Había una vez un jefe: su aldea era muy grande, pero él solo tenía tres hijos: un varón y dos hembras. La hija mayor se casa; sólo queda con los padres la menor, Fenyafenyané, y el hermanito. Un año, como salían a trabajar al campo, el niño se quedaba solo en casa, y se iba a jugar a la orilla del río, y gritaba:
—Koyoko, date prisa; ven a comerme.
Koyoko salía del agua y lo perseguía, y muy de prisa, muy de prisa, el niño se precipitaba en la cabaña. Así jugaba todos los días. Una vez, todo el mundo había salido para cavar la tierra del jefe. El niño se va al río, según costumbre, y se pone a gritar:
—Koyoko, date prisa; ven a comerme.
Esta vez, koyoko sale del agua rápidamente y se apodera del niño; lo devora, y deja sólo la cabeza.
Entretanto, la madre del niño dice a su hija:
—Vete corriendo a casa y tráeme semillas.
La joven, al llegar a la aldea, descubre la cabeza de su hermanito. Entonces exclama llorando:
—¡Ay! ¡A mi hermano lo ha devorado koyoko!
Se sube a una pequeña altura y llama a su madre a voces, cantando así:
Madre, mi madre, que trabajas lejos.
Madre, mi madre, que trabajas lejos,
Koyoko ha devorado a mi hermano Solo;
madre, mi madre, que trabajas lejos.
Koyoko ha devorado al hijo de mi madre Solo;
madre, mi madre, que trabajas lejos,
Koyoko ha devorado a mi hermano Solo;
madre, mi madre, que trabajas lejos.
Su madre la oye cantar y dice a los que trabajan con ella:
—Cállense, a ver si entiendo lo que dice.
Sueltan los azadones y se paran. La joven vuelve a cantar:
Madre, mi madre, que trabajas lejos,
Koyoko ha devorado a mi hermano Solo;
madre, mi madre, que trabajas lejos.
Koyoko ha devorado al hijo de mi madre Solo;
madre, mi madre, que trabajas lejos,
Koyoko ha devorado a mi hermano Solo;
madre, mi madre, que trabajas lejos.
Entonces la madre toma el azadón, golpea a todos sus compañeros y los deja tendidos en el suelo, muertos. La joven continúa cantando:
Madre, mi madre, que trabajas lejos.
Koyoko ha devorado a mi hermano Solo;
madre, mi madre, que trabajas lejos,
Koyoko ha devorado al hijo de mi madre Solo;
madre, mi madre, que trabajas lejos,
Koyoko ha devorado a mi hermano Solo;
madre, mi madre, que trabajas lejos.
Entonces su madre vuelve a golpear con el azadón los cuerpos de sus compañeros; no deja ni uno vivo. Luego echa a andar, y regresa a la aldea: por el camino recoge escorpiones, ciempiés, cortapicos, hormigas y arañas venenosas, y las guarda en un saco. Cuando llega a su casa encuentra a Koyoko tan ahíto, que no puede ni moverse. Coloca delante de la choza el saco lleno de escorpiones e insectos venenosos; después, entra y se pone a revolver en su ajuar; reúne sus collares de perlas más hermosos y sus anillos de metal, y los pone a un lado. Después sale de la cabaña, recoge hierba seca, con la que forma grandes haces, atados con cuerda de hierbas, y los amontona contra las paredes de la cabaña.
Entones dice a Koyoko:
—Ven, para que te rasque la cabeza.
Toma una lanceta y, cuando Koyoko se acerca, se pone a desgarrarle las carnes de la cabeza; después desata el saco. Los escorpiones y los insectos venenosos salen de él a puñados, y se introducen en las orejas, la boca y los ojos de Koyoko, y lo muerden y lo pican hasta que muere.
Entonces llama a su hija y le dice:
—Ven aquí.
