Heracles, a quien los romanos llamarían Hércules, era hijo de Zeus y de
Alcmena, una princesa de Tebas. Hera, enojada porque Zeus había llevado a cabo otro
de sus casamientos con mujeres mortales, envió dos horrorosas serpientes para que
mataran a Heracles cuando aún era un bebé. Heracles y su hermano gemelo Ificles
dormían en un escudo que les servía de cuna, cuando las serpientes reptaron hacia ellos.
Ificles gritó y rodó fuera del escudo. Pero Heracles, un niño inmensamente fuerte, cogió
las serpientes por el cuello, una en cada mano, y las estranguló.
Cuando era un muchacho, Heracles se interesaba más por la lucha que por la
lectura, la escritura o la música. También prefería la carne asada y el pan de cebada a
los pasteles de miel o de frutas. Pronto, se convirtió en el mejor arquero, el mejor
luchador y el mejor boxeador que existía. Cuando Lino, su profesor de música, le pegó
por no prestar atención a las escalas, Heracles le golpeó con una lira hasta matarlo.
Acusado de asesinato, Heracles dijo sencillamente:
—Lino me pegó primero. Sólo me defendí.
Y los jueces lo absolvieron.
Euristeo, el gran rey de Grecia, quería desterrar a Anfitrión, rey de Tebas y,
ahora, padrastro de Heracles. Pero éste, noblemente, se ofreció a Euristeo para ser su
esclavo durante noventa y nueve meses, si permitía que Anfitrión se quedase y
conservara el trono. Hera advirtió a Euristeo:
—Acepta, pero encarga a Heracles los diez trabajos más peligrosos que puedas
elegir, y que los cumpla todos dentro de los noventa y nueve meses. Lo quiero muerto.
El primer trabajo que Euristeo ordenó a Heracles fue matar al león de Nemea,
una enorme bestia, cuya piel era resistente a la piedra, al cobre y al hierro. Aquel
monstruo vivía en una cueva en las montañas. Primero, Heracles le lanzó flechas, pero
éstas rebotaron sin hacerle daño. Luego, cogió su gran maza de madera de olivo y le
golpeó en la cabeza, pero lo que se rompió fue el arma. El león sólo movió su cabeza,
porque había oído un ligero ruido, bostezó y volvió a su gruta. Esta cueva tenía dos
entradas. Heracles tapó la más pequeña con una red de bronce, entró por la grande y
cogió al león por la garganta. Aunque el animal le arrancó el dedo corazón de la mano
izquierda de un mordisco, Heracles consiguió meter la cabeza del león bajo el brazo
derecho y aplastarla hasta que la bestia murió. Heracles despellejó al león usando una
de las garras del mismo animal como cuchillo y luego se cubrió con la piel. Después, se
fabricó una nueva maza de madera de olivo y se presentó ante Euristeo.
El segundo trabajo era mucho más peligroso: matar a la monstruosa hidra de los
pantanos de Lerna. Esta bestia tenía el cuerpo grande, como el de un perro, y ocho
cabezas de serpiente con largos cuellos. Heracles le disparó flechas ardiendo cuando
salía de su agujero bajo las arenas de un pantano. Luego, corrió hacia ella y le golpeó
las ocho cabezas. Pero conforme las aplastaba, iban apareciendo otras en su lugar. Un
escorpión, enviado por Hera, se le acercó rápidamente y le mordió el pie: Heracles lo
aplastó de un pisotón. Al mismo tiempo, desenvainó su afilada espada de empuñadura
de oro y llamó a Yolao, el conductor de su carro. Yolao trajo inmediatamente una
antorcha y, cuando Heracles cortaba una cabeza, sellaba el cuello con fuego para evitar que surgiera una nueva. Fue el final de la hidra. Heracles mojó sus flechas en su sangre
venenosa. Quien fuera herido con ellas moriría dolorosamente.
El tercer trabajo fue capturar la cierva de Cerinia, una cierva blanca con pezuñas
de bronce y cuernos de oro, que pertenecía a la princesa Artemisa. Heracles tardó un
año entero en encontrarla. La persiguió por montañas y valles de toda Grecia, hasta que
al final le disparó una flecha sin veneno, cuando pasó corriendo cerca de él. La flecha se
clavó entre el tendón y el hueso de sus patas delanteras, que quedaron ensartadas, sin
derramar una sola gota de sangre. Cuando tropezó y cayó, Heracles la apresó, le extrajo
la flecha y se la llevó a Euristeo sobre los hombros. Artemisa se habría enfurecido si
Heracles hubiera dañado a su cierva y, además, lo perdonó por su certero flechazo.
