En lucha contra los españoles, los guaraníes hicieron un prisionero.
El cacique vencedor, Yaguatí, lo entregó a su hija Apicú. La joven y bella
india no ocultó su alegría. Pero el apuesto prisionero no correspondía
a sus sentimientos. Ella hizo mantas, adornos, y todo lo posible para
alegrarlo. Hasta lloró y le suplicó amor en vano. ¿Amaría él a otra, en
tierras lejanas? Desesperada, recurrió a la violencia, mandando que lo
ataran a una hoguera, sólo para convencerlo. Ante la muerte, él todavía
mostraba indiferencia y audacia. Ella cayó a sus pies, llorando avergonzada.
Él le confesó que no podía amarla, porque, en verdad, ya estaba
comprometido. Silenciosa, a la medianoche, Apicú partió en búsqueda
de la cuñá-payé (hechicera). Le narró sus penas, le pidió algo contra
el amor de su cautivo por la blanca española. La hechicera le dijo que
fuera al día siguiente con el cristiano, a la falda del primer cerro elevado
que encontrara. Allí le hablaría un ayarú (papagayo), preguntándole
qué deseaba. Ella debería contestarle que quería coger frutos del guavirá.
El papagayo la conduciría a donde crecen esos árboles y ella tendría
que dar a su amado muchos frutos de aquéllos. Al comerlos, el cristiano
olvidaría sus recuerdos. Y desde entonces sólo pensaría en Apicú. Así
sucedió.
Cuenta la tradición que a toda niña que se halle enamorada de un
extranjero, bríndale el guavirá, a fin de que la peligrosa nostalgia no
impulse al amante a su patria, dejando sin cumplimiento promesas y
juramentos.
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