Quedó como
sucesor de Armenios su hijo Juan.
Este, tras la
muerte de sus padres, fue acometido de una mortal tristeza. Los patricios y
visires, queriendo consolar al que era su nuevo señor, vinieron a él y le
dijeron:
-¡Oh señor! No
te acongojes más por lo que no tiene remedio. Desde que nace, el hombre está
destinado a la muerte y éste es el común destino de los nacidos. ¿Dónde están
tus padres y los padres de tus padres? ¿Dónde están los primeros hombres? Seca
tus lágrimas, ten piedad de los que de ti esperan la guía y el consejo, y toma
ejemplo para tu vida de la que tu padre pasó en este mundo con tanta bondad y
santidad.
Pero todas
estas palabras de consuelo fueron inútiles. Juan permanecía mudo y quieto. Los
cortesanos juzgaron que era mejor no molestarle, y le dejaron solo con su dolor
algunos días, y más tarde volvieron a intentar el alivio de la pena de su
señor.
En vista de
que sus esfuerzos resultaron así mismo inútiles, determinaron organizar un
festín en uno de los más bellos jardines de palacio. Cuando las mesas, los
manjares y los vinos estuvieron dispuestos, fueron a buscar a Juan y le pidieron
que les concediera la gracia de acompañarles a la mesa.
Juan no quería
aceptar, pero ante la insistencia de sus servidores, y no queriendo que
creyeran que los despreciaba, aceptó a presidir el banquete. Le ofrecieron
exquisitos manjares, de los que apenas se sirvió, y deliciosos vinos, con los
que solo humedeció sus labios en una bebida fuerte y de aroma delicado. Le
instaron a que bebiera más y así lo hizo. Pero como jamás había bebido vino, se
sintió embriagado por la bebida y por el olor de los jardines, perdiendo el
conocimiento.
Al momento fue
conducido a palacio. A la entrada de su habitación le esperaba su hermana, que
lo abrazó estrechamente. Y Juan, sin saber lo que hacía, cometió con ella un
horrendo pecado.
La hermana
tuvo un terrible dolor por ello. Quedó encinta y, cuando no pudo disimular su
estado, fue a su hermano y le dijo lo que le pasaba. El hermano, que no
recordaba nada de su nefanda acción, le preguntó que quién era el culpable. La
hermana le contestó:
-¡Tú mismo!
Juan palideció
y le dijo que no recordaba haber cometido esa acción tan monstruosa.
Y entonces
ella le contó que todo había sucedido el mismo día del banquete, cuando él
había regresado embriagado.
Juan se sintió
presa de un gran dolor y de un fuerte arrepentimiento. Huyó de palacio y fue a
refugiarse en un monasterio, en donde tomó el hábito de monje y se entregó a
las más rudas penitencias.
Cuando los
visires volvieron al día siguiente a palacio no encontraron al rey, sino a su
hermana, sola, que no paraba de llorar. Durante un mes, cada día, volvieron a
palacio; pero al ver que su espera era vana y que el rey no aparecía
proclamaron reina a la hermana.
Cuando llegó
el momento de alumbrar su embarazo, tuvo un niño muy hermoso. Mas no queriendo
que de conociese su gran pecado, hizo preparar una caja muy bien dispuesta,
forrada de telas suaves.
Llamó a su
criado de confianza y le encargó buscar tres tablillas: una de marfil, una de
oro y otra de plata. Sobre la primera ordenó que pusieran: “El padre de este
niño es su tío, y su madre es su tía”. Después, en un pergamino escribió: “La
tablilla de oro pertenecerá a este niño cuando sea mayor, y la de plata, a la
que lo tome a su cuidado para educarlo.”
Colocó al niño
en la caja, puso junto a él las tablillas y el pergamino y, echándolo al río,
lo encomendó a la protección divina. La cuna fue llevada por la corriente.
Había, aguas
abajo, a la orilla misma, un monasterio dedicado al mártir Santiago el
Interciso. Por esos días se celebraba la fiesta del santo patrón. El superior
del monasterio, queriendo tener, para la fiesta, pescado fresco, fue a la
orilla del río y encontró a un pescador, ofreciéndole un dinar por todo lo que
pescase durante la noche.
El pescador se
montó en su barca y, remando, se dirigió al centro de la corriente. Allí echó
su sedal. Sacó un gran pez y de nuevo lanzó el sedal. En aquel momento pasaba
la caja, arrastrada por la corriente, y quedó prendida en el anzuelo. El
pescador tiró y se sorprendió al ver lo que pendía de su sedal. La sacó del agua,
la colocó en su barca y continuó su trabajo. De madrugada se presentó al
superior, al cual entregó la pesca y la cuna, diciéndole:
-Como habíamos
convenido que os entregaría, por un dinar, toda mi pesca, a vos os pertenece
también esta caja.
El superior
abrió la caja y vio al tierno niño. Cogió el pergamino y tomó las tablillas de
oro y de plata. Después de haber leído el pergamino, guardó la de oro y entregó
la de plata al pescador, diciéndole:
-Toma a este
niño y entrégaselo a tu mujer para que lo críe. Y como pago, tuya es esta
tablilla de plata.
