miércoles, 6 de marzo de 2019

El jardín de las Hespérides

Tartessos, que conocí cuando robé los bueyes de su rey Gerión, me fascinó de tal manera que me juré que algún día regresaría hasta sus costas doradas. Pero nunca pude figurarme que mis deseos se cumplirían con tanta premura. No quiero adelantar acontecimientos, por lo que narraré, con todo detalle, cómo llegué de nuevo hasta aquel remoto reino occidental de Tartessos.

  Tras entregar los bueyes de Gerión a mi primo Euristeo, en teoría yo había culminado los diez trabajos que me ordenara la sibila Délfica para poder retomar mi libertad. Pero la malvada Hera convenció a Euristeo para que anulara dos de mis anteriores trabajos con excusas peregrinas. Así, argumentó que para lograr matar a la Hidra de Lerna había recurrido a la ayuda de mi sobrino Yolao, y que cuando limpié en un solo día los establos de Augias, en verdad habían sido los ríos desviados los que habían hecho la tarea y no yo. A punto estuve de sublevarme ante aquella injusticia, pero me contuve aceptando mi triste suerte. Si tenían que ser doce en vez de diez los trabajos, doce serían. El caso era terminar pronto aquel martirio que me destrozaba.

  Tras apenas una semana de descanso, en la que el pueblo de Micenas celebró con gozo la abundancia de carne tras el sacrificio de los bueyes de Gerión, recibí la visita del heraldo de Euristeo. Como siempre, el monarca cobarde no se atrevió a reunirse conmigo.

  —Como ya sabes —comenzó el mensajero con voz también asustada—, mi rey y señor Euristeo ha considerado que no te valen dos de los trabajos realizados, por lo que aún te queda tarea por delante.

  —Ya sé su veredicto —respondí intentando contener mi rabia—. Y cumpliré mi parte. ¿Cuál es el siguiente encargo?

  —Debes robar las manzanas doradas del Jardín de las Hespérides.

  Guardé un prolongado silencio. Un escalofrío recorrió mi espalda. Aunque no conocía dónde se encontraba el jardín, todo el mundo sabía dos cosas. La primera, que el jardín lo había plantado la mismísima Hera, la causante de mis males y, segunda, que las manzanas las producía un árbol fieramente custodiado por el dragón Ladón, que tenía, según afirmaban los viejos trovadores, cien cabezas. Temí que en esta ocasión no lo conseguiría, pues se trataba de una ofensa personal contra la propia Hera.

  —¿Me puedes decir dónde se encuentra el jardín?

  —Eso tendrás que averiguarlo. Y no será fácil que lo consigas, pues Hera se encargó de ocultarlo en un lugar remoto. Ya sabes que esas manzanas son muy valiosas, pues confieren la inmortalidad al que las prueba. Pero, por si acaso consiguieras llegar hasta ellas, tú tendrías rigurosamente prohibido comerlas. ¿Te queda claro?

  —Perfectamente claro —musité entre dientes.

  Cuando el maldito heraldo me dejó a solas con mi desolación, pensé que lo primero que tenía que hacer era reunir toda la información posible sobre el lugar. Por experiencia ya sabía que el conocimiento es más eficaz para el guerrero que la espada de bronce más afilada. Pero ¿a quién consultar? Sin demasiadas esperanzas, acudí al templo de Atenea, diosa de la sabiduría. Una de sus sacerdotisas, conmoviéndose por mi turbación, me invitó a dar un paseo por los jardines vecinos.

  —Hércules, las manzanas doradas se producen en un árbol mágico que se encuentra en el centro del Jardín de Hera. Dicen que ese árbol fue plantado por la misma diosa.

  —¿Y de dónde sacó las semillas? —pregunté con inquietud.

  —Es una hermosa historia. Hace muchos años, la diosa Gea, la Madre Tierra, quiso obsequiar a Hera, cuando se casó con Zeus, con algo único y especial como regalo de bodas. Y le entregó una manzana de oro que otorgaba la inmortalidad a quien la comiera. Consciente de su valor, Hera plantó sus semillas en el centro de un bellísimo jardín que ordenó levantar.

