El tabaco ha sido desde la antigüedad, planta muy apreciada por los brujos. Usaban sus hojas en inhalaciones y zahumerios, aspirando el humo por las fosas nasales y la boca y cuando caían en un estado de éxtasis y arrobamiento, hacían sus predicciones o se adormecían, y después de volver en sí, contaban cuanto suponían haber visto en ese estado.
Al presente, usan los laykas, al principio de sus operaciones, y los thaliris, para simular su estado cataléptico.
El tabaco convertido en cigarro se emplea, con objeto de preparar al cliente, o como amuleto, fumando los viernes y martes en la noche. El humo del cigarro en tales noches, destruye o enerva los efectos de cualquier brujerío.
Al supaya conceptúan los laykas gran vicioso a la coca y al cigarro, por cuyo motivo, en sus operaciones piden siempre esas dos cosas al que va a consultarles, para ofrecer a aquél.
El cigarro que se apaga en medio uso, lo tienen de mal agüero y repiten la siguiente estrofa:
Cigarro que se apagó,
no lo vuelvas a encender.
Mujer que te olvidó,
No la vuelvas a querer.
La insistencia en estos casos, creen que trae más males que bienes. «Insistir en el vicio, cuando el destino se opone», dicen, «es buscar su ruina»
jueves, 28 de febrero de 2019
Mitos supersticiones y supervivencias populares de Bolivia:Forma y figuras para causar daños, animales domésticos que lo evitan.—Empleo del hunto y sus diferentes aplicaciones.—Resultado del consumo de las carnes de vizcacha, cóndor, gato, de la sangre de toro y de las comidas saladas.—El buho, la lechuza y las mariposas nocturnas
Suponen que formando la imagen de un enemigo de papas o maíz en seguida atravesándola de cierto modo, en alguna parte del cuerpo, con espinas, o deformándola, y conservándola así, se obtiene que el hechizo le atraiga desgracias, o que el miembro señalado en la efigie, sufra una visible alteración, ya resultando en una pantorrilla gruesa y la otra delgada, o ya un brazo gordo y el otro descarnado, o un ojo grande y el otro pequeño, o una oreja larga y la otra encogida, o un órgano corriente y el otro entorpecido, dañado o debilitado en sus funciones normales.
Para que un individuo adquiera el vicio alcohólico, modelan también un muñeco de brea, que se le parezca y poniéndole en una mano una capita de estaño y en la otra una botellita, y envolviéndolo con retazos de hilos de colores, lo arrojan fuera de la población, en paraje silencioso y poco frecuentado.
Un matrimonio o concubinato se disuelve, ocultando en la puerta de calle de la casa donde viven los perseguidos, dos pajarillos ahorcados con hilos retorcidos y colocados con los picos en direcciones opuestas.
Con el mismo objeto, o con el de producir el odio y la separación entre dos personas que se quieren, amarran juntas dos figuras semejantes con cerdas de gato y las entierran con un sapo vivo al lado.
Otras veces atraviesan algún miembro del cuerpo de un sapo o lagarto vivo, y envueltos con los cabellos o lienzo, pertenecientes a la persona que desean causarle mal, lo entierran, de tal suerte, que muera después de haber sufrido por algún tiempo. Con esta brujería creen que la persona aludida tiene que sentir alguna dolencia, en la misma parte del cuerpo, en que el sapo o lagarto está padeciendo y que es segura su muerte, si no se arranca la espina del animal y se le pone en libertad.
También fabrican figuras de barro, yeso o cera, parecidas a la persona enemiga, o pintan la cara de un ratón o gato a su semejanza, y en seguida vistiéndoles con las ropas o géneros de su uso, las cuelgan, para escupirlas, insultarlas y maltratarlas, hasta destruirlas, si son objetos inanimados, o matarlos si son animales. Esta superstición data de una época muy antigua. El P. Cobo la consigna en su obra. «Para que viniese a mal o muriese el que aborrecían», dice: «vestían con su ropa y vestidos alguna estatua que hacían en nombre de aquella persona, y la maldecían colgándola de alto y escupiéndola; y así mismo hacían estatuas pequeñas de cera o de barro o de masa y las ponían en el fuego, para que allí se derritiese la cera, o se endureciere el barro o masa, o hiciese otros efectos que ellos pretendían, creyendo que por este modo quedaban vengados y hacía mal a sus enemigos».[18]
En los casos de robo acostumbran arrojar cuatro reales de plata en una olla que contenga tinta negra, acompañando el acto con una maldición al culpable, a fin de que pague su delito, con el ennegrecimiento de su rostro.
El hunto o cebo de llama, alpaca o vicuña, lo usan como agente principal y de gran eficacia en los brujeríos, ya quemando delante de las huacas y konopas, y según las direcciones y densidades del humo que se ha producido, hacer los vaticinios, ya también, y esto es lo más ordinario, formando del cebo, un muñeco que tenga las apariencias de la persona a la que se desea hacer daño, al cual, lo queman, con la mira de que el alma, inteligencia o voluntad de aquella, se reduzca, según los casos a la nada, o se amengüe por completo, tornándose en amente, en abúlico, o en individuo sin talento ni sentimientos. Cuando la figura representa un individuo, suelen mezclar el cebo con harina de maíz; si es a un blanco con la de trigo.
Con esta grasa, que acomodan junto a los tallos de la paja, ceñida con hilos de colores hacen encantamientos con los caminos, para que, quien haya ido por ellos ya no regrese.
Además, creen que pasando con una ligera capa de hunto a los huakanquis y mullus de hueso, piedra o metal, estos conservan sus virtudes, en las mismas condiciones que al salir de manos del brujo.
Es muy común criar animales domésticos con el objeto principal de que las brujerías hechas por los enemigos, recaigan sobre ellos, sin herir a sus dueños. Proviene de aquí, que toda vez que un animal muere repentinamente, o se encuentra aquejado de una enfermedad desconocida, atribuyan al hechicero que ha fallado en su ataque, haciendo una víctima distinta a la perseguida, merced a la probable intervención de la Pacha-Mama, de algún otro ídolo, o del santo de su devoción, que desvió el terrible efecto del maleficio.
El uso de la carne de viscacha creen que envejece muy pronto, a la persona que la consume; la de cóndor, que da longividad, por lo que la apetecen los indios, sin embargo de su mal gusto. Del gato dicen que tiene siete vidas y con objeto de que esa resistencia vital atribuída, les sea trasmitida, las personas aprensivas, no pierden ocasión de comer su carne. La sangre del toro la beben aún tibia, inmediatamente de degollarlo, con preferencia, la que fluye del pecho, porque están convencidos, de que con ella tendrán el vigor y la fuerza del buey.
A las comidas saladas atribuyen la propiedad de envejecer rápidamente; a las con escasa sal o sin ella la de dilatar la juventud.