Y, tomando los collares de perlas y los anillos de metal, la adorna con ellos; después le dice:
—Ahora, hija mía, vete con tu hermana Hlakatsabalé, mujer de Masilo; sobre todo, cuídate de mirar atrás; suceda lo que suceda, prosigue tu camino en derechura.
La joven se pone en camino, y anda, anda mucho tiempo, mucho tiempo. Entonces, se dice: «Quisiera yo saber por qué mi madre me ha prohibido que vuelva la vista atrás; tengo que saber la razón. Quizás se propone prender fuego a la cabaña y perecer en ella».
Se vuelve, y ve una gran humareda que sube al cielo, entonces exclama: «¡Ay!, mi madre ha prendido fuego a la cabaña y se quema viva».
Muy cerca de ella oye una voz que repite: «¡Ay!, mi madre ha prendido fuego a la cabaña y se quema viva». Entonces ve un animal muy extraño, y se pregunta con asombro: «¿De dónde habrá salido este animal?». La voz continúa:
—Préstame un ratico tus collares de perlas y tus ropas, a ver cómo me sientan.
La joven se despoja de sus vestidos y se los da a Moselantja.
Moselantja se los pone y da a la joven los harapos que la cubrían.
Cuando llegan cerca de la aldea, la joven dice:
—Ahora, devuélveme la ropa.
—Todavía no; te los devolveré cuando lleguemos al ejido.
Cuando llegan al sitio donde pace el ganado, la joven insiste:
—Dame ahora mis vestidos.
—¡Que no! ¿Quieres que digan que las mujeres de Masilo disputan por tan poca cosa en medio de la calle?
Así llegan a la casa de Hlakatsabalé, hermana mayor de Fenyafenyané. Entonces Moselantja se apresura a decir (Fenyafenyané, muy avergonzada, se calla):
—Mi madre me ha dicho que venga a tu casa, Koyoko ha devorado a nuestro hermano, y mi madre ha prendido fuego a la cabaña y se ha quemado con ella.
Hlakatsabalé se dice: «¿Quién ha podido cambiar tanto a mi hermana? No la reconozco, pero sus vestidos y sus adornos son los de casa». Concluyó, no obstante, por persuadirse de que era su hermana. Entonces Moselantja prosigue, designando a Fenyafenyané:
—Este ser es Moselantja. La he encontrado en el camino, y estaba empeñada en que me quitase estas ropas tan buenas para dárselas.
De esta manera, Moselantja se hizo pasar por Fenyafenyané.
Anochecido. Hlakatsabalé dice a Fenyafenyané que vaya a dormir a la cabaña de una vieja, y conserva a Moselantja a su lado. Pero, durante la noche, la cola de Moselantja se alarga y va a buscar por los rincones de la cabaña los víveres almacenados.
Masilo exclama:
—¿Qué es eso?
Moselantja exclama con premura:
—Masilo, socórreme; tengo un cólico muy fuerte, es un dolor cruel.
Al siguiente día, en cuanto amanece, Masilo exclama:
—¡Oh, oh! ¿Quién se ha llevado nuestras provisiones?
¿Quién habrá hecho esto?
Moselantja responde:
—Sin duda ha sido Moselantja; es una ladrona, no hace más que robar.
A la hora de comer, dan el alimento a Fenyafenyané en una escudilla desportillada, tan sucia que no puede ni tocarla; Moselantja sin embargo come en un plato muy bueno y nuevo.
Pasa la primavera; escardan los campos, después llega el tiempo de espantar los pájaros. Hlakatsabalé ordena entonces a su hermana, a la que sigue tomando por tal, que vaya a su campo para espantar los pájaros. El campo lindaba con el de la vieja que había recogido a Fenyafenyané. Al mediodía, Hlakastsabalé envía a Moselantja con la comida para Fenyafenyané; pero Moselantja se lo come todo por el camino. Cuando llega al campo donde está Fenyafenyané, le dice:
—¿Qué haces ahí durmiendo, perezosa? ¿No ves que los pájaros se comen el sorgo de mi marido, el sorgo de Masilo?