  —¿Sabes dónde está ese jardín?

  —Nadie lo sabe con seguridad. Se encuentra en el poniente, custodiado por las ninfas del occidente, hijas de Atlas, conocidas como las Hespérides. Pero como Hera no terminaba de confiar en ellas, puso al dragón de las cien cabezas a custodiar el manzano dorado. Dicen que Ladón no duerme y que tiene su cola anudada al tronco del árbol, para no alejarse nunca.

  La dulce sacerdotisa continuó su explicación. Las ninfas Hespérides también eran conocidas como las señoras del poniente o del atardecer y se llamaban Egle, que significa luz, Aretusa y Eritia. Eritia, que también era conocida como la roja, era la más alegre y hermosa de todas. Al escuchar su nombre, recordé la isla tartésica de Eritia en la que residía Gerión. Sin duda, fue bautizada en honor de la ninfa del atardecer. Comencé entonces a pensar que quizás el Jardín de las Hespérides también estuviera en Tartessos, en un lugar no demasiado lejano de aquellas marismas donde robé las vacas rojas y los bueyes reales más preciados. La conversación fue larga y fructífera; también me contó que las ninfas obtenían un gran placer mientras cantaban a la puesta del sol y recordé los hermosos cantos que había escuchado entonar a las alegres jóvenes de Tartessos.

  Atardecía, y la sacerdotisa hizo ademán de querer regresar a su templo. Le estaba muy agradecido por toda la información que me había proporcionado, pero aún me faltaba conocer dos cuestiones fundamentales: dónde se encontraba el Jardín de las Hespérides y cómo podría burlar la vigilancia de las Hespérides y del terrible dragón Ladón.

  —Esas preguntas no te las puedo responder yo —me contestó de manera apresurada la sacerdotisa—, aunque puedo darte un buen consejo. Visita a Prometeo en el Cáucaso y te dirá cómo puedes conseguir las manzanas. Y si quieres saber dónde se encuentra el jardín, pregúntaselo a Nereo, el dios de las olas del mar, que como sabes habita en el mar Egeo y es padre de todas las nereidas.

  Me despedí de aquella mujer dulce y sabia. Gracias a lo que me había contado, ya tenía un primer plan. Hablaría con Prometeo y con Nereo; quizás así supiera cómo acometer la difícil tarea que tenía encomendada.

  No me costó demasiado tiempo conseguir embarcar en una nave que atravesaba el Egeo. Cuando estaba en mitad de la travesía, comencé a llamar a gritos al dios Nereo, pues deseaba hablar con él. No tardó en presentarse en el estribor de la embarcación, ante el asombro de los marineros que la gobernaban. El dios se encontraba sentado sobre un trono de dulces olas que lo mecían con suavidad.

  —¿Quién me llama? ¿Por qué esos fuertes gritos?

  —Soy yo, Hércules —le respondí sin temor—, hijo de Zeus. Necesito pedirte un favor.

  —Puedes contar conmigo —me respondió con una sonrisa de afecto—. ¿Qué quieres?

  —Necesito saber dónde se encuentra el Jardín de las Hespérides.

  —Ummm, buena pregunta. Nadie lo sabe, excepto Hera y yo mismo.

  —¿Me lo dirás?

  —Yo siempre estoy encantado de ayudar a jóvenes héroes como tú, siempre que consigas cumplir la condición que te impondré.

  —¿Cuál es?

  —Simplemente, atraparme.

  Y dicho eso, se sumergió en el mar para reaparecer con forma de ballena gigantesca que, al saltar, levantaba grandes olas.

  —¡Mirad! —gritaban los marineros—. ¡Puede cambiar de forma!

