sábado, 16 de marzo de 2019

El dios del cielo y sus rebeldes hijos (araucano)

Nuestro buen dios había vivido siempre en el cielo azul con su madre,
que era al propio tiempo su esposa, o, mejor dicho, su esposa y
madre. Y que se llamaba la Reina Azul o la Reina Maga. También la
llamaban Kushe, lo cual quiere decir bruja o sabia. Y Dios y Kushe
estaban allá arriba con sus hijos, antes que viniesen los blancos y los
mataran... ¡Y desde entonces no tenemos un dios que escuche nuestras
súplicas...!
Y sucedió que, después de haber creado Dios con tanto afán y fatigas
el mundo, de haber puesto sobre la Tierra tanta gente y tantos
animales, procurándoles alimentos, sus dos hijos mayores comenzaron
a instigar a los menores a la desobediencia, diciéndoles: «¿Acaso no es
hora ya de que reinemos nosotros? Viejo es el Chau, vieja es la Ñuke.
Por lo menos, que nos dejen reinar sobre la Tierra».
Entonces, también sus hermanos menores se dieron a cavilar sobre
aquello... Y demás está decir cuánto hizo sufrir al buen viejo Chau, allá
en el cielo, este deseo de sus hijos.
Al principio, ablandado por los ruegos de la madre, Dios trató de
perdonarlo todo; pero sus hijos mayores siguieron murmurando e induciendo
a los menores a la rebelión, de modo que éstos quisieron bajar a
la Tierra a toda costa.
Bien conocían el camino. Del cielo se pasaba a las nubes, de las
nubes, a la Tierra... ¿No serían capaces también ellos de crear seres
humanos y animales?
Entonces, el viejo rey se enfureció y asió a sus hijos mayores, que
eran unos gigantes, del mechón que coronaba sus cabezas, de los largos
cabellos del centro del cráneo, que son un distintivo de mando entre los
araucanos, y los zamarreó varias veces, arrojándolos luego con fuerza
hacia abajo, y ambos cayeron por entre las densas nubes sobre la pedregosa
Tierra.
Al caer, los enormes cuerpos de los hijos de Dios arrancaban tremendos
fragmentos de montañas y destruían las cumbres de los cerros...
El uno cayó de este lado, donde está hoy el lago Lacar, y su hermano,
del otro, donde está el lago Lolog. Sus macizos cuerpos, al tocar
tierra, formaron unos hoyos gigantescos, pero se hicieron mil pedazos
y éstos se enterraron profundamente dejando inmensas profundidades
que señalaban las huellas de estos titanes del cielo. Tanto que nuestros
antepasados creen ver aún en las sinuosas líneas costeras las enormes
medidas de los hijos mayores de Dios...
Cuando la madre, a quien también llaman Madre Luna, vio despedazados
a sus hijos empezó a lamentarse y a llorar. Sus lágrimas caían sin
cesar y su pena aumentaba al ver que el Padre, a quien también llaman
Sol, en su furor mandaba abajo rayos de fuego, concluyendo de destruir
los despojos de sus hijos. Pero... ¿qué podía hacer Madre Luna? Sólo
llorar y llenar con sus lágrimas los inmensos huecos y valles sin fondo,
que fueron lagos más tarde... No obstante, los despedazados cuerpos
volvieron a llenarse de vida. El Padre les permitió volver a ser «cosas
enteras», aunque no figuras humanas.
Los dos gigantes rebeldes fueron convertidos en la Kai-kai-filu, la
culebra que llena los mares y los lagos.
¡Lástima grande que esta culebra heredó la tremenda ambición de
reinar, que alentara antes en el pecho de los dos hijos del cielo!
La Kai-kai-filu empezó a enfurecerse y a odiar a nuestro buen Dios,
y sobre todo a la gente que, poco a poco, estaba abundando sobre la
Tierra.
En su ira, la Kai-kai-filu azotaba con su inmensa cola la superficie
de las aguas, hasta llenarlas de espuma y de marejada.
Las rojas alas de la culebra levantaban a gran altura las montañas en
que se había refugiado la gente.
Esas montañas se llamaban Tren-tren, o sea, Montañas de Fuego. De
ellas brotaban los truenos y los rayos. De noche, sus cráteres vomitaban
fuego..., pero sobre esas Montañas de Fuego vivía una culebra buena,
que el buen dios había amasado con una arcilla especial y que debía
cumplir la siguiente orden: «Cuando la Kai-kai-filu empiece a revolver
las aguas, debes avisarle a la gente que busque refugio y se salve...».

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