viernes, 29 de marzo de 2019

El viaje del cantero

Un cantero muy hábil vivía al pie de una montaña. Poseía el don de elegir los mejores
bloques de la cantera, de extraerlos en un abrir y cerrar de ojos, de tallarlos con
destreza. El dominio de su arte le proporcionó una buena reputación, que se divulgó
hasta la cabeza de partido. Un rico comerciante le hizo venir para encargarle unos
peldaños de arenisca rosada con el fin de reemplazar su vieja escalera de madera
carcomida. Durante su trabajo, el cantero pudo contemplar con toda tranquilidad la
espléndida vivienda del burgués, sus muebles de madera preciosa, sus copiosos
manjares, sus numerosos sirvientes, su mujer y su concubina acicaladas con sus
vestidos de seda.
Cuando el artesano regresó a su casa, el contraste fue tan sobrecogedor que le
embargó la nostalgia. Pese a su talento, se extenuaba para lograr apenas alimentar a
su numerosa descendencia. Estaba condenado a vivir en una casa en ruinas, estrecha
y llena de humo, a comer gachas de arroz en compañía de su mujer mal vestida, en
medio de su ruidosa chiquillería. ¡Jamás llegaría a tener la buena vida del burgués!
A la mañana siguiente, el cantero partió hacia la montaña. Sin ánimo para
trabajar, abandonó el sendero que conducía a la cantera y tomó el que subía hacia la
cabaña de bambú de un taoísta. El viejo anacoreta, del que se decía que era inmortal y
mago, le sirvió una tisana agridulce y le preguntó qué tormento le había conducido
hasta su humilde retiro. El artesano le contó su visita a la casa del burgués y
finalmente se lamentó de su suerte.
—Quien ha percibido la ilusión de este mundo cambiante —contestó el sabio—,
quien se ha abierto al Tao, no querría cambiar su choza por un palacio. Pero ¿cómo
renunciar a lo que no se conoce?
Y el anciano esbozó con su mano una especie de ideograma, murmurando a la vez
unas palabras impenetrables.
El cantero se encontró de pronto ocupando el lugar del rico comerciante, en su
suntuosa casa ¡ornada con una nueva escalera de arenisca rosada! No se planteó ya
pregunta alguna y se apresuró a disfrutar al máximo de esa vida opulenta y delicada.
Unos días después, mientras vagaba por la calle principal del lugar, el cantero vio
que la multitud se apartaba para dejar paso a un cortejo. Era el prefecto en viaje de
inspección, confortablemente instalado en un palanquín dorado, rodeado de sus
lacayos y de sus guardias rutilantes. Totalmente boquiabierto, el hombre de las
montañas se paró en medio del paso para contemplar el espectáculo, deteniendo de
este modo la procesión. Los guardias se abalanzaron sobre él y presentaron al
mandarín al desgraciado que había tenido la desfachatez de detener su palanquín. El
dignatario, furibundo, lo condenó a recibir cien bastonazos y a pagar cien taeles de
plata. ¡No se ultraja impunemente al representante del Hijo del Cielo!
Nuestro cantero lamentó no haber preferido desear ser prefecto… ¡y de inmediato
se encontró en el palanquín dorado!
Cuando el cantero descubrió el palacio del mandarín, no daba crédito a sus ojos.
Maderas lacadas, estatuillas de jade y de marfil, manjares refinados, seductoras
concubinas con delicados vestidos de satén; tanto lujo hacía que la cabeza le diera
vueltas. En el colmo de la felicidad, pensó que había llegado al reino de los
Inmortales.
Pero nuestro dignatario, que carecía de la experiencia de su predecesor, fue un
buen día convocado a la Ciudad prohibida, donde se le comunicó que Su Alteza
Imperial, a la vista de las numerosas quejas contra su persona, lo destituía de sus
funciones y lo enviaba a combatir contra los bárbaros del norte.
Nuestro cantero lamentó no ser emperador. De ese modo, al menos, no tendría
que rendir cuentas a nadie, y sería el dueño del mundo. Disfrutaría además del
palacio más grandioso que ojos mortales pudiesen contemplar.
Y por el poder del taoísta de la montaña, el cantero se encontró sentado sobre el
