La joven india Izapí era muy hermosa. Era tan hermosa que, ante
ella, los guerreros más valientes de la tribu ponían los trofeos arrebatados
al enemigo en cruentos combates. Pero Izapí no respondía al amor
de ninguno. La bella Izapí no podía amar, pues era fría y dura de corazón.
Era indiferente al amor y al dolor, por eso la llamaban «La que no
ha llorado jamás». Y era cierto, pues nunca nadie la vio llorar.
Muchas fueron las desgracias que sufrieron los suyos. Una vez creció
el río Uruguay: arrasó las chozas y ahogó a multitud de niños y
mujeres. Todos clamaban al cielo, desesperados ante tanta desdicha. Y
también lloraban los más aguerridos hombres de la tribu, pero Izapí no
lloraba: seguía mirando indiferente hacia el horizonte con sus hermosos
ojos negros.
Algunos pensaban que Izapí era la causa de aquella desventura, y un
mago propuso someterla al martirio para obligarla a llorar. Decía que si
la hermosa joven lloraba, la desventura de la tribu se trocaría en dicha.
Pero el viejo Rubichá, su padre, que la miraba con gran ternura, la
protegía de la cólera de todos. Cuando se enteró de la idea del mago,
ciego por la ira, mandó matarlo. Y aun con su propia mano lo hubiera
matado, si éste no hubiera logrado huir.
Otras desgracias llegaron a la tribu: en un combate contra los feroces
guaycurines19, la tribu se dispersó por los montes; cayeron en poder
1,1 Hombres de una tribu bárbara que atacaban a algunas tribus guaraníes. (TV. del E.)
del enemigo las más bellas doncellas, y hasta los más bravos guerreros.
Una hermana de Izapí, hermosa como ella, pero de corazón blando y
destinado a ser una adivinadora (cuñá-taí), cayó asimismo prisionera
del jefe enemigo. También su hermano, el más fuerte y valiente guerrero
de la tribu, destinado a sustituir a su padre, fue encontrado agonizando
en los hierbazales.
Después de esto, la tribu quedó reducida a unas pocas mujeres y un
puñado de guerreros. Con ellos estaba el anciano Rubichá, mudo de
dolor y rabia. Decidieron refugiarse en la selva. Junto a su padre marchaba
Izapí, indiferente como siempre. La anciana cuñá-taí de la tribu
consultó de nuevo los astros, utilizando talismanes y sortilegios, luego
sentenció:
-Para desviar la malaventura que nos persigue, es preciso que Izapí
llore.
Pero ¿cómo hacerla llorar? ¿Cómo hacer llorar a la indiferente?
¿Cómo sacar agua de la roca?
Ni siquiera la cuñá-taí, con su decantada ciencia, podía hacer el milagro.
Se hacía necesario que el dolor se probase en el propio cuerpo de
Izapí. Mas ¿cómo hacerlo si su padre la protegía con amor ciego? Pero
el viejo Rubichá murió.
Cierto día en que Izapí iba silenciosa por un camino, se encontró
con una arrugada viejecita. La voz de la anciana, quebrada por los años
y el dolor, le rogó que le cogiese algunas ramas y le hiciese un haz para
llevárselo a su choza, donde su nietecito moría de frío.
Izapí, indolente y desdeñosa, no ayudó a la anciana, quien se postró
de rodillas y le suplicó llorando, con voz desfallecida. Pero la doncella,
ciega, sorda, siguió su camino.
Más adelante, se le acercó una mujer todavía joven, con un niño en
los brazos. La mujer estaba muy pálida, lloraba... Un dolor grande le
rompía el corazón. De rodillas le pidió a Izapí unas hierbas para salvar
al hijo.
Izapí conocía de hierbas y del lugar donde encontrarlas, y hubiera
podida traérselas con sólo desviarse un poco del camino; pero, como
siempre, ajena al dolor, siguió andando.
Mas sólo pudo caminar algunos pasos, porque una fuerza misteriosa
la obligó a detenerse para oír la voz de la cuñá-taí de la tribu que invocaba
a Añá.
-¡Añá, haz que esta mujer fría, que no se ha compadecido de una
abuela ni de una madre, no sea nunca ni abuela ni madre! ¡Añá, haz
que esta mujer que nunca ha llorado, llore siempre, viva eternamente
llorando...! ¡ Añá, haz que esta mujer, cuya resistencia al llanto ha sido
la causa de tantos males, viva siempre haciendo el bien a los demás con
su interminable llanto...!
Izapí no oyó más, porque desde la primera palabra de la cuñá-taí
había ido, poco a poco, perdiendo su forma humana hasta quedar convertida
en árbol.
Desde entonces crece en las selvas tropicales este árbol, de cuyas
hojas se desprende un abundante rocío que refresca el aire. El izapí es
la doncella que llora siempre en beneficio de los demás, pues al hombre
cansado que llega junto al árbol sus lágrimas lo refrescan.
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