El buho y la lechuza son tenidos como pájaros de mal agüero, y según se manifiestan hacen sus presagios. Cuando el estridente canto de cualquiera de los dos, se escucha en la noche, dicen que llama el alma de quien habita por donde pasa. Si alguna de estas aves fatídicas se cierne con sus alas obscuras y suavemente se posa en el techo, por una vez, que sobrevendrá desgracias a sus moradores, o que morirá uno de estos si lo frecuenta o hace por ahí su nido; si cae o tropieza con una persona, que afligirá muy pronto una epidemia a la comarca.
Como se dijo en otra parte, los brujos las domestican o disecan, para hacerlas servir en sus operaciones.
Las mariposas nocturnas son consideradas igualmente de mal agüero por los dueños en cuya morada se presentan. Las llaman alma kkepis, o sea cargadores de almas, y tienden siempre a matarlas, cuando las ven, a fin de que la suerte reservada a las personas sufran estos insectos.
Las bestias domésticas, anuncian la muerte de alguno de sus dueños, espantándose ante su presencia.
A la gallina comedora de huevos se cura de su defecto introduciendo su pico en el fuego o atravesando con una pluma la nariz.
La casa en la que procrean mucho las palomas, domina la mala suerte.
[18] Historia del Nuevo Mundo, por el P. Bernabé Cobo.—Tomo IV, pag. 151.
Para que un individuo adquiera el vicio alcohólico, modelan también un muñeco de brea, que se le parezca y poniéndole en una mano una capita de estaño y en la otra una botellita, y envolviéndolo con retazos de hilos de colores, lo arrojan fuera de la población, en paraje silencioso y poco frecuentado.
Un matrimonio o concubinato se disuelve, ocultando en la puerta de calle de la casa donde viven los perseguidos, dos pajarillos ahorcados con hilos retorcidos y colocados con los picos en direcciones opuestas.
Con el mismo objeto, o con el de producir el odio y la separación entre dos personas que se quieren, amarran juntas dos figuras semejantes con cerdas de gato y las entierran con un sapo vivo al lado.
Otras veces atraviesan algún miembro del cuerpo de un sapo o lagarto vivo, y envueltos con los cabellos o lienzo, pertenecientes a la persona que desean causarle mal, lo entierran, de tal suerte, que muera después de haber sufrido por algún tiempo. Con esta brujería creen que la persona aludida tiene que sentir alguna dolencia, en la misma parte del cuerpo, en que el sapo o lagarto está padeciendo y que es segura su muerte, si no se arranca la espina del animal y se le pone en libertad.
También fabrican figuras de barro, yeso o cera, parecidas a la persona enemiga, o pintan la cara de un ratón o gato a su semejanza, y en seguida vistiéndoles con las ropas o géneros de su uso, las cuelgan, para escupirlas, insultarlas y maltratarlas, hasta destruirlas, si son objetos inanimados, o matarlos si son animales. Esta superstición data de una época muy antigua. El P. Cobo la consigna en su obra. «Para que viniese a mal o muriese el que aborrecían», dice: «vestían con su ropa y vestidos alguna estatua que hacían en nombre de aquella persona, y la maldecían colgándola de alto y escupiéndola; y así mismo hacían estatuas pequeñas de cera o de barro o de masa y las ponían en el fuego, para que allí se derritiese la cera, o se endureciere el barro o masa, o hiciese otros efectos que ellos pretendían, creyendo que por este modo quedaban vengados y hacía mal a sus enemigos».[18]
En los casos de robo acostumbran arrojar cuatro reales de plata en una olla que contenga tinta negra, acompañando el acto con una maldición al culpable, a fin de que pague su delito, con el ennegrecimiento de su rostro.
El hunto o cebo de llama, alpaca o vicuña, lo usan como agente principal y de gran eficacia en los brujeríos, ya quemando delante de las huacas y konopas, y según las direcciones y densidades del humo que se ha producido, hacer los vaticinios, ya también, y esto es lo más ordinario, formando del cebo, un muñeco que tenga las apariencias de la persona a la que se desea hacer daño, al cual, lo queman, con la mira de que el alma, inteligencia o voluntad de aquella, se reduzca, según los casos a la nada, o se amengüe por completo, tornándose en amente, en abúlico, o en individuo sin talento ni sentimientos. Cuando la figura representa un individuo, suelen mezclar el cebo con harina de maíz; si es a un blanco con la de trigo.
Con esta grasa, que acomodan junto a los tallos de la paja, ceñida con hilos de colores hacen encantamientos con los caminos, para que, quien haya ido por ellos ya no regrese.
Además, creen que pasando con una ligera capa de hunto a los huakanquis y mullus de hueso, piedra o metal, estos conservan sus virtudes, en las mismas condiciones que al salir de manos del brujo.
Es muy común criar animales domésticos con el objeto principal de que las brujerías hechas por los enemigos, recaigan sobre ellos, sin herir a sus dueños. Proviene de aquí, que toda vez que un animal muere repentinamente, o se encuentra aquejado de una enfermedad desconocida, atribuyan al hechicero que ha fallado en su ataque, haciendo una víctima distinta a la perseguida, merced a la probable intervención de la Pacha-Mama, de algún otro ídolo, o del santo de su devoción, que desvió el terrible efecto del maleficio.
El uso de la carne de viscacha creen que envejece muy pronto, a la persona que la consume; la de cóndor, que da longividad, por lo que la apetecen los indios, sin embargo de su mal gusto. Del gato dicen que tiene siete vidas y con objeto de que esa resistencia vital atribuída, les sea trasmitida, las personas aprensivas, no pierden ocasión de comer su carne. La sangre del toro la beben aún tibia, inmediatamente de degollarlo, con preferencia, la que fluye del pecho, porque están convencidos, de que con ella tendrán el vigor y la fuerza del buey.
A las comidas saladas atribuyen la propiedad de envejecer rápidamente; a las con escasa sal o sin ella la de dilatar la juventud.
El buho y la lechuza son tenidos como pájaros de mal agüero, y según se manifiestan hacen sus presagios. Cuando el estridente canto de cualquiera de los dos, se escucha en la noche, dicen que llama el alma de quien habita por donde pasa. Si alguna de estas aves fatídicas se cierne con sus alas obscuras y suavemente se posa en el techo, por una vez, que sobrevendrá desgracias a sus moradores, o que morirá uno de estos si lo frecuenta o hace por ahí su nido; si cae o tropieza con una persona, que afligirá muy pronto una epidemia a la comarca.
Como se dijo en otra parte, los brujos las domestican o disecan, para hacerlas servir en sus operaciones.
Las mariposas nocturnas son consideradas igualmente de mal agüero por los dueños en cuya morada se presentan. Las llaman alma kkepis, o sea cargadores de almas, y tienden siempre a matarlas, cuando las ven, a fin de que la suerte reservada a las personas sufran estos insectos.
Las bestias domésticas, anuncian la muerte de alguno de sus dueños, espantándose ante su presencia.
A la gallina comedora de huevos se cura de su defecto introduciendo su pico en el fuego o atravesando con una pluma la nariz.