Después leyó
lo que había escrito en la de marfil y se asombró de aquellas palabras. Pero
nada dijo y la guardó también.
El pescador
llevó al niño a su casa y la mujer le crió. Creció como un hermano más de los
hijos de los pescadores, y fue educado como ellos y participó en sus juegos.
Cuando ya había crecido, un día, disputó con sus supuestos hermanos y les
golpeó. Los hijos de los pescadores le dijeron:
-¡Ah,
desgraciado! ¿Así pagas los beneficios que te hemos hecho, criándote y
educándote? ¿Por eso te vuelves tan duro de corazón para nosotros?
Entonces, el
muchacho, muy sorprendido por cuanto le acababan de decir, les respondió:
-Me habláis
como si no fueseis hermanos míos…
Y ellos le
contestaron que no lo eran. Entonces él fue a buscar a la mujer del pescador y
le dijo:
-Mis hermanos
me han dicho que no son mis hermanos. ¿Es que acaso no eres tú mi verdadera
madre?
Entonces le
contó la mujer:
-No, yo no soy
tu madre. A nosotros te trajo un monje del monasterio de Santiago.
Cuando volvió
el pescador, el muchacho le rogó que lo llevase a ver al monje. Éste lo hizo
así y juntos fueron a ver al monje. El mancebo al ver el aspecto del superior,
le preguntó:
-¿Eres tú
quizá mi padre?
El monje,
sonriendo ante la inocencia del muchacho, le respondió:
_No, yo no soy
tu padre ni sé quién pueda ser. Sólo te recogí de una cuna que había sido
echada al agua. Allí había tres tablillas.
Y le contó
todo lo demás. Y le dio el consejo de tomar el hábito de monje. Pero el joven
respondió:
-No; yo deseo
ser soldado.
Tras estas
palabras el superior le entregó la tablilla de oro. Fue a venderla a la ciudad
vecina y le dieron mil dinares de oro, con los que compró un caballo y un rico
equipo de soldado. Después se despidió y le dieron la tablilla de marfil y la
bendición del monje.
Después de
algunos días de camino, llegó a una ciudad que estaba sitiada por un poderoso
ejército. Preguntó a los soldados:
-¿Qué ciudad
es ésta? ¿Por qué la sitiáis?
Los soldados
le contestaron que era una ciudad gobernada por una mujer y que su rey quería
apoderarse de ella.
Entonces el
joven guerrero cabalgó aprisa, sin poder ser detenido por los soldados, y llegó
a las puertas de la ciudad, donde pidió alojamiento.
Por la mañana
oyó las trompetas llamar a combate y las voces de los jefes que incitaban a los
soldados a la lucha. Se unió al grueso de las tropas que iban a hacer una
salida contra los sitiadores.
Cuando los
escuadrones de la ciudad toparon con las primeras líneas enemigas, ya el joven
galopaba a la cabeza. La fuerza divina vino en su ayuda, prestándole fuerza a
su brazo, de tal manera que él solo hizo más que todos los soldados juntos,
destrozando a centenares de enemigos. Éstos, aterrorizados, levantaron el
cerco, dejando prisionero a su rey y la ciudad recibió a los vencedores con
gran algazara de cánticos y vítores, que iban dedicados, sobre todo, al
caudillo desconocido, que con su valor había sido el verdadero artífice de la
victoria.
Los visires
fueron a decirle a la reina:
-El ejército
enemigo ha huido y su rey ha sido hecho prisionero por un joven soldado
desconocido que ha batallado con tal denuedo que nos ha conseguido el triunfo.
La soberana
deseó ver al mancebo y quiso recompensarle por lo que había hecho. Pero el
joven nada quiso aceptar. Entonces la reina le propuso que fuera su marido y
luego proclamarlo rey. Él aceptó, y este enlace fue recibido con gran alegría
por los visires y por todo el pueblo, que se sentía orgulloso de su monarca.
Las bodas se celebraron
con gran pompa. Grandes festines se dieron y el pueblo estaba muy alegre. Así
pasó algún tiempo. Un día la reina conversaba en su cámara con sus doncellas.
Se sentía tan orgullosa de la belleza y el valor de su marido que hizo esta
pregunta:
-¿Conocéis
alguien más hermoso que el rey? –después suspiró y dijo-. Y sin embargo tiene
una extraña enfermedad. Cada vez que entra en el gabinete de aseo sale con los
ojos enrojecidos y el semblante pálido. Sin duda se apoderan de él malos
espíritus.
Entonces la
mujer que ejercía la mayordoma dijo:
-Yo me enteré
de qué se trata.
Espió, a la
mañana siguiente, la llegada del rey al gabinete de aseo y vio que de un
armario sacaba una tablilla y que, después de leerla, sus ojos se llenaban de
lágrimas y quedaba pálido.
Fue en seguida
a decírselo a la reina, quien pidió que le llevase la tablilla que el rey
guardaba. La fámula así lo hizo y cuando la soberana tomó la tablilla y la hubo
leído, cayó desmayada. Aquella tablilla la había escrito ella misma cuando echó
al río, en una cuna, el fruto de su horrendo pecado.