  Era cierto. Nereo, que era un dios caprichoso y juguetón, podía a su antojo adoptar mil formas distintas, lo que lo hacía huidizo y muy difícil de sujetar. Sin pensarlo mucho, me arrojé sobre él, con la esperanza de poder agarrarme en su torso de ballena. Fue inútil; cuando caí sobre él ya se había transformado en una escurridiza anguila. Ayudado por cuerdas, volví a subirme al barco, mientras Nereo se mofaba de mi torpeza.

  —No pareces tan inteligente como decían, Hércules… ¿No eres capaz de atraparme? Pues si no me agarras, nunca sabrás dónde se encuentra el Jardín de las Hespérides.

  Sus risas enervaron mi ánimo. Tenía que pensar algo para poder agarrarlo. Nereo se transformó en medusa y después en delfín, mientras seguía riéndose de mi impotencia.

  —¿Te rindes, Hércules? ¿Reconoces que jamás serás capaz de atraparme?

  Fue entonces cuando tuve una idea. Ordené que me trajeran el espejo más grande que hubiera en el barco. Un grumete no tardó en darme un mediano espejo de bronce tan pulido que reflejaría hasta la estrella más lejana.

  —No me rindo, Nereo, porque creo que tu capacidad de transformación es limitada y que pronto te podré atrapar.

  —¡Ignorante! ¡Me puedo convertir en cualquier cosa! ¡Pídeme algo y lo comprobarás!

  —¿Acaso eres capaz de convertirte en la sirena más hermosa de los mares?

  Nereo no tardó en transformarse en una sirena tan bella, que bien sería capaz de trastornar al marinero más curtido.

  —¿Lo ves? ¡Ya lo he conseguido, soy una sirena!

  —¡No te veo! —intenté engañarlo para que se acercara—. Estás muy lejos, ven hacia mí.

  Nereo, herido en su amor propio y confiado en su capacidad de escabullirse de cualquier aprieto, llegó hasta el mismo babor de la embarcación en su forma de dulcísima sirena.

  —Hércules, ¿ahora sí me ves?

  Aprovechando ese momento, y con toda rapidez, puse el espejo frente a Nereo. Bien es sabido que las sirenas pierden el sentido cuando se les pone un espejo delante, embelesadas ante su propia belleza. Tan buena era la transformación de Nereo, que se comportó de idéntica manera a la sirena que representaba y quedó quieta, frente al espejo de bronce, embelesada en su hermosura.

  No perdí el tiempo, y mientras el grumete sostenía el espejo, lancé una red con la que atrapé a la sirena, que seguía sin reaccionar abducida ante su propia imagen. La subí a bordo y la amarré con fuertes cuerdas. Sólo entonces, cuando estuve seguro de que no podría huir, le tapé los ojos con una venda y ordené retirar el espejo.

  Cuando Nereo volvió en sí, ya era tarde para que pudiera escapar. Lo tenía preso ante mí. Observé en silencio cómo luchaba desesperada e inútilmente por liberarse de sus ataduras. Tras un buen rato de forcejeo, Nereo me gritó.

  —Hércules, me rindo, libérame por favor.

  —Antes tienes que decirme dónde se encuentra el Jardín de las Hespérides.

  —Me has logrado atrapar, nunca nadie lo había conseguido. Enhorabuena, mereces mi respuesta.

  Y entonces Nereo me describió con todo lujo de detalles dónde se encontraba el árbol de las manzanas doradas. Y comprobé, con asombro, que mi intuición había sido acertada. El Jardín se encontraba en Tartessos, como bien lo cantaran muchos siglos después el poeta Estesícoro y el geógrafo Estrabón. Algunos inocentes aún siguen pensando que el jardín se encontraba a los pies de las altas montañas del Atlas, cuando en verdad la astuta Hera lo ocultó en el corazón de mi querida Tartessos.

