En cierta ocasión, el bondadoso dios Chibchacum abandonó las
aguas profundas donde moraba y se dedicó a recorrer la tierra
que estaba próxima al mar. Era una tierra hermosa; las montañas
tenían altos picachos. El dios, complacido, pensó:
«Esta tierra es buena. Es una pena que nadie la habite.»
Y, desde aquel momento, en su mente se forjó la idea de crear
unos seres que la poblasen. Pero Chibchacum comprendió que a
aquel terreno le faltaba una cosa : los ríos y los arroyos, que sosiegan
la mirada. Entonces, subió a las cimas de las montañas y
con su poderosa vara hizo brotar el agua dulce que, corriendo
por las laderas, engrosó y formó ríos profundos que buscaron
el mar.
El dios sonrió feliz por lo que había hecho, pero dispuesto a
continuar su obra, hizo que las montañas mismas guardasen en
su interior metales preciosos, y que sobre el valle apareciesen
altos árboles llenos de redondos frutos.
Después esparció la simiente de la que brotó el género huma
no y, satisfecho, tornó a las aguas de donde había salido.
Al poco tiempo, el hombre poblaba aquella tierra, pero sucedió
que los que surgieron de la semilla que cayó en el valle, en
la región más próxima al mar, no quisieron en ningún instante
repartir sus tierras fértiles con aquellos otros hombres que vivían
más próximos a las montañas, por lo que éstos, temiendo
comenzar una guerra fratricida, pues el dios los había hecho buenos,
abandonaron la tierra y se dirigieron al interior del país.
Anduvieron muchas jornadas sin que encontrasen un lugar que
les fuese agradable. Ellos, que habían nacido en un sitio cálido,
se iban encontrando con los fríos intensos, con los fuertes vendavales
que venían de los altos picachos, que cegaban los ojos e
impedían el andar, y muchos perecieron en la empresa. El jefe
que los guiaba intentaba animarlos, poner un poco de esperanza
en sus apagados corazones; pero el desaliento se iba apoderando
de todos.
-Volvamos a la tierra de donde salimos -dijeron todos a su
jefe-; no podemos continuar, y si nuestros hermanos nos rechazan,
lucharemos. El gran dios sabe que nosotros no hemos deseado
la guerra.
Comprendió el jefe de aquellos hombres que tenían razón y,
contristado por las desgracias que afligían a su pueblo, decidió
volver, sin temor a lo que sucediese.
Cuando el poderoso cacique del valle tuvo noticias de que unos
hombres se aproximaban, preparó a los suyos y se dispuso a
hacer frente a todo el que llegase. Con gran sorpresa vio que eran
sus hermanos y, desde el primer momento, estuvo en guardia
contra ellos. Al fin, aquéllos descendieron al valle y muy pronto
los dos jefes se reunieron a deliberar.
-Ya veo que estás de vuelta -dijo el cacique poderoso-. ¿Qué
es lo que ahora deseas?
-No mucho. Algo que nunca debí abandonar y que dejé por
la dureza de tu corazón. A ti y a tu pueblo les sobra tierra y
frutos para alimentarse. Déjanos vivir sobre una pequeña porción
de terreno. El dios que nos creó se verá complacido.
El otro se rió al oír lo que decía. Veía que aquellos hombres
estaban cansados y empobrecidos mientras que él y los suyos
eran poderosos. Si comenzaban una lucha les sería fácil aniquilarlos,
pero en el fondo sentía temor. Sabía que Chibchacum era
bondadoso y que quería el amor entre los suyos, por lo que, temiendo
las iras del dios, no se decidió a hacer nada hasta no
consultar el caso con sus adivinos.
El brujo y los adivinos de la tribu organizaron rápidamente
un solemne cortejo, que se dirigió al río más ancho y profundo
que allí existía, pues en sus aguas moraba el dios Chibchacum.
Arrojaron sobre ellas las ofrendas rituales y consultaron al dios.
-En nombre de nuestro jefe y de nuestra tribu queremos saber
si podemos hacer la guerra a los que surgieron de la misma
simiente que nosotros.
Entonces ocurrió un hecho prodigioso como jamás se había
visto. El río hendió primeramente sus aguas y las levantó después
con fuerza poderosa como las olas de un mar pujante
Cuando las aguas volvieron a remansarse, sobre la orilla apareció
la ofrenda que el brujo había llevado.
-El dios rechaza nuestra ofrenda y nuestra petición. No comiences
una lucha fratricida -dijo el brujo a su cacique-, porque
seríamos aniquilados.
Las palabras del brujo y el hecho prodigioso que había presenciado,
llenaron de temor al cacique que, desistiendo de sus
propósitos, ofreció a sus hermanos una pequeña parte de la tierra.
Pero fue pasando el tiempo y el roce continuado fue haciendo
crecer nuevos odios y enemistades, aunque también nuevos amores.
Un día, hasta el cacique poderoso llegó la noticia de que su
hija amaba a un fuerte muchacho que pertenecía a la otra tribu, y
la noticia lo enfureció de tal modo, que decidió poner fin a aquella
situación fuese como fuese y, olvidándose en su cólera de los
deseos de paz del dios, preparó a sus hombres y se decidió
a atacar la tribu hermana.
