miércoles, 13 de diciembre de 2017

Ormesinda y Mutiliza

Cierto día estaban reunidos Munuza y su favo-
rito Karim. El poderoso guerrero se quejaba del
desprecio que tenía Ormesinda, hermana de Pelayo,
para su apasionado amor; por eso, en vista de que
no cedía a sus ruegos, había decidido raptarla y
lograr por la fuerza lo que no podía conseguir de
otra manera. Expuso a Karim el plan que se había
trazado y le recomendó que procurara llevar la
doncella a su presencia sin que se enteraran los
cristianos, para evitar que la sangre musulmana se
derramara por un deseo particular suyo. Karim
prometió obrar con cautela y salió de la estancia
para cumplir lo que le mandaba.

Mientras tanto, Ormesinda estaba en su casa,
acompañada de su antigua nodriza, y se lamentaba
de la pasión que había despertado en Munuza.
Echaba de menos a su hermano, que había ido a ver
al duque de Aquitania para obtener su ayuda en la
lucha que sostenían los cristianos contra los moros.
Sólo confiaba en su prometido, el valiente don
Alonso, y no dudaba que habría de salvarla de las
persecuciones del musulmán. Precisamente aquella
noche la esperaba para concertar juntos su huida
hacia las montañas de Covadonga. Por eso, cuando
llamaron a la puerta, mandó a la nodriza que abriera
sin temor, pensando que sería don Alonso. Pero la
sorpresa de ambas fue grande al ver que en vez del
caballero cristiano aparecía Karim rodeado de
 sus soldados y dispuesto a llevarse a Ormesinda de
grado o de fuerza, para conducirla a presencia de su
señor. La hermana de Pelayo intentó por todos los
medios a su alcance hacer desistir a Karim de su
propósito, y cuando vio que éste se dirigía a ella
para llevársela por la fuerza, le insultó fieramente;
mas de nada le valieron sus esfuerzos, pues el moro
la acogió entre sus brazos. Aún se debatió en ellos
con fuerza, por lo cual Karim mandó a unos cuantos
soldados que le ayudasen, y entre todos la ataron
de pies y manos. Ya se disponían a salir cuando
apareció don Alonso en la habitación. Ormesinda,
al verle, sintió renacer sus esperanzas y le animó a
que la libertara. El noble cristiano no vaciló en
hacer frente a los raptores, y, espada en mano, sin
tener en cuenta su número, se dirigió indignado
contra ellos para rescatar a su prisionera. Todos le
rodearon, y poco después caía herido. Los moros se
apoderaron también de él y le llevaron ante Munuza.
La alegría de éste por tan inesperada captura fue
grande; siempre había deseado tener a don Alonso
entre sus manos, porque sabía que era su rival en el
amor de Ormesinda. Mandó que le metieran en un
calabozo, y se dirigió hacia la habitación en donde
se encontraba la hermana de Pelayo. Cuando estuvo
delante de ella, procuró tranquilizarla con cariñosas
palabras; pero al ver que nada conseguía y que la
doncella le mostraba duramente su odio, díjole que
tenía a su amante prisionero y que sólo le perdonaría
la vida si accedía a ser su esposa. Si no consentía
en ello, le mataría a la mañana siguiente, y ella
pasaría a su harén como una esclava más. Orme-
sinda pensó que la vida de don Alonso era preciosa
para la causa cristiana, puesto que si a su hermano
le ocurriese algo, don Alonso era el más indicado
para ocupar su sitio, y puesto que el moro estaba
decidido a que de todas forma fuera suya, accedió a
casarse con él, a cambio de la vida de su prometido.
Poco después, Munuza mandaba poner en libertad
al caballero cristiano, al tiempo que daba órdenes
para que su boda se celebrase al día siguiente.
Pronto tal noticia empezó a circular entre los
cristianos y les produjo un gran desaliento al ver
que una de las mujeres de más alta nobleza se
mancillaba uniendo su sangre a la de un infiel.
Llegó el día de la boda; patrullas de soldados
musulmanes guardaban las calles que había de re-
correr la comitiva. Cuando ésta se puso en marcha,
mientras avanzaba a paso lento hacia la mezquita,
un hombre contemplaba la escena algo apartado de
la multitud. Su rostro revelaba la desesperación
que le consumía: era don Alonso, que sin cesar se
lamentaba de no poder impedir la unión de Orrne-
sinda y Munuza. De pronto sintió que alguien le
tocaba en el hombro; volvióse, y vio a un embozado
que le reprochaba su desaliento y se quejaba de que
no le reconociera. Se descubrió, y don Alonso re-
conoció con alegría al propio don Pelayo. Como no
salía de su asombro, puesto que le creía en Aquí-
tania, don Pelayo le explicó que había regresado en
secreto para retirarse con todos ellos a las mon-
tañas y allí esperar la ayuda necesaria y poder
proseguir la reconquista de España; pero al ente-
rarse del desatinado propósito de su hermana,
había llegado hasta allí dispuesto a matarla antes
de consentir que, deshonrándose ella, mancillase a
toda su familia. Don Alonso intentó hacerle co-
nocer la verdad de lo sucedido, y le instó a que 
desistiera de matarla. Pero el proyecto de don
Pelayo era firme, y juntos se dirigieron a la mez-
quita en que había de celebrarse la ceremonia.
Ya estaban Ormesinda y Munuza en ella y el
acto iba a comenzar. Don Pelayo pudo ver cómo su
hermana parecía hallarse ausente de allí; una gran
palidez cubría su rostro, y sus ojos tenían un brillo
extraño; cuando Munuza se dirigía a ella, diríase
que no le escuchaba. Los dos caballeros cristianos
consiguieron llegar hasta donde estaban los futuros
esposos. Ormesinda, al verlos, dio un grito, y en-
tonces don Pelayo se adelantó a Munuza y le pidió
que le dejara abrazar a su hermana por última vez,
pensando que así no erraría el golpe.
Ormesinda insistió en la petición de su hermano,
y dijo a éste que se apresurara a abrazarla, porque
aunque por salvar a don Alonso había accedido a
casarse con Munuza, la noche anterior, para que tal
unión no se llevase a efecto había bebido un veneno
que dentro de poco habría de poner fin a su vida.
Don Pelayo, al oírla, se alegró de lo que le decía,
al ver que su hermana cumplía como correspondía
a la nobleza de su sangre y que le evitaba a é! tener
que causarle la muerte por su propia mano. Poco
después, Ormesinda caía muerta en sus brazos.
Don Alonso y don Pelayo se abalanzaron contra
Munuza y le mataron a puñaladas. Al ver que su
jefe había sido asesinado, una gran confusión se
esparció entre la multitud. La mezquita se convirtió
en un campo de batalla, y los cristianos les causaron
un gran número de bajas. Después de la matanza,
se retiraron don Pelayo y don Alonso a Covadonga,
llevando el cuerpo de la noble Ormesinda.

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