  Liberé al dios Nereo, que se sumergió humillado en las profundidades marinas, y me apresté a dirigirme al encuentro de Prometeo. Tras una dura travesía, llegué a los pies de los montes del Cáucaso. Las montañas tenían una altura tan descomunal que me intimidaban cuando levantaba la mirada hacia sus cumbres nevadas. Con mucho esfuerzo, comencé a ascenderlas, mientras recordaba la triste historia del titán Prometeo que había sido castigado por Zeus por haber robado el fuego sagrado del Olimpo para entregárselo a los hombres. Por eso, Prometeo me caía bien y me apenaba el atroz castigo que mi padre le había impuesto. Encadenado para siempre en unas rocas, tenía que soportar el tormento más doloroso y cruel: cada mañana un águila enorme comenzaba a picotearle su hígado para comérselo mientras Prometeo se retorcía de dolor. Al anochecer, como Prometeo era inmortal, el hígado volvía a crecer, para estar fresco y sano a la mañana siguiente, cuando el águila volvía a presentarse para continuar su festín. Y así un día tras otro, sin esperanza alguna para el desdichado.

  Tras una ardua ascensión pude observar cómo un pajarraco inmenso sobrevolaba un picacho y supuse que sería el preciso lugar donde se encontraba encadenado el desgraciado titán. En efecto, al llegar hasta aquella altura pude observar un cuadro atroz. El águila negra hundía sus garras en el cuerpo de Prometeo mientras devoraba su hígado, entre los estertores y alaridos del condenado. Incluso yo, acostumbrado a tanto dolor y calamidades sentí una honda compasión. Mataría al pajarraco y lo liberaría de la condena. Mi ímpetu me hizo olvidar que se trataba de un castigo de Zeus, mi padre, que podría montar en cólera si quebrantaba su condena. Pero no estaba en mi condición permitir aquel sufrimiento sin límite. Pensé en abatirla con una de mis flechas envenenadas, pero temí errar el disparo y herir a Prometeo, por lo que hube de improvisar una estratagema. Rastreé por los bosques vecinos hasta que localicé a un gran ciervo, al que di pronta muerte. Lo arrastré hasta las inmediaciones de la roca en la que se encontraba el encadenado y le abrí las vísceras. Me escondí tras unos peñascos y, tal como había supuesto, el águila no tardó en presentarse en el lugar, deseosa de probar algo fresco. La rapaz no llegó ni a probar la carne, pues mi certera flecha la mató en el instante. Inmediatamente, me acerqué hasta donde se encontraba Prometeo, que, incrédulo, no terminaba de creerse que quedara liberado de su castigo.

  Zeus valoró más mis hazañas que la vulneración de su castigo, por lo que decidió perdonar a Prometeo del tormento del águila, aunque le ordenó llevar de por vida la cadena atada a una roca. En todo caso, Prometeo se sintió feliz y agradecido, dispuesto a ayudarme en todo cuanto estuviera en sus manos.

  —¿Cómo podría robar las manzanas? —le pregunté—. Me han dicho que sólo tú sabes la manera de conseguirlo.

  —No es tarea fácil —me respondió Prometeo—. Como ya sabrás, el jardín se encuentra custodiado por las ninfas Hespérides, hijas de mi hermano Atlas, y por el terrible dragón Ladón. A las ninfas sólo les interesa la poesía y la música, por lo que no supondrán problema alguno para ti. Sin embargo, al dragón no podrás derrotarlo jamás, pues fue creado como invencible por la propia Hera en el apogeo de su poder. El único que podría ayudarte en esa misión es mi hermano, porque podría pedírselo a sus hijas. Verás, Atlas, aunque es muy fuerte, no es muy inteligente, como podrás comprobar cuando lo conozcas.

  —Pero —pregunté—, si las guardianas de las manzanas son sus propias hijas, ¿cómo podré convencer a Atlas para que me ayude?

  —Eso es cosa tuya. Dicen que eres muy astuto, no te costará mucho embaucarlo. Ya te he dicho que no es muy inteligente.

