viernes, 1 de marzo de 2019

El mono Sun Wukong

Lejos, muy lejos, en Oriente, en una isla en el centro del Gran Mar, está la Montaña de las Flores y las Frutas. Y en esa montaña hay una alta roca. Pues bien, esta roca había absorbido desde el inicio del mundo todo el poder secreto del cielo, de la tierra, del sol y de la luna, y este le proporcionaba una capacidad de creación sobrenatural. Un día la roca estalló y de ella salió un huevo de piedra. Y de este huevo de piedra surgió de manera mágica un mono también de piedra. Cuando rompió la cáscara, el mono de piedra se balanceó hacia todos los lados. Después aprendió a caminar y saltar, y sus ojos proyectaron dos haces de un resplandor dorado sobre el más alto de los castillos del cielo. El Gobernante del Cielo se asustó y decidió enviar a dos de sus espíritus, Ojo Kilométrico y Buen Oído, para que descubrieran qué había pasado. Los dos espíritus regresaron e informaron de lo siguiente: «Son los ojos del mono de piedra que nació del huevo que salió de la roca mágica los que proyectan los rayos. No hay razón para inquietarse».

    El mono creció poco a poco; corría y saltaba, bebía de los manantiales de los valles, comía flores y frutas y se pasaba el tiempo jugando sin restricciones.

    Un día de verano, buscando un lugar fresco junto a otros monos de la isla, fue al valle a bañarse. Allí había una cascada que caía desde un alto acantilado. Los simios se dijeron unos a otros:

    —Quien atraviese la cascada sin sufrir heridas será nuestro rey.

    El mono de piedra saltó de alegría y exclamó:

    —¡Yo lo haré!

    A continuación cerró los ojos, se inclinó y saltó a través del bramido y la espuma de las aguas. Cuando abrió los ojos de nuevo vio un puente de hierro que la cascada escondía del mundo exterior como si fuera una cortina.

    En la entrada había una tablilla de piedra con las siguientes palabras grabadas: «Esta es la cueva celestial tras la cortina de agua de la sagrada Isla de las Flores y las Frutas». Lleno de alegría, el mono de piedra atravesó de nuevo la cascada y contó al resto de simios lo que había encontrado. Estos recibieron la noticia con gran satisfacción y pidieron al mono de piedra que los llevara hasta allí, así que la tribu de monos atravesó el agua sobre el puente de hierro y se agrupó en la cueva, donde encontraron un fogón con gran variedad de ollas, tazas y platos. Pero todos estaban hechos de piedra. Entonces los simios rindieron tributo al mono de piedra, lo nombraron rey y le concedieron el nombre de Apuesto Rey Mono. Este señaló a Cola Larga, Cola Anillada y otros como sus oficiales y consejeros, sirvientes y criados. De este modo, todos vivían felices en la montaña y por la noche dormían en la cueva-castillo, lejos de los pájaros y las bestias, donde su rey disfrutaba de una dicha imperturbada. Así pasaron trescientos años.

    Un día, cuando el Rey Mono almorzaba alegremente con sus súbditos, de repente empezó a llorar. Asustados, los monos le preguntaron por qué estaba triste de repente, en mitad de aquella dicha.

    —Es cierto que no estamos sujetos a la ley y al gobierno del hombre, que los pájaros y las bestias no se atreven a atacarnos, pero poco a poco nos hacemos viejos y débiles y algún día nos llegará la hora en la que la Muerte, el Anciano, nos llevará. ¡Nos iremos en un momento y dejaremos de vivir en la tierra!

    Cuando los monos oyeron aquellas palabras, escondieron sus rostros y sollozaron. Pero un mono anciano, cuyos brazos estaban conectados de tal modo que podía añadir la longitud de uno al otro, dio un paso adelante.

    —¡Que hayas pensado en eso, Majestad, es muestra de que el deseo de la búsqueda de la verdad ha surgido en ti! Entre todas las criaturas vivas solo hay tres que están más allá del poder de la Muerte: los budas, los espíritus sagrados y los dioses. Solo quien alcance uno de esos tres grados escapará de la línea de la reencarnación y vivirá tanto como el mismo cielo.

    —¿Dónde viven esos tres tipos de seres? —preguntó el Rey Mono.

    —Viven en las cuevas y en las montañas sagradas del vasto mundo de los mortales —contestó el viejo simio.

    Cuando oyó esto, el rey quedó satisfecho y dijo a sus monos que iba a buscar a los dioses y espíritus sagrados para aprender de ellos el camino a la inmortalidad. Los monos recogieron melocotones y otras frutas y trajeron vino dulce para celebrar un banquete de despedida y divertirse todos juntos.

    A la mañana siguiente, el Apuesto Rey Mono se levantó muy temprano, construyó una balsa de pino y buscó una caña de bambú para usarla como pértiga. A continuación subió a la balsa y atravesó el Gran Mar. El viento y las olas eran favorables, y así llegó a Asia, donde atracó. En la playa se encontró con un pescador. De inmediato se acercó a él, lo dejó sin sentido, le quitó la ropa y se la puso. Después visitó todos los lugares famosos, todos los mercados, todas las ciudades; aprendió a comportarse adecuadamente y a hablar y actuar como un humano bien educado. Estaba decidido a aprender las enseñanzas de los budas, los espíritus sagrados y los dioses, pero a la gente de la región en la que se encontraba solo le preocupaban las distinciones y las riquezas. A nadie parecía importarle la vida. De este modo pasaron nueve años sin darse cuenta. Entonces fue a la playa del Mar del Oeste y pensó: «¡No hay duda de que habrá dioses y sabios al otro lado del mar!». Así que construyó otra balsa, navegó por el Mar del Oeste y llegó a la tierra de occidente. Allí dejó su balsa a la deriva y bajó a tierra. Después de buscar durante muchos días, encontró una alta montaña con tranquilos y profundos valles. Mientras se dirigía allí, oyó a un hombre cantando en el bosque; pensó que era un espíritu quien cantaba, de modo que se apresuró para descubrir al responsable y se encontró con un leñador que trabajaba. El Rey Mono se inclinó ante él y le dijo:

    —Venerable y divino señor, ¡me postro a tus pies!

    —Solo soy un obrero, ¿por qué me llamas divino señor? —replicó el leñador.

    —Pero, si no eres un dios, ¿por qué cantas esa canción divina?

    El leñador se rio.

    —Veo que entiendes de música. La canción que estaba cantando me la enseñó un sabio.

    —Si conoces a un sabio —le dijo el Rey Mono—, seguramente no vivirá lejos de aquí. Te suplico que me muestres el camino a su morada.

    —No está lejos de aquí. Esta montaña es conocida como la Montaña del Corazón. En ella hay una cueva donde mora un sabio al que llamamos «El Que Discierne». El número de discípulos que han obtenido el conocimiento gracias a él es impresionante. Todavía tiene treinta o cuarenta discípulos con él. Solo tienes que seguir este camino que conduce al sur, es imposible que no veas su casa.

    El Rey Mono dio las gracias al leñador y se dirigió a la cueva que le había descrito. La puerta estaba cerrada y no se atrevió a llamar, así que saltó a un pino, cogió tres piñas y devoró sus piñones. Poco después abrió la puerta uno de los discípulos del sabio.

    —¿Qué bestia es la que hace tanto ruido? —preguntó.

    El Rey Mono saltó del árbol, hizo una reverencia y contestó:

    —He venido a buscar la verdad, pero no me he atrevido a llamar.

    —Nuestro señor está meditando y me ha pedido que deje entrar al buscador de la verdad que está al otro lado de la puerta. Aquí estás. Bueno, ¡puedes entrar conmigo!

    El Rey Mono se arregló la ropa, se enderezó el sombrero y entró. Un largo pasillo conducía, junto a magníficos edificios y tranquilas chozas, a la silla de mármol blanco donde el señor estaba sentado. A derecha e izquierda estaban sus discípulos, listos para servirlo. El Rey Mono se lanzó al suelo y saludó al señor humildemente. En respuesta a sus preguntas, le contó cómo había encontrado el camino hasta allí. Y, cuando le preguntó su nombre, le dijo:

    —No tengo nombre. Soy el mono que salió de la piedra.

