viernes, 1 de marzo de 2019

El visto bueno del tigre

Junto a la muralla de una ciudad china vivía un joven leñador llamado T’ang con su anciana madre, una mujer de setenta años. Eran muy pobres y vivían en una diminuta choza de una habitación construida de adobe y hierba que habían alquilado a un vecino. T’ang se levantaba cada día muy temprano y subía a la montaña que había cerca de su casa. Allí pasaba el día cortando madera para venderla en la ciudad. Por la tarde regresaba a casa, llevaba la madera al mercado, la vendía y volvía con comida para su madre y para él. Resulta que, aunque eran muy pobres, también eran muy felices, porque el joven adoraba a su madre y la anciana pensaba que no había nadie como su hijo en todo el mundo. Sus amigos, sin embargo, sentían pena por ellos y decían: «Qué pena que no haya saltamontes aquí, ¡a los T’ang les caería la comida del cielo!».

    Un día, T’ang se levantó antes de que saliera el sol y se dirigió a la montaña con el hacha al hombro. Se había despedido de su madre y le había dicho que volvería pronto con una carga de madera mayor de lo habitual, porque el día siguiente era festivo y debían tomar una buena comida. La viuda T’ang lo esperó pacientemente todo el día, diciéndose una y otra vez, mientras realizaba sus tareas: «Mi buen muchacho, mi buen muchacho, ¡cuánto quiere a su anciana madre!».

    Esperó su regreso toda la tarde, pero fue en vano. El sol empezaba a esconderse por el oeste y su hijo no llegaba. Al final, la anciana empezó a preocuparse.

    —¡Pobre hijo mío! —murmuró—. Algo debe haberle pasado.

    Entornó sus debilitados ojos para mirar el sendero que conducía a la montaña. No había allí nada más que un rebaño de ovejas siguiendo a su pastor.

    —¡Pobre de mí! —sollozó la mujer—. ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!

    Agarró su bastón y cojeó hasta la casa de un vecino para contarle su problema y rogarle que fuera a buscar al muchacho perdido.

    Ese vecino tenía buen corazón y se mostró dispuesto a ayudar a la anciana T’ang, porque sentía mucha pena por ella.

    —En la montaña hay muchas bestias salvajes —dijo, negando con la cabeza mientras caminaba con ella, intentando preparar a la asustada mujer para lo peor—. Temo que una de ellas haya atrapado a su hijo.

    La viuda T’ang emitió un grito de horror y se derrumbó. Su amigo subió lentamente el sendero de la montaña, buscando señales de lucha. A medio camino encontró un pequeño montón de ropa rasgada y salpicada de sangre. El hacha del leñador estaba tirada a un lado del sendero, así como su vara y una cuerda. No había error posible: después de luchar valientemente, el pobre joven había sido devorado por un tigre.

    Recogió los jirones y bajó con tristeza la ladera. Temía enfrentarse a la pobre madre para decirle que su hijo se había marchado para siempre. Seguía en el suelo, a los pies de la montaña. Cuando la mujer levantó la mirada y vio lo que tenía en la mano, profirió un grito de desesperación y se desmayó. No fue necesario que le dijera lo que había ocurrido.

    Sus amigos la llevaron a su casita y le dieron comida, pero no consiguieron consolarla.

    —¡Pobre de mí! —exclamó la viuda—. ¿Qué sentido tiene seguir viviendo? Era mi único hijo. ¿Quién cuidará de mí, a mi edad? ¿Por qué me tratan los dioses de un modo tan cruel?

    Lloró, se mesó los cabellos y se golpeó el pecho, hasta que la gente empezó a decir que se había vuelto loca. Cuanto más lloraba, más violenta se volvía su desesperación.

    Sin embargo, para sorpresa de sus vecinos, la mujer partió al día siguiente camino de la ciudad. Era una pena verla, tan vieja, tan débil y tan sola, caminando lentamente con la ayuda de su bastón. Todos sentían lástima por ella, la señalaban y decían:

    —¿Ves? ¡La pobre no tiene a nadie que la ayude!

    Cuando llegó a la ciudad, la viuda preguntó dónde estaba el juzgado. Cuando lo encontró, se arrodilló ante la puerta y, a voz en grito, contó su infortunio. Justo en aquel momento el mandarín, o juez de la ciudad, estaba entrando en el juzgado para escuchar los casos del día. Oyó los lamentos de la anciana y pidió a uno de los criados que la dejara entrar para que le contara sus cuitas.

