jueves, 28 de febrero de 2019

Bulané y Senkepeng

Había una vez una hija de jefe llamada Senkepeng; su padre tenía un servidor llamado Mapapo. Bulané envió una gran sequía sobre todo el país; ya no llovía nunca, y todas las fuentes estaban secas; en ninguna parte se encontraba ya una gota de agua. Las gentes probaron a matar los bueyes y a prensar la hierba contenida en su estómago para sacar un poco de agua; pero ni aun allí pudieron encontrarla. Un día el padre de Senkepeng, Rasenkepeng, dijo a Mapapo:

  —Vete a buscar agua; a ver si la encuentras en alguna parte.

  Prepararon una gran expedición; cargaron harina en los bueyes de carga, toda clase de víveres y gran cantidad de calabazas para sacar agua. Mapapo y sus compañeros estuvieron viajando mucho tiempo sin encontrarla; al fin, Mapapo subió a una elevada montaña, y lejos, muy lejos, en el fondo de una cañada, vio brillar el agua. Entonces descendió de la montaña y caminó en la dirección de aquella agua hasta dar con ella.

  Se agacha para beber, pero el dueño de las aguas le golpea en la boca y le impide beber; trata de tomarla en el hueco de las manos, y otra vez el dueño de las aguas le impide beber. Mapapo se levanta muy asombrado y dice al dueño de las aguas, que continuaba invisible:

  —Señor, ¿por qué me impides beber?

  El dueño de las aguas dice:

  —Te permitiré que bebas, Mapapo, si me prometes persuadir a Rasenkepeng para que me conceda a Senkepeng en matrimonio. Si rehúsa concedérmela, toda su tribu morirá de sed, con todo el ganado.

  Mapapo le responde:

  —Se lo diré; pero permíteme ahora que saque agua.

  El dueño de las aguas se lo permite. Entonces Mapapo se pone a beber; bebe, bebe, hasta que sacia la sed. Enseguida llena de agua las calabazas que había traído; después tira el tabaco que había en la tabaquera y llena esta también de agua. Entonces se echa las calabazas a cuestas y camina toda la noche para llegar a casa de su amo.

  Llega antes que el día, y enseguida se presenta ante Rasenkepeng y le dice:

  —Aquí tienes agua, jefe —y añade—: el dueño de las aguas te manda decir que quiere casarse con Senkepeng. Si rehúsas concedérsela, tu pueblo entero perecerá con todo el ganado; no quedará alma viviente.

  Entonces llaman a Senkepeng. Su padre le dice:

  —Por causa tuya carecemos de agua; por causa tuya perece mi pueblo. Mapapo me ha comunicado que el dueño de las aguas quiere casarse contigo; si me niego a enviarte con él, mi pueblo perecerá por tu culpa.

  Senkepeng responde:

  —No, el pueblo no perecerá por mi culpa; pueden llevarme al dueño de las aguas.

  Al día siguiente, en cuanto empieza a clarear, Rasenkepeng convoca al pueblo entero y le cuenta lo que Mapapo le ha referido.

  El pueblo consiente en todo; después reúnen los bueyes de carga, muelen masas de harina, matan ganado en cantidad, cargan la carne y la harina en los bueyes y escogen a los mozos y mozas que han de acompañar a Senkepeng. Toda aquella gente se pone en camino guiada por Mapapo; él era el encargado de llevar a Senkepeng a casa de su marido. Cuando llegan al sitio fijado descargan los bueyes y depositan en tierra los víveres que traen. No había nada en aquel sitio, ni siquiera una triste choza. Los compañeros de Senkepeng permanecieron mucho tiempo con ella sin ver a nadie. Al atardecer le dicen, por fin:

  —Ahora tenemos que marcharnos y regresar a nuestra casa.

  Senkepeng les responde:

  —Está bien; pueden marcharse.

  Todos se van; se queda sola. Entonces pregunta en voz alta:

  —¿Dónde he de acostarme?

  Una voz responde:

  —Aquí mismo.

  Senkepeng pregunta:

  —¿Aquí mismo? ¿Dónde?

  La voz repite:

  —Aquí mismo.

  Senkepeng permanece mucho tiempo callada, después pregunta de nuevo:

  —¿Dónde he de acostarme?

  —Aquí mismo.

  —¿Aquí mismo? ¿Dónde?

  —Aquí mismo.