    —Entonces yo te daré un nombre. Te llamarás Sun Wukong1 —le dijo el maestro.

    El Rey Mono le dio las gracias, dichoso, y a partir de entonces se llamó Sun Wukong. El maestro ordenó al más antiguo de sus discípulos que le enseñara a barrer y a limpiar, a entrar y salir, a tener buenos modales, a labrar el campo y regar el huerto. Con el tiempo aprendió a escribir, a quemar incienso y a leer los sutras. Y de este modo pasaron seis o siete años.

    Un día, el maestro subió al estrado desde el que enseñaba y comenzó a hablar sobre la gran verdad. Sun Wukong comprendió el significado oculto de sus palabras y empezó a saltar y a bailar de alegría.

    —Sun Wukong, ¿todavía no has abandonado tu naturaleza salvaje? —lo reprendió el maestro—. ¿Qué pretendes comportándote de un modo tan inadecuado?

    —Estaba escuchándote atentamente y el significado de tus palabras se ha desvelado ante mi corazón —contestó Sun Wukong con una reverencia—. He empezado a bailar de alegría sin pensar. No estaba cediendo a mi naturaleza salvaje.

    —Si tu espíritu ha despertado de verdad, te anunciaré la gran verdad. Pero hay trescientos sesenta modos en los que puede alcanzarse esa verdad. ¿De qué modo quieres que lo haga? —le preguntó el maestro.

    —¡Como desees, señor!

    —¿Debería enseñártelo a través de la magia?

    —¿Qué enseña la magia? —le preguntó Sun Wukong.

    —Enseña a elevar el espíritu, a preguntar a los oráculos y a predecir la fortuna y la desgracia.

    —¿Es posible conseguir la vida eterna con ella?

    —No —le respondió el maestro.

    —Entonces no lo aprenderé así.

    —¿Debería enseñártelo a través de las ciencias?

    —¿Qué son las ciencias?

    —Son las nueve escuelas de las tres religiones. Aprenderás a leer los libros sagrados, a pronunciar hechizos, a conversar con los dioses y a invocar a los espíritus.

    —¿Puede obtenerse la vida eterna a través de ellas?

    —No.

    —Entonces no las aprenderé.

    —El método del reposo es muy bueno.

    —¿Cuál es el método del reposo?

    —Enseña a vivir sin alimento, a permanecer inmóvil en muda pureza y a perderse en la meditación.

    —¿Es posible obtener así la vida eterna?

    —No.

    —Entonces no lo aprenderé.

    —El método de los actos es también bueno.

    —¿Qué enseña?

    —Enseña a equilibrar las energías vitales, a practicar ejercicio físico, a preparar el elixir de la vida y a contener el aliento.

    —¿Me dará la vida eterna?

    —No lo creo.

    —¡Entonces no lo aprenderé! ¡No lo aprenderé!

    El maestro fingió haberse enfadado, bajó de su estrado, agarró su bastón y exclamó:

    —¡Vaya simio! ¡No quiere aprender esto, no quiere aprender lo otro! ¿Qué esperas aprender, entonces?

    Y le propinó tres golpes en la cabeza. Se retiró a sus aposentos y cerró la gran puerta a su espalda.

    Los discípulos estaban muy nerviosos y abrumaron a Sun Wukong con sus reproches. Aun así, el mono no les prestó atención; sonrió para sí mismo sin decir nada porque había comprendido el acertijo que el maestro le había dado para resolver. Y en su corazón pensó: «Que me haya golpeado la cabeza tres veces significa que tengo que estar preparado en la tercera guardia de la noche. Su retirada, cerrando la puerta a su espalda, significa que tengo que entrar por la puerta trasera, ya que me revelará la gran verdad en secreto». Por tanto, esperó hasta el anochecer y fingió echarse a dormir con el resto de discípulos. Pero, cuando llegó la tercera guardia de la noche, se levantó sin hacer ruido y se escabulló hasta la puerta trasera, que estaba entreabierta. Entró y se detuvo ante la cama del maestro. Este estaba durmiendo de cara a la pared y el mono no se atrevía a despertarlo, así que se arrodilló delante de la cama. Después de un rato, el maestro se giró y murmuró una estrofa para sí mismo:

    «Una dura y difícil labor, explicar la lección de la verdad. Uno habla hasta quedarse sordo, mudo y ciego, a menos que la encuentre el hombre correcto».

    Entonces, Sun Wukong contestó:

    —¡Estoy aquí, esperando reverencialmente!

    El maestro se puso la ropa, se sentó en la cama y dijo con aspereza:

    —¡Maldito mono! ¿Por qué no estás dormido? ¿Qué estás haciendo aquí?

    —Tú me indicaste ayer que debía venir a verte por la puerta trasera, en la tercera guardia de la noche, para instruirme en el conocimiento de la verdad. Por eso me he aventurado a venir. Si me enseñaras, te estaría eternamente agradecido.

    «En la cabeza de este mono hay sin duda inteligencia, pues me entendió a la perfección», pensó el maestro. Y entonces contestó:

    —Sun Wukong, ¡así será! Hablaré sin reservas contigo. Acércate a mí y te enseñaré el camino a la vida eterna.

    Dicho esto, le murmuró al oído un hechizo divino, mágico, para potenciar la concentración de sus poderes vitales, y le explicó el conocimiento secreto palabra por palabra. Sun Wukong escuchó con gran atención y lo aprendió en poco tiempo. A continuación dio las gracias a su profesor, salió y se tumbó a dormir. Desde aquel momento, practicó el modo correcto de respirar, de proteger su alma y su espíritu y de colmar los instintos naturales de su corazón. Y mientras lo hacía pasaron tres años más. Después su misión terminó.

    Un día, el maestro le dijo:

    —Tres grandes peligros te amenazan. Todos aquellos que desean llevar a cabo algo extraordinario están expuestos a ellos, porque les persigue la envidia de los demonios y los espíritus. Y solo aquellos que consiguen superar estos tres grandes peligros viven tanto como los cielos.

    Entonces Sun Wukong se asustó.

    —¿Hay algún modo de protegerse de esos peligros?

    El maestro volvió a murmurar un hechizo secreto en su oído y con él obtuvo el poder de transformarse setenta y dos veces.

    Y cuando no habían pasado más de un par de días, Sun Wukong ya había aprendido ese arte.

    Un día, el maestro estaba caminando ante la cueva en compañía de sus discípulos. Llamó a Sun Wukong y le preguntó:

    —¿Qué progresos has hecho en tu aprendizaje? ¿Ya puedes volar?

    —Sí, ya puedo —respondió el mono.

    —Entonces deja que te vea hacerlo.

    El mono saltó hasta una altura de un metro y medio o dos. Unas nubes se formaron bajo sus pies y caminó sobre ellas durante varios cientos de metros. Después se vio obligado a bajar a la tierra de nuevo.

    —Yo llamo a eso gatear sobre las nubes, no flotar sobre ellas como hacen los dioses y los sabios que vuelan por todo el mundo en un solo día. Te enseñaré el hechizo mágico para dar volteretas sobre las nubes. Con cada una de estas volteretas avanzarás treinta mil kilómetros.

    Sun Wukong le dio las gracias, lleno de alegría, y desde entonces pudo moverse sin límites de espacio.

    Un día, el Rey Mono estaba sentado junto al resto de discípulos bajo el pino que había ante la puerta, discutiendo los secretos de las enseñanzas. Al final, los discípulos le pidieron que les enseñara algunos de sus poderes de transformación. Sun Wukong no fue capaz de mantener el secreto y accedió.

    —¡Pedidme lo que sea! —dijo con una sonrisa—. ¿En qué os gustaría que me transformara?

    —Conviértete en un pino.

    Así que Sun Wukong murmuró un hechizo mágico, giró… Y ante sus ojos apareció un pino. Todos rieron a carcajadas. El maestro escuchó el alboroto y salió a la puerta arrastrando su bastón.

    —¿Por qué hacéis tanto ruido? —les preguntó con brusquedad.