Cuando Moselantja se va, Fenyafenyané se sube de nuevo a un montón de terrones, junto a otro en que está la vieja que la ha recogido. Se yergue cuanto puede y rompe a cantar:
¡Vete, paloma! ¡Vete, paloma!
Hoy, me llaman Moselantja; ¡vete, paloma; vete, paloma!
Antes, yo era Fenyafenyané, hermana de Hlakatsabalé;
¡vete, paloma; vete, paloma!
Hoy me dan de comer en una escudilla sucia;
¡vete, paloma; vete, paloma!
¡Vuela, caña, y llévame junto a mi padre y mi madre!
Entonces la caña carga con ella y la levanta para llevársela por los aires. Pero la vieja acude y la sujeta. Fenyafenyané le dice:
—Déjame, cuando menos, irme con mi padre y mi madre. ¿No te das cuenta que hoy me veo reducida a comer en escudillas sucias y desportilladas? Como si Hlakatsabalé no fuese mi hermana.
Entonces descubre a la vieja quién es y le dice:
—Un día, toda la gente de casa había salido al campo; mi hermanito se fue al río a burlarse de Koyoko, que salió y lo devoró.
Entonces, mi madre me dijo que viniese aquí, y me recomendó mucho que no volviese la vista atrás. Pero me volví, para ver lo que sucedía, y apenas exclamé: «¡Ay, mi madre ha prendido fuego a la cabaña y se quema viva!», cuando oí muy cerca de mí, a mis pies, que Moselantja decía:
«¡Ay, mi madre ha prendido fuego a la cabaña y se quema viva!». Después, Moselantja me pidió que le prestase mi ropa, y yo accedí, porque me dijo que me la devolvería. De esta manera llegamos aquí; se ha hecho pasar por mí, y ella es la que ha contado que mi madre se había quemado en su cabaña.
La vieja pregunta:
—¿Y cómo es que tu hermana, al verte la cara, no reconoce quién eres?
Fenyafenyané responde:
—No lo sé.
La vieja, sin más palabras, va en busca de su comida y la comparte con Fenyafenyané. Ese día la vieja no dice nada a Masilo ni a Hlakatsabalé; a nadie habla de lo que ha visto y oído.
Por la noche, según costumbre, dan a Fenyafenyané el alimento en una escudilla vieja, sucia y desportillada; ni siquiera la toca. En casa de Masilo habían matado un buey y cocido la carne.
Durante la noche, la cola de Moselantja se alarga y empieza a comerse toda la carne. Masilo lo oye y dice:
—¿Quién hace ese ruido en las ollas de carne?
Se levanta para mirar, pero Moselantja exclama apresuradamente:
—Masilo, socórreme; tengo un cólico muy fuerte, socórreme, Masilo; no puedo más.
Al día siguiente, Fenyafenyané vuelve al campo de su hermana; esta vez su propia hermana, Hlakatsabalé le trae la comida; se la da, como siempre, en una escudilla vieja, sucia y desportillada.
Fenyafenyané la pone a un lado, sin tocarla; la vieja seguía sin decir nada. Cuando Hlakatsabalé se aleja, Fenyafenyané sube a un montón de terrones y, estirándose cuanto puede, se pone a cantar:
¡Vete paloma! ¡Vete, paloma!
Hoy, me llaman Moselantja;
¡vete, paloma; vete, paloma!
Antes, yo era Fenyafenyané, hermana de Hlakatsabalé;
¡vete, paloma; vete, paloma!
Hoy me dan de comer en una escudilla sucia;
¡vete, paloma; vete, paloma!
¡Vuela, caña, y llévame junto a mi padre y mi madre!
Entonces la caña se agita, carga con ella y la levanta para llevársela por los aires. Pero la vieja acude y la sujeta. Fenyafenyané le dice:
—Déjame, cuando menos, que me vaya con mi padre y mi madre.
Esa misma tarde, la vieja va a casa de Masilo y le dice:
—Mañana, sal al campo y verás lo que yo vi ayer.
Masilo pregunta:
—¿Qué cosa?
La vieja le responde:
—Tú mismo lo verás.
Al día siguiente, Masilo va al campo en secreto y se esconde como la vieja le había dicho. Hlakatsabalé envía de nuevo a Moselantja a llevar la comida de Fenyafenyané; pero Moselantja se sienta al borde del camino y se come todo lo que le han dado.
Cuando llega junto a Fenyafenyané le dice:
—¿Qué haces ahí durmiendo, perezosa? ¿No ves que los pájaros se comen todo el sorgo de mi marido?
Luego regresa a la aldea. Entonces la vieja dice a Fenyafenyané:
—¿No ves unas palomas en tu campo? Ve a espantarlas.
Allá va Fenyafenyané: se sube a un montón de terrones y se pone a cantar:
¡Vete paloma! ¡Vete, paloma!
Hoy, me llaman Moselantja;
¡vete, paloma; vete, paloma!
Antes, yo era Fenyafenyané, hermana de Hlakatsabalé;
¡vete, paloma; vete, paloma!
Hoy me dan de comer en una escudilla sucia;
¡vete, paloma; vete, paloma!
¡Vuela, caña, y llévame junto a mi padre y mi madre!
La caña se mueve con un ruido y la levanta para llevársela por los aires. Acude Masilo y la retiene. Fenyafenyané le dice:
—Déjame, cuando menos, ir con mi padre y mi madre. Tu mujer me ha tratado muy mal, aunque somos hermanas y aunque me he refugiado en su casa.
Entonces la vieja dice a Masilo:
—Ya lo estás viendo; esto es lo que yo te decía que vinieses a ver.
Masilo se queda con Fenyafenyané durante largo rato, y los dos permanecen llorando juntos. Después se dirige a la aldea y se lo cuenta todo a su mujer.
—¡Ay —exclama—, pobre hermana mía! ¡Ay, hija de mi padre!
Al día siguiente Masilo ordena que toda su gente vaya a recoger mucha leña, mientras otros cavan un hoyo profundo.
Sacrifican algún ganado: carneros y cabras; cuecen pan, sopas de sorgo en leche, fríen costrones de pan en grasa; preparan una fiesta grande. Traen también gran cantidad de ollas de cuajada, las ponen en el fondo del hoyo que han abierto y las cubren con tallos de maíz y ramaje ligero.
En tanto, las jóvenes de la aldea recogen leña en el bosque, pero Moselantja está ociosa; acurrucada cerca del arroyo, caza cangrejos con la cola y los devora ávidamente. Cuando concluyen, dicen las jóvenes:
—Regresemos a la aldea.
Una de ellas pregunta:
—¿Dónde está la mujer del jefe? ¿Dónde está la mujer de Masilo?
Cada una llevaba un haz de leña seca; el de Fenyafenyané era mayor que los de sus compañeras. Cuando Moselantja las ve venir, se apresura a juntar unos cuantos tallos verdes y formar un haz; luego dice a Fenyafenyané:
—Moselantja, me has quitado el haz de leña; devuélvemelo.
Pero las otras mujeres intervienen:
—¿Qué dices? Es suyo, ella misma lo ha hecho. Y tú, ¿dónde te has escondido mientras trabajábamos? Vamos al pueblo.
Al verlas llegar, las gentes se dicen unas a otras:
—Miren, la mujer del jefe solo trae ramas verdes. ¿Qué querrá hacer con eso?
Entonces Masilo dice a todas las mujeres:
—Salten por encima de ese hoyo.
Les muestra el hoyo profundo, en el cual han puesto la cuajada. Todas, una tras otra, saltan, y Fenyafenyané como todas.
Cuando le llega el turno a la mujer del jefe y quiere saltar, su cola se alarga en dirección de la cuajada y se pone a comer; entonces Moselantja cae al fondo del hoyo. Las gentes del jefe llegan a la carrera, la rodean por todas partes y allí la matan.
Pero no muere del todo; en el sitio donde la han matado crece una calabaza silvestre. En cuanto a Fenyafenyané, Masilo la hace su mujer; pasado algún tiempo, da a luz un niño. Un día, cuando todos estaban en el campo y Fenyafenyané sola en su casa, la calabaza silvestre se despega del tallo y va rodando hacia la cabaña de Fenyafenyané. Según iba rodando, decía: «Pi-ti-ki, pi-ti-ki, nos co-me-re-mos la so-pa de la pa-ri-da gor-da, la mujer de Ma-si-lo». A llegar junto a Fenyafenyané, la calabaza le dice:
—Pon a mi lado al hijo de mi marido.
Fenyafenyané pone al niño en tierra; entonces la calabaza se arroja con furia sobre Fenyafenyané, y le pega, le pega mucho.
Cuando termina de pegarle, la calabaza vuelve al lugar de donde ha salido y se coloca en su tallo.
A nadie refiere Fenyafenyané lo que le ha sucedido. Al día siguiente, cuando todos están en el campo, la calabaza se echa de nuevo a rodar en dirección de la cabaña de Fenyafenyané; según rodaba, iba diciendo: «Pi-ti-ki, pi-ti-ki, nos co-me-re-mos la so-pa de la pa-ri-da gor-da, mu-jer de Ma-si-lo». Y dice a Fenyafenyané:
—Pon a mi lado al hijo de mi marido.
Luego se arroja sobre Fenyafenyané y le pega, le pega mucho; cuando se cansa de pegarle se va, como la víspera. La calabaza persigue así todos los días a Fenyafenyané, sin darle descanso.
En fin, un día, Masilo pregunta a su mujer:
—¿Qué te pasa que estás adelgazando tanto?
Fenyafenyané responde:
—Hay una calabaza silvestre que cuando estás en el campo viene a mí, diciendo: «Pi-ti-ki, pi-ti-ki, nos co-me-re-mos la sopa de la pa-ri-da gor-da, mu-jer de Ma-si-lo». Después, me dice:
«Pon a mi lado al hijo de mi marido». Y con la misma se arroja sobre mí y me pega con furia.
Al siguiente día, Masilo no sale al campo, y cuando han salido todos dice a su mujer que lo esconda entre las ropas del niño. La calabaza llega, como de costumbre, diciendo: «Pi-ti-ki, pi-ti-ki, nos co-me-re-mos la so-pa de la pa-ri-da gor-da, mu-jer de Ma-si-lo». Después, cuando Fenyafenyané deja a su niño en tierra, la calabaza se precipita sobre ella y empieza a golpearla con rabia. Entonces Masilo sale de su escondite armado de hacha y azagaya. Con la azagaya traspasa a la calabaza, de la que brota, una oleada de sangre. Después la coge y la lleva delante de la puerta de la cabaña, la corta en pedacitos y enseguida la quema, con el mayor cuidado posible.
En el sitio donde han quemado la calabaza crece una mata de cardo. El cardo crece, sin que nadie se fije en él, y acaba por echar simiente. Las simientes lastiman al niño; cuando sale a correr, le pican en los pies. Por mucho que las persigan siempre queda una que no logran atrapar. Al fin, Masilo arma una emboscada y consigue cogerla, la machaca y la tira a la lumbre; pero se convierte en simiente de calabaza. Se arroja sobre el niño cuando duerme y lo muerde, escondiéndose después en las cañas de la choza. Al fin, Masilo logra apoderarse de esta simiente de calabaza, la aplasta cuidadosamente contra una piedra de molino, la reduce a polvo y la tira a la lumbre. Así acabó Moselantja
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