día 1.º de marzo de 1863, se llevó ésta a cabo; mas el 8 de
junio volvieron a su convento, donde estuvieron durante la Intervención y el Imperio,
hasta que fueron definitivamente exclaustradas al triunfo de la República en 1867.
El templo, como ya dijimos al principio de este capítulo, por decreto de 24 de
octubre de 1861, ratificado por los de 3 y 25 de marzo de 1863, continuó abierto al
culto. En la época del General Díaz se le segregó la torre característica del siglo XVII,
en cuyo cubo estuvo la Capilla más pequeña que ha existido en la ciudad. En el sitio
que ocupó dicha capilla y la torre y uno de los cuarteles, se levantó el pesado y feo
edificio de la Escuela Nacional de Jurisprudencia.
El 21 de abril de 1863, el convento se entregó al Cuerpo Médico Militar para
Hospital de sangre, y por orden de 14 de noviembre de 1867, una parte se destinó a
cuartel, haciéndose las reparaciones necesarias. «Días antes —dice Hernández y
Dávalos en un documento anexo al Informe presentado al Congreso por el Secretario
de Hacienda en 1874— estuvo ocupada aquella parte por varias familias», y quedó
señalado un local para celebrar consejos de guerra y jurados militares. Posteriormente
todo fue consagrado a dos cuarteles.
Lo referido es la historia del templo y del convento, por sus lados que caían a la
calle de Santa Catalina y a San Ildefonso. Del lado de la calle de la Cerbatana, hoy de
Venezuela, estuvo la huerta y otras dependencias del convento, que divididas en lotes
fueron adjudicadas a particulares, donde construyeron casas de habitación.
Por último, en el gobierno del presidente D. Venustiano Carranza, fue clausurada
la iglesia, pero debido a las gestiones de una virtuosa dama muy devota de la orden
dominica, volvióse a abrir al culto, quedando su iglesia como único recuerdo de aquel
convento que dio nombre a la triste y solitaria calle, que sólo se alegraba con las
verbenas populares celebradas desde antaño.[49]

[49] Sin embargo últimamente la iglesia de Santa Catalina de Sena, fue retirada del
culto católico y cedida a ministros protestantes. <<

No hay comentarios:

Publicar un comentario