  Me despedí de él y comencé el largo viaje que habría de llevarme de nuevo hasta las costas de Tartessos. Mi primera singladura me llevó hasta las costas de Egipto, donde resulte acogido por la cálida hospitalidad del rey Busiris. Tanta amabilidad despertó mis sospechas, aunque, cansado, me dejé atender y agasajar. Me encontraba en un gran banquete cuando, de repente, sentí que mi cabeza se caía y mis ojos se cerraban. Tan repentina somnolencia sólo podía venir motivada por algún elixir añadido al vino que tan generosamente me habían escanciado. Desperté fuertemente encadenado, sin posibilidad alguna de escapatoria. Sin comprender el por qué me encontraba apresado, pasaron unas horas hasta que el propio rey, acompañado de varios hombres, entró en la sala en la que me encontraba.

  —Rey Busiris —le grité—. ¿Por qué estoy preso? ¿Es que te he faltado en algo?

  —Siento mucho que te veas en esta situación, Hércules, al tiempo que te pido disculpas por traicionar el sagrado deber de la hospitalidad. No te lo tomes como algo personal, pero tengo que hacerlo por el bien de mi pueblo.

  —Hacer… ¿qué?

  —Cortarte la cabeza. Verás, hace un tiempo sufrimos una sequía tan feroz que nuestros campos se secaron y el pueblo sufrió una terrible hambruna. Nadie encontraba solución al problema, hasta que se presentó en la corte el adivino Frasio, quien profetizó que la sequía se marcharía siempre que matáramos al primer extranjero que entrara en la segunda luna del año y se la ofrendáramos a Zeus. Le hice caso y la primera cabeza que rodó fue la del propio Frasio. Inmediatamente comenzó a llover, y, desde entonces, hemos decapitado todos los años a la ofrenda exigida, sin que hayamos vuelto a padecer sequía alguna. El sortilegio funcionó a la perfección. Tú te presentaste en la fecha indicada, así que te toca ser la víctima propiciatoria. Ya te dije, no se trata de nada personal, mi pueblo te estará agradecido.

  Sin más explicación, ordenó al verdugo que procediera. El esclavo negro levantó un hacha enorme y lentamente se acercó hasta mí. Supliqué entonces en silencio a Zeus, mi padre. ¿Cómo podría permitir que me sacrificaran en su honor?

  El verdugo se dispuso para el golpe mortal. Y justo cuando bajaba el arma con todas las fuerzas de sus poderosos brazos ocurrió lo imprevisto. La empuñadura del hacha se rompió y la hoja del hacha salió disparada hacia Busiris, el rey, cuya cabeza rodó seccionada.

  —¡Ya tenéis vuestra víctima! —grité—. Liberadme si no queréis que la cólera de mi padre Zeus también recaiga sobre vosotros.

  Aterrorizados por el prodigio que acababan de contemplar, los temerosos sacerdotes se apresuraron a liberarme. Al salir del aquel templo, miré al cielo para agradecer a mi padre su divina protección.

  Con mejor avituallamiento que la ocasión anterior, comencé a atravesar el desierto líbico en mi camino hacia el poniente. Durante los primeros días marché sin contratiempo, feliz por poder disfrutar en esta ocasión de una travesía más serena. Pero la desventura está en mi sino y pronto tuve que afrontar un terrible contratiempo. Hera, advertida de alguna manera de que me dirigía hacia su jardín, había comunicado a Gea que me disponía a robar el obsequio que con tanto amor le había regalado por su boda. Gea, irritada, envió a su propio hijo, el gigante Anteo, para matarme.

  —Prepárate, Hércules —gritó con su amenazador vozarrón— porque vas a morir.

  No le contesté y me preparé para luchar. En muchas ocasiones había comprobado lo inconveniente de las amenazas y palabras vanas. Se trataba de matar o de morir, y yo todavía tenía una misión que cumplir.