    Para eso precisamente había ido hasta allí la viuda T’ang. Se tranquilizó y cojeó hasta la sala.

    —¿Qué te ocurre, anciana? ¿Por qué formas ese escándalo delante del juzgado? Habla rápidamente y cuéntame qué te aqueja.

    —Soy vieja y débil —comenzó la mujer—; estoy coja y casi ciega. No tengo dinero ni modo de ganarlo. No me queda ni un solo familiar vivo en todo el imperio. Dependía de mi único hijo para vivir. Él subía a la montaña todos los días, porque era leñador, y cada noche volvía a casa con dinero suficiente para alimentarnos. Pero ayer se marchó y no regresó. Un tigre de la montaña lo atacó y se lo comió, y ahora, ¡pobre de mí!, parece que no hay nada que hacer… Me moriré de hambre. Mi corazón grita pidiendo justicia. He venido a este tribunal para suplicar a su señoría que el asesino de mi hijo sea castigado. Estoy segura de que la ley dice que nadie derramará sangre sin entregar la suya a cambio.

    —Pero, mujer, ¿es que estás loca? —exclamó el mandarín, riéndose a carcajadas—. ¿No has dicho que fue un tigre quien mató a tu hijo? ¿Cómo vamos a traer a un tigre ante la justicia? Sin duda debes haber perdido la razón.

    Las preguntas del juez no sirvieron de nada. La viuda T’ang mantuvo su petición. No se rendiría hasta que consiguiera su propósito. Sus alaridos resonaron por todo el juzgado. El mandarín no podía soportarlo más.

    —¡Basta! —gritó—. Mujer, deja de chillar. Haré lo que me pides. Vete a casa y espera hasta que te llame a la corte. El asesino de tu hijo pronto será atrapado y castigado.

    El juez, por supuesto, solo estaba intentando librarse de la enloquecida madre; pensaba que, una vez desapareciera de su vista, podría dar la orden de no dejarla entrar de nuevo. Pero la anciana era muy astuta. Adivinó sus intenciones y se mostró más cabezota que nunca.

    —No, no puedo marcharme —le respondió— hasta que te haya visto firmar la orden para que el tigre sea atrapado y traído ante este tribunal.

    Como el juez en realidad no era un mal hombre, decidió seguir la corriente a la anciana en su extraña petición. Se dirigió a sus asistentes y les preguntó cuál de ellos estaría dispuesto a ir en busca del tigre. Uno de esos hombres, llamado Li-neng, se había apoyado en el muro y estaba medio dormido. Estaba muy bebido y por eso no se había enterado de lo que había ocurrido en la sala. Uno de sus amigos le dio un codazo en las costillas justo cuando el juez pedía voluntarios.

    Pensando que el juez había pronunciado su hombre, dio un paso adelante y se arrodilló en el suelo.

    —Yo, Li-neng, cumpliré la voluntad de su señoría.

    —Muy bien, que así sea —respondió el juez—. Aquí tienes la orden. Ve y cumple con tu deber. —Dicho esto, entregó la orden de arresto a Li-neng. A continuación se dirigió a la mujer—: Y bien, anciana, ¿estás satisfecha?

    —Totalmente satisfecha, señoría —contestó ella.

    —Entonces vete a casa y espera allí hasta que te haga llamar.

    Tras murmurar algunas palabras de agradecimiento, la desdichada madre abandonó el edificio.

    Cuando Li-neng salió del tribunal, sus amigos lo rodearon.

    —¡Borrachín! —se rieron—. ¿Sabes lo que acabas de hacer?

    Li-neng negó con la cabeza.

    —Solo tengo que entregar una orden del mandarín, ¿no? Es muy fácil.

    —¿Qué? ¿Te parece fácil arrestar a un tigre, a un devorador de hombres, y traerlo a la ciudad? Será mejor que vayas a despedirte de tus padres. Jamás volverán a verte.

    A Li-neng se le pasó de inmediato la borrachera y se dio cuenta de que sus amigos tenían razón. Había sido muy estúpido, pero todo aquello seguramente no sería más que una broma. ¡Nunca antes se había emitido una orden así! Estaba claro que el juez había ideado aquel plan para librarse de la ruidosa anciana. Li-neng volvió al tribunal con la orden y le dijo al mandarín que le había sido imposible encontrar al tigre.

    Pero el juez no estaba para bromas.

    —¿No has podido encontrarlo? ¿Y por qué no? Tú te presentaste voluntario para arrestar al tigre. ¿Por qué rompes ahora tu promesa? De ningún modo voy a permitirlo, porque he dado mi palabra de que satisfaría la petición de justicia de la anciana.