Después, Euristeo liberó a la cierva.
El cuarto trabajo fue apresar al jabalí de Erimanto, una enorme criatura con unos
colmillos como los de un elefante y una piel resistente a las flechas. Heracles lo
persiguió por las montañas de aquí para allá, en invierno, hasta que quedó atrapado en
un gran montículo de nieve. Allí, saltó sobre él y le ató las patas delanteras a las
traseras. Cuando Euristeo vio a Heracles cargando el jabalí a su espalda por la avenida
de palacio, huyó y se escondió en una gran vasija de bronce.
El quinto trabajo fue limpiar el inmundo establo del rey Augías en un solo día.
Augías tenía muchos millares de animales y nunca se había preocupado de eliminar sus
excrementos. Euristeo le encargó esta tarea a Heracles sólo para molestarlo, esperando
que se cubriera de inmundicia, cuando cargara el estiércol en las cestas para llevárselo.
Augías sonrió a Heracles con desprecio:
—Te apuesto veinte vacas contra una, a que no puedes limpiar el establo en un
solo día.
—De acuerdo —dijo Heracles.
Blandió su maza, derribó la pared del establo, cogió un pico y cavó rápidamente
unos canales profundos desde dos ríos cercanos. El agua de los ríos atravesó el establo y
lo dejó limpio en un momento.
Como sexto trabajo, Euristeo le dijo a Heracles que expulsara ciertas aves
caníbales con plumas de bronce del lago Estínfalo. Estos animales parecían grullas, pero
tenían picos capaces de hacer pedazos una coraza de hierro. Heracles no podía nadar en
los pantanos, porque el agua estaba turbia, y tampoco podía cruzarlos caminando,
porque el barro no aguantaría su peso. Cuando disparó a los pájaros, las flechas
rebotaron en sus plumas.
La diosa Atenea se le apareció entonces y le dio un unos címbalos de bronce.
—¡Agítalos! —le ordenó.
Heracles lo hizo y las aves levantaron el vuelo, aterrorizadas. Disparó, mató a
docenas de ellas, ya que en la parte inferior de sus cuerpos no tenían plumas de bronce,
y las obligó a huir en dirección al mar Negro. Ninguna volvió jamás.
El séptimo trabajo fue capturar un toro que aterrorizaba Creta. Perseguía
granjeros y soldados, destruía cabañas y almacenes, arrasaba campos de maíz, y
asustaba a mujeres y niños. Este animal había aparecido cuando el hijo de Europa,
Minos, dijo a los cretenses:
—¡Soy el rey de esta isla! ¡Dejemos que los dioses me envíen una señal para
probarlo!
Mientras hablaba, los cretenses vieron cómo un toro muy blanco de cuernos
dorados salió nadando del mar. Pero en lugar de sacrificar el hermoso animal a los
dioses, como era deber, Minos lo conservó y sacrificó otro. Así que Zeus lo castigó,
permitiendo que el toro escapara y causara desgracias en toda Creta.
Heracles siguió al toro hasta un bosque. Allí, se subió a un árbol, esperó que el
animal pasara y saltó sobre su lomo. Tras un difícil forcejeo, consiguió clavarle una
anilla en la nariz y, cruzando el mar con unas riendas atadas a su morro, se lo llevó a Euristeo.
El octavo trabajo fue capturar las cuatro yeguas salvajes del rey Diomedes de
Tracia. Diomedes alimentaba a estas yeguas con la carne de los extranjeros que
visitaban su reino. Heracles viajó hasta Tracia y se acercó al palacio real; fue directo a
las cuadras de Diomedes, echó a los mozos y condujo a las yeguas, que se caían y
coceaban, hasta la costa. Alertado por el ruido, Diomedes llamó a los guardias de
palacio y salió en su persecución. Heracles dejó las yeguas a cargo de su mozo Abdero
y volvió para luchar. La batalla fue corta. Dejó sin sentido a Diomedes con su maza e
hizo que las yeguas se lo comieran vivo, como venganza por la muerte de Abdero que,
poco antes, al no haber podido controlar a las yeguas, había sido devorado por las
mismas. Antes de marcharse, Heracles también instituyó unos juegos fúnebres anuales,
en memoria de Abdero. Ya de regreso, cuando Heracles vio que su barco era demasiado
pequeño para que cupieran las cuatro yeguas, las enjaezó al carro de Diomedes,
abandonó el barco y volvió, de este modo, a casa, cruzando Macedonia.