  Anteo se abalanzó sobre mí, pero gracias a mi agilidad pude evitarlo y derribarlo al suelo. Se levantó con mayor ímpetu, aún si cabe, y volvió a embestirme con fiereza. En esta ocasión lo golpeé con tal fuerza en el rostro, que cayó redondo. Creí que en esta ocasión se daría por derrotado, pero nada más tocar tierra se levantó como impulsado por un resorte para volver a atacar. Comprendí entonces lo que ocurría. Cada vez que el gigante tocaba tierra, su madre Gea le concedía fuerzas para continuar. No podía seguir luchando así, pues terminaría cansándome y siendo derrotado. Tenía que conseguir, de alguna manera, que no volviera a tocar el suelo. Así que, aprovechando su propio impulso, lo levanté en vilo mientras con una de mis manos agarraba su garganta. Apreté al límite de mis fuerzas hasta conseguir asfixiarlo, mientras que el desgraciado se agitaba con la esperanza de caer en tierra y poder recuperarse. En esta ocasión, logré darle muerte antes de arrojarlo al suelo. Su cuerpo, ya sin vida, no logró ser reanimado por la desolada Gea. Acababa de perder a su hijo predilecto y el temblor de tierra que sufrimos fue la muestra de la intensidad de su desconsuelo.

  Sin mayores contratiempos, pude continuar mi viaje hasta atravesar el estrecho delimitado por lo que los lugareños ya denominaban las Columnas de Hércules, en honor a mi hazaña. Desembarqué en las doradas playas de Tartessos y me dispuse a buscar a Atlas, según el plan pergeñado junto a Prometeo. Lo encontré sobre unas altas montañas del lado africano, sosteniendo el peso de la bóveda celeste sobre sus hombros. La verdad es que imponía la tensión de su musculoso cuerpo de titán en tan arduo esfuerzo.

  —Hola, Atlas —le saludé—. Soy Hércules, y he venido desde lejos para conocerte.

  Redoblé mi amabilidad, pues tenía que ganarme la confianza de aquel titán, ya que era el único que podía convencer a sus hijas Hespérides para conseguir las manzanas.

  —¿Por qué te encuentras aquí, soportando todo el peso de la tierra?

  —Hércules, es extraño que no sepas de mi desgracia, pensaba que todos los mortales conocían ya mi maldición.

  —Pues no —le mentí—. ¿Por qué no me la cuentas? Me interesa mucho tu vida.

  —Hace muchos años, yo me sentí el titán más poderoso del universo. Y creí que con mi fuerza, podría derrotar incluso a los dioses del Olimpo. Fue un gran pecado de soberbia, lo sé, pero en mi juventud me sentí invencible. Capitaneé la revuelta de los titanes contra los dioses, en la guerra que vino a conocerse como la Titanomaquia. Como no pudo ser de otra manera, al final caímos derrotados. Tras la derrota de los titanes, Zeus, por castigo, me condenó eternamente a sostener la bóveda celeste para evitar que el universo se desplome contra la Tierra. Me resulta muy duro pensar que jamás podré abandonar esta tarea.

  —Es dura, sí, pero también muy útil. Sin tu esfuerzo titánico, los hombres pereceríamos.

  Atlas, que como todo titán era un presuntuoso, se sintió halagado por mis palabras. Mi estrategia de seducción comenzaba a dar sus frutos.

  —La verdad —me respondió ufano— es que es muy importante, y sólo puedo hacerla yo. Pero también es muy aburrida, todo el día y toda la noche sosteniendo un peso enorme sin otra cosa que hacer…

  —Si quieres, yo podría sustituirte por un rato, para que pudieras descansar y dar un paseo por ahí.

  —¿De verdad harías eso por mí? —la cara se le iluminó por la ilusión—. Me encantaría poder desperezarme y dar un pequeño paseo. No lo hago desde hace una eternidad.

  —Estoy dispuesto a sustituirte por un tiempo si me haces un pequeño favor…

  —¿Cuál? Te daré todo lo que esté en mi mano si me permites liberarme de mi carga aunque sea por unos instantes.

  —Me gustaría conseguir algunas de las manzanas doradas. Tus hijas las custodian, y no te costaría ningún trabajo pedirles que te cojan algunas.