    —Sun Wukong se ha transformado en un pino y eso nos ha hecho reír —le respondieron.

    —¡Sun Wukong, ven aquí! —gritó el maestro—. Explícame de qué va todo esto. ¿Por qué te has transformado en un pino? ¿Es que todo el esfuerzo que has hecho no significa nada para ti? Es irrespetuoso que uses tu conocimiento para entretener a tus compañeros con trucos de magia. Eso demuestra que tu corazón todavía no está bajo control.

    Sun Wukong le pidió perdón humildemente, pero el maestro le dijo:

    —No te deseo nada malo, pero debes marcharte.

    —¿A dónde iré? —le preguntó el Rey Mono con lágrimas en los ojos.

    —Deberías volver al lugar del que provienes —dijo el maestro. Y cuando el triste Sun Wukong se despidió de él, lo amenazó—: Tu naturaleza salvaje es un imán para el mal. No debes decirle a nadie que has sido mi pupilo. Si se te escapa una sola palabra al respecto, buscaré tu alma y la encerraré en el infierno más profundo para que no puedas escapar en un millar de eternidades.

    —¡No diré una sola palabra! —contestó Sun Wukong—. ¡No diré una sola palabra!

    Le dio las gracias una vez más por su amabilidad, hizo una voltereta y subió a las nubes.

    En menos de una hora había atravesado los mares y la Montaña de las Flores y las Frutas estaba ante sus ojos. Entonces se sintió feliz, en casa de nuevo. Dejó que su nube bajara a la tierra y exclamó:

    —¡Aquí estoy de nuevo, niños!

    Y, de inmediato salieron sus monos, del valle, de detrás de las rocas, de la hierba y de entre los árboles. Llegaron corriendo por miles, lo rodearon, le dieron la bienvenida y le preguntaron por sus aventuras.

    —Ahora he encontrado el camino a la vida eterna y ya no tengo que temer a la Anciana Muerte —les dijo Sun Wukong.

    Sus simios se alegraron mucho y lo agasajaron con flores y frutas, con melocotones y vino. Y una vez más nombraron a Sun Wukong como el Apuesto Rey Mono.

    Sun Wukong reunió a los monos a su alrededor y les preguntó cómo les había ido en su ausencia.

    —¡Menos mal que has regresado, gran rey! —le dijeron—. No hace mucho vino aquí un demonio que quería hacerse con nuestra cueva por la fuerza. Luchamos con él, pero se llevó a muchos de nuestros niños y probablemente regrese pronto.

    Sun Wukong se enfadó mucho.

    —¿Qué demonio es el que se atreve a ser tan insolente?

    —El Rey Demonio del Caos —le respondieron los monos—. Vive en el norte, quien sabe a cuántos kilómetros de distancia. Lo vimos llegar entre nubes y niebla y se marchó del mismo modo.

    —Esperad, ¡iré a verlo! —dijo Sun Wukong. Y, dicho esto, dio una voltereta y desapareció sin dejar rastro.

    En el lejano norte se eleva una alta montaña en cuya ladera había una cueva con una inscripción: «La cueva de los riñones». Ante la puerta danzaban unos diablillos a los que Sun Wukong gritó bruscamente:

    —¡Rápido, decid a vuestro Rey Diablo que será mejor que me devuelva a mis niños!

    Los pequeños demonios se asustaron y entregaron el mensaje en la cueva. Entonces el Rey Diablo buscó su espada y salió, pero era tan grande y ancho que ni siquiera podía ver a Sun Wukong. Estaba cubierto de la cabeza a los pies por una armadura negra y su rostro era tan negro como el fondo de una caldera.

    —Maldito diablo —le gritó Sun Wukong—, ¿dónde tienes los ojos, que no puedes ver al venerable Rey Mono?

    Entonces el diablo miró al suelo y vio a un mono de piedra ante él; llevaba la cabeza descubierta, un traje rojo con fajín amarillo y botas negras.

    —No mides ni un metro y medio de alto, tienes menos de treinta años y vas desarmado, pero aun así te atreves a causar un alboroto —dijo el Rey Diablo, riéndose.

    —No soy demasiado pequeño para ti, pues puedo cambiar de tamaño a voluntad. Te burlas porque no tengo armas, pero mis puños podrían desgranar los cielos.

    Dicho eso se detuvo, apretó los puños y empezó a dar una paliza al demonio. Su enemigo era grande y torpe, pero Sun Wukong saltaba con agilidad. Lo golpeó entre las costillas, cada vez más rápido y furioso. Desesperado, el demonio levantó su espada e intentó golpear al mono en la cabeza, pero este evitó el golpe y utilizó sus poderes mágicos de transformación. Se arrancó un cabello, se lo metió en la boca, lo masticó, escupió al aire y dijo:

    —¡Transfórmate!

    Y de inmediato el cabello se convirtió en cientos de pequeños monos que empezaron a atacar al diablo. Sun Wukong, todo sea dicho, tenía ochenta y cuatro mil pelos en su cuerpo, y todos podían transformarse. Los pequeños monos de astutos ojillos saltaban alrededor con la mayor rapidez. Rodearon al Rey Demonio, le rasgaron la ropa y tiraron de sus piernas hasta que terminó en el suelo. Entonces Sun Wukong se subió encima, le quitó la espada de la mano y le dio muerte. Después de eso entró en la cueva y liberó a las crías de mono cautivas. Los vellos transformados regresaron a él. Prendió fuego a la caverna maligna, reunió a los liberados y volvió con ellos a su cueva en la Montaña de las Flores y las Frutas, donde el resto de simios lo recibieron con alegría.

    Después de que Sun Wukong obtuviera la espada del Rey Demonio, entrenó a sus monos cada día. Tenían espadas de madera y lanzas de bambú, y tocaban música marcial con flautas de junco. Les hizo construir un campamento para que estuvieran preparados para cualquier peligro. De repente, a Sun Wukong se le ocurrió una idea: «Si seguimos así, quizá incitemos a algún rey humano o animal a luchar con nosotros, ¡y no seremos capaces de hacerle frente con espadas de madera y lanzas de bambú!». De modo que preguntó a sus monos:

    —¿Qué deberíamos hacer?

    Cuatro babuinos dieron un paso adelante y contestaron:

    —En la capital del Imperio de Aulai hay un sinfín de guerreros. Y también hay artesanos del cobre y del acero. ¿Qué te parece si compramos acero y hierro y pedimos a esos herreros que nos forjen armas?

    Con una voltereta, Sun Wukong llegó al foso de la ciudad. «Tardaría mucho tiempo en comprar las armas. En lugar de eso, usaré la magia para conseguirlas», se dijo. Sopló el suelo y se levantó un tremendo vendaval, arrastrando arena y piedras, que provocó que todos los soldados de la ciudad huyeran aterrados. Sun Wukong entró entonces en la armería, se arrancó uno de sus vellos, lo convirtió en miles de pequeños monitos, se hizo con todo el arsenal de armas y voló de vuelta a casa en una nube.

    Después reunió a sus simios y los contó: en total eran setenta y siete mil. Armados, se hicieron con toda la montaña y con todas las bestias mágicas y príncipes que vivían en ella. Y estos salieron de las setenta y dos cuevas y nombraron a Sun Wukong su líder.

    Un día, el Rey Mono dijo:

    —Ahora todos vosotros tenéis armas; pero esta espada que arrebaté al Rey Demonio es demasiado ligera, ya no es adecuada para mí. ¿Qué debería hacer?

    Entonces los cuatro babuinos dieron un paso adelante y dijeron:

    —En vista de tus poderes mágicos, oh, rey, no encontrarás un arma adecuada para ti en toda la tierra. ¿Puedes caminar sobre las aguas?

    —Todos los elementos se someten a mí y no hay lugar en el mundo a donde no pueda ir —les respondió el Rey Mono.

    —El agua de nuestra cueva fluye desde el Gran Mar hasta el castillo del Rey Dragón de los Mares Orientales. Si tus poderes mágicos lo hacen posible, podrías ir a ver al Rey Dragón para pedirle un arma.