El noveno trabajo fue conseguir el famoso cinturón de oro de Hipólita, la reina
de las amazonas que vivía en la costa sur del mar Negro, y regalárselo a la hija de
Euristeo. Heracles llegó a Amazonia sin novedad. Allí, la reina Hipólita se enamoró de
él y podría haber conseguido el cinturón como un simple regalo. Sin embargo, la diosa
Hera, con rencor, se disfrazó de amazona y esparció el rumor de que Heracles había
venido para secuestrar a Hipólita y llevársela a Grecia. Las amazonas, indignadas,
montaron en sus caballos y fueron a rescatarla, lanzando flechas contra Heracles,
mientras se acercaban. Aunque Heracles rechazó el ataque, Hipólita resultó muerta en la
confusión de la batalla. Así que Heracles cogió el cinturón de su cadáver y se fue
apenado. Le hubiera gustado casarse con Hipólita y le molestó mucho tener que darle el
cinturón a la hija de Euristeo.
El décimo trabajo de Heracles fue robar un rebaño de bueyes del rey Geríones,
que vivía en una isla cerca de la corriente de Océano. Geríones tenía tres troncos con
sus respectivas cabezas, pero un solo par de extremidades. Hera esperaba que Heracles
fracasara en este último trabajo o, al menos, que no tuviera tiempo de cumplirlo, antes
de que expirara el plazo de noventa y nueve meses. Cuando llegó al extremo occidental
del mar Mediterráneo, donde España y África se unían en aquel tiempo, Heracles abrió
un estrecho entre ellas. Los acantilados de cada lado se llaman, aún hoy, las Columnas
de Hércules. Luego, navegó adentrándose en el Océano, en una barca de oro que le
prestó el Sol y usando la piel de león como vela. Cuando llegó a la isla de Geríones,
Heracles fue atacado por un perro bicéfalo y por un pastor de Geríones, a los que abatió
de un mazazo. Finalmente, Geríones salió corriendo de su palacio, como si se tratase de
una fila formada por tres hombres. La diosa Hera, entonces, intentó ayudar a Geríones
deslumbrando con un espejo a Heracles, pero éste esquivó el destello y mató a Geríones
con una flecha, que atravesó a la vez los tres troncos. Luego, disparó también contra
Hera, hiriéndola en un hombro. La diosa se fue entonces volando a suplicar a Apolo y a
Artemisa, para que le extrajeran la flecha y la curaran.
Heracles cruzó los Pirineos con los bueyes y recorrió la costa meridional de
Francia. Pero en los Alpes, un mensajero de Hera le dio a propósito una orientación
errónea. Giró hacia el este y bajó hasta el estrecho de Mesina, antes de darse cuenta de
que estaba en Italia y no en Grecia. Muy enfadado, se dio media vuelta y perdió todavía
más tiempo en lo que hoy es Trieste, porque Hera envió tábanos, para que picasen a los
bueyes en sus partes más sensibles. Los animales salieron de estampida hacia oriente y
Heracles tuvo que seguir sus huellas durante ochocientos o mil kilómetros hasta
Crimea, donde una horrible mujer con cola de serpiente le prometió ponerlos en la
dirección correcta, con la condición de que la besara tres veces. Heracles lo hizo,
aunque de muy mala gana, y por fin llegó a Grecia sano y salvo con los bueyes, justo
cuando terminaba el plazo de noventa y nueve meses. Ahora, Heracles debía ser liberado pero, aconsejado por Hera, Euristeo le dijo:
—No has cumplido correctamente mi segundo trabajo, porque pediste ayuda a
Yolao, para matar la hidra. Y tampoco hiciste bien el quinto trabajo, porque Augías te
pagó por limpiar su establo.
—¡Qué injusticia! —gritó Heracles—. Pedí ayuda a Yolao, porque Hera
intervino: envió un escorpión para que me mordiera el pie. Y, aunque es cierto que
Augías apostó conmigo veinte reses contra una a que no podría limpiar su establo en un
día, yo hubiera hecho el trabajo de todos modos.
—¡No discutas, por favor! Hiciste la apuesta, de manera que, en lugar de
trabajar sólo para mí, conseguiste veinte cabezas de ganado de otro hombre.
—¡Tonterías! Augías no me pagó. Dijo que yo no había limpiado el establo, que
lo había hecho un dios-río.