trono imperial.
Pero el nuevo emperador, al no entender gran cosa de la jerga diplomática ni del
estereotipado lenguaje político, dejó que sus ministros gobernaran en su lugar.
Prefirió hacer tareas de jardinería en los jardines deliciosamente diseñados de la
Ciudad prohibida y apoltronarse en los acogedores divanes del gineceo. Con su
inocencia, el cantero había puesto en práctica, sin saberlo, el precepto de Lao Tse:
Por la virtud del no-obrar se mantiene el orden natural.
Pero un Hijo del Cielo no se improvisa impunemente, y sin duda éste desatendió
algún rito ancestral que mantenía la armonía entre el Cielo y la Tierra. Una terrible
sequía se abatió sobre el Imperio del Medio. Los cursos de agua y los estanques se
secaron, los manantiales y los pozos se agotaron. Incluso a la sombra de los muros
del jardín de la Ciudad prohibida, el calor canicular hizo estragos. Bajo el sol de
plomo, las peonías, las rosas, las orquídeas, los bambúes y los bosquecillos enanos
murieron de sed entre las manos enternecidas del emperador. El soberano más
poderoso del mundo comprendió que el astro solar era superior a él. Y el cantero
lamentó profundamente no reinar en el cielo en su lugar.
Desde su lejana montaña, el viejo taoísta captó de inmediato su pensamiento,
pues, de repente, el insaciable cantero se encontró pavoneándose sobre la bóveda
celeste. Desde ahí podía imponer su poder en toda la superficie de la Tierra, acariciar
y hacer cantar la diversidad de paisajes, de cosas y de seres. Y admirar sin cesar su
obra renovada. Hasta el día en que las nubes regresaron. Al principio se quedó tuerto,
después, totalmente ciego. Ya no podía disfrutar del espectáculo que creaba. Sintió
rabia. La nube, ese vapor inconsistente, era, pues, más poderosa que él, hoguera
ardiente. Lamentó no estar en su lugar.
El sabio de la montaña ejecutó su pequeño truco, y nuestro cantero se encontró
convertido en nube. Durante algún tiempo le hizo la burla al sol, lanzándole al
desgaire su pantalla de humo. Pero pronto fue arrastrado por una corriente de aire
taciturno que lo zarandeó en las seis direcciones, lo deshilachó, lo desgarró. Estaba
sin fuerzas a merced del viento. Había encontrado a su amo, sin duda el más
poderoso, el más huidizo del universo. Lamentó no haber pensado antes en ello.
Por el poder del viejo sabio, el cantero fue soplo de viento. Cobró velocidad,
vigor, se transformó en un temible huracán. Se divertía derribando árboles, aventando
tejados, desplomando muros. Una alta montaña lo detuvo. Se ensañó con ella, trató de
sacudirla, de arrancarla, de escalarla. Todo fue inútil. Se quedó sin aliento. Había
encontrado, por tanto, algo más fuerte que él. Deseó ser montaña.
Y por la magia del Tao, el cantero fue un pico altivo, coronado de nubes. Era
inamovible e insensible a la nieve y a los rayos de sol. Pensaba haber alcanzado la
felicidad suprema de un Inmortal. Pero pestañeó, manifestando una pequeña molestia.
¡Le picaba un dedo del pie y no podía rascarse! ¡Qué exasperante resultaba!
¡Insoportable, incluso! Finalmente, a través de una brecha en la bruma divisó a un ser
humano minúsculo, un miserable mortal, que llevaba un mazo en la mano. ¡Era un
humilde cantero, un ser insignificante, quien le comía la moral! No había, por tanto,
nada más poderoso en el mundo que ese pobre individuo…
Y tras el viaje mágico que el sabio le hizo hacer, el cantero se encontró de nuevo
en su cantera, al pie de la montaña. Admiró el paisaje como si sus piernas nunca le
hubiesen llevado hasta este lugar. Luego se puso manos a la obra, cantando a voz en
grito. Al anochecer regresó a su casa, besó complacido a su mujer y a sus hijos, que
le parecieron más hermosos y más auténticos que los cortesanos. Y nunca más se
quejó de su suerte.
No busques la felicidad
en el vergel de tu vecino.
Cava más bien en el interior
de tu jardín.

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