    Esto le pareció bien. Saltó sobre el puente de hierro y murmuró un hechizo. A continuación se lanzó sobre las olas, que se separaron ante él y fluyeron hasta llegar al Palacio del Agua Cristalina. Allí se encontró con un tritón que le preguntó quién era. Sun Wukong mencionó su nombre y añadió:

    —Soy el vecino más cercano del Rey Dragón y he venido a visitarlo.

    El tritón llevó el mensaje al castillo y el Rey Dragón de los Mares Orientales salió rápidamente a recibirlo. Le pidió que se sentara y le sirvió té.

    —He aprendido el conocimiento oculto y he obtenido los poderes de la inmortalidad. He entrenado a mis simios en el arte de la guerra para proteger nuestra montaña, pero no tengo ningún arma para mí, de modo que he venido a pedirte una prestada.

    El Rey Dragón hizo que el General Rodaballo le llevara una gran lanza. Pero Sun Wukong no estaba satisfecho con ella. Entonces, el rey ordenó que el Capitán General Anguila le llevara un tridente de nueve púas que pesaba mil seiscientos kilos. Pero Sun Wukong la sopesó en su mano y dijo:

    —¡Demasiado ligero! ¡Demasiado ligero! ¡Demasiado ligero!

    Entonces el Rey Dragón se asustó y pidió que le llevaran el arma más pesada de su armería. Esta pesaba tres mil doscientos kilos, pero todavía era demasiado ligera para Sun Wukong. El Rey Dragón le aseguró que no tenía nada más pesado, pero el Rey Mono no se rindió.

    —¡Mira por ahí, seguro que tienes algo!

    Al final, la Reina Dragón y su hija salieron y dijeron al Rey Dragón:

    —Este mono es un maleducado. La gran vara de hierro sigue seguramente aquí, en nuestro mar, y no hace mucho brillaba con un resplandor rojo; es probable que sea una señal de que ha llegado el momento de que se la lleven.

    —Pero esa es la vara que el Gran Yu usó cuando ordenó las aguas y determinó la profundidad de los mares y ríos. No puede llevársela —dijo el Rey Dragón.

    —¡Deja que la vea! Lo que haga con ella después no es asunto nuestro.

    Así que el Rey Dragón condujo a Sun Wukong hasta la vara de medir. El resplandor dorado que emitía podía verse a cierta distancia. Era una vara de hierro gigantesca, con abrazaderas doradas a cada lado.

    Sun Wukong la levantó usando toda su fuerza.

    —Es demasiado pesada; debería ser un poco más corta y fina.

    Tan pronto como hubo dicho esto, la vara de hierro se redujo. Probó de nuevo y se dio cuenta de que se volvía más grande o más pequeña según le ordenara. Podía encogerse hasta tener el tamaño de un alfiler. El Rey Mono estaba loco de contento; cuando golpeó el mar con la vara, las olas crecieron hasta la altura de una montaña y el castillo del dragón se movió hasta los cimientos. El Rey Dragón tembló de miedo, y todas sus tortugas, peces y cangrejos escondieron la cabeza.

    Sun Wukong se rio.

    —¡Muchas gracias por el estupendo regalo! Ahora tengo un arma, es cierto, pero todavía no tengo armadura. En lugar de buscar en otro sitio, creo que tú podrías proporcionarme una cota de malla.

    El Rey Dragón le dijo que no tenía ninguna armadura.

    —No me marcharé hasta que hayas obtenido una para mí —dijo el simio, y una vez más empezó a agitar su vara.

    —¡No me hagas daño! —exclamó el aterrorizado Rey Dragón—. Preguntaré a mis hermanos.

    Y entonces hizo que tocaran el tambor de hierro y que golpearan el gong dorado, y en un instante todos los hermanos del Rey Dragón llegaron desde el resto de mares. El Rey Dragón habló con ellos en privado y les dijo:

    —¡Este tipo es terrible y no debemos enfadarlo! Se ha llevado la vara de oro y ahora insiste en tener una armadura. Lo mejor que podemos hacer es satisfacerlo de inmediato; más tarde iremos a hablar con el Gobernante del Cielo.

    Así que los hermanos le llevaron un traje mágico compuesto por una malla dorada, unas botas mágicas y un casco mágico.

    Sun Wukong les dio las gracias y regresó a su cueva. Saludó a los que habían acudido a recibirlo y les mostró la vara con las empuñaduras doradas. Intentaron levantarla del suelo entre todos, pero fue como si una libélula intentara volcar una columna de piedra, o como si una hormiga intentara transportar una gran montaña. No consiguieron moverla un milímetro. Entonces los simios sacaron la lengua.

    —Padre, ¿cómo es posible que tú puedas con algo tan pesado?

    El Rey Mono les contó el secreto de la vara y les mostró su potencial. A continuación puso orden en su imperio y nombró capitanes a cuatro babuinos. Los siete animales mágicos (el buey, el dragón, el pájaro, el león y los demás) se unieron también a él.

    Un día se echó una siesta después de comer. Antes de hacerlo había empequeñecido la vara y se la había metido en la oreja. Mientras dormía, dos hombres se le acercaron en un sueño con una tarjeta en la que ponía: «Sun Wukong». No le dejaron resistirse; lo encadenaron y se llevaron su espíritu. El Rey Mono volvió en sí cuando estaban llegando a una gran ciudad. Sobre las puertas había una tablilla de hierro en la que estaba grabado con letras enormes lo siguiente: «El Inframundo».

    De repente lo entendió todo.

    —Vaya, ¡esta debe ser la morada de la Muerte! Pero yo escapé hace mucho a su poder, ¿cómo se atreve a traerme aquí?

    Cuanto más reflexionaba, más se enfadaba. Se sacó la vara dorada de la oreja, la agitó y dejó que creciera. Hizo papilla a los dos agentes, aplastó sus grilletes e hizo rodar su barra sobre la ciudad. Las diez Princesas de la Muerte estaban muy asustadas. Se inclinaron ante él y le preguntaron:

    —¿Quién eres?

    —Si no sabéis quién soy, ¿por qué habéis ido a buscarme y me habéis traído a este palacio? —les contestó—. Soy el sabio Sun Wukong, nacido en el cielo, rey de la Montaña de las Flores y las Frutas. ¿Y vosotras quiénes sois? ¡Decidme vuestros nombres, rápido, u os golpearé!

    Las diez Princesas de la Muerte le dijeron sus nombres con humildad.

    —¡Yo, el Venerable Sol, me he ganado el poder de la vida eterna! —exclamó Sun Wukong—. Rápido, ¡entregadme el Libro de la Vida!

    Las jóvenes no se atrevieron a desafiarlo e hicieron que el escriba les llevara el libro. Sun Wukong lo abrió. Bajo el epígrafe «Simios», número 1350, leyó: «Sun Wukong, el mono de piedra nacido en el cielo. Vivirá trescientos veinticuatro años. Después morirá sin enfermedad».

    Sun Wukong cogió el pincel de la mesa y tachó a todo el clan de los monos del Libro de la Vida.

    —¡Ahora estamos en paz! De ahora en adelante no sufriré más descaros vuestros.

    Dicho esto, salió del Inframundo con la ayuda de su vara sin que las diez Princesas de la Muerte se atrevieran a detenerlo, pero más tarde fueron a quejarse ante el Gobernante del Cielo.

    Cuando Sun Wukong abandonó la ciudad, resbaló y cayó al suelo. Esto provocó que despertara y se dio cuenta de que había estado soñando. Llamó a sus cuatro babuinos y les dijo:

    —¡Espléndido, espléndido! Me llevaron al castillo de la Muerte y causé allí un alboroto considerable. ¡Les obligué a entregarme el Libro de la Vida y taché la hora de la muerte de todos los simios!

    Después de eso no murió ningún otro mono de la montaña, porque sus nombres habían sido tachados en el Inframundo.