La casa en la que procrean mucho las palomas, domina la mala suerte.
[18] Historia del Nuevo Mundo, por el P. Bernabé Cobo.—Tomo IV, pag. 151.
Huakanquis, mullus, illas y la piedra bezoar
Se llaman huakanqui, mullo e illa a los fetiches, talismanes y amuletos empleados por los brujos y hechiceros, para hacer aficionar y rendir mujeres y hombres a la voluntad de enamorados corazones; para tener fortuna, para evitar o causar daños, entre los cuales, los más apreciados son los de procedencia callahuaya.
Hay huakanquis, como el conocido con la denominación de huarmi-munachi, o mejor dicho, huarmimpi-munayasiña, que son tan populares que pocos ignoran su aplicación. Este famoso talismán lo venden los Callahuayas y tienen la figura de un hombre y una mujer en acto carnal o abrazados, o la forma de un falo. Los huakanquis los fabrican de huesos, metal o de alabastro blanco, del cual decían que había caído del cielo con el rayo, que era quien engendraba o traía esa piedra a la tierra.
También tienen la calidad de huakanquis las uñas del tigre, los huayrurus, pequeños puños cerrados de hueso, y otros objetos modelados en formas caprichosas, a los cuales les atribuyen la virtud de hacer afortunado a quien los posee.
Mullu, es la piedra o hueso colorado con que hacen gargantillas. Les dan la propiedad de amuletos y también de talismanes. Estos fetiches se confunden con los huakanquis.
Illa, según Bertonio, es cualquier cosa que uno guarda para provisión de su casa, como chuño, maíz, plata, ropa, y aun joyas. Al presente se da este nombre a las monedas antiguas o retiradas de la circulación, que se conservan en las bolsas y monetarios, con objeto de que atraigan dinero y no permitan que esos útiles, estén desprovistos de plata.
Con la misma palabra illa, se designa en aymara la piedra bezoar que se encuentra en los intestinos de la taruka [cervus antisiensis] y aun de las vicuñas y que en kechua se llama kiku, a la que atribuía muchas virtudes, tales como evitar algunas desdichas al que lo llevaba y la de curar ciertas enfermedades. Hablando de las vicuñas, dice el Obispo de La Paz, doctor Antonio de Castro y Castillo: «se estiman por la lana y por las piedras bezoares, que sacan del estómago de ellas donde las crían y muchas veces las despiden ellas mismas, cuando llegan a estar grandes y tienen tal instinto, que sienten el despedirlas y cavando la tierra las entierran y es de notar que cuando las hallan los indios, ya despedidas, enterrándolas en el mismo estiércol, con el calor crecen, se ponen de más maduro y perfecto color, aunque en largo tiempo, y en las partes que hay salitre, no las crían de ninguna manera, porque el salitre las deshace».[16] A las piedras bezoar las conservaban algunos como amuletos y otros los reverenciaban como a Konopas.
El uso de talismanes data desde épocas anteriores a la conquista, y no se ha podido impedir su continuación con las prédicas de los religiosos, ni con el avance de una cultura adelantada. Polo de Ondegardo da los siguientes detalles al respecto: «Es cosa usada en todas partes tener, o traer consigo una manera de hechizos, o nóminas de Demonio, que llaman (Huacanqui) para efecto de alcanzar mujeres, o aficionarlas, o ellas a los varones. Son estos huacanquis hechos de plumas de pájaros, o de otras cosas diferentes, conforme a la invención de cada provincia. También suelen poner en la cama del cómplice, o de la persona que quieren atraer o en ropa, o en otra parte donde les parezca que pueden hacer efecto, estos huacanquis y otros hechizos semejantes hechos de yerbas, de conchas de la mar, o de maíz o de otras cosas diferentes. También las mujeres suelen quebrar sus topos, o espinas con que hacen las mantas o llicllas, creyendo que por esto el varón no tendrá fuerza para juntarse con ellas, o la que tiene se la quitará luego: y hacen otras cosas diferentes para este mismo fin. También los varones y las mujeres hacen otras diferentes supersticiones, o de yerbas o de otras cosas, creyendo que por allí habrá efecto en la generación, o en la esterilidad si la pretenden».[17]
Pertenecen al mismo orden de huakanquis las figuritas talladas, que representan llamitas, zorros o aves, y tienen por objeto desenvolver en los que las llevan consigo, las cualidades que distinguen a esos animales, cuando no preservarles de la desgracia o hacer que vengan riquezas.
Aunque nunca matan propiamente con hechizos, suelen algunos brujos aprovecharse de alguna enfermedad que aqueja a su cliente, como la tisis, para decir que está hechizado, que de noche, durante su sueño, la hechicera, de la que se han valido sus enemigos, tomando la forma de un horrible vampiro, le chupa la sangre del cuerpo; y así cuando muere atribuyen la causa a ese hecho. El remedio que aconsejan para librarse de la brujería, es sobornar al que la realiza o buscar otros brujos de mayor poder, o sino se puede conseguir la sanidad por medio de esos recursos quemar vivo al brujo o hechicera, que han motivado y continúan reagravando el mal.
[16] Boletín Eclesiástico de la Diócesis de Nuestra Señora de La Paz.—Tomo I.—No. 10.—Páginas 113 y 114.—Año 1909.
[17] Información acerca de la Religión y Gobierno de los Incas, etc.—Pag. 196.
Hay huakanquis, como el conocido con la denominación de huarmi-munachi, o mejor dicho, huarmimpi-munayasiña, que son tan populares que pocos ignoran su aplicación. Este famoso talismán lo venden los Callahuayas y tienen la figura de un hombre y una mujer en acto carnal o abrazados, o la forma de un falo. Los huakanquis los fabrican de huesos, metal o de alabastro blanco, del cual decían que había caído del cielo con el rayo, que era quien engendraba o traía esa piedra a la tierra.
También tienen la calidad de huakanquis las uñas del tigre, los huayrurus, pequeños puños cerrados de hueso, y otros objetos modelados en formas caprichosas, a los cuales les atribuyen la virtud de hacer afortunado a quien los posee.
Mullu, es la piedra o hueso colorado con que hacen gargantillas. Les dan la propiedad de amuletos y también de talismanes. Estos fetiches se confunden con los huakanquis.
Illa, según Bertonio, es cualquier cosa que uno guarda para provisión de su casa, como chuño, maíz, plata, ropa, y aun joyas. Al presente se da este nombre a las monedas antiguas o retiradas de la circulación, que se conservan en las bolsas y monetarios, con objeto de que atraigan dinero y no permitan que esos útiles, estén desprovistos de plata.
