viernes, 1 de marzo de 2019

Chili el «señero».

Hace dos siglos, tres siglos, cuatro siglos, ¡qué digo!, también cinco siglos, en Lequeitio solían salir en noche cerrada los penitentes.

  Los penitentes eran hombres a los que la carga de sus pecados abrumaba tanto, que para pedir al Señor perdón por sus culpas, recurrían a una penitencia fuerte.

  Esta era el salir de noche, desnudos de la cintura para arriba y, con un cilicio o unas disciplinas, azotarse fuertemente.

  El cilicio es un manojo de cadenitas con puntas, y la disciplina una especie de látigo hecho con cáñamo y correas.

  Lequeitio, como casi todas las villas antiguas, estaba rodeada de murallas, con puertas que se cerraban al anochecer. Si alguien que estaba de viaje, llegaba después de cerradas las puertas, tenía que estar fuera de Lequeitio hasta que se abrieran al amanecer.

  Cada puerta tenía encima la imagen de un Santo y era costumbre que los penitentes se pusieran ante la imagen y se arrearan de lo lindo con sus cilicios o disciplinas.

  Y, naturalmente, si alguien tenía que salir fuera de casa de noche y se encontraba con un penitente, con la cabeza cubierta, el torso desnudo, de rodillas ante la imagen y sacudiéndose latigazos, solía sentir miedo. Pues como entonces estaba todo oscuro, temían que fuera algún bandido o ladrón.

  Entonces, como ahora, los que más madrugaban eran los pescadores. Se levantaban tempranito para ir con sus embarcaciones al mar. Y al encontrarse de sopetón con algún penitente, a los bravos pescadores les entraba cierto temor.

  Para no tener que levantarse en balde, pues muchos días el estado del mar no aconsejaba salir a pescar, los pescadores tenían contratado los servicios de un atalayero, el cual se levantaba antes que nadie y, de noche oscura, con un farol iba hasta la atalaya, desde donde oteaba el horizonte. Si estaba la mar buena, mandaba aviso y entonces todos los pescadores salían a la calle.

  Un día comentaron ante el atalayero el miedo que tenían al tropezarse en la oscuridad con algún penitente.

  El atalayero, o «señero» en vascuence, se llamaba Chili, y se rió al oírles decir que sentían miedo.

  —Pero, Chili, ¿tú no te asustas cuando ves a algún penitente? —le preguntaron.

  —¡Yo! ¡Asustarme! ¡Qué va! Muchas veces me tropiezo con alguno de ellos, pero me quedo tan tranquilo. Tendría que ser un gran cobarde para tener miedo.

  —Hombre, Chili. Eso se dice fácilmente, pero si tú, a medianoche, totalmente oscura, en que no ves ni por dónde pisas, vas solo por la calle y se te aparece un penitente como un gigante, descubierto, descalzo y medio desnudo, ¿no tendrías miedo?

  —¡Ja! Aunque se me apareciera el mismo diablo vestido de penitente y me dijera que lo siguiera, yo no tendría miedo y no me echaría atrás. ¿Creéis que yo no tengo corazón?

  Así quedó la cosa; pero a la madrugada siguiente, cuando Chili se presentó en la atalaya para explorar el mar y las nubes, vio que una cosa de grandes dimensiones venía hacia él desde la atalaya de arriba. Era una cosa tan negra, que aún hacía sombra en la oscuridad. Al acercarse:

  —Buenas noches, compañero —dijo Chili—. Se ve que madrugamos mucho.

  —¿A ti que te importa que ande yo temprano o tarde? —dijo el bulto negro con una horrible voz.

  —Bueno, bueno, si lo que quieres es riña, estoy dispuesto a lo que sea —replicó Chili—. ¿Quién eres tú, tximista ori?

  Habréis de saber, amigos lectores, que en vascuence no existe ninguna blasfemia, ni juramento, ni palabra gruesa. Cuando los vascos están excitados, dicen como Chili; tximista ori (rayos), o madarikatuba (maldito), o tragauko alaz (que te traguen) y pare usted de contar.

  Mas volvamos a nuestra leyenda. El bulto negro le contestó a Chili:

  —Pero, ¿no ves quién soy?

  —Todavía no se ve bien, pero veo en tu manaza un látigo. Seguramente que estoy hablando con un penitente loco. ¿Qué haces por aquí?

  —No suelo contestar a preguntas. Pero te lo diré, a condición de que no me vuelvas a hacer otra. Estoy toda la noche andando, sin saber por dónde, y sin más compañía que mi sombra. Si supiera por dónde, quisiera llegar al pie del monte Oiz antes de amanecer.

  —¡Hummm! ¡Antes de amanecer! Ni tampoco aunque fuera el demonio del infierno…

  —Si tuviera un buen compañero, sí.

  —Por ver eso, ya iría yo.

  —Pues ven.

  —Es que…

  —¿Cómo que, es que…? ¿Eres hombre de dos palabras?

  —Yo no —dijo Chili.

  —¿No prometiste anoche, delante de todos los pescadores, que tú acompañarías a cualquier penitente que se te apareciera y te dijera que le acompañaría?

  —Sí, pero…

  —Ya veo que tú no sabes qué inventar para negarte.

  —¿Y quién demontres avisará a los pescadores, si hoy se ha de salir a la mar?

