viernes, 1 de marzo de 2019

De cómo el hijo del rajá se ganó a la princesa Labam

En cierto país había un rajá cuyo único hijo salía cada día a cazar. Un día, la rani4, su madre, le dijo:

    —Puedes cazar allá donde te plazca, excepto en aquella dirección.

    Le prohibió esto porque sabía que, si iba en esa dirección, oiría hablar de la hermosa princesa Labam y entonces los abandonaría para ir a buscarla.

    El joven príncipe escuchó a su madre y la obedeció durante algún tiempo; pero un día, mientras estaba cazando en los terrenos que tenía permitidos, recordó lo que le había dicho la reina y decidió ir a ver por qué le había prohibido cazar allí. Cuando llegó se encontró en una jungla en la que vivían una gran cantidad de loros. El joven rajá disparó algunas flechas y, de inmediato, todos alzaron el vuelo. Todos menos uno, que era su rajá y que se llamaba Hiraman.

    Cuando el loro Hiraman se descubrió solo, gritó al resto de aves:

    —No huyáis dejándome solo cuando el hijo del rajá nos dispara. Si me abandonáis de este modo, se lo contaré a la princesa Labam.

    Entonces todos los loros, parloteando, volvieron con su rajá. El príncipe estaba enormemente sorprendido.

    —¡Vaya, estos pájaros saben hablar! —Y se dirigió a los loros—: ¿Quién es la princesa Labam? ¿Dónde vive?

    Pero los loros no le dijeron dónde vivía.

    —Jamás podrás llegar al país de la princesa Labam —fue todo lo que le dijeron.

    Como no le dijeron nada más, el príncipe se puso muy triste; tiró su arma y se marchó a casa. Cuando llegó allí no comió ni habló. Pasó cuatro o cinco días tumbado en su cama, y parecía muy enfermo.

    Al final, contó a sus padres que quería ir a buscar a la princesa Labam.

    —Debo ir —dijo—. Debo descubrir cómo es. Decidme dónde está su país.

    —No sabemos dónde está —le contestaron sus padres.

    —Entonces debo partir para buscarlo —dijo el príncipe.

    —No, no —le pidieron—, no puedes abandonarnos. Eres nuestro único hijo. Quédate con nosotros. Jamás encontrarás a la princesa Labam.

    —Debo intentar encontrarla —dijo el príncipe—. Quizá Dios me enseñe el camino. Si vivo para encontrarla, volveré con vosotros; pero quizá muera y jamás vuelva a veros. Aun así, debo partir.

    Así que tuvieron que dejarlo marchar, aunque lloraron mucho al despedirse de él. Su padre le entregó elegantes ropas y un buen caballo. Y se llevó su pistola, su arco y sus flechas, y muchas otras armas.

    «Podría necesitarlas», pensó.

    Su padre también le entregó una bolsa llena de rupias.

    Entonces subió a su caballo, preparado para el viaje, y dijo adiós a sus padres. Su madre cogió su pañuelo, envolvió algunas golosinas y se lo entregó.

    —Hijo mío —le dijo—. Cuando tengas hambre, come algunos de estos pasteles.

    El joven partió entonces en su viaje, y cabalgó y cabalgó hasta que llegó a un bosque en el que había un aljibe y árboles que proporcionaban sombra. Se bañó y refrescó a su caballo en el aljibe, y después se sentó bajo un árbol.

    —Ahora —se dijo—, me comeré algunos de los pastelillos que me ha dado mi madre y beberé un poco de agua. Después continuaré mi viaje.

    Abrió su pañuelo y sacó una golosina, pero encontró una hormiga en ella. Sacó otra; también había una hormiga en aquella. Dejó los dos pastelillos en el suelo y sacó otro, y otro, y otro, hasta que los hubo sacado todos y en cada uno de ellos encontró una hormiga.

    —No importa —se dijo—. No me comeré los pasteles; que se los coman las hormigas.

    Entonces el rajá de las hormigas se presentó ante él.

    —Has sido bueno con nosotras. Si alguna vez estás en problemas, piensa en mí e iremos a auxiliarte.

    El hijo del rajá le dio las gracias, montó en su caballo y continuó su viaje. Cabalgó y cabalgó hasta que llegó a otra jungla, donde un tigre que tenía una espina en la pata rugía estruendosamente por el dolor.

    —¿Por qué ruges así? —le preguntó el joven rajá— ¿Qué te ocurre?

    —Hace doce años que me clavé una espina en la pata —le respondió el tigre— y me duele mucho. Por eso rujo.