    El Gobernante del Cielo llamó a todos sus siervos a su castillo. Un sabio se adelantó y le presentó la queja del Rey Dragón de los Mares Orientales, y otro le presentó la queja de las diez Princesas de la Muerte. El Gobernante del Cielo miró en sus recuerdos y vio la maleducada y salvaje conducta de Sun Wukong, de modo que ordenó a un dios que bajara a la tierra y lo hiciera prisionero. Sin embargo, la Estrella de la Tarde quiso hablar:

    —Ese mono nació de los poderes más puros del cielo, de la tierra, del sol y de la luna. Ha obtenido el conocimiento secreto y ha alcanzado la inmortalidad. Recuerda, oh, señor, tu enorme amor por todo lo que tiene vida, y perdónale su pecado. Emite una orden para que acuda al cielo y ocupe un cargo aquí; de este modo entrará en razón. Después, si de nuevo desobedece tus órdenes, que lo castiguen sin piedad.

    El Gobernante del Cielo se mostró de acuerdo, emitió la orden y pidió a la Estrella de la Tarde que se la entregara a Sun Wukong. La Estrella de la Tarde montó en una nube de colores y descendió sobre la Montaña de las Flores y las Frutas.

    Se presentó ante el Rey Mono y le dijo:

    —El señor ha oído hablar de tus actos y quiere castigarte. Yo soy la Estrella de la Tarde del Cielo Oriental y he hablado en tu favor. Por tanto, me ha ordenado que te lleve conmigo para que ocupes un cargo en el cielo.

    Sun Wukong se alegró mucho.

    —Había estado pensando en hacer una visita al cielo y, qué casualidad, has venido tú a recogerme, Vieja Estrella. —Entonces llamó a sus cuatro babuinos—: ¡Cuidad bien de nuestra montaña! Voy a subir al cielo para pasar allí un tiempo.

    Hizo una nube y se marchó volando, pero con sus volteretas avanzaba tan rápido que la Estrella de la Tarde se quedó atrás. Antes de darse cuenta había llegado a la puerta sur del cielo y estaba a punto de atravesarla. El portero no quería dejarlo entrar, pero no dejó que eso lo detuviera. La Estrella de la Tarde llegó en mitad de la disputa y explicó la situación, y entonces le permitieron atravesar la puerta celestial. Cuando llegó al castillo del Gobernante del Cielo, se presentó ante él sin inclinar la cabeza.

    —¿Este tipo con la cara peluda y los labios puntiagudos es Sun Wukong? —preguntó el Gobernante del Cielo.

    —¡Sí, yo soy el Venerado Sol! —contestó el Rey Mono.

    Todos los siervos del Gobernante del Cielo quedaron estupefactos.

    —Este mono salvaje ni siquiera se inclina ante ti y se atreve a llamarse Venerado Sol —le dijeron—. ¡Ese crimen merece un millar de muertes!

    —Ha venido desde la tierra y todavía no está acostumbrado a nuestras normas —contestó el Señor—. Lo perdonaremos.

    Entonces ordenó que se le diera un cargo.

    —No hay ningún puesto vacante, pero se necesita un oficial en los establos —dijo el alguacil de la corte celestial.

    Por tanto, el Señor lo nombró capataz de las caballerizas celestiales. Los siervos dijeron a Sun Wukong que debía agradecer la gracia que se le había otorgado.

    —¡Gracias por el puesto! —gritó el Rey Mono; tomó posesión de su certificado de nombramiento y se fue a los establos para ocupar su nuevo despacho.

    Sun Wukong se ocupaba de su labor con entusiasmo. Los corceles celestiales estaban brillantes y gordos, y los establos estaban llenos de potros jóvenes. Antes de darse cuenta, había pasado medio mes. Entonces, sus amigos del cielo prepararon un banquete en su honor.

    Mientras estaban en la mesa, Sun Wukong preguntó casualmente:

    —¿Capataz? ¿Qué tipo de título es ese?

    —Bueno, es un título oficial —fue la respuesta.

    —¿Qué rango tiene?

    —No tiene rango alguno —le respondieron.

    —Ah —dijo el mono—, ¿es tan alto que supera al resto de dignatarios?

    —No, no es alto. No es alto en absoluto —le respondieron sus amigos—. Ni siquiera está incluido en el listado oficial; es un puesto de subordinado. Lo único que tienes que hacer es cuidar de los caballos. Si se ponen gordos, serás bien valorado; pero si enferman o adelgazan, serás castigado de inmediato.

    Entonces el Rey Mono se enfadó.

    —¿Qué? ¿Me tratan a mí, el Venerable Sol, de un modo tan humillante? En mi montaña era un rey, ¡un padre! ¿Para qué me necesitan aquí, para alimentar a los caballos? ¡No seguiré haciéndolo! ¡No seguiré haciéndolo!

    Y ya había volcado la mesa, se había sacado la vara dorada de la oreja, había dejado que se agrandara y se había abierto camino hasta la puerta sur del cielo. Y nadie se atrevió a detenerlo.

    Volvió a la isla de su montaña y su clan lo rodeó.

    —¡Has estado fuera más de diez años, majestad! —le dijeron—. ¿Por qué no has vuelto con nosotros hasta ahora?

    —No he pasado más de diez días en el cielo —les contestó el Rey Mono—. El Gobernante del Cielo no sabe cómo tratar a su gente. Me nombró caballerizo y tuve que alimentar a sus caballos. Estoy tan avergonzado que podría morirme. Pero no me conformé, y ya estoy aquí otra vez.

    Sus simios le prepararon de inmediato un banquete para consolarlo. Mientras estaban sentados a la mesa, dos demonios con cuernos llegaron con una túnica imperial amarilla como regalo. El Rey Mono estaba tan contento que se la puso y nombró a los dos demonios líderes de la vanguardia. Estos le dieron las gracias y empezaron a alabarlo:

    —Con tu poder y sabiduría, majestad, ¿por qué tienes que servir al Gobernante del Cielo? Lo adecuado sería que te autonombraras Gran Sabio Sosia del Cielo.

    El mono se sintió muy complacido.

    —¡Bien! ¡Bien! —exclamó.

    A continuación ordenó a sus cuatro babuinos que hicieran un estandarte con la inscripción: «Gran Sabio Sosia del Cielo». Y de ese momento en adelante se hizo llamar así.

    Cuando el Gobernante del Cielo se enteró de la huida del mono, ordenó a Li Dsing, el dios portador de la pagoda, y a su tercer hijo, Notscha, que le hicieran prisionero. Padre e hijo partieron a la cabeza de un ejército celestial, plantaron campamento ante su cueva y enviaron a un valiente guerrero para que lo desafiara a un combate. Pero Sun Wukong lo derrotó con facilidad y lo obligó a huir mientras le gritaba entre risas:

    —¡Menudo fanfarrón! ¡Y dice que es un guerrero del cielo! No te mataré. ¡Huye rápidamente y envíame a alguien mejor!

    Cuando Notscha se enteró, él mismo presentó batalla.

    —¿Tú de dónde has salido, pequeño? No deberías jugar por aquí, ¡podría pasarte algo! —le dijo Sun Wukong.

    —¡Maldito mono! —gritó Notscha—. ¡Soy el príncipe Notscha y me han ordenado que te haga prisionero!

    Y, dicho esto, se lanzó sobre Sun Wukong con su espada.

    —Muy bien, yo me quedaré aquí sin moverme.

    Notscha se enfadó mucho y se convirtió en un dios con tres cabezas y seis brazos en los que llevaba seis armas diferentes. De este modo se lanzó al ataque.

    El Rey Mono se rio.

    —¡El pequeñín sabe hacer trucos! Pero, oye, ¡espera un momento! Yo también cambiaré de forma.

    Y él también se convirtió en una figura con tres cabezas y seis brazos en los que blandía tres varas doradas. Empezaron a luchar y los golpes llovían con tal rapidez que parecía que un millar de armas volaban por el aire. Después de treinta rondas, el combate aún no estaba decidido. Entonces Sun Wukong tuvo una idea. Se arrancó disimuladamente uno de sus cabellos, recuperó su forma normal y dejó que su clon continuara luchando con Notscha. Mientras tanto, él se colocó a su espalda y le dio tal golpe con su vara en el brazo izquierdo que le fallaron las rodillas por el dolor y tuvo que retirarse, derrotado.