Con la misma palabra illa, se designa en aymara la piedra bezoar que se encuentra en los intestinos de la taruka [cervus antisiensis] y aun de las vicuñas y que en kechua se llama kiku, a la que atribuía muchas virtudes, tales como evitar algunas desdichas al que lo llevaba y la de curar ciertas enfermedades. Hablando de las vicuñas, dice el Obispo de La Paz, doctor Antonio de Castro y Castillo: «se estiman por la lana y por las piedras bezoares, que sacan del estómago de ellas donde las crían y muchas veces las despiden ellas mismas, cuando llegan a estar grandes y tienen tal instinto, que sienten el despedirlas y cavando la tierra las entierran y es de notar que cuando las hallan los indios, ya despedidas, enterrándolas en el mismo estiércol, con el calor crecen, se ponen de más maduro y perfecto color, aunque en largo tiempo, y en las partes que hay salitre, no las crían de ninguna manera, porque el salitre las deshace».[16] A las piedras bezoar las conservaban algunos como amuletos y otros los reverenciaban como a Konopas.
El uso de talismanes data desde épocas anteriores a la conquista, y no se ha podido impedir su continuación con las prédicas de los religiosos, ni con el avance de una cultura adelantada. Polo de Ondegardo da los siguientes detalles al respecto: «Es cosa usada en todas partes tener, o traer consigo una manera de hechizos, o nóminas de Demonio, que llaman (Huacanqui) para efecto de alcanzar mujeres, o aficionarlas, o ellas a los varones. Son estos huacanquis hechos de plumas de pájaros, o de otras cosas diferentes, conforme a la invención de cada provincia. También suelen poner en la cama del cómplice, o de la persona que quieren atraer o en ropa, o en otra parte donde les parezca que pueden hacer efecto, estos huacanquis y otros hechizos semejantes hechos de yerbas, de conchas de la mar, o de maíz o de otras cosas diferentes. También las mujeres suelen quebrar sus topos, o espinas con que hacen las mantas o llicllas, creyendo que por esto el varón no tendrá fuerza para juntarse con ellas, o la que tiene se la quitará luego: y hacen otras cosas diferentes para este mismo fin. También los varones y las mujeres hacen otras diferentes supersticiones, o de yerbas o de otras cosas, creyendo que por allí habrá efecto en la generación, o en la esterilidad si la pretenden».[17]
Pertenecen al mismo orden de huakanquis las figuritas talladas, que representan llamitas, zorros o aves, y tienen por objeto desenvolver en los que las llevan consigo, las cualidades que distinguen a esos animales, cuando no preservarles de la desgracia o hacer que vengan riquezas.
Aunque nunca matan propiamente con hechizos, suelen algunos brujos aprovecharse de alguna enfermedad que aqueja a su cliente, como la tisis, para decir que está hechizado, que de noche, durante su sueño, la hechicera, de la que se han valido sus enemigos, tomando la forma de un horrible vampiro, le chupa la sangre del cuerpo; y así cuando muere atribuyen la causa a ese hecho. El remedio que aconsejan para librarse de la brujería, es sobornar al que la realiza o buscar otros brujos de mayor poder, o sino se puede conseguir la sanidad por medio de esos recursos quemar vivo al brujo o hechicera, que han motivado y continúan reagravando el mal.
[16] Boletín Eclesiástico de la Diócesis de Nuestra Señora de La Paz.—Tomo I.—No. 10.—Páginas 113 y 114.—Año 1909.
[17] Información acerca de la Religión y Gobierno de los Incas, etc.—Pag. 196.
Mitos supersticiones y supervivencias populares de Bolivia: .—Referencias al cóndor, al puma, jaguar, zorrino, zorro, arañas, feto de llama, chinchol, reptiles, gato, perro, gallinas y ruiseñor
El cóndor, el puma, el jaguar y la llama, eran los totems de los antiguos kollas. Al presente sólo prestan múltiples reverencias a los tres primeros, siendo imposible que los cazen; invocándoles, por el contrario, protección en sus empresas cuando los ven. La llama, ya no es tomada en cuenta por los indios; si bien, en épocas pretéticas adoraban una llama blanca, hoy el animal de este color, sólo lo emplean para ofrecerlo en sacrificio al rayo.
El zorrino (Mephitis suffocans) que es un pariente de la comadreja y que se le conoce con el nombre de añathuya, es tenido por animal completamente de mal agüero, y el que siente el olor fétido que exhala el líquido que expele por sus glándulas situadas cerca del ano, espera, con seguridad que le sobrevendrá alguna desgracia y coincidencias no faltan. Al individuo perseguido por contínuos infortunios y que sale mal en todo, lo suponen orinado por aquel nefasto animal.
El zorro indígena o kamake (Canis Azarae), es considerado comúnmente, como animal funesto, y cuando el indio o mestizo lo ven de improviso, o momento en que están formando algún plan, o al comienzo de algún negocio, escupen rabiosos al suelo, lanzan una dura interjección, le muestran los puños cerrados en amenaza, pero después, se apodera de ellos el desaliento; la desconfianza principia a dominarlos.
La influencia del zorro en las determinaciones de aquellos componentes étnicos es de gran peso, y sólo vuelve la esperanza a sus corazones cuando han logrado matarle, entonces se reaniman, dicen que la felicidad les sonríe, porque la mala suerte se ha cumplido en quien la presagiaba. El historiador Santiváñez refiere, el caso siguiente: «Cuéntase que pocos días antes de la victoria de Ingavi, un zorro que había penetrado en la torre de la iglesia de Calamarca, royendo la correa atada al badajo de una de las campanas, produjo un repique extraño. Alarmado el sacristán con esta novedad, acudió al campanario para averiguar la causa y se encontró con el animal que le había remplazado en su oficio. Salió inmediatamente de la torre dejando cerrada la puerta, y dió aviso a los vecinos, que acudieron armados de palos y mataron al intruso campanero. Terminada la ejecución, uno de los concurrentes que la daba de augur, pues nunca falta augures en las aldeas, tomó la palabra y dijo: «Este zorro representa a Gamarra y su muerte anuncia que este caudillo ha de perecer en el campo de batalla».
«Añádese que los indios que andaban un tanto desalentados con la superioridad del enemigo, cobraron aliento con este augurio y se dirigieron en tropel al cuartel general, a participar del botín de la próxima victoria».[14]
Efectivamente el general Gamarra fué derrotado y murió en el campo de batalla.
Al zorro lo tienen también por muy astuto y antojadizo. Cuentan de él, que una vez, se enamoró de la Luna y con objeto de verla de cerca, logró subir al cielo y la abrazó y besó tanto, que dejó estampadas las manchas que hasta ahora se notan en su brillante faz.
Cuando el zorro se para y fija mucho en una persona, es para que a esta le ocurra una desgracia.
Los que pretenden ser listos y hábiles ladrones, toman la sangre del zorro. También comen su carne, para ganar de las pulmonías.
Por los muchos daños que ese animal causa a los pastores, devorando las crías de corderos, llamas y aun de vacas, lo buscan con ahinco, no excusando medio alguno para capturarlo y darle muerte. Antes acostumbraban sorprenderlo en su madriguera y por medio del humo hacerlo salir afuera y matarlo a palos, o asfixiarlo allí mismo. Como tiene mucha pachorra para andar, suelen enredarle los pies con lihuiñas y matarlo. Otras veces cazan zorros envenenando las carnes para que se las coman y mueran.
