EL ENSUEÑO DE
MAXEN WLEDlC
Maxen
Wledic era emperador en Ruvein (Roma) y estaba considerado por sus subordinados
como el más atractivo, simpático y sabio de los hombres, y el más adecuado para
el cargo de todos los que habían regido el imperio antes que él.
Hasta que en una ocasión en que se encontraba en una partida de caza,
homenajeando a treinta y dos reyes de otros tantos países aliados, llegó junto
con ellos al valle del río Tíber, donde se detuvieron a descansar. El sol se
hallaba alto en el cielo, y el emperador decidió descabezar un sueñecito,
protegido del resplandor del astro por los escudos de sus soldados, colgados de
los cabos de sus picas de caza.
Nunca sabría luego Maxen Wledic si lo que sucedió a continuación fue
un sueño o una visión, pero lo cierto es que le pareció remontar el valle del
río hasta llegar a sus fuentes, y luego más allá aún, ascendiendo a la montaña
más alta del mundo, cuya cima le pareció tan elevada como el mismo cielo. Pero
su viaje no se detuvo allí; una vez superada la montaña, descendió a los valles
y llanos de más allá, donde pudo contemplar grandes ríos que bajaban
tumultuosamente de sus laderas, para perderse en su camino hacia el océano.
Siguió el cauce del mayor de ellos hasta llegar a su desembocadura, y
allí encontró una fastuosa ciudad y, dentro de ella, una gigantesca fortaleza
custodiada por un sinfín de torres y almenas de diferentes colores. Junto a la
muralla más alta podía verse un activo puerto, en el centro del cual se
destacaba airosamente un navío de mayor porte que los demás, ricamente decorado
con paneles dorados y plateados, al cual permitía el acceso un puente de madera
de ébano y ricas cuerdas de raso, que lo unía a la ribera cercana. Mientras lo
miraba, le pareció que él mismo subía a bordo; al momento, las velas se
hincharon, se soltaron las amarras, y el barco zarpó a través de las mansas y
redondeadas olas.
Varios días transcurrieron antes de volver a avistarse tierra, esta
vez la de una isla, al pasar junto a la cual Maxen Wledic pudo distinguir
tantas maravillas que su mente se resistía a aceptarlas: angostas cañadas por
las que serpenteaban susurrantes arroyuelos, precipicios insondables, llanuras
tan extensas como el océano y bosques en los que podían recogerse todo tipo de
frutas.
Cuando la barca amarró en el muelle de un lujoso palacio, Maxen pudo
entrar y recorrer maravillado un inmenso salón cuyo techo era de oro y los
muros estaban tachonados de piedras preciosas. Las puertas eran de bronce, las
mesas de plata y los divanes forrados en seda recamada en oro; sobre uno de
ellos se tendían dos muchachos morenos jugando al gwyddbwyll.1
En el centro del salón, junto a una de las inmensas columnas de ébano,
sentado en una silla de marfil adornada con dos águilas de oro, se encontraba
un anciano de cabellos blancos. Frente a él se sentaba una muchacha tan
hermosa, que su vista encandilaba como la del sol en todo su esplendor. Lucía
una camisa de seda blanca cerrada sobre el pecho con dos broches de oro rojo, y
un vestido de seda dorada, recamado en piedras preciosas.
Cuando Maxen se aproximó, la muchacha abandonó su silla, le echó los
brazos al cuello, y ambos volvieron a sentarse en la silla, tan juntos que el
mueble no pareció más ocupado que antes. Pero los sonidos del salón, suaves y
armónicos, fueron trocándose en ruidos discordantes: los perros sacudían sus
correas, los escudos se entrechocaban contra las espadas y los caballos
piafaban y relinchaban inquietos, anticipando la trompa de caza.
Pero el daño ya había sido hecho y el emperador ya no recuperaría su
reposo. Desde ese día no habría en él una molécula de su cuerpo que no se estremeciera
y vibrara por su amor por la desconocida muchacha de la isla. Con un esfuerzo,
logró comprender las palabras de su asistente:
—Majestad, ya es hora de que regresemos a palacio.
En silencio, Maxen Wledic montó su brioso palafrén y se dirigió hacia
Roma, en medio de un triste y ominoso silencio. Así pasaron los días, que
pronto se convirtieron en semanas; su único alivio era el sueño, porque en él
podía volver a ver a su amada. Pero cuando despertaba no quedaban rastros de
ella, y no tenía forma alguna de saber dónde podría hallarla. Y así siguió,
hasta que un día su lugarteniente le dijo compungido:
—Mi señor, el pueblo ha comenzado a murmurar. No logran obtener
respuestas a sus peticiones ni a sus necesidades. Se sienten abandonados y no
saben qué hacer.