  —De forma que si hoy hiciera mal tiempo, una marejada que las lanchas no pudieran resistir, ¿me seguirías?

  —Sí, ¿por qué no? —contestó valiente Chili. Y en aquel momento desapareció su compañero de enfrente. Al cabo de poco rato volvió a aparecer y le dijo:

  —Mira, se ha desatado un fuerte vendaval. Las olas son como casas.

  —¡Rayo rojo! —exclamó Chili—. Eres mejor «señero» que yo. ¡Qué pronto has visto la tormenta!

  —¿Vienes o no vienes?

  —Vamos —replicó Chili.

  Y bajaron los dos y cuando llegaron bajo el arco de San Pedro, Chili vio admirado, que su compañero no se paraba.

  —Amigo —le reprendió Chili—, estás delante de una imagen santa. Si eres un penitente de buena ley…

  —¿Eso a ti, qué te importa?

  —A mí, personalmente nada, pero…

  —¿Tienes miedo?

  —¿Yo? ¿Miedo? ¿Por qué?

  —Entonces, ¿me sigues?

  —A donde quieras.

  En seguida llegaron al segundo arco, situado en el centro de la villa, y tampoco entonces vio Chili que su compañero se parase para darse unos cuantos azotes como hacían todos los penitentes.

  —Amigo —le dijo—, si tú no tienes valor para azotar tu corpachón, si te parece igual, te lo azotaré yo para calentar las manos.

  —¿Tienes ganas de calentarte? —dijo el otro con voz siniestra—. Ya te calentarás.

  —Me parece, amigo, que no eres tú buen pez —dijo Chili.

  —¿Tienes miedo?

  —No, tximista, no tengo miedo.

  La tercera puerta de la villa de Lequeitio tenía encima la imagen de la Virgen. Tampoco paró allí el compañero de Chili; antes bien, pasó con la cabeza gacha, como avergonzado, sin manejar el azote como lo hubiera hecho un penitente de verdad. Chili quiso decirle algo, pero el otro le miró de soslayo con unos ojos brillantes como los de un tigre, y le barbotó:

  —Adelante.

  Ya habían dejado atrás la última casa del pueblo cuando Chili, por decir algo, comentó que estaba sudando y que, aun andando más despacio, ya llegarían al pie del Oiz.

  —¡Sudar! ¡Tú eres un cobarde! Si estás sudándoles de miedo.

  Al oírse llamar cobarde, Chili se encolerizó y apretó sus puños dispuesto a zurrarse con el desconocido; pero entonces se dio cuenta de que su compañero tenía las manos como garras, con uñas largas, negras y retorcidas, y se quedó sin aliento.

  —¿Tienes miedo, cobarde y sin fuste? —le dijo el penitente.

  —No —contestó atemorizado y, sin darse cuenta, Chili dijo la primera mentira de su vida. Se iban acercando al Cristo del Portal y Chili decidió, si su acompañante no se azotaba como los otros penitentes, no seguir más adelante, aunque le llamara miedoso y cobarde. Cuando llegaron ante el Cristo del Portal, su compañero, por no ver la imagen del Cristo crucificado, pasó por detrás de la columna de piedra. Chili quiso decirle algo, pero entonces le miró a la cara y vio que tenía como hocico y dientes de cabra.

  —¿Tienes miedo? —le dijo el otro, pero no con palabras de hombre, sino con balidos de cabras. Chili no le contestó y siguió con él, andando cada vez más aprisa. Parecía una carrera.

  Al pasar por el puente de Lea, a pesar de que conocía aquellos parajes muy bien por haber ido a pescar anguilas, Chili no distinguió ni casa, ni río, ni puente, ni nada. Cuando llegaron a las inmediaciones de Oibar, Chili registró sus pantalones, sacó el rosario y empezó a rezar sus quince misterios.

  —Es inútil —le dijo su compañero. Chili, como si se hubiera despertado de un sueño pesado, le miró con la boca abierta.

  —Es inútil —dijo el penitente por segunda vez. El pobre Chili, sin poder cerrar los ojos, le miraba fijamente, como se dice miran los pájaros a las culebras. Ambos estaban quietos, mirándose fijamente a los ojos. Si había alguien en el mundo que tenía miedo, ese era Chili en aquel momento. Veía la cara del penitente como si tuviera cien rostros dando vueltas en una rueda, veía las caras de los perros de ojos más rojos y chatos, los chivos más viejos y barbudos, los cerdos más féos y sucios: todos se habían dado cita en el rostro del compañero de Chili.

  Ya se iba a desmayar del susto Chili, cuando el otro, riéndose a carcajadas, repitió por última vez su pregunta:

  —Chili, bruto, escucha bien y responde de una vez para siempre: ¿Tienes miedo?

  —Madre María de la Antigua, tengo miedo —confesó Chili, y golpeando con la mano la puerta de la ermita de Oibar, cayó de bruces dentro.

  Entonces el penitente, lanzando un rugido terrible que le salió de las entrañas, gritó:

  —Chili, otra vez deja en paz al demonio del infierno. Soy yo. Mío eras, mío. Da gracias a lo que tienes en la mano y al lugar en que estás.

  Y dando un gran golpe en la puerta, el demonio se alejó del valiente Chili.

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