Desde su morada profunda oyó el dios, a través de las aguas,
el rumor de las gentes inquietas y, deseoso de saberlo que sucedía,
armado de su vara poderosa, subió a la superficie clel río
una noche en que Chía, la diosa madre, iluminaba la tierra con
su redonda plenitud.
Caminó toda la noche, y vio, sin que su visita fuese advertida
por alguien, los rostros de los hombres dormidos y en ellos comprendió
lo que sucedía. Y así decidió acabar con la soberbia de
aquel cacique, dando a todo el pueblo un castigo tan ejemplar,
que quedase de él memoria para las generaciones venideras.
Fue hasta donde dormía la hija del cacique y deslizó un mandato
en su oído. Cuando la joven despertó al día siguiente, sintió
que algo extraño le ocurría, pero por más que intentaba comprender
lo que era, no lo conseguía. Aquella misma tarde cuando
fue, como otros días, a reunirse con su enamorado, al verlo
sintió que en su corazón tenía un secreto.
-Escúchame -dijo la joven-; en este momento tengo para ti
un mandato del dios de las aguas. Ahora sé que anoche ha estado
a mi lado y me ha confiado una misión.
Él miraba lleno de extrañeza, sin poder comprender nada de lo
que la muchacha le decía. Ella continuó:
-El dios me ha dicho: huyan los dos hacia el gran río sin pérdida
de tiempo, pues voy a dar a tu tribu un castigo ejemplar.
-¡No puede ser!
-Estoy tan segura de lo que digo, que me siento impulsada a
seguir el mandato de todas maneras.
-¿Estás dispuesta, entonces, a comenzar ahora mismo el camino?
-le preguntó él.
-No puedo desobedecer.
No hablaron más, e inmediatamente se pusieron en camino.
Los árboles daban sombra para caminar sin fatiga y les ofrecían
sus frutos jugosos y refrescantes. Podrían llegar sin temor hasta
el gran río, como el dios les había mandado.
Mientras tanto, el cacique, apasionado por los preparativos
para la lucha, no se dio cuenta de que su hija había desaparecido,
pero en cuanto lo supo, sospechando que había huido con
el joven, él mismo, acompañado de algunos de sus guerreros, salió
en su busca en cuanto pudo hallar el rastro que los enamorados
dejaban.
El cacique iba furioso, no sólo por el hecho de que su hija
huyese con quien a él no le era agradable, sino porque con eííó
interrumpía sus preparativos y daba lugar a que los de la otra
tribu se preparasen con más tiempo. Por eso caminaba deprisa y
su cólera no tenía límites.
Un día, a la hora en que el sol abrasaba la tierra, los dos
jóvenes descansaban, cuando el fino oído del muchacho percibió
unas lejanísimas pisadas. Escuchó atentamente sobre el suelo y
comprendió que eran perseguidos.
-Tenemos que seguir caminando -le dijo a ella-. Nos persiguen.
Rápidamente estuvieron de nuevo en camino, pero sabían que
era muy difícil borrar las pequeñas señales que quedaban a su
paso, y por lo tanto no había más que un medio de burlarlos:
llegar al río y pedir ayuda al bondadoso Chibchacum, pero aún
les quedaba mucho por caminar. Hicieron un esfuerzo y continuaron
la marcha, pero cada vez que el joven ponía su oído sobre
el suelo comprendía que sus perseguidores les iban ganando
camino.
-Temo que nos den alcance -dijo él- al llegar la noche.
Entonces ella se paró un instante, e imploró al dios de las
aguas:
-Yo te he obedecido, bondadoso Chibchacum; ven ahora en
nuestro auxilio, porque si no, pereceremos.
La poderosa Chía oyó la súplica, e iluminando el gran río
donde el dios habitaba, le comunicó la plegaria.
Chibchacum volvió con su vara potente sobre la tierra, y tocando
con ella la base de las montañas, hizo que éstas se desplomasen
y abriesen una sima inmensa en el suelo. Por un instante
brillaron los filones de oro y las verdes esmeraldas; y la roja
tierra del hierro poderoso mostró sus entrañas profundas antes
de sumergirse en la gran boca abierta. Los ríos se precipitaron
impetuosos y arrancaron con violencia los hermosos árboles,
llenos de frutos; la tribu del cacique poderoso se vio sumergida
en las aguas, todos los hombres fueron arrastrados hacia la gran
sima y allí perecieron. Sólo se salvaron los dos jóvenes que caminaban
hacía el río.
Desde entonces, la tierra que había sido fértil se convirtió
en árida y reseca; casi todos los árboles desaparecieron; sólo el
sel, a fuerza de siglos, con su poder creador hizo brotar algunos
de ellos, que remedan pobremente a los que existieron antes.
Desaparecieron también los ríos, tragados por la tierra, y sólo
a lo lejos quedó el gran río, el que después llamaron Magdalena,
y que ofreció un paso seguro a los dos enamorados.
De tanta riqueza quedó una: los maravillosos metales con que
Chibchacum, el dios bondadoso, enriqueció las montañas y que
ahora están bajo el suelo reseco y calcinado.
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