Es éste uno de los mitos mayores que transformó la codiciosa -de
oro- imaginación española partiendo de leyendas indoamericanas. El
mito de El Dorado se relaciona con la sed de oro de los guerreros españoles,
que torturaban y mataban por el oro, en su búsqueda desesperada
de riquezas físicas en los pueblos indoamericanos, despiadada, sanguinariamente,
al estilo usual de los colonizadores. Mito falso, grande el
de una conquista para implantar un falso cristianismo, guerrero, ladrón
y asesino, o para «civilizar» a los aborígenes. Fue la codicia y la ambición
de oro lo que movió la conquista. Sometidos a espantosas explotaciones,
millones de indios murieron en minas y lavaderos de oro, o en
fatigosas labores agrícolas.
El mito se crea sobre una posible realidad: el adulterio que cometiera
en Guatavitá una cacica. Su marido la castigó mediante el constante
vituperio ante el pueblo de su cacicazgo. En su desconcierto, la adúltera
se echó, con su hija, a la laguna de Guatavitá, donde desapareció. Muy
afligido, el cacique pidió consuelo a los sacerdotes y éstos le aseguraron
que ella vivía en un palacio en el fondo de la laguna, y que sería
bueno se le ofreciesen objetos de oro en desagravio. Los indios así lo
hicieron y la laguna recibió oro y piedras preciosas.
Según Herrera, el indio Muequetá fue quien llevó por primera vez
noticias a los españoles de esta fabulosa laguna y sus tesoros, y refirió
cómo el cacique entraba a la laguna, el cuerpo lleno de polvo de
oro, que se espolvoreaba sobre su cuerpo cubierto por resinas pegajosas
para fijarlo, y que arrojaba en la laguna oro y esmeraldas. Éste era pues
El Dorado, el hombre dorado, que dio pie al mito que enloqueció a los
españoles, tras su tesoro.
Sebastián de Benalcázar decidió salir en busca de «este indio dorado
». Y así comenzó la gran persecución de El Dorado. Según Fray
Pedro Simón, Benalcázar y sus soldados «para entenderse y diferenciar
aquella provincia y las demás de sus conquistas, determinaron llamarle
la Provincia del Dorado».
Sobre El Dorado crecieron las asombrosas noticias. Juan Martínez
ya nombraba a la ciudad del Oro cuando, muy seguro, escribió una relación
donde aseguraba, al referirse a los guyanos, que
cuando el Emperador brinda con sus capitanes y tributarios, entran los
criados y untan el cuerpo de éstos con un bálsamo blanco que llaman
Curcay, y luego soplan sobre ellos oro en polvo por medio de cañas
huecas, hasta que quedan brillantes de pies a cabeza (...) Por haber visto
esto y por la abundancia de oro que vi en la ciudad, las imágenes de oro
en los templos y las planchas, armaduras y escudos de oro que usan en
sus guerras, llamé a aquella región El Dorado.
Como afirma Gandía, «El Dorado ya no era un cacique: se había
convertido en una ciudad, en un país, en una montaña de oro y en su
lago. El nombre subsistía como sinónimo de riqueza».
Le buscaron expediciones sin cuento. Humboldt llegó a decir que El
Dorado era el fantasma de los españoles, atrayéndole... «Aun las cosas
más viles son de oro», afirmaba Pérez Bustamante, al referirse a los
dichos de Orellana, otro fabulador, «se anda sobre piedras preciosas».
La laguna de Guatavitá famosa se siguió buscando, siglo a siglo.
Muchos desagües se hicieron en ella. Gandía -a quien hemos seguido
en este mito- da una relación de las búsquedas:
Entre los numerosos intentos de desaguar la laguna de Guatavitá
con objeto de recoger las riquezas arrojadas a su fondo, citamos el de
Hernán Pérez de Quesada, que obtuvo como beneficio tres o cuatro mil
pesos de oro fino; el de Antonio de Sepúlveda, que en 1580 consiguió
doce mil pesos por las joyas halladas, el de una compañía inglesa que
en vista de las pocas ganancias obtenidas pretendió pedir daños y perjuicios
a Humboldt, un tal Martos exploró la laguna de Guarca, y un tal
Carriaga murió en su intento de sacar el tesoro escondido en la laguna
de Ubaque. En 1856, Tovar, París y Chacón desaguaron parcialmente la
laguna de Siecha y hallaron, entre otras joyas, la balsa de oro. En 1870,
(Jrowther y Enrique Urdaneta murieron asfixiados en una galería de
ciento ochenta y siete metros casi terminada, para desaguar la laguna.
Así recreaban las mentes españolas, sedientas de riquezas materiales,
las leyendas y costumbres de los indios americanos para convertirlos
en los mitos de la conquista americana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario