Jaime I es el prototipo del héroe medieval, un rey entregado a la defensa del
cristianismo que con sus acciones engrandece el prestigio de su pueblo. La leyenda
de su nacimiento la conocemos gracias al Llibre dels feits o Libro de los hechos, una
de las cuatro grandes crónicas escritas entre finales del siglo XIII y durante el XIV que
narra la historia de los reyes de la Corona de Aragón. Los historiadores están de
acuerdo en aceptar que el Llibre dels feits incluye elementos épicos de la leyenda
arturiana en pasajes como el engendramiento de Jaime. La figura del rey Arturo será
un referente para muchos monarcas europeos de la Edad Media, tal y como hemos
visto con Ricardo I Corazón de León.
El rey Jaime I de Aragón ha pasado a la historia con el sobrenombre de el
Conquistador. A lo largo de su dilatado reinado (1218-1276) consolidó la estructura
de la Corona de Aragón con la conquista a los musulmanes de las islas Baleares y
Valencia. Pero toda esta vida plagada de éxitos estuvo a punto de no suceder, y es que
los avatares de su nacimiento parecen extraídos de una novela de caballerías. Jaime
era hijo de Pedro I el Católico, rey de la Corona de Aragón, y de María de
Montpellier. Pedro I había accedido a dicho matrimonio con el objetivo de incorporar
a sus dominios la villa de Montpellier, en el sur de Francia.
En la ceremonia, celebrada en junio de 1204, Pedro se comprometió con la mano
sobre los Evangelios a no separarse de María mientras viviera, una promesa poco
meditada conociendo el carácter libertino del monarca. Sea como fuere, miles de
habitantes de Montpellier fueron testigos de los juramentos del rey Pedro.
Este matrimonio no era más que un juego de intereses para el rey, que al cabo de
poco tiempo consideró que su esposa no estaba a la altura de su figura. Sus
estratagemas políticas, combinadas con una tendencia acentuada a la promiscuidad,
hicieron que frecuentara el amor de concubinas que le esperaban en la alcoba del
castillo cuando partía de viaje.
Las disputas entre los cónyuges aparecieron enseguida, el rey necesitaba dinero
para financiar sus campañas y exigió a su esposa la donación de Montpellier bajo
amenaza de abandonarla y de no ayudarla en la defensa de sus dominios. La presión
del marido fue tan fuerte que María accedió a la donación de sus territorios, pero hizo
una protesta secreta denunciando las presiones de las que había sido objeto.
En 1205 nació el primer hijo del matrimonio, era una niña y fue bautizada con el
nombre de Sancha. Esta ventana de esperanza se desvaneció rápidamente con la
muerte prematura de la criatura. Pedro I empezó a hacer planes de futuro para
satisfacer los egos de un monarca internacional de su talla, y en estos planes no
entraba María de Montpellier porque no era hija de rey.
El objetivo de Pedro I era casarse con María de Montferrat, reina de Jerusalén
desde 1205, y organizar una cruzada a Tierra Santa. Con este matrimonio el rey
aumentaba su caché casándose con una reina, pero antes tenía que divorciarse de la
desdichada María de Montpellier. Las evasivas del papa Inocencio III a las peticiones
del monarca aragonés supusieron una dura humillación para él, puesto que debía
continuar con un matrimonio que le era repugnante y cuya disolución era la base de
sus planes de futuro. En esta tesitura parecía imposible que María pudiera concebir
un heredero para la Corona de Aragón.
El engendramiento de un heredero fue un hecho «milagroso», como describe el
mismo Jaime I en el Llibre dels Feits:
Nuestro padre el rey Pedro no quería ver a nuestra madre la reina, pero
sucedió que una vez el rey nuestro padre fue a Llates y la reina nuestra madre
estaba en Miravalls. Y vino al rey un rico hombre, por nombre Guillermo de
Alcalá, y le rogó tanto que lo hizo venir a Miravalls, donde estaba la reina
nuestra madre. Y aquella noche que los dos estuvieron en Miravalls, quiso
Nuestro Señor que fuéramos engendrados.
Jaime I defiende la figura de su madre y se muestra distante con la conducta
irregular de su padre sin llegar a la condena de los hechos.
Los cronistas Bernat Desclot y Ramón Muntaner, autores de dos de las
mencionadas cuatro grandes crónicas de la Corona de Aragón entre los siglos XIII y
XIV, describen los acontecimientos con mayor picardía. Desclot afirma que gracias al
caballero Guillermo de Alcalá el rey se trasladó a la villa de Miravalls, en la
provincia de Lérida, para citarse con una concubina y en la oscuridad de la estancia
María de Montpellier sustituyó a la amante con el beneplácito previo de Alcalá.
Ramón Muntaner presenta una versión ligeramente diferente de los hechos. Las
presiones de los prohombres de la ciudad de Montpellier indujeron a María a ejecutar
la trama. El rey disfrutó en Miravalls de una noche de amor a oscuras sin saber que la
mujer que se acostaba con él era en realidad su esposa. A la mañana siguiente la
sorpresa de Pedro fue mayúscula. Los habitantes de Montpellier, ciudad natal de
María, pidieron clemencia a su majestad por lo sucedido, y el rey aceptó la situación
si tenía como fruto un embarazo que diera un heredero a la corona.
El nacimiento del infante Jaime fue un milagro para los cronistas. La reina y los
habitantes de Montpellier habían puesto todas sus esperanzas en el fugaz enlace y
como describe el propio Jaime en sus crónicas: «Y así quiso nuestro Señor que
sucediera nuestro nacimiento en casa de los Tornamira, la vigilia de Nuestra Señora
Santa María de la Candelera», la noche del 1 al 2 de febrero de 1208.
Pedro I inicialmente no hizo mucho caso a su primer hijo varón. El día de su
nacimiento se encontraba ausente de Montpellier y a lo largo de todo el año no se
molestó en conocer a su primogénito. Pero el destino tenía buenos augurios para el
recién nacido, se cuenta que el mismo día del nacimiento su madre pidió que lo
llevaran a la iglesia y al entrar se cantaba el Benedictus Dominus Deus Israel cuya
letra dice: «Bendito sea el Señor, el Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su
Pueblo, y nos ha dado un poderoso Salvador», todo un presagio para el futuro.
Las crónicas refuerzan la creencia en la fuerza de la providencia divina al narrar
cómo Dios también interviene en la elección del nombre del recién nacido. Jaime era
un nombre poco utilizado por las dinastías europeas, pero María hizo encender a la
vez doce cirios con el nombre de los doce apóstoles, con el juramento de que el cirio
que se mantuviera más rato encendido daría nombre al futuro rey. Según la leyenda,
Dios quiso que el infante tuviera el mismo nombre que el apóstol San Jaime.
No acaban aquí los peligros para María y su hijo. El cronista Bernat Desclot
cuenta que el nacimiento de Jaime no sentó nada bien a algunos nobles de la corte del
rey Pedro, los cuales confiaban en que el monarca muriera sin descendencia para
poder optar a su sucesión. Desclot narra cómo, gracias a Dios, Jaime sobrevive a una
gran piedra lanzada por manos anónimas que rompió la cuna pero que no llegó a
alcanzar al infante.
Los problemas se acumulaban para el rey Pedro I. Occitania sufría la agitación
del catarismo, una desviación del catolicismo que veremos más adelante en otro
capítulo del libro, y el papado estaba dispuesto a perseguirlo sin tregua. Después del
asesinato del enviado pontificio Pierre de Castelnou, el papa convocó una cruzada
liderada por Simón de Montfort. Pedro I el Católico lo intentó todo para defender a
sus vasallos occitanos, pero sus gestiones diplomáticas con el papa Inocencio III y
Simón de Montfort obtuvieron siempre un no como respuesta.
En un ataque de desesperación, en enero de 1211 el rey promete en matrimonio a
su hijo Jaime de tres años de edad con la hija del líder cruzado, Amicia. El pacto
incluía, como muestra de la buena voluntad, que el primogénito de la corona sería
«alimentado» por Simón de Montfort en Carcasona. El pequeño Jaime abandonó
Montpellier y a su madre fruto de un pacto temerario y de sumisión aceptado por el
rey. Una muestra más del poco aprecio del monarca hacia su hijo. La tragedia siguió
llamando a la puerta de los reyes de la Corona de Aragón con la muerte de María de
Montpellier a finales del mes de abril de 1213. En su última voluntad encomendaba
Jaime a los Templarios, protagonistas de otra leyenda en nuestro libro, para que se
encargasen de su educación.
Sin más soluciones diplomáticas, en septiembre de 1213 aconteció la decisiva
batalla de Muret. El rey Pedro y sus vasallos lucharon contra el ejército cruzado
dirigido por Simón de Montfort con un final sorprendente: la derrota catalana y la
muerte del rey en el campo de batalla. Jaime en pocos meses quedó huérfano de
madre y padre. En vista de los hechos, el papa Inocencio III buscó el equilibrio de la
situación, temiendo un posible atentado contra el joven Jaime, y ordenó a Simón de
Montfort que entregase a su «yerno» al legado pontificio Pedro de Douai. A partir de
ahora y hasta su mayoría de edad, el templario Guillermo de Montrodon se encargó
de la educación del futuro Jaime I en el castillo de Monzón.
El castillo de Monzón pertenecía a la orden del Temple des de 1143. El infante Jaime, tras la muerte de sus padres
en 1213, quedó bajo la tutela del caballero templario Guillermo de Montrodon que se encargó de su educación y
lo recluyó en la fortaleza oscense. En 1309 Jaime II, segundo hijo de Pedro II el Grande y Constanza de Sicilia,
expulsó a los templarios de Monzón ante las noticias sobre la detención de templarios franceses acusados de
herejía.
No hay mejor final a la historia del «milagroso» nacimiento que el recuerdo que
tiene el rey Jaime I el Conquistador de sus padres, así nos habla de ellos en el Llibre
dels Feits. Guarda un elevado concepto de María de Montpellier, diciendo: «Nuestra
madre, queremos ahora decir, que si buena mujer había en el mundo, que ella lo
era…». Su padre Pedro I el Católico era «el más franco de los reyes que había en
España, y el más cortés…», pero guarda silencio a los aspectos familiares y
personales de la relación argumentando que «de las otras buenas costumbres que él
había no queremos hablar por alargamiento del escrito».
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