—Tenía razón. El trabajo no lo hiciste tú. Debes hacer dos más, pero puedes
dedicarles el tiempo que necesites.
—De acuerdo —dijo Heracles—. Y si vivo para cumplirlos, le sucederá lo peor
a tu familia.
Euristeo había planeado dos nuevos trabajos muy peligrosos. El primero era
conseguir las manzanas de oro de las hespérides, ninfas que vivían en el Lejano
Occidente. Estas manzanas eran el fruto de un árbol que la Madre Tierra le ofreció a
Hera como regalo de boda. Las hespérides, hijas del titán Atlas, cuidaban del árbol, y
Ladón, un dragón que nunca dormía, lo vigilaba dando vueltas a su alrededor.
Heracles viajó al Cáucaso para pedir consejo a Prometeo. Éste le dio la
bienvenida y le dijo:
—Por favor, ahuyenta a esa águila; no me deja pensar con claridad.
Heracles ahuyentó el águila, pero además disparó contra ella y la mató. Luego,
pidió a Zeus que perdonara a Prometeo. Zeus decidió que el castigo ya había durado
bastante y permitió que Heracles rompiera las cadenas, pero ordenó a Prometeo que
llevara siempre un anillo de hierro en un dedo. Así fue cómo los anillos se pusieron de
moda por primera vez.
Prometeo advirtió a Heracles: le dijo que no recogiera las manzanas él mismo,
porque cualquier mortal que lo hiciera moriría en el acto.
—Convence a algún inmortal para que las recoja —le sugirió.
Tras una fiesta de despedida, Heracles partió por mar hacia Marruecos y, al
llegar a Tánger, caminó tierra adentro hasta el lugar donde Atlas, el titán rebelde,
sostenía la bóveda celeste. Heracles le preguntó:
—Si me hago cargo de tu trabajo durante una hora, ¿querrías recoger para mí
tres manzanas del árbol de tus hijas?
—Claro —dijo Atlas—, si tú matas antes al dragón que nunca duerme.
Heracles apuntó con su arco por encima del muro del jardín y mató al dragón.
Luego, se puso de pie detrás de Atlas y, separando las piernas, se colocó todo el peso de
la bóveda celeste sobre la cabeza y los hombros. Atlas trepó por el muro, saludó a sus
hijas, robó las manzanas y le gritó a Heracles:
—Hazme el favor de quedarte aquí un poco más, mientras le llevo estas tres
manzanas a Euristeo. Con mis enormes piernas, estaré de vuelta dentro de una hora.
Heracles, que sabía que Atlas nunca entregaría las manzanas a Euristeo y que su
idea era la de rescatar a los demás titanes para empezar una nueva rebelión, simuló que
le creía.
—Encantado —contestó—, pero antes sosténme un momento el peso, mientras
doblo esta piel de león y me hago un cojín para la cabeza.
Atlas dejó las manzanas en el suelo e hizo lo que le pedía Heracles. Éste
entonces recogió las manzanas y, antes de irse, le dijo:
—Has intentado engañarme —le comentó, riéndose—, pero yo te he engañado a ti. ¡Adiós!
Cuando regresaba a casa cruzando Libia, un gigante llamado Anteo, hijo de la
Madre Tierra, desafió a Heracles a un combate. Heracles se embadurnó por completo de
aceite para que Anteo no pudiera sujetarlo con firmeza. Anteo, en cambio, se restregó el
cuerpo con tierra. Cada vez que Heracles tumbaba a Anteo, veía sorprendido cómo el
gigante se levantaba más fuerte que antes, porque el contacto con su madre, la Tierra, le
renovaba su fuerza. Heracles vio lo que tenía que hacer: levantó a Anteo del suelo, le
rompió las costillas y lo mantuvo separado de la Madre Tierra hasta que murió. Un mes
después, Heracles le entregó las manzanas a Euristeo sin novedad.
El último y peor de los trabajos fue capturar al can Cerbero y arrastrarlo a la
superficie desde el Tártaro. Al recibir esta orden, Heracles fue a Eleusis para
purificarse. Allí se celebraban los misterios de Deméter. Limpio de todo pecado,
Heracles bajó con valentía hasta el Tártaro, pero Carente no quiso transportar a un
mortal hasta la otra orilla de la laguna Estigia.
—Destruiré tu barca —le amenazó Heracles— y te cubriré de flechas como un
erizo está cubierto de púas.
