Era el gran Vicaquirao un valeroso general de los ejércitos del
Inca. Ninguno más hábil que él, para disparar flechas ni más
rápido para protegerse con su gran escudo de madera, forrado en
láminas de oro.
Cuando avanzaba por entre las filas de los contrarios, haciendo
girar sobre las cabezas su maza erizada de agudas puntas
de cobre, huían todos espantados. Había defendido al rey en mil
combates y ganado inmensos territorios y cuantiosas riquezas.
Sucedió que los feroces Chancas, enemigos de los incas, invadieron
un día el Imperio y que el Inca Yahuar-Huaca, sin valor para
combatirlos, huyó dejando a su pueblo abandonado.
El general Vicaquirao, al saber la fuga del monarca y que el
menor de los hijos del rey había decidido luchar contra los enemigos,
se presentó ante el ¡oven príncipe y le dijo:
—Sobrino mío, yo te ayudaré a arrojar a los invasores.
Y tomando sus armas marchó con él, a la cabeza de las tropas.
Se inició el combate y el gran general se lanzó contra los
Chancas, sembrando el pánico en sus filas. Flecha que disparaba su
mano, enemigo que caía muerto.
Cuando la lucha iba a terminar y las tropas de Vicaquirao
tenían ya la batalla ganada, uno de los Chancas hizo rodar desde un
cerro una piedra inmensa que, cayendo pesadamente, hirió en la
cabeza al heroico general. Desplomóse éste en tierra y su sangre empapó
el suelo. Entonces dijo estas palabras a los que acudieron a
atenderlo:
—Siento que voy a morir y quiero seros útil, aún después de
mi muerte.
En seguida añadió, señalando un árbol seco que se elevaba
en medio del campo:
—Llevadme ¡unto a ese árbol, cavad su tallo, hasta que quede
completamente hueco y luego poned mi cuerpo, en pie, dentro del
tronco vacío. Ese árbol marchito florecerá mañana, de nuevo y dará
frutos. Los enfermos y los desgraciados que coman de esos frutos,
sanarán y volverán a ser felices. Dicho esto murió.
El príncipe lo lloró amargamente y luego, ayudado por los
soldados, puso en pie el cuerpo del valiente, dentro del tronco, de
la misma manera que él lo había encargado, le colocó la lanza entre
las manos y luego fuese a descansar.
Aquella noche, montaron guardia alrededor del árbol, cien
guerreros escogidos entre los más valerosos, armados de mazas y
escudos. Al día siguiente, cuando el sol alumbró el campo, contemplaron
la planta y quedaron asombrados. Querían restregarse los
ojos, para convencerse de sí era cierto lo que miraban; pero no podían
"hacerlo, porque su obligación era permanecer inmóviles, sin levantar
ni siquiera un dedo, mientras estaban de guardia.
Todos sintieron deseos de preguntar a sus vecinos si ellos
también veían aquel suceso tan extraordinario, mas érales prohibido,
bajo pena de muerte, pronunciar una sola palabra cuando se hallaban
de centinelas. Y los cien soldados permanecieron inmóviles y
mudos, contemplando el árbol con los ojos enormente abiertos por
el asombro.
Muy de mañana se levantó el príncipe y fue a aquel lugar,
acompañado por sus generales. Pero; ¿qué vio?
El tronco seco había revivido. Miles de hojas verdes lo adornaban
y en las puntas de las ramas apiñábanse millares de frutitos
rojos, en forma de bolitas.
El valeroso ¡oven, estupefacto, cayó de rodillas ¡unto al árbol
que lo cubrió con su sombra.
Desde aquel día comenzaron a acudir al pie de la planta
mágica cientos de enfermos y desgraciados. Todos comían los encarnados
frutos y no bien habían probado aquellas bolitas llenas de
dulce jugo, se sentían con salud instantáneamente, olvidaban sus
penas, por grandes que fuesen y regresaban a sus hogares, sanos y
felices.
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