Después de Villalar, los comuneros fueron perseguidos sin tregua por los imperiales y acosados
en sus refugios para ser entregados a la justicia. Entre los principales comuneros se encontraba el
obispo de Zamora, don Antonio Acuña. Pero nadie estaba seguro de ello. Así que un alcalde
llamado Ronquillo, deseoso de ganar las mercedes que supuso le daría el descubrimiento de uno
de los principales caudillos de las Comunidades, tomó con gran interés el comprobar la verdad
de los rumores que corrían sobre el obispo de Zamora. Hizo las averiguaciones oportunas y,
cuando tuvo la seguridad de que el obispo era culpable, no quiso formar la causa y enviarla al
juez, pues temía que interviniesen las autoridades eclesiásticas, librando al obispo, y perder con
ello las recompensas que esperaba tener.
Un día, reunió a soldados y corchetes y fue a casa del obispo, simulando que iba a consultar
ciertos negocios. Entró en casa de don Antonio y fue recibido por éste muy amablemente, pues
no sospechaba las verdaderas intenciones de su visitante, a quien le ofreció asiento. Pero
Ronquillo rehusó y, en pie y paseando, empezó a hablar de diversos asuntos. El obispo
contestaba o comentaba con toda amabilidad. De pronto, Ronquillo se detuvo, y antes de que su
acompañante pudiera defenderse, le echó al cuello una soga que traía y llamó en su ayuda a los
que le habían acompañado. Llegaron todos, y sujetando fuertemente al desdichado obispo, lo
colgaron de una baranda de su casa, ante el terror de los que pasaban por la calle.
El crimen se comentó ampliamente en la ciudad. Pero como quiera que Ronquillo temiera nuevas
averiguaciones, procuró que se echase tierra al asunto, y así la cosa no pasó de lo sucedido. Sin
embargo, su
conciencia no estaba tranquila, y su vida, desde aquel día, fue triste y amargada por numerosas
contrariedades.
Hasta que enfermó y, al encontrarse cerca de la muerte, pidió confesión. Se la dieron, y después
recibió la santa comunión. Aun entonces no estaba tranquilo, y pidió que fueran criados suyos a
suplicar a Felipe II que viniera a visitar a un antiguo ministro de su padre que, en trance de
muerte, le quería consultar sobre un gravísimo asunto. El príncipe accedió al deseo del
moribundo. Éste le dijo que sentía remordimientos por la forma con que había quitado la vida al
obispo de Zamora, excusándose con el deseo de servir a Su Majestad el César, y que suplicaba al
Rey que tomase sobre su conciencia tal muerte y que lo disculpase a él, en trance de muerte, de
cualquier culpa que pudiera recaerle por aquello.
El Rey contestó que si había obrado llevado del sentimiento de justicia y con plena seguridad de
que había castigado a un culpable, su conciencia podía estar tranquila, pues había cumplido
como un fiel servidor de su padre; pero que si no había sido así, no tenía por qué cargar sobre la
memoria del César la muerte del obispo,
sino arrepentirse de ella como manda la Iglesia. El enfermo quedó desconcertado con la
contestación del Rey. Y en medio de su confusión, no acertó a decidir lo que debiera hacer, y le
vino la muerte sin que declarara ante el tribunal de la penitencia su culpa.
Su muerte fue espantosa y causó horror a cuantos asistieron a su agonía. Los funerales y entierro
fueron suntuosos. Se enterró al alcalde en un convento de franciscanos, en donde tenía ya
dispuesto un lujoso sepulcro de mármoles ricamente labrados. Celebráronse las exequias, se
depositó el catafalco en el monumento, se despidieron los asistentes, y la iglesia quedó sola. El
alcalde Ronquillo parecía tener el descanso ya.
Pero cuando el día hubo pasado y llegó la noche, al caer las doce campanadas, unos golpes
dados en la puerta
principal del convento turbaron la tranquilidad de los buenos frailes. Levantose el portero,
extrañado de que alguien alborotase de esa manera, ya que para pedir los sacramentos había una
portezuela abierta a otra calle. Así que, antes de abrir, miró por una ventanilla quiénes eran los
que con tanta urgencia pedían que se les franquease la entrada. Vio a dos embozados, y al
preguntar el fraile qué deseaban, contestaron:
-Abrid, Padre, que es cosa urgente.
El fraile dijo que le expusiesen sus deseos o necesidades, ya que era hora muy avanzada para dar
entrada a nadie en el convento. Pero los desconocidos insistieron de nuevo, y el fraile fue a dar
aviso al prior. Llegó éste a la puerta y preguntó, a su vez, qué deseaban los desconocidos. Éstos,
con voz profunda y extraña, terminaron por decir:
-Abrid, padre, abrid, que venimos de parte de Dios a cumplir un mandato de su divina justicia.
El prior y los frailes que a su lado estaban sintieron gran temor de lo que decían aquellos
hombres. Veían que un hecho sobrenatural se ofrecía a su vista y tuvieron miedo de que fuese
por alguno de ellos. En esto, los desconocidos dieron nuevos golpes, tan fuertes, que parecía que
iban a echar abajo las puertas, gritando al mismo tiempo:
-¡Abran, o abriremos nosotros!
El prior mandó que se revistiera un fraile y que vinieran los acólitos con la cruz, y una vez que
llegaron, la comunidad formó en filas al lado de la cruz, y abrieron. Entraron los dos embozados,
los cuales hicieron una reverencia ante la cruz, y dijeron al prior:
-Nada tema vuestra paternidad ni ninguno de los que aquí están.
Vayamos a la iglesia, que en ella es donde tenemos que cumplir nuestra misión. Los
acompañaron hasta allí, y los desconocidos pidieron que se les mostrara el lugar en que estaba
enterrado el alcalde Ronquillo. Se hizo así, y llegando al suntuoso monumento, dijeron a los
frailes:
-Levanten la piedra de la sepultura.
Salieron dos frailes de las filas e intentaron levantar la losa; pero como era muy gruesa y pesaba
mucho, no consiguieron ni moverla. Acudieron otros religiosos en ayuda de los primeros, pero
tampoco pudieron mover la piedra. Al fin, los desconocidos se aproximaron, y sacando uno de
ellos una varilla, tocó el sepulcro, y la loza se levantó sin esfuerzo alguno. Vieron el cuerpo del
alcalde que estaba ya renegrido y putrefacto, mientras que el rostro se mantenía fresco y rosado.
Los desconocidos dijeron al prior que mandase traer un cáliz, y así se hizo.
Tomaron el cáliz los desconocidos, y subiendo al sepulcro, cogieron la cabeza del difunto alcalde
y le hicieron echar la sagrada forma, que no había pasado de su garganta. Al momento, el rostro
quedó negro y con expresión de horror. Los frailes quedaron espantados de lo sucedido y
comprendieron que algún pecado había quedado sin confesar cuando el alcalde había recibido la
comunión. Los desconocidos dijeron:
-Eso que pensáis es cierto. Este hombre cometió un asesinato y no confesó su culpa. No merece
ser salvado por el santo sacramento.
Y en aquel momento, cogiendo entre los dos el cuerpo del difunto, desaparecieron en medio de
una humareda de olor de azufre que se elevó de la abierta tumba. Cuando el apestante humo se
desvaneció, nadie había en el templo sino los frailes...
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