En la Edad Media, época en la que no había cine, televisión, ni casi siquiera libros, la diversión favorita de los grandes señores era la caza. Además, tenían que estar bien fuertes y entrenados, pues la primera obligación de los señores era la de luchar al frente de sus tropas, y por eso se pasaban media vida corriendo por los bosques tras los venados o jabalíes.
Don Diego López de Haro, Señor de Vizcaya, era un esforzado cazador. Un día fue a cazar jabalíes por la zona del monte Amboto. Atravesando el bosque, oyó cantar en alta voz una hermosísima canción. Se acercó para ver quién la cantaba y vio a una hermosa mujer muy bien vestida, encima de una peña. Don Diego López de Haro se enamoró de repente y, acercándosele, le preguntó quién era. Ella le respondió que era una mujer de muy alto linaje…
El portugués que escribió la historia nunca supo quién era aquella misteriosa señora, pero nosotros lo podemos adivinar. Seguramente sería la nieta del rey de Navarra, hija del Señor de Muntxaraz, que estaba allí, solitaria, purgando el crimen de su hermano.
Pues bien: don Diego López de Haro le dijo que él, como Señor de toda la tierra de Vizcaya, solo podía casarse con una mujer de muy alto linaje, y si ella era de muy alto linaje, quería casarse con ella.
Ella dijo que también quería casarse con él, pero con una condición:
—Tienes que prometerme que jamás te santiguarás en mi presencia.
Don Diego estaba tan enamorado que se lo prometió, y se casaron y tuvieron un hijo llamado Iñigo Guerra, y una hija… Bueno: a todo esto os diremos que don Lope García de Salazar dice que el Señor de Vizcaya, hijo de Jaun Zuría, se llamaba Munio López, y el hijo de este y de la Dama del Amboto, Iñigo Ezquerra; pero como el cambio de nombres no tiene importancia, seguiremos con nuestra historia.
Pasaron los años, y un día estaban comiendo en el gran salón de su palacio con el ceremonial acostumbrado, cuando se organizó una riña entre los perros de caza que estaban al pie de la mesa dispuestos a comer los huesos que les echasen.
Y en esa pendencia de perros, una perrita pequeña mató a un gran perro alano. Tan sorprendido quedó el Señor de Vizcaya, que sin darse cuenta se persignó y, al momento, la Señora tomó a su hija y se escapó por la ventana del palacio y se fue para las montañas, y nunca más la vieron.
Don Diego quedó tan desconsolado, pues a pesar de que la buscó no logró hallarla, que se marchó a guerrear contra los moros. Pero en una cruenta batalla resultó hecho prisionero, y los moros le encerraron en Toledo.
Su hijo don Iñigo andaba apesadumbrado y no sabía cómo acudir en socorro de su padre, pues los muros de Toledo no podían ser asaltados por no tener los cristianos fuerzas suficientes, hasta que le dijeron que por qué no pedía socorro a su madre.
Aunque no esperaba encontrarla, pues su padre no lo había logrado, solo, con su caballo, se encaminó a los bosques que rodeaban el Amboto, y allá se encontró a su madre encima de una peña. Esta, que le estaba esperando, le dijo:
—Hijo, Iñigo Guerra, llégate a mí, porque bien sé a lo que vienes.
Entonces el hijo se acercó hasta donde su madre y ella le dijo:
—Vienes a preguntarme cómo sacarás a tu padre de prisión.
Y a continuación ella gritó:
—¡Pardal!
Y apareció un hermoso caballo que andaba suelto por el monte, y ella le puso frenos y encargó a su hijo que no le hiciese fuerza ninguna para desensillarle ni para desenfrenarle, ni para darle de comer ni beber ni herrarle, y díjole que ese caballo le duraría toda la vida, y que nunca entraría en lid que no venciese, y que cabalgase en él, y que aquel mismo día llegaría a Toledo ante la puerta de la prisión de su padre, y que allí descabalgase y, encontrando a su padre en un corral, le tomase por la mano y haciendo como que quería hablar con él, lo fuese llevando hasta la puerta donde estaba el caballo, y en llegando allí, montasen entrambos, y antes de la noche estarían en Vizcaya.
Y tal como dijo la misteriosa Señora, todo se cumplió, y el Señor de Vizcaya pudo volver con su hijo.
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