Pero tienen mucho cuidado en no perseguir de noche al zorro, porque dicen que este animal es muy querido por el Huasa-Mallcu, quien le hace servir de su perro, y que suele favorecerlo en casos de peligro convirtiendo a todas las piedras y prominencias de terreno en zorros, que rodean a sus perseguidores y los enloquecen.
La mina en la que se cría un zorro irá mal en su explotación.
El zorro es centro de un ciclo de narraciones indígenas, en las que el ingenio y la inventiva de los indios campean a sus anchas. En todas ellas, el zorro sale siempre airoso, merced a la astuta malicia con que procede y a los múltiples recursos que, inagotables, brotan de su solapado y artero ingenio. Ya engaña a la mujer casada durante la ausencia del marido, dándose modos para representar a éste; ya seduce a la oveja más gorda y de vellón coposo y blanco que hay en la majada, y la conduce por riscosos lugares para devorarla a su gusto, y después cuenta a sus compañeras que aquella habita en praderas matizadas de verde y jugoso pasto y duerme en mullido y abrigado lecho; ya engaña a los perros que vigilan el aprisco, con promesas que nunca las cumple. Veces hay en que celebra sus esponsales con la cuidadora del rebaño y cuando ha satisfecho su voracidad la deja burlada. El zorro es temido por el indio, a la vez que en sus veladas es objeto de alusiones divertidas y picantes.
La araña o cusicusi, representa la alegría y cuando la encuentran casualmente, al menos si es blanca, la tienen como buen presagio. Desde los tiempos remotos a la araña se ha empleado como instrumento para las brujerías. «También usan para las suertes de unas arañas grandes, dice Polo de Ondegardo, que las tienen tapadas con unas ollas, y les dan allí de comer, y cuando viene alguno a saber el suceso de lo que ha de hacer, efectúa primero un sacrificio el hechicero y luego destapa la olla y si la araña tiene algún pie encogido ha de ser el suceso malo, y si tiene todos extendidos el suceso será bueno».[15]
Débese a esta preocupación que los indios en la actualidad, apenas notan una araña, lo primero en que se fijan es en los pies para de la situación en que se encuentran deducir sus presagios.
El armadillo o quirquincho, lo emplean para ejercitar sus venganzas, derramando sobre su escamosa concha azufre molido, combinando con los cabellos, o suciedad pertenecientes al individuo que tratan de hacer daño; cuyo rostro y cuerpo, dicen que, desde ese momento, se cubren de granos y aun de escoriaciones.
Poner cara, llaman el volver un lado del rostro de una persona, de blanca o rubia, en color negro, por medio de sapos, que crían con ese objeto y a causa de haber traicionado aquél a sus compromisos de amor.
La bestia se inquieta y se espanta, cuando se aproxima a ella un ladrón, o una persona que tiene que morir pronto, o cuando algún fantasma o espíritu maléfico la persigue, o cuando las piedras, pastos y arbustos se han tornado ante su vista en otros animales.
Al ginete, cuya bestia tropieza o se cae al franquear la puerta de su casa, o en presencia de su rival o enemigo, le irá mal en los negocios que proyecta, o en sus asuntos con aquel.
Los que se ponen en los ojos las legañas del perro, ven almas en las noches oscuras.
El feto del gato atrae la mala suerte en la casa donde se entierra, o produce la enfermedad del dueño de ella.
El feto de la llama, al revés de lo que ocurre con el de gato, atrae riquezas y es mayor su bondad si lo entierran inmediatamente después de sacarlo del vientre de la madre.
El chinchol o pfichitanca (Zonotrichia pileata) pía constante en la cumbre del techo de una casa cuando alguien tiene que llegar; mas, si el momento en que se está formando mentalmente algún proyecto, o se está conviniendo algún negocio, silba o canta estridente, es presagio de que fracasará lo que se piensa o proyecta.
Sorprender peleando dos animales es para tener disgusto o reyerta, particularmente si son canes.
El ser cruzado en el trayecto que se atraviesa por una víbora o culebra, o algún otro reptil, presagia desgracia.
Cuando las golondrinas vuelan junto a la tierra o al agua, rozando con las alas la superficie del agua o del suelo, anuncian fuertes ventarrones.
Cuando los patos se estiran y atesan las plumas con el pico denotan vientos; si se ponen contentos y aletean con frecuencia indican lluvias. También es señal de un próximo aguacero el sentir punzadas en los callos del pie.
Cuando los gallinazos graznan presagian huracanes.
Cuando el gato corretea, anuncia lluvia, si maulla constantemente en el techo, sin querer descender, o tiene frecuentes luchas con otros gatos, es para que fallezca alguien de la casa.
El canto de la gallina es de pésimo augurio, atrae y arraiga la mala suerte. De aquí dimana el conocido dicho «desgraciada la casa en la que canta la gallina», refiriéndose a la familia, en la que domina la mujer al hombre y asume la dirección de ella.
El perro ladra delante de un individuo y quiere embestirle, cuando éste tiene costumbre de robar; siendo imposible que permanezca quieto y callado delante de un ladrón.
El silbido del cuy anuncia la muerte de algún individuo de la casa.
Cuando el ruiseñor o gilguero cantan de noche, presagian que habrá riña al siguiente día.
[14] Vida del General José Ballivián, por el doctor José María Santiváñez.—New York.—1891.—Pag. 353.
[15] Información acerca de la Religión y Gobierno de los Incas, por el licenciado Polo de Ondegardo.—Edición de Horacio H. Urteaga.—Tomo III.—Pag. 32.
El zorrino (Mephitis suffocans) que es un pariente de la comadreja y que se le conoce con el nombre de añathuya, es tenido por animal completamente de mal agüero, y el que siente el olor fétido que exhala el líquido que expele por sus glándulas situadas cerca del ano, espera, con seguridad que le sobrevendrá alguna desgracia y coincidencias no faltan. Al individuo perseguido por contínuos infortunios y que sale mal en todo, lo suponen orinado por aquel nefasto animal.
El zorro indígena o kamake (Canis Azarae), es considerado comúnmente, como animal funesto, y cuando el indio o mestizo lo ven de improviso, o momento en que están formando algún plan, o al comienzo de algún negocio, escupen rabiosos al suelo, lanzan una dura interjección, le muestran los puños cerrados en amenaza, pero después, se apodera de ellos el desaliento; la desconfianza principia a dominarlos.
