miércoles, 6 de marzo de 2019

El mito de la Atlántida

Algo extraño y colosal ocurrió, hace once mil años, algo más allá de las Columnas de Hércules. Una ciudad quedó sumergida para siempre bajo las aguas. Gracias al filósofo Platón, que dedicó al asunto dos de sus Diálogos, los de Timeo y Critias, su memoria pudo llegar hasta nosotros. En esos Diálogos se narra la información que, tiempo antes, había obtenido Solón, uno de los siete sabios de Atenas, en un templo egipcio. La ciudad perdida se llamaba la Atlántida y esta es su historia.

  Sería alrededor del año 600 antes de Cristo cuando Solón, poeta y legislador ateniense, visitó Egipto. Remontó el Nilo en una frágil embarcación hasta llegar a las imponentes pirámides. Aunque había escuchado hablar de ellas en numerosas ocasiones, su tamaño descomunal y su hermosa armonía le asombraron y le sumieron en un silencio respetuoso. Aquellas colosales moles parecían obra de dioses, más que de hombres. Su perfección matemática superaba, incluso, la bella estética de sus proporciones.

  Solón, a los pocos días de aquella visita, y ya de regreso de su estancia en Menfis, recaló en Sais, una antigua ciudad que se encontraba a orillas de uno de los numerosos brazos del Delta del Nilo. Allí, gracias a la recomendación de un destacado sabio egipcio, fue hospedado en un pequeño templo ubicado en las afueras de la ciudad. La construcción era muy humilde, en comparación con los grandes santuarios que había podido visitar a lo largo del Nilo, pero tenía unas proporciones agradables y un sacro aire de antigüedad que invitaba al recogimiento. Tras una frugal cena, fue alojado en una pequeña celda sin ventanas, donde apenas si pudo dormir en toda la noche, atormentado por una recurrente pesadilla. Una y otra vez se le aparecían guerreros fieros que destruían ciudades y puertos, orgullosos de su superioridad, sin ser conscientes de que en su propio sino germinaba su destrucción.

  Solón se levantó antes de amanecer y subió hasta la azotea más alta con la esperanza de disfrutar de la salida del sol al reflejarse sobre las marismas del Nilo. Un viejo sacerdote se encontraba a esa hora observando la tenue línea luminosa que comenzaba a despuntar en el horizonte.

  —Hermoso, ¿verdad? —saludó el anciano sacerdote al recién llegado Solón.

  —Realmente hermoso.

  Guardaron silencio por un buen rato, extasiados ante la luz que doraba las marismas de aquel rio misterioso que nacía en las entrañas mismas del África ignota.

  —El país más hermoso del mundo —exclamó Solón con admiración sincera.

  —Puede que sí… aunque nuestras tradiciones nos hablan de un país aún más hermoso que se encuentra al occidente, algo más allá de las Columnas de Hércules.

  —¿Y cómo se llama ese país tan maravilloso?

  —Lo conocemos como la Atlántida.

  —¿La Atlántida? Nunca oí hablar de él…

  —Nadie lo conoce ya. Desapareció hace miles de años y su recuerdo tan sólo ha permanecido vivo en las sagradas penumbras de nuestros templos.

  —Por favor, cuéntame algo más de ese lugar misterioso.

  —Una antigua dinastía de reyes sabios crearon un reino y fundaron su capital, la Atlántida, en una isla que se encontraba, como te dije, algo más allá de las Columnas de Hércules, cerca del continente. La Atlántida llegó a ser el centro de un imperio grande y maravilloso.

  Solón escuchaba con interés y asombro aquella historia, sin terminar de discernir el mito de la realidad.

  —La isla —continuó el sacerdote— estaba adornada por una naturaleza feraz, iluminada por el sol, que proporcionaba gran cantidad de frutos de todo tipo. Sus reyes eran riquísimos. Habían adquirido riquezas en tal abundancia, que ninguna casa real las poseyera semejantes. La fuente de tal opulencia la debían al oricalco, un metal tan valioso como el oro.

  —¿Oricalco? —le interrumpió Solón—. ¿Qué metal es ese?

  —No te puedo responder a esa pregunta. Nadie sabe con exactitud a qué metal se refiere la historia. Pero déjame que te siga describiendo su belleza. El lugar y sus alrededores estaba cubierto por bosques, pastizales y fértiles tierras de cultivo. Se prodigaban, asimismo, todas las esencias y las más aromáticas resinas que destilan las flores o los frutos. Tanta abundancia existía que, rebosaba alimentos, incluso para el elefante, el mayor y más voraz de los animales. También existían fuentes de agua fría y caliente, las dos de una abundancia generosa y de gran virtud medicinal.