    Li-neng se arrodilló y bajó la cabeza hasta el suelo.

    —Cuando hice esa promesa estaba borracho —se lamentó—. No sabía lo que había preguntado. Puedo detener a un hombre, pero no a un tigre. No sé nada de esas cosas. Aun así, si lo desea iré a las montañas con algunos cazadores contratados para ayudarme.

    —Muy bien, no me importa cómo lo atrapes mientras lo traigas al tribunal. Si fracasas, serás azotado. Te doy cinco días.

    Durante los siguientes días, Li-neng buscó al tigre culpable hasta debajo de las piedras. Contrató a los mejores cazadores del país. Buscaron en las montañas noche y día, se escondieron en las cuevas, vigilaron y acecharon, pero no encontraron nada. Fue muy difícil para Li-neng, que temía las grandes manos del juez más que las garras del tigre, pero el quinto día tuvo que informar de su fracaso. Recibió una gran paliza, cincuenta golpes en la espalda, pero aquello no fue lo peor: en las siguientes seis semanas tampoco consiguió encontrar rastro del animal perdido. Cada cinco días recibía una azotaina por su fracaso. El pobre hombre estaba desesperado. Otro mes así acabaría con él en su lecho de muerte. Estaba seguro de ello y por tanto tenía pocas esperanzas. Sus amigos negaban con la cabeza cuando lo veían.

    —Está acercándose al bosque —se decían unos a otros, dando a entender que pronto estaría en un ataúd.

    —¿Por qué no huyes de la región? —le preguntaban—. Sigue el ejemplo del tigre. Ya ves que ha escapado. Si cruzas la frontera de la provincia, el juez no intentará atraparte.

    Li-neng, siempre que escuchaba este consejo, negaba con la cabeza. No deseaba abandonar a su familia para siempre y estaba seguro de que, si intentaba huir, lo atraparían y lo condenarían a muerte.

    Un día, después de que los cazadores abandonaran la búsqueda y regresaran a sus hogares en el valle, Li-neng entró en un templo de la montaña a rezar. Se arrodilló ante un ídolo de aspecto feroz mientras las lágrimas caían por sus mejillas.

    —¡Ay de mí! ¡Soy hombre muerto! —gimió entre sus oraciones—. Un hombre muerto, porque ya no hay esperanza. ¡Ojalá no hubiera probado nunca una gota de vino!

    Justo entonces escuchó un suave susurro. Al levantar la mirada vio un enorme tigre en la puerta del templo, pero él ya no temía a los tigres. Sabía que solo había un modo de salvarse.

    —Ah —dijo, mirando al gran felino a los ojos—. Has venido a comerme, ¿verdad? Bueno, me temo que mi carne te parecería un poco dura, porque me han dado cuatro palizas en las últimas seis semanas. Tú eres el mismo tigre que atacó al leñador el mes pasado, ¿no? El leñador era hijo único, el único apoyo de su anciana madre. Ahora esta pobre mujer te ha denunciado al mandarín, quien, a su vez, ha emitido una orden de arresto contra ti. Me han enviado a buscarte para tu juicio. Por alguna razón, has actuado como un cobarde y has permanecido escondido. Esa ha sido la causa de mis palizas. No quiero seguir sufriendo por culpa del asesinato que cometiste. Debes venir conmigo a la ciudad y responder ante la acusación de asesinato del leñador.

    El tigre escuchó atentamente las palabras de Li-neng. Cuando el hombre se quedó en silencio, el animal no intentó escapar; al contrario, parecía dispuesto a ser capturado. Inclinó la cabeza y dejó que Li-neng le colocara una fuerte cadena alrededor del cuello. A continuación siguió al hombre tranquilamente montaña abajo, a través de las abarrotadas calles de la ciudad y hasta el tribunal. Durante todo el camino, los recibieron con gran excitación.

    —¡Han atrapado al tigre asesino de hombres! —gritaba la gente—. ¡Van a someterlo a juicio!

    La multitud siguió a Li-neng hasta la corte. Cuando el juez entró, todos guardaron un silencio sepulcral. La extraña visión de un tigre declarando ante un juez los tenía asombrados.

    El gran animal no parecía temer a aquellos que con tanta curiosidad lo observaban. Se sentó frente al mandarín como un enorme gato. El juez golpeó la mesa para señalar que el juicio iba a empezar.

    —Tigre —dijo, dirigiéndose al prisionero—, ¿te comiste al leñador de cuya muerte se te acusa?