La influencia del zorro en las determinaciones de aquellos componentes étnicos es de gran peso, y sólo vuelve la esperanza a sus corazones cuando han logrado matarle, entonces se reaniman, dicen que la felicidad les sonríe, porque la mala suerte se ha cumplido en quien la presagiaba. El historiador Santiváñez refiere, el caso siguiente: «Cuéntase que pocos días antes de la victoria de Ingavi, un zorro que había penetrado en la torre de la iglesia de Calamarca, royendo la correa atada al badajo de una de las campanas, produjo un repique extraño. Alarmado el sacristán con esta novedad, acudió al campanario para averiguar la causa y se encontró con el animal que le había remplazado en su oficio. Salió inmediatamente de la torre dejando cerrada la puerta, y dió aviso a los vecinos, que acudieron armados de palos y mataron al intruso campanero. Terminada la ejecución, uno de los concurrentes que la daba de augur, pues nunca falta augures en las aldeas, tomó la palabra y dijo: «Este zorro representa a Gamarra y su muerte anuncia que este caudillo ha de perecer en el campo de batalla».
«Añádese que los indios que andaban un tanto desalentados con la superioridad del enemigo, cobraron aliento con este augurio y se dirigieron en tropel al cuartel general, a participar del botín de la próxima victoria».[14]
Efectivamente el general Gamarra fué derrotado y murió en el campo de batalla.
Al zorro lo tienen también por muy astuto y antojadizo. Cuentan de él, que una vez, se enamoró de la Luna y con objeto de verla de cerca, logró subir al cielo y la abrazó y besó tanto, que dejó estampadas las manchas que hasta ahora se notan en su brillante faz.
Cuando el zorro se para y fija mucho en una persona, es para que a esta le ocurra una desgracia.
Los que pretenden ser listos y hábiles ladrones, toman la sangre del zorro. También comen su carne, para ganar de las pulmonías.
Por los muchos daños que ese animal causa a los pastores, devorando las crías de corderos, llamas y aun de vacas, lo buscan con ahinco, no excusando medio alguno para capturarlo y darle muerte. Antes acostumbraban sorprenderlo en su madriguera y por medio del humo hacerlo salir afuera y matarlo a palos, o asfixiarlo allí mismo. Como tiene mucha pachorra para andar, suelen enredarle los pies con lihuiñas y matarlo. Otras veces cazan zorros envenenando las carnes para que se las coman y mueran.
Pero tienen mucho cuidado en no perseguir de noche al zorro, porque dicen que este animal es muy querido por el Huasa-Mallcu, quien le hace servir de su perro, y que suele favorecerlo en casos de peligro convirtiendo a todas las piedras y prominencias de terreno en zorros, que rodean a sus perseguidores y los enloquecen.
La mina en la que se cría un zorro irá mal en su explotación.
El zorro es centro de un ciclo de narraciones indígenas, en las que el ingenio y la inventiva de los indios campean a sus anchas. En todas ellas, el zorro sale siempre airoso, merced a la astuta malicia con que procede y a los múltiples recursos que, inagotables, brotan de su solapado y artero ingenio. Ya engaña a la mujer casada durante la ausencia del marido, dándose modos para representar a éste; ya seduce a la oveja más gorda y de vellón coposo y blanco que hay en la majada, y la conduce por riscosos lugares para devorarla a su gusto, y después cuenta a sus compañeras que aquella habita en praderas matizadas de verde y jugoso pasto y duerme en mullido y abrigado lecho; ya engaña a los perros que vigilan el aprisco, con promesas que nunca las cumple. Veces hay en que celebra sus esponsales con la cuidadora del rebaño y cuando ha satisfecho su voracidad la deja burlada. El zorro es temido por el indio, a la vez que en sus veladas es objeto de alusiones divertidas y picantes.
La araña o cusicusi, representa la alegría y cuando la encuentran casualmente, al menos si es blanca, la tienen como buen presagio. Desde los tiempos remotos a la araña se ha empleado como instrumento para las brujerías. «También usan para las suertes de unas arañas grandes, dice Polo de Ondegardo, que las tienen tapadas con unas ollas, y les dan allí de comer, y cuando viene alguno a saber el suceso de lo que ha de hacer, efectúa primero un sacrificio el hechicero y luego destapa la olla y si la araña tiene algún pie encogido ha de ser el suceso malo, y si tiene todos extendidos el suceso será bueno».[15]
Débese a esta preocupación que los indios en la actualidad, apenas notan una araña, lo primero en que se fijan es en los pies para de la situación en que se encuentran deducir sus presagios.
El armadillo o quirquincho, lo emplean para ejercitar sus venganzas, derramando sobre su escamosa concha azufre molido, combinando con los cabellos, o suciedad pertenecientes al individuo que tratan de hacer daño; cuyo rostro y cuerpo, dicen que, desde ese momento, se cubren de granos y aun de escoriaciones.
Poner cara, llaman el volver un lado del rostro de una persona, de blanca o rubia, en color negro, por medio de sapos, que crían con ese objeto y a causa de haber traicionado aquél a sus compromisos de amor.
La bestia se inquieta y se espanta, cuando se aproxima a ella un ladrón, o una persona que tiene que morir pronto, o cuando algún fantasma o espíritu maléfico la persigue, o cuando las piedras, pastos y arbustos se han tornado ante su vista en otros animales.
Al ginete, cuya bestia tropieza o se cae al franquear la puerta de su casa, o en presencia de su rival o enemigo, le irá mal en los negocios que proyecta, o en sus asuntos con aquel.
Los que se ponen en los ojos las legañas del perro, ven almas en las noches oscuras.
El feto del gato atrae la mala suerte en la casa donde se entierra, o produce la enfermedad del dueño de ella.
El feto de la llama, al revés de lo que ocurre con el de gato, atrae riquezas y es mayor su bondad si lo entierran inmediatamente después de sacarlo del vientre de la madre.
El chinchol o pfichitanca (Zonotrichia pileata) pía constante en la cumbre del techo de una casa cuando alguien tiene que llegar; mas, si el momento en que se está formando mentalmente algún proyecto, o se está conviniendo algún negocio, silba o canta estridente, es presagio de que fracasará lo que se piensa o proyecta.
Sorprender peleando dos animales es para tener disgusto o reyerta, particularmente si son canes.
El ser cruzado en el trayecto que se atraviesa por una víbora o culebra, o algún otro reptil, presagia desgracia.
Cuando las golondrinas vuelan junto a la tierra o al agua, rozando con las alas la superficie del agua o del suelo, anuncian fuertes ventarrones.
Cuando los patos se estiran y atesan las plumas con el pico denotan vientos; si se ponen contentos y aletean con frecuencia indican lluvias. También es señal de un próximo aguacero el sentir punzadas en los callos del pie.
Cuando los gallinazos graznan presagian huracanes.
Cuando el gato corretea, anuncia lluvia, si maulla constantemente en el techo, sin querer descender, o tiene frecuentes luchas con otros gatos, es para que fallezca alguien de la casa.
El canto de la gallina es de pésimo augurio, atrae y arraiga la mala suerte. De aquí dimana el conocido dicho «desgraciada la casa en la que canta la gallina», refiriéndose a la familia, en la que domina la mujer al hombre y asume la dirección de ella.