    —¡Ese demonio de mono es demasiado poderoso! —contó Notscha a su padre Li Dsing—. ¡No he conseguido derrotarlo!

    No podían hacer otra cosa más que regresar al cielo y admitir su derrota. El Gobernante del Cielo agachó la cabeza e intentó pensar en otro héroe al que enviar.

    Entonces la Estrella de la Tarde se acercó a él de nuevo y le dijo:

    —Ese mono es tan fuerte y tan valiente que probablemente ninguno de nosotros es rival para él. Se enfadó porque el oficio de capataz le pareció demasiado bajo. Lo mejor sería mostrarse indulgente, dejar que se salga con la suya y nombrarlo Gran Sabio Sosia del Cielo. Solo tendríamos que darle el título, sin sumarle ningún cargo, y el problema estaría resuelto.

    El Gobernante del Cielo se mostró satisfecho con esta sugerencia y, una vez más, envió a la Estrella de la Tarde para que llamara al nuevo sabio a su presencia. Cuando Sun Wukong se enteró de su llegada, exclamó:

    —¡El viejo Estrella de la Tarde es un buen tipo!

    E hizo que su ejército se alineara para darle la bienvenida. Se puso su túnica ceremonial y fue a recibirlo educadamente.

    Entonces la Estrella de la Tarde le contó lo que había ocurrido en el cielo, y que lo habían nombrado Gran Sabio Sosia del Cielo.

    —¡Ya has hablado en mi favor antes, Vieja Estrella! —exclamó el Gran Sabio, riéndose—. Y ahora, una vez más, te pones de mi parte. ¡Muchas gracias! ¡Muchas gracias!

    Juntos se presentaron ante el Gobernante del Cielo.

    —El rango de Gran Sabio Sosia del Cielo es muy alto. Ahora debes dejar de hacer travesuras.

    El Gran Sabio le dio las gracias y el Gobernante del Cielo ordenó a dos hábiles arquitectos que construyeran un castillo para Wukong al este del huerto de melocotoneros de la emperatriz. Y lo condujeron hasta allí rodeado de honores.

    El Sabio estaba en su elemento. Tenía todo lo que su corazón podía desear y nada por lo que preocuparse. Vivía cómodamente, iba allá donde quería y visitaba a los dioses de vez en cuando. Trataba a los Tres Puros y a los Cuatro Gobernantes con cierto respeto, pero a los dioses planetarios, a los señores de las veintiocho casas de la luna y de los doce signos zodiacales, y al resto de estrellas, los saludaba con un «Hola, ¿qué tal?». Y así pasaba los días, ocioso entre las nubes del cielo. En una ocasión, uno de los sabios dijo al Gobernante del Cielo:

    —El Venerado Sol se pasa los días sin hacer nada. Deberíamos evitar que se le ocurra alguna travesura, así que sería mejor que le encargáramos alguna tarea.

    El Gobernante del Cielo llamó al Gran Sabio y le dijo:

    —Los melocotones de la inmortalidad del huerto de la emperatriz madurarán pronto. Te encargo la tarea de vigilarlos. ¡Cumple tu deber concienzudamente!

    Esto alegró al Sabio, que le dio las gracias. Cuando llegó al huerto, los hortelanos y jardineros lo recibieron de rodillas.

    —¿Cuántos árboles hay en total? —les preguntó.

    —Tres mil seiscientos —contestó un hortelano—. En la primera hilera hay mil doscientos árboles. Tienen flores rojas y pequeñas frutas que maduran cada tres mil años; quien come de ellas obtiene la salud. Los mil doscientos árboles de la hilera central tienen flores dobles y una fruta dulce que madura cada seis mil años; quien come de ella puede flotar en el cielo del amanecer sin envejecer. Los mil doscientos árboles de la última hilera tienen frutas con rayas rojas y huesos pequeños que maduran cada nueve mil años; quien come de su fruta vive eternamente, tanto como el cielo, y permanece intacto durante miles de eones.

    El Sabio escuchó todo aquello con placer. Repasó las listas y desde ese momento apareció cada día para supervisar las cosas. La mayor parte de los melocotones de la última hilera estaban ya maduros. Cuando llegaba al huerto, enviaba lejos a los cuidadores con algún pretexto, saltaba a los árboles y se daba un atracón de melocotones.

    En aquella época, la Emperatriz Oriental estaba preparando el gran banquete de melocotones con el que acostumbraba a agasajar a todos los dioses del cielo. Envió a las hadas con sus vestidos de siete colores y sus cestas para recoger los melocotones. El hortelano les dijo:

    —El huerto está ahora bajo los cuidados del Gran Sabio Sosia del Cielo, así que primero debéis presentaros ante él.

    Dicho esto, condujo a las siete hadas al huerto. Allí buscaron al Gran Sabio por todas partes, pero no consiguieron encontrarlo.

    —Tenemos órdenes y no debemos demorarnos. Mientras aparece empezaremos a recoger los melocotones —dijeron las hadas. Así que llenaron varias cestas de la primera hilera. En la segunda hilera, los melocotones empezaban a escasear. Y en la tercera hilera solo quedaba un melocotón medio maduro. Tiraron de la rama, lo arrancaron y soltaron la rama de nuevo.

    Resultó que el Gran Sabio, que se había convertido en un gusano, estaba echándose la siesta en aquella rama. Cuando lo despertaron tan bruscamente, recuperó su forma habitual, agarró su vara y empezó a perseguir a las hadas.

    —Nos ha enviado aquí la emperatriz. ¡No te enfades, Gran Sabio! —exclamaron las hadas.

    —¿Y quiénes son todos esos invitados de la emperatriz? —les preguntó.

    —Todos los dioses y sabios del cielo, de la tierra y del inframundo.

    —¿Me ha invitado también a mí? —les preguntó.

    —No que nosotras sepamos —contestaron las hadas.

    Entonces el sabio se enfadó y murmuró un hechizo mágico.

    —¡Alejaos! ¡Alejaos! ¡Alejaos!

    Y con eso expulsó a las hadas de allí. El sabio partió en una nube hacia el palacio de la emperatriz.

    De camino, se encontró con el Dios Descalzo y le preguntó:

    —¿A dónde vas?

    —Al banquete del melocotón —fue la respuesta.

    —El Gobernante del Cielo me ha ordenado que diga a todos los dioses y sabios que antes de presentarse ante la emperatriz tienen que acudir al Salón de la Pureza para llevar a cabo una ceremonia —le mintió.

    Entonces tomó el aspecto del Dios Descalzo y se marchó al palacio de la emperatriz. Allí bajó de su nube y entró como si tal cosa. La comida estaba lista, pero ninguno de los dioses había llegado todavía. De repente, el Gran Sabio olió el vino del centenar de barriles del preciado néctar que había preparados. Se le hizo la boca agua. Se arrancó un par de cabellos y los convirtió en gusanos del sueño. Estos gusanos reptaron por las fosas nasales de los coperos y todos se quedaron dormidos. De este modo, Sun Wukong disfrutó de las deliciosas viandas sin preocupación; abrió los barriles y bebió hasta quedar aturdido.

    —Todo este asunto está empezando a marearme —se dijo a sí mismo—. Será mejor que me marche a casa a dormir un poco.

    Y salió del huerto tambaleándose. Por supuesto, se perdió y terminó en la morada de Laotse. Allí recuperó la consciencia. Se arregló la ropa y entró. No había nadie a la vista, porque en aquel momento Laotse y todos sus criados estaban en casa del Dios de la Luz. Como no encontró a nadie, el Gran Sabio entró en el salón privado donde Laotse solía preparar el elixir de la vida. Junto a los fogones había cuatro jícaras llenas de las píldoras de la indestructibilidad que ya habían sido preparadas.

    «Hace mucho tiempo que tengo la intención de preparar algunas de estas píldoras. Me viene muy bien encontrarlas aquí», se dijo.