  —¿Las manzanas doradas? Pero si Hera ordenó a mis hijas que nadie las tocara…

  —Hera es una diosa cruel y caprichosa, esposa del dios que te castigó. ¿No te apetece esta pequeña venganza? Además, no te pido que me traigas todas las manzanas, sino sólo unas pocas. Si tus hijas no dicen nada, nadie se enterará jamás. Tú podrás descansar un rato y de paso vuelves a saludar a tus hijas y te vengas de Zeus. ¿No es un buen negocio?

  Atlas se quedó pensativo por un buen rato. No quise distraerlo mientras reflexionaba, pues resultaba evidente que todo lo que le sobraba de fuerza bruta al titán, le faltaba de inteligencia. Con ese corto talento, los titanes nunca hubieran podido derrotar a los dioses astutos y arteros. Incluso sentí lástima por aquel gigante al que estaba a punto de engañar.

  —¿No tienes ganas de volver a ver a tus hijas? —le pregunté para animarlo.

  —Sí. Creo que tienes razón. Te traeré las manzanas. ¿Para qué las quieres?

  —Tengo que llevarlas hasta Micenas.

  El titán guardó un breve silencio, mientras parecía meditar lo que acababa de escuchar. Al pobre le costaba digerir tantas palabras seguidas…

  —Hecho. Ven hasta mí y sostén tú la tierra, que yo iré por las manzanas.

  Atlas me hizo un gesto para que me acercara. Con mucha delicadez fue depositando el enorme peso del universo sobre mis hombros. Mis rodillas se inclinaron por la descomunal carga que gradualmente iban soportando. Por un momento dudé de mi propia capacidad para evitar que el universo se desplomara sobre nosotros. Comencé a sudar por el esfuerzo que realizaba. Por fin, Atlas se apartó aliviado dejándome a mí el peso completo. El titán se desperezó con ganas, para relajar sus músculos potentes y anquilosados.

  —¡Qué placer! —exclamó feliz—. No sabes lo que te lo agradezco, Hércules.

  —Ve… ve a por las manzanas… —le animé entre jadeos.

  Atlas se alejó mientras saltaba y canturreaba feliz. Me quedé solo, aplastado por la gran mole sobre mi cabeza, preguntándome cuánto tiempo sería capaz de aguantar sin caer. Una honda inquietud asaltó entonces mi corazón… ¿Y si Atlas no regresaba? ¿Y si era más inteligente de lo que yo había pensado y el engañado era yo? Me aterró la idea de tener que quedarme hasta mi muerte soportando aquel titánico esfuerzo.

  Y mientras yo me angustiaba por mis dudas y sudores, Atlas llegó hasta el Jardín de las Hespérides. Sus hijas saltaron de alegría al verlo llegar y corrieron hacia él para abrazarlo. Atlas las agarró entre sus fuertes brazos mientras besaba con ternura sus mejillas.

  —Mis dulces ninfas, mis hijas queridas… Pensé que nunca volvería a veros, no sabéis lo feliz que me hace volver a estar con vosotras.

  Tras un buen rato de lisonjas y caricias, la ninfa Eritia preguntó a su padre Atlas:

  —¿Cómo has podido dejar de sostener la bóveda celeste? ¿No temes que el universo se precipite sobre nosotros?

  El titán comprendió que había llegado el momento de contarles el verdadero motivo de su visita.

  —Veréis, un fuerte guerrero vino a visitarme, y amablemente se ofreció a sustituirme por un rato mientras yo venía a saludaros.

  —¡Qué amable! ¿Te ha pedido algo a cambio?

  —No, no, qué va. Lo ha hecho porque admira mi tarea y quería ayudarme.

  —¡Estamos muy orgullosas de nuestro padre!

  Tras un buen rato de conversación y risas felices, Atlas decidió que ya era hora de regresar.

  —Hijas mías, os querría pedir un pequeño favor. Me haría mucha ilusión poder llevarme algunas manzanas de oro, para poderlas contemplar en el esfuerzo de mi soledad.

  —Eso está hecho —respondieron las ninfas al unísono.

  Las señoras del occidente se dirigieron cantando hacia el árbol de oro, acariciaron al dragón Ladón, que se mostró dócil ante ellas, y trajeron raudas las manzanas hasta su padre Atlas.