El perro ladra delante de un individuo y quiere embestirle, cuando éste tiene costumbre de robar; siendo imposible que permanezca quieto y callado delante de un ladrón.
El silbido del cuy anuncia la muerte de algún individuo de la casa.
Cuando el ruiseñor o gilguero cantan de noche, presagian que habrá riña al siguiente día.
[14] Vida del General José Ballivián, por el doctor José María Santiváñez.—New York.—1891.—Pag. 353.
[15] Información acerca de la Religión y Gobierno de los Incas, por el licenciado Polo de Ondegardo.—Edición de Horacio H. Urteaga.—Tomo III.—Pag. 32.
Mitos supersticiones y supervivencias populares de Bolivia:Preocupaciones al edificar las casas
Para colocar los cimientos de un edificio los indígenas acostumbran derramar chicha en el hueco abierto con ese fin, enterrando en una esquina un conejo blanco y algunas monedas. Si el que construye es rico, se da el lujo de sepultar una llama tierna. Esta ofrenda denominada cuchu, es el tributo que se paga a la Pacha-Mama, para que tenga duración la casa que se edifica, para que se muestre propicia con los que la habiten, y no se enoje por el atrevimiento que han tenido en cavar la superficie del suelo para los cimientos. Dicen los indios que la capa terrestre es la vestidura de aquella deidad, y el que la rasga, la ofende y lastima con esa herida.
Cuando los muros se encuentran terminados, se fija el día en que se ha de techar la casa, y como este acto lo consideran de suma importancia, se proveen los dueños, con la anticipación debida, de chicha, aguardiente y otros licores, los cuales deben ser abundantes, para que abastezcan a todos los asistentes durante la fiesta proyectada. Llegado el día, concurren los parientes y amigos del propietario, llevando consigo botellas de bebidas alcohólicas. Desde los primeros momentos comienza el consumo de las bebidas, en copas que no cesan de circular de mano en mano; lo que no obsta para que las mujeres se impongan la tarea de formar manojos de paja, que los hombres entusiastas arrojan al techo. A esta ocupación, realizada con grande algazara y gritos, se creen obligados todos los asistentes, causando resentimientos su excusa inmotivada.
Concluída la techa, que debe ser siempre el mismo día en que se dió comienzo, se presentan los compadres del propietario, al son de los golpes de un tambor y de las agudas notas de una flauta, trayendo cruces, botellas de licores y viandas. Las cruces deben estar adornadas con figuras de víboras, colocadas diagonalmente, con objeto de que sirven para proteger la nueva casa de las descargas del rayo. Estos reptiles son tenidos por los indios como dioses tutelares y sus antepasados, los de Tiahuanacu, adoraban una culebra enroscada.
Los indios compadres traen, además, legumbres, cuys y flores, que obsequian a los dueños, a quienes les adornan los sombreros con flores. En seguida, colocan las cruces en la cumbre del nuevo techo, sahumando el interior de la casa con ají, para purificar el aire nocivo y ahuyentar el espíritu malo. Después se entregan a un juego bárbaro, llamado achokalla, el que consiste en hacer corretear a una persona, azotándola con los retazos de cordel de paja o cchahuara, que han sobrado. Este sobrante enovillado, lo arrojan a la tijera más firme, teniendo una punta en la mano y con la otra amarran al dueño y lo suspenden y azotan. Otro tanto hacen con varias personas. Algunos se van con estos cordeles atados al pescuezo, aparentando bailar.
Finalizados tales actos se entregan al jolgorio. Estando embriagados y hartos de comidas, comienzan a bailar, haciendo grandes ruedas en el patio, hasta que terminan por salir a la plaza en rigle, jaleando y zapateando ruidosamente. Esta costumbre de salir a ostentar en público su alegría, la conceptúan indispensable y de buen tono, y cuando la han omitido creen haber verificado la techa de manera triste y desapercibida.
Al día siguiente los que trajeron cruces, van de casa en casa, al rayar el día, con manojos de paja encendida, al son de música y estallidos de cohetes, en busca de los principales concurrentes del día anterior, los hacen levantar de cama y los llevan a la nueva casa, de donde se dirigen al aposento de los dueños, los azotan y hacen que se vistan y les sirven tazas de ponche y continua la borrachera. Los propietarios y asistentes se complacen en recibir los azotes, porque suponen, que en razón de los dolores, estará la duración de la casa. A medio día tiran a la taba haciendo que los perdidos costeen las bebidas. Semejantes diversiones suelen durar muchos días e importar demasiado a los interesados.
La casa nueva se come al propietario si éste se olvida de ofrendar a la Pacha-Mama antes de habitarla. No debe alquilarse una casa por diez años, porque la propiedad ya no vuelve a poder de su dueño.
Cuando los muros se encuentran terminados, se fija el día en que se ha de techar la casa, y como este acto lo consideran de suma importancia, se proveen los dueños, con la anticipación debida, de chicha, aguardiente y otros licores, los cuales deben ser abundantes, para que abastezcan a todos los asistentes durante la fiesta proyectada. Llegado el día, concurren los parientes y amigos del propietario, llevando consigo botellas de bebidas alcohólicas. Desde los primeros momentos comienza el consumo de las bebidas, en copas que no cesan de circular de mano en mano; lo que no obsta para que las mujeres se impongan la tarea de formar manojos de paja, que los hombres entusiastas arrojan al techo. A esta ocupación, realizada con grande algazara y gritos, se creen obligados todos los asistentes, causando resentimientos su excusa inmotivada.
Concluída la techa, que debe ser siempre el mismo día en que se dió comienzo, se presentan los compadres del propietario, al son de los golpes de un tambor y de las agudas notas de una flauta, trayendo cruces, botellas de licores y viandas. Las cruces deben estar adornadas con figuras de víboras, colocadas diagonalmente, con objeto de que sirven para proteger la nueva casa de las descargas del rayo. Estos reptiles son tenidos por los indios como dioses tutelares y sus antepasados, los de Tiahuanacu, adoraban una culebra enroscada.
Los indios compadres traen, además, legumbres, cuys y flores, que obsequian a los dueños, a quienes les adornan los sombreros con flores. En seguida, colocan las cruces en la cumbre del nuevo techo, sahumando el interior de la casa con ají, para purificar el aire nocivo y ahuyentar el espíritu malo. Después se entregan a un juego bárbaro, llamado achokalla, el que consiste en hacer corretear a una persona, azotándola con los retazos de cordel de paja o cchahuara, que han sobrado. Este sobrante enovillado, lo arrojan a la tijera más firme, teniendo una punta en la mano y con la otra amarran al dueño y lo suspenden y azotan. Otro tanto hacen con varias personas. Algunos se van con estos cordeles atados al pescuezo, aparentando bailar.
Finalizados tales actos se entregan al jolgorio. Estando embriagados y hartos de comidas, comienzan a bailar, haciendo grandes ruedas en el patio, hasta que terminan por salir a la plaza en rigle, jaleando y zapateando ruidosamente. Esta costumbre de salir a ostentar en público su alegría, la conceptúan indispensable y de buen tono, y cuando la han omitido creen haber verificado la techa de manera triste y desapercibida.