  —¿Y cómo nació el reino?

  —Cuando los dioses echaron suertes sobre las diferentes partes de la tierra, a Poseidón le correspondió la Atlántida, y allí engendró con una mortal a sus hijos.

  —Hijos de dioses, entonces…

  —Sí, eso, al menos, cuenta la leyenda que ha llegado hasta nosotros.

  —Leyenda, realidad… ¿qué más da? Sigue con tu relato, por favor.

  —La ciudad estaba dominada por un palacio tan hermoso, que todo el que lo veía quedaba sobrecogido. El palacio se encontraba sobre una isla central, a la que rodeaban una serie de canales circulares comunicados por un gran canal con el océano. De esta manera dispusieron de puerto los navíos venidos de alta mar. El palacio, rodeado de una cerca de oro, era el lugar donde Poseidón y Clito, su mujer, habían concebido a los diez jefes de las dinastías reales atlantes… El santuario mismo de Poseidón tenía algo de bárbaro. En el interior estaba cubierto de marfil, oro, plata y oricalco. En las islas en forma de anillo que quedaban rodeadas por los canales estaban construidos un gran número de templos y muchos jardines y gimnasios.

  Solón escuchaba, absorto, las historias que aquel viejo sacerdote le narraba con tal pasión, mientras el sol ascendía para iluminar en esplendor aquellas marismas del Nilo.

  —Como te decía, existían numerosos templos, consagrados a varias divinidades, muchos jardines y gimnasios. En el centro de la mayor de estas islas, se encontraba un hipódromo de un estadio de largo. A derecha e izquierda había cuarteles destinados a la gente armada; las tropas que inspiraban más confianza se alojaban en la muralla más próxima a la Acrópolis, cerca de los reyes. Las dársenas para las naves estaban llenas de trirremes y de todos los aparatos que reclaman estas embarcaciones.

  El viejo sacerdote guardó un prolongado silencio, que Solón, discreto, le respetó. Al cabo de un rato, tras abandonar su ensimismamiento, el egipcio continuó con su relato.

  —Los atlantes, hijos de Poseidón, y sus descendientes habitaron en ese país durante muchas generaciones y con su fuerza y poderío sometieron vastas extensiones de tierras y a muchos pueblos, hasta llegar hasta aquí, hasta el Egipto y la Tirrenia.

  —¿Los atlantes estuvieron aquí?

  —Sí, ellos son la semilla de nuestro conocimiento.

  —Todo esto es muy interesante… sorprendente. Sígueme contando, por favor.

  —Te podría contar muchas más cosas. Por ejemplo, que consideraban al toro como el animal sagrado. Así, sus príncipes salían de vez en cuando en su busca y armados de palos y telas lograban dominarlos. Entonces eran aclamados como héroes. Ellos propagaron el culto del toro en Creta en uno de sus antiguos viajes.

  —¿Y por qué desaparecieron? Si eran ricos y poderosos, ¿por qué su imperio declinó?

  —Pecaron de prepotencia y ofendieron a los dioses. El caso es que recibieron el más tremendo de los castigos. Durante días llovió y llovió sobre su ciudad, provocando grandes inundaciones. Después, la tierra tembló en numerosas ocasiones, destruyendo las construcciones, para finalmente, ser sepultados por una gran ola que emergió del mar. Donde antes estaba la isla, sólo quedó agua y fango… Ningún barco de los que pasan del mar al océano puede navegar seguro por aquel piélago.

  —Qué triste final para quienes tan alto volaron.

  —Sí, ya nadie se acuerda de ellos. Sólo algunos sacerdotes egipcios, agradecidos, hemos mantenido viva la llama de su recuerdo y de la lección que su historia encarna.

  —¿Qué lección es esa?

  —Que ningún pueblo, por poderoso y rico que sea, puede olvidar las leyes de la naturaleza y de los dioses. Que la soberbia humana siempre se paga.

  —Buena lección sin duda, que procuraré aprender para mi vida y para la de mis ciudadanos.

  Un sirviente subió a la azotea para servirles algo de agua fresca. El sol ya estaba alto y el calor los hacía sudar. Pero, a pesar de esto, siguieron allí, con la mirada perdida en las marismas y atentos en la provechosa conversación que mantenían.

  —¿Podemos considerar, por tanto —prosiguió Solón—, que los egipcios sois sus sucesores?

  —De alguna manera recibimos sus conocimientos, aunque otros son los pueblos que habitan en sus territorios.

  —¿Cuáles?

  —Los tartesios. Aunque ya no son un imperio, aún mantienen su escritura milenaria y explotan las minas que tan ricos hicieran a los atlantes.

  Llegado a este punto, Solón formuló la cuestión que le intrigaba.