    —Bueno —se ofreció el hijo del rajá—. Yo te la sacaré. Pero quizá, como eres un tigre, cuando te haya ayudado querrás comerme.



—Oh, no —le aseguró el tigre—. No te comeré. Ayúdame.

    Entonces el príncipe sacó un pequeño cuchillo de su bolsillo y extrajo la espina de la pata del tigre; pero, al hacerlo, el tigre rugió más fuerte que nunca… Tan fuerte que su esposa lo oyó desde la jungla y llegó brincando para ver qué ocurría. El tigre la vio llegar y escondió al príncipe para que ella no lo viera.

    —¿Qué hombre te ha hecho daño para que hayas rugido de ese modo? —le preguntó la tigresa.

    —Nadie me ha hecho daño —respondió el marido—, pero el hijo de un rajá me ha sacado la espina de la pata.

    —¿Dónde está? Muéstramelo —pidió la esposa.

    —Si me prometes que no lo matarás, lo llamaré.

    —No lo mataré; solo quiero conocerlo.

    Entonces el tigre llamó al hijo del rajá y su esposa le dio las gracias efusivamente. Después le proporcionaron una buena cena y se quedó con ellos durante tres días. El muchacho examinaba la pata del tigre cada día y el tercer día estaba totalmente sanada, así que se despidió de los tigres.

    —Si alguna vez te metes en líos, piensa en mí e iremos a ayudarte —le dijo el tigre.

    El hijo del rajá cabalgó y cabalgó hasta llegar a un tercer bosque. Allí encontró cuatro faquires cuyo maestro y profesor había muerto dejando cuatro cosas: un camastro, que llevaba a quien se sentara en él al lugar al que deseara ir; una bolsa, que daba a su propietario cualquier cosa que quisiera, ya fueran joyas, comida o ropa; un cuenco de piedra que proporcionaba a su propietario tanta agua como quisiera, sin importar qué lejos estuviera de un aljibe; y un palo y una cuerda a los que su dueño solo tenía que decir, si alguien quería enfrentarse a el: «Palo, golpea a todos los hombres y soldados que hay aquí», y el palo los golpeaba y la cuerda los ataba.

    Los cuatro faquires estaban peleando por aquellas cuatro cosas. Uno decía: «Quiero esto» y otro contestaba: «Ni pensarlo, lo quiero yo», y así todo el rato.

    El hijo del rajá les dijo:

    —No peleéis por estas cosas. Yo dispararé cuatro flechas en cuatro direcciones diferentes. El primero en llegar hasta mi primera flecha podrá quedarse con el primer objeto: la cama. Quien llegue a la segunda flecha se quedará lo segundo: la bolsa. El que recupere la tercera flecha se quedará con el tercer artilugio: el cuenco. Y el que consiga la cuarta flecha se quedará con lo último: el palo y la cuerda.

    Accedieron y el príncipe lanzó su primera flecha. Los faquires corrieron a buscarla. Cuando la trajeron de vuelta, disparó la segunda, y cuando la encontraron y la llevaron de vuelta disparó la tercera, y cuando le devolvieron la tercera disparó la cuarta.

    Mientras estaban lejos buscando la cuarta flecha, el hijo del rajá soltó a su caballo y se sentó en el camastro con el cuenco, la bolsa, el palo y la cuerda. Entonces dijo:

    —Cama, deseo ir al país de la princesa Labam.

    La pequeña cama se levantó en el aire instantáneamente y comenzó a volar, y voló y voló hasta que llegó al país de la princesa Labam. Entonces, el hijo del rajá preguntó a unos hombres:

    —¿Qué país es este?

    —El país de la princesa Labam —contestaron. Y el príncipe continuó su camino hasta que llegó a una casa donde vivía una anciana.

    —¿Quién eres? —le preguntó la mujer— ¿De dónde vienes?

    —Vengo de un país lejano —le explicó—. Déjame quedarme contigo esta noche.

    —No —le respondió la anciana—. No puedo dejar que te quedes conmigo, ya que nuestro rey ha prohibido que los hombres de otros países pernocten en este país. No puedes quedarte en mi casa.

    —Venga, abuela —insistió el príncipe—. Deja que me quede contigo solo esta noche. Verás: ya ha anochecido y, si me adentro en la jungla, las bestias salvajes me comerán.

    —Bueno —dijo la anciana—, puedes quedarte aquí esta noche, pero mañana por la mañana tendrás que irte, porque si el rey se entera de que has pasado la noche en mi casa, hará que me detengan y me metan en la cárcel.