—Reúne al Consejo de Sabios —respondió el Emperador—; ellos me
ayudarán a tomar una decisión sobre mi problema.
—Majestad —resumió el portavoz del Consejo luego de la deliberación de
sus miembros—, ya que nos has honrado al consultarnos, te daremos nuestra
opinión sincera. Creemos que tu estado de ánimo actual no resulta beneficioso
para tu pueblo, para tus nobles y ni siquiera para ti mismo. Pensamos que sería
más provechoso para todos que abandonaras temporalmente Roma y te dedicaras a
buscar a la dama desconocida, ya que eso te devolverá la paz de espíritu que
necesitas para recomponer tu imperio.
Rápidamente se reclutaron los guerreros más experimentados del reino,
se los puso a las órdenes de los capitanes más diestros en el combate y en
pocos días se logró reunir un ejército pequeño, pero avezado y dispuesto para
una misión extraña y delicada: encontrar a la enigmática doncella entrevista
por el emperador en el transcurso de su ensueño mágico.
La expedición de búsqueda se inició sin contratiempos; ascendieron una
escarpada montaña que con sus dedos de roca arañaba los confines del cielo;
recorrieron un río hasta su desembocadura en el mar, junto a una gran ciudad de
torres coloreadas, y allí abordaron una nave que surcó las olas redondeadas y suaves
para, finalmente, desembarcar en una isla desconocida para todos los
integrantes de la expedición.
Sin embargo, desde el momento mismo de poner su pie en la dorada arena
de la playa, las brillantes tonalidades de verde del paisaje parecieron liberar
de un extraño sortilegio la mente de Maxen Wledic, quien inmediatamente supo,
como por arte de magia, que se encontraban en la isla que sus habitantes
llamaban Bretaña.
Recuperado de su letargo, el emperador reorganizó rápidamente a sus
tropas y marchó sobre el territorio dominado por Beli, hijo de Manogan, y sus
hijos, haciéndolos retroceder hacia el mar. Luego avanzó hacia Arvon, cuyos
habitantes se rindieron sin luchar, y finalmente se encontró frente a la
fortaleza de Aber Sein, en cuya sala penetró sin dificultad. Como en un sueño
repetido pudo ver en el interior de la estancia a Kynan y Adeon, hijos de
Eudav, jugando su partida de gwyddbwyll y al propio Eudav, sentado en su
silla de marfil y tallando pacientemente sus trebejos. Intencionadamente demoró
en volver sus ojos hacia el fondo de la sala... ¡y allí estaba ella: Elen, la
doncella que había entrevisto en su sueño y que desde ese mismo momento había
ocupado la totalidad de sus pensamientos, hasta el punto de hacerle postergar
sus deberes de emperador!
Lentamente, Maxen se acercó hasta la silla de oro y, sin que mediara
una sola palabra entre ellos, tomó las manos de la joven entre las suyas y la
guió sin demora hacia sus aposentos, donde esa misma noche consumó su ansiado
matrimonio.
A cambio de la virginidad que le había concedido, Maxen le ofreció que
solicitara su agweddi,2 a lo que ella prudentemente respondió
que deseaba la isla de Bretaña para que fuera regida por su padre, desde el Mor
Rudd hasta el Mor Iwerddon,3 dejando las tres islas
restantes bajo la hegemonía de Roma; además solicitó la construcción de tres
fortalezas, a erigirse en los lugares que ella designara. El emperador accedió
sin demora a su pedido, y el primero de los fuertes fue levantado en Arvon,
donde Maxen Wledic radicó la corte principal de su imperio. Para ello se hizo
traer tierra desde Roma, para que así resultasen más sanas para el emperador
las tareas de dormir, sentarse o pasear. Para las restantes fortalezas se
eligieron las regiones de Kaer Llion y Kaer Virddyn.
Siete años permaneció Maxen Wledic en Bretaña sin que surgieran
contratiempos apreciables en su reinado, pero por aquel entonces las costumbres
romanas establecían que todo emperador que permaneciera en el extranjero por
más de siete años, debía quedarse en el lugar y perdía el derecho de regresar a
Roma, donde se nombraba un reemplazante. Con tal motivo, Maxen recibió en Kaer
Llion una carta amenazante escrita por el nuevo regente, en la que le prevenía
que no volviera, so pena de ser ajusticiado.