  —Sacerdote, dime. Y si hasta ahora habéis guardado celosamente este gran secreto en la penumbra de vuestros templos… ¿por qué me la cuentas a mí?

  —Porque nuestra misión ha terminado y llega la hora del relevo. Nuestra cultura está en decadencia y es la vuestra, la griega, la que florecerá y brillará para la posteridad. Por eso decidimos contarte, principal entre los griegos, la historia de la Atlántida. Ahora te corresponde a ti, noble Solón, que su memoria no se pierda entre las brumas del tiempo.

  Sorprendido, Solón no supo qué responder. Tras un instante en silencio, el sacerdote le entregó un objeto que llevaba envuelto en una rica tela. Sin que el griego llegara a pronunciar palabra alguna, el sacerdote continuó con su disertación.

  —Toma, es el medallón atlante, el símbolo más valioso del Templo de Poseidón. Su sumo sacerdote lo entregó hace miles de años a unos jóvenes sacerdotes egipcios y ahora yo te lo entrego a ti como muestra fiel de la existencia atlante.

  Solón observó con atención el rico medallón que sostenía entre sus manos. Refulgía como si acabara de resultar acuñado, tal era la nobleza de su metal, oricalco, sin duda. En el anverso se encontraba una solemne representación del dios Poseidón y en el reverso una serie de círculos concéntricos que representaba la isla misma de la Atlántida.

  —Gracias —habló por fin Solón con voz emocionada y sincera—, es un honor y una responsabilidad. Espero estar a la altura de las circunstancias.

  Eso, el tiempo lo dirá. Si dentro de dos mil años, aún alguien recuerda el nombre de la Atlántida, ambos, tú y yo, habremos cumplido nuestra misión; los dioses sabrán premiárnoslo.

  Se despidieron con afecto y discreción, y el sacerdote desapareció de manera silenciosa.

  Durante su viaje de regreso a Grecia, Solón no dejó de repetirse la historia una y mil veces, mientras acariciaba el medallón atlante. ¿Por qué él, precisamente él, había sido designado por los dioses para custodiar la memoria de la civilización perdida?

  Al llegar al puerto del Pireo, Solón se sintió observado, como si alguien le siguiera discretamente. Al ser de noche, sintió miedo y aceleró el paso con objeto de llegar pronto a la casa en la que se alojaría. Al doblar una esquina y adentrarse en un oscuro callejón, un hombre corpulento, cubierto por una gran capa, le interceptó el paso, al tiempo que otro le empujaba desde atrás para arrojarlo al suelo, donde lo inmovilizaron y registraron hasta sustraerle el medallón. Los ladrones, una vez comprobado que lo tenían en su poder, se alejaron corriendo.

  Solón, una vez incorporado, temblando por la impresión y el miedo, comprobó que no le habían hecho daño alguno. Ni siquiera le habían sustraído la bolsa que llevaba repleta de monedas de oro y plata. No lo comprendió. ¿Por qué sólo quisieron el medallón y despreciaron el tesoro en monedas que llevaba encima? ¿Es que sabían que era el portador de la reliquia atlante y quisieron hacerse con ella? ¿Lo habían seguido desde Sais? ¿Quién podía conocer la historia? O, ¿es que alguien misterioso estaba interesado en que la memoria de la Atlántida se perdiera para siempre?

  Solón no pudo nunca encontrar respuestas a esas preguntas. El caso es que cuando llegó a Atenas, contó la historia de la Atlántida, adobándola con el supuesto heroico papel que los atenienses habrían tenido en la derrota de los atlantes, historia del todo imposible por la distancia de los tiempos, pero que enriquecía la epopeya y apoyaba, de alguna manera, la carrera política que iniciaba.

  La historia contada por Solón llegaría, dos siglos después, hasta Platón, que la recogería en sus Diálogos de Critias y Timeo, gracias a los cuales la memoria de la Atlántida no se diluyó en el tiempo y pudo llegar hasta nosotros. Lo que Platón no quiso contar en sus Diálogos, es que Solón sospechó el resto de sus días en que alguien, una secta, hermandad, o algo similar, estaba interesada en desacreditar y borrar la memoria de los atlantes. El sabio Platón, al considerar inverosímil esa conspiración imposible, decidió no incluirla en sus diálogos.

  En todo caso —este relato es una muestra—, miles de años después de que todo esto aconteciera, seguimos escribiendo las glorias de la Atlántida y de los atlantes. Los sacerdotes egipcios y Solón, al menos en parte, cumplieron su misión.

  Esperemos que nunca se olvide la lección que la historia de la Atlántida encierra. Así, al menos, su destrucción habrá servido para algo.

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