    Vertió el contenido de las jícaras y se comió todas las píldoras. Como ya había comido y bebido suficiente, pensó: «¡Oh, oh! La travesura que he hecho no puede ser reparada con facilidad. Si me pillan, mi vida estará en peligro. Creo que lo mejor será bajar a la tierra y seguir siendo rey». Entonces se volvió invisible, viajó hasta la puerta oeste del cielo y regresó a la Montaña de las Flores y las Frutas, donde contó sus aventuras a quienes lo recibieron.

    Cuando les habló del néctar de melocotón, sus simios dijeron:

    —¿No podrías volver para robar algunas botellas de vino, de modo que nosotros también podamos beberlo y obtener la vida eterna?

    El Rey Mono accedió; dio una voltereta, entró en el huerto sin que lo vieran y se llevó cuatro barriles, dos bajo los brazos y dos en las manos. Desapareció con ellos sin dejar rastro y los llevó a su cueva, donde los degustó con sus monos.

    Una noche y un día después, las siete hadas a las que el Gran Sabio había expulsado recuperaron su libertad. Recogieron sus cestas y contaron a la emperatriz lo sucedido. Y los coperos también llegaron corriendo e informaron de la destrucción que un desconocido había causado entre los comestibles y bebestibles. La emperatriz fue a quejarse ante el Gobernante del Cielo. Poco después, Laotse también acudió a él para contarle que le habían robado las píldoras de la indestructibilidad. El Dios Descalzo le contó que el Gran Sabio Sosia del Cielo lo había engañado, y del palacio del Gran Sabio llegaron unos siervos para contar que el sabio había desaparecido y que no había ni rastro de él. Entonces el Gobernante del Cielo se asustó.

    —¡Todo este lío es sin duda obra de ese mono infernal! —exclamó.

    Llamaron a todos los habitantes del cielo, a los dioses de las estrellas, los dioses del tiempo y los dioses de la montaña para atrapar al simio. Li Dsing, una vez más, era el comandante. Inspeccionó la montaña y extendió una red en el cielo y otra en la tierra para que nadie pudiera escapar. A continuación envió a sus hombres más valientes a la batalla. El mono resistió con audacia todos los ataques desde primera hora de la mañana hasta la puesta del sol. Pero, en ese momento, sus seguidores más leales fueron capturados. Eso fue demasiado para él. Se arrancó un cabello y lo convirtió en miles de monos, todos armados con varas de hierro doradas. El ejército celestial fue derrotado y el mono se retiró a su cueva a descansar.

    Resultó que Guan Yin también había acudido al banquete de melocotón y había descubierto lo que Sun Wukong había hecho. Cuando fue a visitar al Gobernante del Cielo, Li Dsing acababa de llegar para informar de la gran derrota que había sufrido en la Montaña de las Flores y las Frutas. Entonces Guan Yin dijo al Gobernante del Cielo:

    —Puedo recomendarte a un héroe que seguramente derrotará al mono. Se trata de tu nieto, Yang Oerlang. Ha vencido a todos los espíritus de las bestias y las aves, y ha derrotado a los duendes de la hierba y la maleza. Él sabe qué hacer para terminar con esos malvados.

    Así que llamaron a Yang Oerlang y Li Dsing lo condujo a su campamento y le preguntó cómo pensaba enfrentarse al simio.

    —Creo que le enseñaré mi superioridad cambiando de forma —dijo Yang Oerlang, riéndose—. Será mejor que retiréis la red del cielo para que nada perturbe nuestro combate.

    A continuación pidió a Li Dsing que se elevara en el aire con el espejo mágico en la mano, para que, cuando el mono se hiciera invisible, pudiera encontrarlo gracias al artilugio. Cuando todo estuvo preparado, Yang Oerlang se presentó ante la cueva con sus espíritus.

    El mono salió y, cuando vio al poderoso héroe con la espada de tres hojas, le preguntó:

    —¿Y tú quién eres?

    —¡Soy Yang Oerlang, el nieto del Gobernante del Cielo!

    —Ah, sí, ¡ya me acuerdo! —dijo el mono, riéndose—. Su hija huyó con un tal Yang y tuvieron un hijo. ¡Ese debes ser tú!

    Yang Oerlang se puso furioso y se abalanzó con su lanza. Entonces comenzó una acalorada batalla. Lucharon durante trescientas rondas sin un resultado claro. En ese momento, Yang Oerlang se transformó en un gigante con la cara negra y el pelo rojo.

    —No está mal —dijo el mono—, ¡pero yo también puedo hacer eso!

    Continuaron luchando de esa forma. Los babuinos estaban muy asustados, pues los espíritus de las bestias y de los planetas comandados por Yang Oerlang los acosaban. Mataron a la mayoría y el resto se escondió. Cuando el Rey Mono lo descubrió, su corazón se llenó de inquietud. Recuperó su forma, agarró su vara y huyó, pero Yang Oerlang lo siguió. El mono convirtió su vara en una aguja, se la metió en la oreja, se transformó en un gorrión y voló hasta la copa de un árbol. Yang Oerlang lo perdió de vista, pero de inmediato se dio cuenta de que se había transformado en un gorrión. Tiró su lanza y su ballesta, se convirtió en un halcón y se lanzó sobre el pajarillo. Pero este último se alzó en el aire como un cormorán. Yang Oerlang agitó su plumaje, se convirtió en una grulla de mar y se elevó entre las nubes para atrapar al cormorán. Este huyó hacia un valle y se sumergió en las aguas de un arroyo disfrazado de pez. Cuando Yang Oerlang llegó al límite del valle, había perdido su rastro.

    «Ese mono seguramente se ha convertido en un pez o un cangrejo. Cambiaré de forma yo también para atraparlo», se dijo a sí mismo. Así que se transformó en un águila pescadora y planeó sobre las aguas. Cuando el mono, que estaba en el arroyo, vio el águila, se dio cuenta de inmediato de que era Yang Oerlang. Giró rápidamente y huyó con Yang Oerlang a la zaga. Cuando apenas los separaban unos centímetros, el mono giró, reptó hasta la orilla como una culebra y se escondió entre la hierba. Yang Oerlang, cuando vio la culebra saliendo del agua, se convirtió en un águila y abrió las garras para atrapar a la serpiente. Pero la culebra saltó y se convirtió en el más ruin de los pájaros, un buitre, y se posó en el escarpado borde de un acantilado. Cuando Yang Oerlang vio que el mono se había convertido en una criatura tan despreciable como un buitre, no pudo seguir jugando a cambiar de forma. Reapareció en su forma original, cogió su ballesta y disparó al ave. El buitre cayó del acantilado y a sus pies se transformó en la capilla de un dios rural. Abrió la boca para que fuera la puerta y sus dientes se convirtieron en las dos hojas de la misma, su lengua en la imagen del dios y sus ojos en las ventanas. Con lo único que no sabía qué hacer era con la cola, así que la dejó tiesa a su espalda con forma de asta. Cuando Yang Oerlang llegó al pie de la colina vio la capilla.

    —¡Ese mono es tremendo! Pretende atraerme al interior de la capilla para morderme —exclamó, riéndose—. Pero no entraré. Primero romperé las ventanas, y después echaré abajo la puerta.

    Cuando el mono escuchó esto, se asustó mucho. Saltó como un tigre y desapareció en el aire sin dejar rastro. Con una única voltereta llegó al templo del propio Yang Oerlang. Allí asumió la forma del dios y entró. Los espíritus que estaban de guardia fueron incapaces de reconocerlo. Lo recibieron con una reverencia y el mono se sentó en el trono del dios y se hizo con las oraciones que llegaron hasta él.

    Como Yang Oerlang ya no veía al mono, se acercó a Li Dsing, que estaba en el aire.

    —Estaba compitiendo con el mono, cambiando de forma, pero desapareció de repente y no consigo encontrarlo. ¡Echa un vistazo en el espejo!

    Li Dsing miró el espejo mágico y se rio.

    —El mono se ha convertido en ti y está sentado en tu templo. No deja de hacer travesuras.

    Cuando Yang Oerlang se enteró de esto, cogió su lanza de tres púas y se dirigió rápidamente a su templo. Los espíritus guardianes se asustaron y exclamaron:

    —Pero, padre, ¡si acabas de entrar! ¿Cómo es que hay dos?