Pero la carta tuvo un efecto contrario al previsto y despertó la ira
de Maxen, que inmediatamente se puso en marcha con sus tropas en dirección a
Roma. En el camino sometió a Francia, Borgoña y a todas las comarcas que se
encontraban en su camino hacia la capital, a la que puso bajo asedio durante
más de un año, aunque sin obtener resultados positivos.
Al cabo de ese año infructuoso, los hermanos de Elen Lluyddawc se
agregaron al ejército de Maxen con una armada pequeña en número, pero compuesta
por guerreros de tal envergadura que su efectividad era mayor que la de una de
doble cantidad de soldados romanos. El emperador de la ciudad sitiada fue
advertido de esta contingencia cuando sus observadores vieron a esta pequeña
pero disciplinada tropa adosarse al ejército enemigo y desplegar sus
pabellones.
Lo primero que Kynan y Adeon, hijos de Eudav y hermanos de Elen,
hicieron al reunirse con el ejército de Maxen fue ir a recibir órdenes de su
cuñado, pero mientras miraban juntos la forma desmañada en que los soldados
romanos se lanzaban al asalto de las murallas, decidieron, de común acuerdo,
intentar otro método menos esforzado y más efectivo de romper el cerco.
Para ello, midieron durante la noche la altura de las murallas y
enviaron al bosque a sus carpinteros, con la orden de construir escalas, una
para cada cuatro soldados.
Según las costumbres de la época, durante el mediodía los dos jefes
enemigos tomaban sus comidas diurnas, por lo que las acciones bélicas se
detenían por ambas partes, hasta que ambos terminaban de comer. En aquella
oportunidad, sin embargo, los hombres de la isla de Bretaña tomaron su almuerzo
más temprano, y bebieron hasta sentirse entonados para la batalla; y entonces,
aprovechando el momento de tregua para el almuerzo, los bretones avanzaron contra
las murallas y pusieron sus escaleras, logrando penetrar a la fortaleza al
amparo de la sorpresa. Y antes que el nuevo emperador tuviera tiempo de
reagrupar a sus tropas, lo sorprendieron y lo mataron, al igual que a la
mayoría de los jefes y capitanes que pudieron encontrar. A pesar del factor
sorpresa, sin embargo, invirtieron tres días con sus respectivas noches para
someter a la totalidad de los hombres y apoderarse de la fortaleza. Mientras
tanto, parte de la tropa bretona se ocupaba de impedir el acceso a las murallas
a todo soldado de la armada de Maxen, antes de finalizar la tarea de limpieza
que se habían adjudicado. Sorprendido por aquella actitud, Maxen comentó a
Elen:
—Me extraña mucho que no haya sido en mi nombre que tus hermanos
conquistaran la ciudad.
—Emperador —contestó ella—, mis hermanos son los hombres más valientes
y más sabios del mundo. Ve tú mismo a reclamársela, y si son ellos quienes se
han apoderado de ella, seguro que te la ofrecerán gustosos.
Así que ambos se dirigieron a pedirles que le entregaran la ciudad
sometida, y los hermanos respondieron que la conquista de Roma y su rendición
incondicional sólo se debían al esfuerzo de los soldados bretones, pero luego
las puertas fueron abiertas de par en par y el emperador se sentó nuevamente en
su trono, donde los romanos conquistados le rindieron el debido homenaje.
En agradecimiento a los servicios prestados, Maxen se reunió con Kynan
y Adeon, y les dijo:
—Caballeros, ha sido gracias a vuestra astucia y valentía que he
recobrado enteramente mi imperio. Por lo tanto, os ofrezco esta armada para que
sometáis cualquier parte del mundo que deseéis.
Siguiendo su consigna, los hermanos de Elen se pusieron en campaña y
sometieron feudos, fortalezas y ciudades amuralladas, donde mataban a los
hombres pero dejaban con vida a las mujeres. Y así continuaron hasta que los
jóvenes que con ellos se habían iniciado en las artes de la guerra fueron
hombres de cabellos grises, cansados ya de luchas y de conquistas.
Llegados a ese punto, Kynan preguntó a Adeon, su hermano menor, si
prefería quedarse exiliado en esas lejanas regiones, o si prefería retornar a
la patria. El menor eligió la última opción, y muchos de sus jefes principales
opinaron igual, por lo que Kynan permaneció en el último país sojuzgado, con el
resto de las fuerzas.
Y así es como culmina esta narración, llamada "El ensueño de
Maxen Wledic, emperador de Roma".
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