    El tigre asintió con la cabeza seriamente.

    —¡Sí, él asesinó a mi hijo! —gritó la anciana—. ¡Matadlo! ¡Dadle la muerte que se merece!

    —Vida por vida es la ley —continuó el juez, sin prestar atención a la desolada madre y mirando al acusado a los ojos—. ¿No lo sabías? Has arrebatado su único hijo a una anciana desvalida. No tiene otros familiares que puedan ayudarla, y está pidiendo venganza. Debes ser castigado por tu crimen. La ley debe ser respetada. Sin embargo, no soy un juez cruel. Si prometes ocupar el lugar del hijo de esta viuda y mantener a la mujer en su vejez, estoy dispuesto a librarte de una muerte deshonrosa. ¿Qué me dices? ¿Aceptas mi oferta?

La asombrada audiencia estiró el cuello para ver qué ocurría y, una vez más, se sorprendió al ver que la bestia salvaje asentía en silencio.

    —Muy bien, entonces eres libre de volver a tu hogar en la montaña, pero, por supuesto, deberás recordar tu promesa.

    Quitaron las cadenas del cuello del tigre y el gran animal salió en silencio del juzgado, bajó la calle y atravesó la puerta que conducía a su querida cueva en la montaña.

    La anciana estaba de nuevo muy enfadada. Al salir cojeando de la habitación echó una amarga mirada al juez mientras murmuraba una y otra vez:

    —¿Dónde se ha visto que un tigre ocupe el lugar de un hijo? Vaya tontería, atrapar al culpable para volver a dejarlo libre.

    Sin embargo, no podía hacer nada más que regresar a casa, porque el juez había dado orden estricta de que no la dejaran presentarse ante él de nuevo.

    Apesadumbrada, entró en su desolada choza a los pies de la montaña. Sus vecinos, al verla, negaron con la cabeza.

    —No vivirá mucho más —dijeron—. Tiene la marca de la muerte en su arrugado rostro. ¡Pobrecilla! No tiene nada de lo que vivir; nada evitará que se muera de hambre.

    Pero se equivocaban. A la mañana siguiente, cuando la mujer salió a respirar un poco de aire fresco, encontró un ciervo muerto ante su puerta. El tigre había cumplido pronto con su promesa, porque había señales de garras en el cuerpo del animal muerto. Metió el ciervo en casa y lo preparó para venderlo en el mercado; le resultó fácil vender la carne y la piel por una buena suma de dinero. Todos sabían que era el primer regalo del tigre y no quisieron regatear demasiado.

    La mujer volvió a su casa muy contenta, cargada de comida y con dinero suficiente para mantenerse muchos días. Una semana después, el tigre volvió a su puerta con un rollo de tela y algún dinero en la boca. Dejó estos nuevos regalos a los pies de la anciana y se marchó sin esperar siquiera a que la mujer le diera las gracias. La viuda T’ang se dio cuenta entonces de que el juez había sido muy sabio. Dejó de llorar la muerte de su hijo y comenzó a tomar aprecio al majestuoso animal que había acudido a reemplazarlo.

    El tigre también tomó un gran cariño a su madre adoptiva y a menudo ronroneaba ante su puerta y le dejaba acariciar su suave pelaje. Ya no sentía el antiguo deseo de matar. La visión de la sangre no era tan tentadora para él como lo había sido en su juventud. Continuó llevando ofrendas semanales a la anciana hasta que estuvo mejor aprovisionada que ninguna otra viuda de la región.

    Al final, como marca la naturaleza, la buena anciana murió. Sus bondadosos amigos la enterraron a los pies de la gran montaña. Había ahorrado dinero suficiente para que colocaran una bonita lápida en la que escribieron esta historia tal como la habéis leído aquí. El leal tigre lamentó durante mucho tiempo la muerte de la anciana. Se tumbaba sobre su tumba y lloraba como un niño que hubiera perdido a su madre. Durante mucho tiempo buscó en la montaña la voz de la mujer que tanto había querido y regresaba cada noche a su choza vacía, pero fue en vano. La anciana a la que tanto quería se había marchado para siempre.

    Una noche, el tigre desapareció de la montaña y desde ese día nadie volvió a verlo. Algunos que conocen esta historia dicen que se murió de pena en una cueva secreta que había usado durante mucho tiempo como escondite. Otros añadían, encogiéndose ligeramente de hombros, que, como Shanwang, se marchó al Reino Celestial, donde fue recompensado por sus actos bondadosos y vivió como un espíritu el resto de la eternidad.


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