    Entonces lo llevó a su casa. El hijo del rajá estaba muy contento. La anciana comenzó a preparar la cena, pero él la detuvo.

    —Abuela, yo me ocuparé de la comida. —Metió la mano en su bolsa y dijo—: Bolsa, quiero algo para cenar.

    Y la bolsa le proporcionó de inmediato una cena deliciosa servida en dos bandejas de oro. La anciana y el hijo del rajá cenaron juntos.

    Cuando terminaron de comer, la anciana dijo:

    —Ahora iré a buscar agua.

    —No vayas. Tendremos agua de sobra inmediatamente. —Así que cogió su cuenco y dijo—: Cuenco, quiero agua.

    Y el cuenco se llenó de agua. Cuando estuvo lleno, el príncipe gritó:

    —¡Cuenco, detente!

    Y el cuenco dejó de llenarse.

    —¿Ves, abuela? Con este cuenco siempre tengo tanta agua como quiero.

    Para entonces, la noche ya había llegado.

    —Abuela —dijo el hijo del rajá—, ¿por qué no enciendes una lámpara?

    —No es necesario —le contestó ella—. Nuestro rey ha prohibido que la gente de este país encienda lámparas porque, tan pronto como oscurece, su hija, la princesa Labam, sale a sentarse en su tejado. La joven es tan hermosa que su rostro ilumina todas las casas del país y podemos ver lo que hacemos igual que si fuera de día.

    Cuando cayó la negra noche, la princesa se levantó, se vistió y engalanó majestuosamente y se recogió el cabello, que se adornó con una diadema de diamantes y perlas. Resplandecía como la luna y su belleza convirtió la noche en día. Salió de su habitación y se sentó en el tejado de su palacio. Durante el día nunca salía de casa; solo salía durante la noche. Todos los súbditos del país de su padre aprovechaban entonces para terminar sus labores.

    El hijo del rajá observó a la princesa en silencio. Se sentía muy dichoso.

    «¡Qué encantadora es!», pensó.

    A medianoche, cuando todos se fueron a la cama, la princesa bajó del tejado y volvió a su dormitorio. Cuando se quedó dormida, el hijo del rajá se levantó sin hacer ruido y se sentó en su camastro.

    —Cama —dijo—, quiero ir al dormitorio de la princesa Labam.

    Así que la pequeña cama lo llevó a la habitación donde la joven dormía.

    El joven rajá cogió entonces su bolsa y dijo:

    —Quiero un buen montón de hojas de betel5.

    E inmediatamente la bolsa le proporcionó una gran cantidad de hojas de betel. El príncipe las colocó cerca de la cama de la princesa y después su pequeño camastro lo llevó de vuelta a la casa de la anciana.

    A la mañana siguiente, los criados de la princesa encontraron las hojas de betel y empezaron a mascarlas.

    —¿Dónde habéis conseguido todas esas hojas de betel? —les preguntó la princesa.

    —Las encontramos junto a tu cama —le respondieron los criados. Nadie sabía que el príncipe había entrado por la noche y las había dejado allí.

    Por la mañana, la anciana se dirigió al hijo del rajá:

    —Ya ha llegado la mañana —dijo— y debes marcharte, porque si el rey descubre todo lo que he hecho por ti, me apresará.

    —Estoy enfermo, querida abuela —le contestó el príncipe—. Deja que me quede hasta mañana por la mañana.

    —De acuerdo —concedió la anciana. Así que se quedó, y tomaron la cena de la bolsa y el cuenco les proporcionó agua.

    Cuando la noche llegó, la princesa salió y se sentó en su tejado, y a las doce, cuando todos se fueron a la cama, volvió a su dormitorio y se quedó dormida. Entonces el hijo del rajá se sentó en su camastro y este lo llevó junto a la princesa. Sacó su bolsa y dijo:

    —Bolsa, quiero el chal más hermoso que exista.

    Y la bolsa le proporcionó un chal espléndido, que extendió sobre la princesa dormida. Entonces volvió a la casa de la anciana y durmió hasta el amanecer.

    Por la mañana, la princesa quedó encantada al ver el chal.

    —Mira, madre. Khuda6 debe haberme dado este chal, es precioso.

    Su madre también estaba muy contenta.

    —Sí, mi niña —le dijo—. Este maravilloso chal debe ser regalo de Khuda.

    La anciana habló de nuevo con el hijo del rajá.

    —Ahora sí que debes marcharte.