  Recibe siempre la misma respuesta, hasta que, vencida por el sueño, se duerme. Duerme profundamente. Se despierta y ve que va a llover. Pregunta:

  —Llueve. ¿Dónde he de acostarme?

  La voz responde:

  —Aquí mismo.

  —¿Aquí mismo? ¿Dónde?

  —Aquí mismo.

  De nuevo se duerme, y duerme hasta la mañana. Al despertarse ve que está acostada en una cabaña. Tenía ropas, alimentos, nada le faltaba. Pero el amo de la cabaña, Bulané (el-que-abreuna-cabaña-llena-de-polvo), seguía invisible. Senkepeng no veía a nadie; la única cosa que veía era la choza y los objetos que en ella se encontraban.

  Vivió mucho tiempo en la cabaña sin ver a nadie, completamente sola. Al fin, quedó encinta sin haber visto nunca un hombre a su lado. El mes en que debía dar a luz, su suegra Mabulané vino para asistirla. Entonces Senkepeng parió un niño. Cuando el niño hubo crecido un poco, Mabulané regresó a su casa, dejando a su nuera sola como antes. Un día Senkepeng dice:

  —¿Podré acaso ir a visitar a mis padres? Tengo muchos deseos de verlos.

  La voz responde:

  —Puedes ir.

  Al día siguiente se pone en camino y va a casa de sus padres.

  En cuanto llega gritan por todas partes:

  —Aquí está Senkepeng; es ella, sin duda, e incluso tiene un niño.

  Pasa en la casa unos cuantos días; al marcharse, su hermanita Senkepenyana le dice:

  —Quiero ir contigo.

  Senkepeng le responde:

  —Está bien; vámonos juntas; estoy muy sola, en efecto.

  Llegan a la cabaña de Senkepeng y allí pasan la noche. Al día siguiente la hermana mayor dice a la menor que se quede al cuidado del niño, mientras ella va al campo.

  El niño llora; Sekepenyana le pega y le dice:

  —¡Vaya con el niño! ¡Sin padre conocido! Nadie sabe siquiera dónde está.

  El padre del niño oía cuanto hablaba Senkepenyana. Otro día Senkepeng vuelve a decir a su hermana:

  —Quédate con el niño mientras voy a la fuente.

  El niño llora: Senkepenyana le pega y le dice:

  —¡Vaya con el niño! ¡Sin padre conocido! Nadie sabe siquiera dónde está.

  Y de la misma manera regañó al niño varias veces.

  Entonces al querer entrar en la cabaña, abre la puerta y ve a un hombre sentado en el fondo. El hombre le dice:

  —Tráeme a mi hijo. ¿Por qué lo estás regañando siempre, diciéndole que nadie sabe quién es su padre?

  Yo soy su padre.

  Senkepenyana ve que Bulané está cubierto de una armadura de hierro de tanto brillo, que le cegaba; quiere salir y tropieza con la pared de la choza, luego, en cuanto se repone un poco, sale y huye a toda prisa.

  Senkepeng llega, deposita el cántaro de agua, toma una escoba y se pone a barrer el lapa. Bulané la llama:

  —Senkepeng, Senkepeng.

  Al entrar en la choza se asusta y grita:

  —¿De dónde sale este hombre tan brillante, cubierto de hierro, que tiene a mi niño en brazos?

  Se sienta en el suelo. Bulané pregunta:

  —Senkepeng, ¿quién es tu marido?

  Ella responde:

  —Señor, no lo conozco.

  Bulané pregunta por segunda vez:

  —Senkepeng, ¿quién es tu marido?

  Ella responde:

  —Señor, no lo conozco.

  Entonces él dice:

  —Tu marido soy yo; yo soy Bulané (el-que-rehúsa-casarse-, que-abre-una-cabaña-llena-de-polvo); yo soy tu marido. Tu hermana, que has traído aquí, está riñendo siempre a mi niño y le dice que nadie conoce a su padre: yo soy su padre.

  Aquel día Senkepeng vio por primera vez a su marido.

  Bulané tomó un cobertor de hierro y revistió con él a su hijo. A partir de aquel día, Bulané permaneció al lado de su mujer y ya no volvió a desaparecer. El mismo día surgió en aquel sitio una aldea grande, con cantidad de bueyes, vacas, carneros y grandes canastos llenos de sorgo; todo ello salió de la tierra.

  Ahora Senkepeng comprende que es realmente mujer de un gran jefe y que reina sobre un gran pueblo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario