sábado, 16 de marzo de 2019

El sol rojo (guaraní)

Igtá, llamado así por sus excelentes condiciones como nadador, era
un joven pescador de la tribu de los mocoretás. Estaba enamorado de la
doncella Picazú y había resuelto unirse a ella. Los padres consintieron,
y el anciano tuyá de la tribu consultó a la Luna. Esta se mostró de acuerdo,
pues según dicho brujo y las antiguas creencias, aquella claridad de
la Luna era signo de aprobación. Pero Igtá tenía que demostrar que era
digno de una compañera y para ello debía someterse a cierta prueba.
La prueba consistía en arrojarse a las aguas de la laguna, nadar un
largo trecho y regresar con presas. Había que estar seguro de que ninguna
pareja se uniría en contra de la voluntad del dios Tupá. El Gran
Espíritu expresaría su descontento llorando.
Si llovía la noche de la unión, era que Tupá lloraba, y entonces la
pareja debía ser echada de la tribu para que fuera a vivir a la isla habitada
por quienes se unieron en contra de los deseos del dios. Si ambos
eran buenos nadadores, la habitarían en cuerpo; si se ahogaban, la habitarían
en espíritu. Pero, de cualquier modo, aplacaban al Gran Espíritu
y evitaba su terrible venganza.
Igtá, nadador excelente, y pescador desde la niñez, salió triunfante
de la prueba: nadó la distancia exigida y regresó con abundante pesca.
La noche siguiente comenzó la ceremonia del casamiento. Alrededor
de una hoguera, la tribu bebió y danzó sin descanso hasta el alba. Confiando
siempre en que alguna nube no ocultase la Luna, porque en tal
caso ello significaba que la unión no era del agrado del Gran Espíritu.
Ya al amanecer y en medio del regocijo general, la tribu acompañó
a los desposados hasta la que sería su choza; pero Igtá y Picazú no
eran felices: ellos aún ignoraban la opinión de Tupá. Y pronto la supieron,
porque comenzó a llover: Tupá lloraba y ¡ay de la tribu, si permitía
que Igtá y Picazú siguiesen entre ellos! Debían huir, entregarse a
las aguas, condenados a habitar la isla desde donde no se volvía jamás.
Y los dos jóvenes, siguiendo la tradición, se arrojarían a las aguas
en presencia de toda la tribu, que los injuriaría para aplacar el disgusto
del Gran Espíritu.
Todo aquel día lo habían pasado en ayuno, oyendo las maldiciones
del tuyá intérprete de los augurios de los dioses y de los odios humanos.
Al siguiente día, después del llanto de Tupá, Igtá y Picazú se echaron
al agua.
Al poco rato, Picazú dio muestras de cansancio. Mas Igtá, buen nadador,
ayudó a su compañera. Ya habían nadado largo trecho; eran ya una
mancha que se movía en la quietud de las aguas... Casi era seguro que
se salvarían, y como se amaban, serían dichosos aun en la isla maldita.
Pero Ñautí, en otros tiempos desdeñado por Picazú, y ahora ávido
de venganza, lanzó la primera flecha. Otros guerreros lo imitaron, y los
amantes, tal vez heridos, desaparecieron de la superficie. Pero en aquel
punto el Sol, que ya se hundía, tomó un intenso color rojo, que se esparció
por el horizonte. La sangre de ellos lo había teñido.
Y desde entonces, el Sol, antes de perderse en el horizonte, se llena
de sangre.

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