Caronte tembló de terror y lo llevó al otro lado. Más tarde, Hades castigó a
Caronte por su cobardía.
Heracles vio a Teseo y Pirítoo pegados al banco de Hades, mientras las furias
los azotaban. Tiró de Teseo con enorme fuerza y lo arrancó del asiento, pero Teseo
perdió un buen trozo de espalda. Luego, vio que era imposible liberar también a Pirítoo,
si no era con un hacha, así que lo dejó allí.
Perséfone salió corriendo del palacio y cogió a Heracles de las manos:
—¿Puedo ayudarte, querido Heracles? —preguntó.
—Majestad, te ruego que me prestes a tu perro guardián durante unos días.
Podrá volver a casa enseguida, cuando se lo haya enseñado a Euristeo.
Perséfone dirigió sus ojos hacia Hades:
—Por favor, esposo, concede a Heracles lo que pide. Esta tarea le ha sido
encomendada por consejo de tu cuñada Hera. El promete no quedarse con nuestro can
Cerbero.
—Muy bien —respondió Hades—, y puede llevarse también a ese loco de
Teseo, ya que está aquí. Pero tiene la obligación de domar a Cerbero, sin usar ni la maza
ni las flechas.
Hades creyó que esta condición haría imposible el trabajo, pero la piel de león
de Heracles era resistente a los pinchazos de las púas del lomo de Cerbero, así que
Heracles, con sus fuertes manos, apretó el pescuezo del can, hasta que sus tres cabezas
se oscurecieron. Cerbero entonces se desmayó y Heracles pudo arrastrarlo con facilidad.
Por desgracia, el único túnel de vuelta a la Tierra lo bastante ancho era uno que tenía la
salida cerca de Mariandinia, junto al mar Negro, así que a Heracles le esperaba un viaje
largo y difícil. Antes de partir, Heracles cogió una rama de laurel blanco como trofeo y
se la colocó como si fuera una corona.
Cuando Heracles apareció arrastrando a Cerbero con una correa, Euristeo se dio
un susto de muerte.
—Gracias, noble Heracles —dijo—; ahora, quedas liberado de tus trabajos.
Pero, por favor, devuelve esa bestia enseguida.
Heracles volvió a Tebas, donde su madre Alcmena lo recibió con alegría. Pero
Hera ideó un astuto plan. Le dijo a Autólico que robara un rebaño de yeguas y potros
moteados a un hombre llamado Ifito, que les cambiara el color y que se los vendiera a
Heracles. Así lo hizo. Ifito siguió el rastro de las pezuñas de su rebaño hasta Tirinto y le
preguntó a Heracles si, por casualidad, se había llevado él las yeguas. Heracles
acompañó a Ifito hasta lo más alto de una torre y, muy serio, le dijo:
—¡Mira a tu alrededor! ¿Ves alguna yegua moteada en mis pastos? —No —contestó Ifito—. Pero sé que están cerca de aquí. Heracles perdió la
paciencia, al verse considerado un ladrón y un mentiroso, y arrojó a Ifito por encima de
las almenas.
Los dioses condenaron a Heracles a ser esclavo de la reina Onfalia de Lidia; el
dinero por su venta, que Hermes había acordado, fue para los huérfanos de Ifito.
Onfalia, que no sabía quién era Heracles, le preguntó por sus habilidades.
—Sé hacer lo que tú quieras, señora —contestó él enseguida.
La reina, entonces, le hizo vestirse de mujer con unas enaguas amarillas, le dio
una rueca y le enseñó a hilar lana. A Heracles le pareció un trabajo muy descansado. Un
día, un dragón gigantesco empezó a comerse a los súbditos lidios de Onfalia, así que
ésta le dijo a Heracles:
—Pareces fuerte. ¿Te atreves a luchar contra el dragón?
—A tu servicio, señora.
Los dragones no eran nada para Heracles e inmediatamente disparó una flecha
envenenada entre las mandíbulas del dragón y lo mató. Onfalia le devolvió la libertad,
como muestra de agradecimiento.
Más tarde, Heracles se casó con una princesa llamada Deyanira, hija del dios
Dionisos, y fundó los juegos olímpicos, que debían celebrarse cada cuatro años,
mientras existiera el mundo. Estableció que los vencedores de cada competición serían
obsequiados con coronas de laurel, en lugar de los valiosos trofeos habituales, porque
tampoco a él le habían pagado nada por sus trabajos. Nadie se atrevió a luchar jamás
contra Heracles, lo que defraudó a los espectadores. No obstante, un día, el rey Zeus se
dignó a bajar del Olimpo. Él y Heracles mantuvieron una formidable pelea que terminó
en empate y todo el mundo quedó encantado.