    Yang Oerlang no les prestó atención; entró en el templo y apuntó a Sun Wukong con su lanza. El mono recuperó su forma y se rio.

    —Joven señor, ¡no te enfades! El dios de este lugar es ahora Sun Wukong.

    Sin decir una palabra, Yang Oerlang lo atacó. Sun Wukong sacó su vara y le devolvió los golpes. Salieron juntos del templo, luchando, y envueltos en una neblina llegaron una vez más a la Montaña de las Flores y las Frutas.

    Mientras, Guan Yin estaba sentada con Laotse, el Gobernante del Cielo y la emperatriz en el gran salón del cielo, esperando noticias.

    —Iré con Laotse a la puerta sur a ver cómo están las cosas —dijo, al ver que no recibían noticia alguna. Y cuando vio que la batalla no llegaba a su fin, preguntó a Laotse—: ¿Por qué no ayudamos un poco a Yang Oerlang? Encerraré a Sun Wukong en mi jarrón.

    —Tu jarrón está hecho de porcelana —le contestó Laotse—. Sun Wukong lo destrozaría con su vara de hierro. Pero yo tengo una diadema de diamantes que puede cercar a todas las criaturas vivas. ¡Podríamos usar eso!

    Así que lanzó su diadema al aire desde la puerta celestial y golpeó a Sun Wukong con ella en la cabeza. Como estaba en plena batalla, no pudo protegerse del golpe en la frente y resbaló. Se levantó e intentó escapar, pero el perro de Yang Oerlang le mordió la pierna hasta que cayó al suelo. Entonces, Yang Oerlang y sus seguidores lo inmovilizaron con correas y le metieron un gancho en la clavícula para que no pudiera transformarse. Laotse recuperó su diadema de diamante y regresó con Guan Yin al salón del cielo. Sun Wukong fue condenado a la decapitación. Lo llevaron al lugar de la ejecución y lo ataron a un poste. Pero todos los intentos de matarlo con un hacha y una espada, con truenos y rayos, fueron vanos. Ni siquiera conseguían dañarle un pelo de la cabeza.

    —No me sorprende —dijo Laotse—. Este mono se ha comido los melocotones de la inmortalidad, se ha bebido el néctar de la vida y también se ha tragado las píldoras de la indestructibilidad. Nada podría dañarlo ahora. Lo mejor será que me lo lleve conmigo y lo meta en mi horno para extraerle el elixir de la vida. Después se convertirá en polvo y cenizas.

    Así que abrieron los grilletes de Sun Wukong y Laotse se lo llevó con él, lo metió en el horno y ordenó a su mozo que mantuviera el fuego vivo.

    Pero en el borde del horno estaban tallados los símbolos de los ocho elementos. Y, al meterse en el horno, el mono se refugió bajo el signo del viento, de modo que el fuego no pudo dañarlo y el humo solo hizo que le escocieran los ojos. Permaneció dentro del horno siete veces siete días. Entonces, Laotse lo abrió para echar un vistazo. Tan pronto como Sun Wukong vio la luz, no aguantó seguir encerrado y saltó, volcando el horno mágico. Lanzó al suelo a los guardias y a los ayudantes y el propio Laotse, que intentó atraparlo, recibió tal empujón que se quedó con las piernas en el aire, como una cebolla del revés. A continuación Sun Wukong se sacó la vara de la oreja y, sin mirar a dónde golpeaba, lo hizo todo pedazos; los dioses de las estrellas cerraron sus puertas y los guardianes del cielo huyeron. Llegó al castillo del Gobernante del Cielo y el guardián de la puerta, con su látigo de acero, lo detuvo justo a tiempo. Entonces lo rodearon los treinta y seis dioses del trueno, aunque no consiguieron atraparlo.

    —Buda sabrá qué hacer con él —dijo el Gobernante del Cielo—. ¡Mandadlo llamar de inmediato!

    Así que Buda llegó de occidente con Ananada y Kashiapa, sus discípulos. Cuando descubrió el alboroto, dijo:

    —Antes de nada, soltad las armas y traedme al sabio. ¡Quiero hablar con él!

    Los dioses se marcharon. Sun Wukong resopló.

    —¿Quién eres tú, que te atreves a hablarme?

    Buda sonrió.

    —He venido desde el sagrado occidente, Shakiamuni Amitofu. ¡Me he enterado del lío que has creado y he venido a domarte!

    —Soy el mono de piedra que ha obtenido el conocimiento secreto —dijo Sun Wukong—. Domino las setenta y dos transformaciones y viviré tanto como el mismo cielo. ¿Qué ha hecho el Gobernante del Cielo para merecer el trono eternamente? ¡Que me deje el puesto y estaré satisfecho!

    —Eres una bestia que ha obtenido poderes mágicos —contestó Buda con una sonrisa—. ¿Cómo esperas ser el Gobernante del Cielo? Deberías saber que él ha trabajado durante eones para perfeccionar sus virtudes. ¿Cuántos años tendrían que pasar antes de que tú consiguieras la dignidad que él se ha ganado? Y debo preguntarte si hay algo más que puedas hacer, además de trucos de transformación.

    —Sé dar volteretas sobre las nubes —dijo Sun Wukong—. Cada una de ellas me lleva a treinta mil kilómetros de distancia. Seguramente eso es suficiente para tener derecho a ser Gobernante del Cielo.

    —Hagamos una apuesta —dijo Buda con una sonrisa—. Si puedes dejar mi mano atrás con una de tus volteretas, suplicaré al Gobernante del Cielo que te ceda el puesto. Pero, si no consigues alejarte de mi mano, tendrás que rendirte a mis grilletes.

    Sun Wukong se aguantó la risa, porque pensó: «¡Este Buda está loco! Su mano no mide ni treinta centímetros, ¿cómo podría no dejarla atrás?».

    —¡Trato hecho! —dijo.

    Buda extendió la mano derecha. Parecía una pequeña hoja de loto. Sun Wukong dio un salto y exclamó:

    —¡Adelante!

    Y empezó a dar volteretas, volando como un torbellino. Y mientras volaba vio cinco columnas altas y rojas que se elevaban hacia el cielo.

    Entonces pensó: «¡Es el fin del mundo! Ahora volveré y me convertiré en el Gobernante del Cielo. Pero primero escribiré aquí mi nombre, para demostrar que he estado». Se arrancó un cabello, lo convirtió en un pincel y escribió con grandes letras en la columna central: «El Gran Sabio Sosia del Cielo». Volvió dando volteretas al lugar de donde había partido. Saltó la mano de Buda, riéndose, y exclamó:

    —¡Ahora date prisa y ordena al Gobernante del Cielo que deje libre el castillo para mí! He estado en el fin del mundo y he dejado una señal allí.

    —¡Mono infame! —le riñó Buda—. ¿Cómo te atreves a afirmar que has dejado atrás mi mano? Echa un vistazo, a ver si no es cierto que «El Gran Sabio Sosia del Cielo» está escrito en mi dedo corazón.

    Sun Wukong se asustó mucho, porque de inmediato descubrió que era verdad. Aun así, fingió no estar convencido; dijo que iría a echar otro vistazo e intentó aprovechar la oportunidad para escapar. Buda lo cubrió con la mano, se lo llevó del Cielo y lo encerró en el interior de una montaña que había creado con agua, fuego, madera, tierra y metal. Un hechizo mágico evitaba que escapara de la montaña.

    Allí se vio obligado a permanecer cientos de años, hasta que al final se reformó y fue liberado para ayudar al monje del Yangtze Kiang a recuperar las sagradas escrituras de occidente. Nombró al monje como su señor y desde entonces fue conocido como el Peregrino. Guan Yin, que lo había liberado, entregó al monje una diadema dorada. Pidieron a Sun Wukong que se la pusiera y de inmediato se fundió con su carne para que no pudiera quitársela. Y Guan Yin entregó al monje una fórmula mágica para tensar el aro por si el mono se volvía desobediente. Pero, desde ese momento, siempre fue educado y amable.
     
        1 Sun hace referencia a su origen como mono y Wukong a la consciencia de la muerte

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