Esta reina, en
efecto, no era sino la hermana de Juan, el hijo de Armenios.
Las criadas
fueron a avisar rápidamente al rey de que la reina había sido víctima de un
accidente. Cuando llegó el monarca, vio que su esposa estaba llorando. Le
preguntó la causa de su mal, y ella, desesperada, rasgándose los vestidos, le
contó lo siguiente:
-¡Estoy
maldita del Señor! Yo fui quien escribió esas palabras en la tablilla. No solo
tú eres hijo de un gran pecado, sino que tú y yo hemos cometido uno de nuevo,
más nefando todavía. ¡Yo soy tu madre!
El joven rey,
atrozmente torturado, salió de palacio sin saber adónde dirigirse. Fue a la
orilla del mar y vio a un pescador.
-Toma mis
vestidos y dame un guebbeh (hábito
rústico).
El pescador
dijo que tan humilde vestidura no correspondía al rey. Pero éste insistió y el
pescador no tuvo más remedio que obedecer y cambió su guebbeh por las ricas vestiduras reales.
El soberano le
mandó después a comprar una gruesa cadena de hierro con un candado. Cuando se
la hubo traído, el rey se ciñó la cadena a sus pies, tiró la llave al mar y le
pidió al pescador que lo pasase hasta una isla que había cerca de allí, pero
que no era visitada por nadie. El pescador no pudo rehusar, y menos cuando oyó
al monarca que decía:
-¡Oh, Señor!
Ten piedad de aquel que es fruto de un pecado como jamás se ha cometido otro en
la Tierra , y
que para agravar su falta se ha casado con su madre después e ser hijo de su
tío.
Después quedó
solo en la isla, haciendo voto de no comer ni pan ni viandas preparadas, sino
sólo la hierva que podría coger con su boca. El guebbeh que llevaba se rompió y su cuerpo quedó expuesto a la
intemperie.
Pasó el
tiempo. Nadie supo nada más del rey. Mientras tanto, el nuevo rey que había
sucedido a la hermana de Juan, que se había retirado del palacio, supo que el
patriarca estaba a punto de morir. Era costumbre que los patriarcas tuvieran a
su servicio jóvenes clérigos, que escogían entre los que observaban mejor conducta
y disposición. Y entre ellos escogían a sus sucesores.
El rey fue al
patriarca y le dijo que diera el nombre el que había de ser su sucesor. Pero el
patriarca, moribundo, le dijo:
-No puedo
darte nombre alguno, por desgracia. ¡Oh, señor!, ninguno de los jóvenes que he
tenido a mi servicio es digno de ocupar mi lugar.
Y sin decir
más expiró.
El rey escogió
a algunos de sus servidores y los envió a recorrer los monasterios para
preguntar si alguno de los monjes era digno de ser nombrado patriarca. Unos de
estos emisarios llegaron adonde estaba el pescador. Fueron dirigidos hasta allí
por la voluntad divina. Tenían hambre y pidieron al pescador que echase su
anzuelo para sacar algo con que saciar su necesidad.
El pescador
echó su anzuelo, sacó un pez y, cuando su mujer lo abrió para cocinarlo, vio
que en su vientre había una llave de hierro que su marido reconoció al momento
como la de las cadenas que había comprado para el rey.
Los emisarios,
al oír esto, le preguntaron de qué se trataba y él les explicó lo que le había
ocurrido hacía muchísimos años y la vida durísima de penitencia que desde
entonces debería estar llevando el desdichado rey.
Los emisarios
le pidieron que les condujera hasta la isla, y cuando estuvieron allí
encontraron al solitario con las manos en alto, orando en el fervor más
profundo al Señor para que le fueran perdonados sus pecados y faltas.
Lo llevaron
con ellos al palacio del rey, el cual habiendo sabido la vida de penitencia que
había llevado, llamó a doce obispos, los cuales estuvieron de acuerdo en que
era digno de ser patriarca, y como tal lo consagraron.
Así se salvó,
por la esperanza y la fe en la bondad de Dios, y el Señor le confirió el poder
de realizar prodigios y curaciones milagrosas.
Su madre, que
desde que él partiera de palacio había vivido en la penitencia, padecía una
terrible enfermedad. Le envió recado, sin saber quién era el patriarca, de que
se dignase conceder la audiencia y pedir para ella la salud del Señor.
El patriarca,
cuando la vio, la reconoció al momento. Pidió al Señor que la curase, y así le
fue concedido. Ella le dio las gracias, arrodillada a sus pies, y le dijo que
regresaba a su patria y que rogaría por él. Él le dijo:
-Antes quiero
que sepas quién soy.
Y le descubrió
su personalidad. La madre cayó desvanecida. Pero el patriarca la consoló,
diciéndole:
-¡Oh, madre
mía, ya ves los favores que Dios concede a los que hacen penitencia!
Él la revistió
de los hábitos angélicos y fue salvada.
Y así se
salvaron los dos y murieron santamente.
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