Heracles se vengó de los reyes que le habían despreciado cuando llevaba a cabo
sus trabajos, incluyendo a Augías, y mató a tres hijos de Euristeo. Zeus le prohibió
atacar al propio Euristeo, porque hubiera sido un mal ejemplo para otros esclavos
liberados. El dios-río Aqueloo desafió a Heracles a un combate y perdió un cuerno
durante la lucha. Heracles también peleó contra el dios Ares y lo mandó cojeando de
vuelta al Olimpo.
Un día, un centauro llamado Neso se ofreció para ayudar a la esposa de
Heracles, Deyanira, a cruzar un río desbordado, por una pequeña suma de dinero.
Heracles le pagó, pero cuando Neso alcanzó la otra orilla se puso a correr con Deyanira
en los brazos. A ochocientos metros de distancia, Heracles le disparó una de las flechas
untadas con la sangre de la hidra. Agonizante, Neso le susurró a Deyanira:
—Recoge un poco de mi sangre en esta jarra pequeña de aceite. Si alguna vez
Heracles ama a otra mujer más que a ti, dispondrás de un hechizo que funcionará
seguro. El aceite mantendrá mi sangre fresca. Tírasela en la camisa. No te será nunca
más infiel. ¡Adiós!
Deyanira siguió el consejo de Neso.
Estando al servicio de Euristeo, Heracles había participado en un concurso de
tiro con arco organizado por el rey Eurito de Ecalia, cuyo premio era su hija Yole.
Eurito alardeaba de ser el mejor arquero de Grecia y le sentó muy mal el verse
derrotado por Heracles, así que gritó:
—Mi hija es una princesa. No puedo aceptar que se case con un esclavo de
Euristeo. La competición queda anulada.
Heracles recordó este insulto años más tarde, así que saqueó Ecalia y mató a
Eurito. Raptó a Yole y a sus dos hermanas, y las puso a fregar suelos y cocinar.
Deyanira, entonces, tuvo miedo de que Heracles se enamorara de Yole, que era muy
hermosa. Y cuando él le envió un mensajero pidiéndole su camisa mejor bordada,
Deyanira pensó: «Se la quiere poner cuando se case con Yole». Fue entonces cuando
esparció un poco de la sangre de Neso en el bordado rojo de la camisa, donde no se notaba, y se la dio al mensajero.
En realidad, Heracles necesitaba la camisa para un sacrificio de acción de
gracias a Zeus, por la captura de Ecalia. En cualquier caso, cuando Heracles se puso la
camisa y estaba vertiendo vino en el altar, sintió de repente como si unos escorpiones le
estuvieran picando. El calor de su cuerpo había derretido el veneno de la hidra que
había en la sangre de Neso. Heracles gritó, vociferó, chilló, golpeó el altar y trató de
quitarse la camisa, pero se arrancó también grandes jirones de piel. Su sangre silbaba al
contacto con el veneno. Entonces, saltó a un río, pero el veneno le quemaba aún más
que antes. Heracles supo en ese momento que estaba condenado y pidió a sus amigos,
con voz débil:
—Por favor, llevadme al monte Eta y construid una pira con madera de roble y
de olivo.
Ellos, llorando, obedecieron. Heracles trepó hasta la plataforma que había
encima y tranquilamente se tumbó sobre su piel de león y usó su maza como almohada.
Ardió hasta morir. El fuego dolía mucho menos que el veneno de la hidra.
Zeus, que se sintió muy orgulloso de su valiente hijo, les dijo a los dioses del
Olimpo:
—Heracles será nuestro portero y se casará con mi hija Hebe, diosa de la
juventud. Si alguien no está de acuerdo, empezaré a lanzar rayos. ¡Levántate, noble
alma de Heracles! ¡Bienvenida al Olimpo!
Zeus parecía tan furioso que Hera no se atrevió a decir nada. El alma inmortal de
Heracles subió sobre una nube y Atenea lo presentó enseguida a los otros dioses. Sólo
Ares le dio la espalda, pero cuando Deméter le pidió al dios que no hiciera el tonto,
también éste le dio la mano a Heracles, aunque desganadamente.
Cuando Deyanira supo que había sido ella quien había causado la muerte de
Heracles, cogió una espada y se quitó la vida.
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