    —Abuela, todavía no me siento bien. Deja que me quede un par de días más. Seguiré escondido en tu casa para que nadie pueda verme.

    Y la anciana dejó que se quedara.

    Cuando se hizo de noche, la princesa se puso sus bonitas ropas y joyas y se sentó en su tejado. A medianoche volvió a su habitación a dormir. Entonces, el hijo del rajá se sentó en su camastro y voló hasta su habitación. Allí dijo a su bolsa:

    —Bolsa, quiero un anillo que sea muy, muy hermoso.

    Y la bolsa le proporcionó un anillo magnífico. Entonces tomó con cuidado la mano de la princesa Labam para colocarle el anillo y ella se despertó muy asustada.

    —¿Quién eres? —le preguntó— ¿De dónde vienes? ¿Por qué estás en mi dormitorio?

    —No temas, princesa —le dijo—. No soy ningún ladrón. Soy el hijo de un importante rajá. El loro Hiraman, que vive en el bosque al que iba a cazar, me dijo tu nombre y abandoné a mis padres para buscarte.

    —Bueno —dijo la princesa—, como eres el hijo de un rajá no haré que te maten, sino que le diré a mi madre y a mi padre que deseo casarme contigo.

    El príncipe regresó entonces a la casa de la anciana y, cuando la mañana llegó, la princesa dijo a su madre:

    —El hijo de un gran rajá ha venido a este país y deseo casarme con él.

    Su madre se lo contó al rey.

    —De acuerdo —dijo el rey—, pero si ese hombre desea casarse con mi hija, primero tendrá que hacer todo lo que yo le pida. Si fracasa, haré que lo maten. Le daré cuarenta kilos de semillas de mostaza de las que deberá extraer el aceite en un solo día. Si no consigue hacerlo, morirá.

    Por la mañana, el hijo del rajá contó a la anciana que pretendía casarse con la princesa.

    —Oh, vete de este país y no pienses en casarte con ella. Muchos príncipes y rajás han venido hasta aquí para pretenderla y su padre los ha matado a todos. Dice que cualquiera que desee casarse con su hija deberá hacer primero cualquier cosa que él pida. Si lo consigue, se casará con la princesa; si no puede hacerlo, el rey ordenará su muerte. Pero nadie puede hacer las cosas que el rey pide, así que todos los príncipes y rajás que lo han intentado han recibido la muerte. Tú también serás asesinado si lo intentas. Márchate.

    Pero el príncipe no escuchó nada de lo que la mujer le dijo.

    El rey mandó a buscar al muchacho a la casa de la anciana y sus hombres lo llevaron ante él. Allí, le entregó cuarenta kilos de semillas de mostaza y le dijo que extrajera su aceite y que se lo llevara a la mañana siguiente.

    —Quien desee casarse con mi hija —afirmó— debe hacer primero lo que yo le pida. Si no lo consigue, recibirá la muerte. Si no extraes todo el aceite de las semillas de mostaza, morirás.

    El príncipe se sintió muy apenado al oír esto.

    —¿Cómo voy a extraer el aceite de todas estas semillas de mostaza en un solo día? —se preguntó— Pero, si no lo consigo, el rey me matará.

    Llevó las semillas de mostaza a la casa de la anciana sin saber qué hacer. Al final, se acordó del rajá de las hormigas y, en cuanto lo hizo, este apareció ante él.

    —¿Por qué estás tan triste? —le preguntó el rajá de las hormigas.

    El príncipe le enseñó las semillas de mostaza.

    —¿Cómo podría extraer el aceite de estas semillas de mostaza en un solo día? Si no entrego el aceite mañana por la mañana, el rey me matará.

    —Anímate —dijo el rajá de las hormigas—; acuéstate y duerme. Nosotras extraeremos el aceite por ti y mañana por la mañana podrás llevárselo al rey.

    El hijo del rajá se acostó y las hormigas extrajeron el aceite para él. El príncipe, cuando vio el aceite, se alegró mucho.

    A la mañana siguiente lo llevó al palacio del rey. Pero el rey dijo:

    —Todavía no puedes casarte con mi hija. Si deseas hacerlo, primero tendrás que vencer a mis dos demonios.

    El rey había atrapado hacía mucho tiempo a dos demonios que después, como no había sabido qué hacer con ellos, había encerrado en una jaula. Temía dejarlos sueltos por miedo a que se comieran a la gente de su país, pero no sabía cómo matarlos, así que todos los reyes y príncipes que querían casarse con la princesa Labam tenían que enfrentarse a esos demonios.