  —Muchas gracias —se despidió el titán—. Ahora tengo que partir.

  —¡Que nos volvamos a ver pronto! —gritaron con júbilo las ninfas.

  Mi corazón saltó de alegría cuando vi cómo Atlas se acercaba hasta mí con las manzanas en la mano.

  —Aquí estoy, Hércules.

  —¡Muchas gracias por traerme las manzanas!

  —¿Has disfrutado de la tarea?

  —Pues ha sido dura —le respondí—, pero me siento orgulloso de poder haber desempeñado tu enorme responsabilidad durante este tiempo. Ahora, aún te admiro más.

  —¿Sabes? —me sorprendió la picardía de su mirada—. He pensado que, como tanto te gusta mi tarea, podrías quedarte un tiempo más soportando la bóveda celeste. Así yo descansaba algo…

  —A mí me encantaría —respondí alarmado—, pero ya sabes que tengo que llevar las manzanas hasta Micenas.

  —No te preocupes por eso, yo lo haré por ti.

  De inmediato comprendí la gravedad de la situación. Atlas no quería volver a tomar el peso del universo sobre sus espaldas y pretendía cargármelo a mí. Si no esmeraba mi ingenio, podría terminar quedándome por una larga temporada en aquella insoportable tarea.

  —Será para mí un enorme honor, Atlas —agudicé mi talento para el disimulo y el engaño—. Te agradezco de veras que me permitas sustituirte por un tiempo.

  —¿De verdad? —preguntó alborozado.

  —Por supuesto, Atlas, ya sabes que siempre te he admirado y ahora me parezco un poco más a ti. Pero te querría pedir un favor. ¿Podrías sostener un segundo tú el peso mientras me pongo bien la capa? Se me ha caído algo y quiero estar dignamente vestido mientras te sustituyo en tu importante responsabilidad.

  Atlas no supo negarse, convencido como estaba de mi entusiasmo por la tarea. Depositó las manzanas en el suelo y cargó de nuevo con todo el peso celeste.

  —Puedes colocarte bien tu capa, Hércules, ya soporto yo el universo.

  Sin responderle siquiera, cogí las manzanas doradas del suelo y abandoné el lugar corriendo, mientras el estupefacto Atlas me gritaba:

  —¿Adónde vas, Hércules? ¡Ven, que ya te cedo el honor que me solicitas! ¡¡Ven!! ¡No te vayas!

  Orgulloso de mi astucia, dejé al pánfilo de Atlas entre juramentos y quebrantos al sentirse engañado. A mí ya me daba igual su desgracia.

  De nuevo, en Micenas, fui recibido como un héroe por el pueblo y, de nuevo, el cobarde Euristeo no me recibió en persona. Tuve que entregar las manzanas del Jardín de las Hespérides al heraldo y retirarme al monte, a esperar las instrucciones para mi siguiente trabajo que, gracias a Zeus, ya sería el último.

  Mi sorpresa fue grande cuando, al día siguiente, el heraldo me devolvió las manzanas.

  —Toma —me dijo—, mi señor no quiere guardarlas. Haz tú lo que quieras con ellas, pero recuerda que no puedes probarlas.

  Pensé qué hacer con ellas y creo que acerté cuando tomé la decisión de acercarme hasta el templo de Atenea para hacer entrega de las manzanas a la elegante sacerdotisa que tanto me había ayudado al inicio de la misión. Atenea apreció mi gesto y devolvió las manzanas a las ninfas Hespérides, que se apresuraron a ponerlas de nuevo bajo el árbol. Nadie, nunca, ni siquiera la mismísima Hera, se enteraría de que los frutos sagrados habían sido sustraídos. Sólo Zeus, en el Olimpo, rompió a reír a carcajadas al comprobar cómo su hijo había logrado engañar a la celosa de su mujer.

  Y yo, en mi soledad, me consolé pensando en las doradas arenas del remoto y seductor Tartessos.

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