    «Así —pensaba el rey—, quizá maten a los demonios y yo me libraré de ellos».

    Cuando se enteró de la nueva condición, el hijo del rajá se puso muy triste.

    —¿Qué puedo hacer? —se preguntó— ¿Cómo voy a luchar contra esos dos demonios?

    Entonces se acordó del tigre y, de inmediato el tigre y su esposa aparecieron ante él y le dijeron:

    —¿Por qué estás tan triste?

    —El rey me ha ordenado que mate a dos demonios —les contestó—. ¿Cómo voy a conseguirlo?

    —No temas —le dijo el tigre—. Anímate. Mi esposa y yo lucharemos con ellos por ti.

    Entonces el hijo del rajá sacó de su bolsa dos magníficos abrigos. Eran de oro y plata y estaban cubiertos de perlas y diamantes. Cubrió a los tigres con ellos para engalanarlos, los llevó ante el rey y le dijo:

    —¿Podrían estos tigres luchar contra tus demonios por mí?

    —Sí —concedió el rey, a quien no le importaba lo más mínimo quién matara a los demonios, siempre que le libraran de ellos.

    —Entonces llama a tus demonios —pidió el hijo del rajá—, y estos tigres lucharán contra ellos.

    El rey así lo hizo, y los tigres y los demonios lucharon y lucharon hasta que los tigres acabaron con los demonios.
     

  
    —Qué bien —dijo el rey—. Pero debes hacer algo más antes de que te entregue a mi hija. En el cielo tengo un timbal; debes ir y hacerlo redoblar. Si no lo consigues, ordenaré tu muerte.

    El hijo del rajá se acordó de su pequeño camastro, así que fue a casa de la anciana y se sentó en él.

    —Camita —dijo—, en el cielo está el timbal del rey. Quiero ir hasta allí.

    La cama lo llevó volando y el hijo del rajá hizo sonar el timbal para que el rey lo oyera. Aun así, cuando bajó, el rey se negó a concederle la mano de su hija.

    —Has hecho las tres cosas que te he pedido —le dijo—, pero todavía debes hacer una cosa más.

    —Si puedo, la haré —contestó el hijo del rajá.

    Entonces el rey le mostró el tronco de un árbol que estaba cerca de su palacio. Era un tronco muy, muy grueso. Entregó al príncipe un hacha de cera y le dijo:

    —Mañana por la mañana debes haber cortado este tronco en dos con esta hacha de cera.

    El hijo del rajá volvió a casa de la anciana. Estaba muy triste y pensaba que el rajá sin duda ordenaría su muerte.

    —Conseguí que las hormigas extrajeran el aceite —se dijo—. Los tigres mataron a los demonios. Mi camastro me ayudó a golpear su timbal. Pero ¿qué puedo hacer ahora? ¿Cómo voy a cortar en dos un tronco tan grueso con un hacha de cera?

    Por la noche fue a ver a la princesa.

    —Tu padre me matará mañana —le dijo.

    —¿Por qué? —le preguntó la princesa.

    —Me ha ordenado que corte en dos un grueso tronco con un hacha de cera. ¿Cómo voy a hacer eso? —le contó el hijo del rajá.

    —No temas nada —le dijo la princesa—. Haz lo que yo te diga y lo cortarás en dos con facilidad.

    Entonces se arrancó un cabello de la cabeza y se lo entregó al príncipe.

    —Mañana, cuando nadie te vea, deberás decir al tronco: «La princesa Labam te ordena que dejes que este cabello te corte en dos». Entonces coloca el cabello en el borde de la hoja del hacha de cera.

    Al día siguiente, el príncipe hizo exactamente lo que la princesa le había dicho y, en cuanto el cabello colocado en el borde de la hoja del hacha rozó el tronco, este se dividió en dos mitades.

    —Ahora puedes casarte con mi hija —le dijo el rey.

    La boda se celebró. Todos los rajás y reyes de los países cercanos fueron invitados y hubo una gran celebración. Después de algunos días, el hijo del rajá dijo a su esposa:

    —Vayamos al país de mi padre.

    El padre de la princesa Labam les entregó algunos camellos y caballos, rupias y criados, y viajaron con gran esplendor al país del príncipe, donde vivieron felices.

    El príncipe siempre conservó su bolsa, su cuenco, la cama y el palo, pero, como nadie le declaró nunca la guerra, jamás necesitó usar el palo.



      4 Reina (N. de la T.).
      5 Hojas para mascar de efecto estimulante y medicinal (N. de la T.).
      6 Dios (N. de la T.).


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