Al día siguiente los que trajeron cruces, van de casa en casa, al rayar el día, con manojos de paja encendida, al son de música y estallidos de cohetes, en busca de los principales concurrentes del día anterior, los hacen levantar de cama y los llevan a la nueva casa, de donde se dirigen al aposento de los dueños, los azotan y hacen que se vistan y les sirven tazas de ponche y continua la borrachera. Los propietarios y asistentes se complacen en recibir los azotes, porque suponen, que en razón de los dolores, estará la duración de la casa. A medio día tiran a la taba haciendo que los perdidos costeen las bebidas. Semejantes diversiones suelen durar muchos días e importar demasiado a los interesados.
La casa nueva se come al propietario si éste se olvida de ofrendar a la Pacha-Mama antes de habitarla. No debe alquilarse una casa por diez años, porque la propiedad ya no vuelve a poder de su dueño.
Mitos supersticiones y supervivencias populares de Bolivia:Preocupaciones al edificar las casas
Para colocar los cimientos de un edificio los indígenas acostumbran derramar chicha en el hueco abierto con ese fin, enterrando en una esquina un conejo blanco y algunas monedas. Si el que construye es rico, se da el lujo de sepultar una llama tierna. Esta ofrenda denominada cuchu, es el tributo que se paga a la Pacha-Mama, para que tenga duración la casa que se edifica, para que se muestre propicia con los que la habiten, y no se enoje por el atrevimiento que han tenido en cavar la superficie del suelo para los cimientos. Dicen los indios que la capa terrestre es la vestidura de aquella deidad, y el que la rasga, la ofende y lastima con esa herida.
Cuando los muros se encuentran terminados, se fija el día en que se ha de techar la casa, y como este acto lo consideran de suma importancia, se proveen los dueños, con la anticipación debida, de chicha, aguardiente y otros licores, los cuales deben ser abundantes, para que abastezcan a todos los asistentes durante la fiesta proyectada. Llegado el día, concurren los parientes y amigos del propietario, llevando consigo botellas de bebidas alcohólicas. Desde los primeros momentos comienza el consumo de las bebidas, en copas que no cesan de circular de mano en mano; lo que no obsta para que las mujeres se impongan la tarea de formar manojos de paja, que los hombres entusiastas arrojan al techo. A esta ocupación, realizada con grande algazara y gritos, se creen obligados todos los asistentes, causando resentimientos su excusa inmotivada.
Concluída la techa, que debe ser siempre el mismo día en que se dió comienzo, se presentan los compadres del propietario, al son de los golpes de un tambor y de las agudas notas de una flauta, trayendo cruces, botellas de licores y viandas. Las cruces deben estar adornadas con figuras de víboras, colocadas diagonalmente, con objeto de que sirven para proteger la nueva casa de las descargas del rayo. Estos reptiles son tenidos por los indios como dioses tutelares y sus antepasados, los de Tiahuanacu, adoraban una culebra enroscada.
Los indios compadres traen, además, legumbres, cuys y flores, que obsequian a los dueños, a quienes les adornan los sombreros con flores. En seguida, colocan las cruces en la cumbre del nuevo techo, sahumando el interior de la casa con ají, para purificar el aire nocivo y ahuyentar el espíritu malo. Después se entregan a un juego bárbaro, llamado achokalla, el que consiste en hacer corretear a una persona, azotándola con los retazos de cordel de paja o cchahuara, que han sobrado. Este sobrante enovillado, lo arrojan a la tijera más firme, teniendo una punta en la mano y con la otra amarran al dueño y lo suspenden y azotan. Otro tanto hacen con varias personas. Algunos se van con estos cordeles atados al pescuezo, aparentando bailar.
Finalizados tales actos se entregan al jolgorio. Estando embriagados y hartos de comidas, comienzan a bailar, haciendo grandes ruedas en el patio, hasta que terminan por salir a la plaza en rigle, jaleando y zapateando ruidosamente. Esta costumbre de salir a ostentar en público su alegría, la conceptúan indispensable y de buen tono, y cuando la han omitido creen haber verificado la techa de manera triste y desapercibida.
Al día siguiente los que trajeron cruces, van de casa en casa, al rayar el día, con manojos de paja encendida, al son de música y estallidos de cohetes, en busca de los principales concurrentes del día anterior, los hacen levantar de cama y los llevan a la nueva casa, de donde se dirigen al aposento de los dueños, los azotan y hacen que se vistan y les sirven tazas de ponche y continua la borrachera. Los propietarios y asistentes se complacen en recibir los azotes, porque suponen, que en razón de los dolores, estará la duración de la casa. A medio día tiran a la taba haciendo que los perdidos costeen las bebidas. Semejantes diversiones suelen durar muchos días e importar demasiado a los interesados.
La casa nueva se come al propietario si éste se olvida de ofrendar a la Pacha-Mama antes de habitarla. No debe alquilarse una casa por diez años, porque la propiedad ya no vuelve a poder de su dueño.
Cuando los muros se encuentran terminados, se fija el día en que se ha de techar la casa, y como este acto lo consideran de suma importancia, se proveen los dueños, con la anticipación debida, de chicha, aguardiente y otros licores, los cuales deben ser abundantes, para que abastezcan a todos los asistentes durante la fiesta proyectada. Llegado el día, concurren los parientes y amigos del propietario, llevando consigo botellas de bebidas alcohólicas. Desde los primeros momentos comienza el consumo de las bebidas, en copas que no cesan de circular de mano en mano; lo que no obsta para que las mujeres se impongan la tarea de formar manojos de paja, que los hombres entusiastas arrojan al techo. A esta ocupación, realizada con grande algazara y gritos, se creen obligados todos los asistentes, causando resentimientos su excusa inmotivada.
Concluída la techa, que debe ser siempre el mismo día en que se dió comienzo, se presentan los compadres del propietario, al son de los golpes de un tambor y de las agudas notas de una flauta, trayendo cruces, botellas de licores y viandas. Las cruces deben estar adornadas con figuras de víboras, colocadas diagonalmente, con objeto de que sirven para proteger la nueva casa de las descargas del rayo. Estos reptiles son tenidos por los indios como dioses tutelares y sus antepasados, los de Tiahuanacu, adoraban una culebra enroscada.
Los indios compadres traen, además, legumbres, cuys y flores, que obsequian a los dueños, a quienes les adornan los sombreros con flores. En seguida, colocan las cruces en la cumbre del nuevo techo, sahumando el interior de la casa con ají, para purificar el aire nocivo y ahuyentar el espíritu malo. Después se entregan a un juego bárbaro, llamado achokalla, el que consiste en hacer corretear a una persona, azotándola con los retazos de cordel de paja o cchahuara, que han sobrado. Este sobrante enovillado, lo arrojan a la tijera más firme, teniendo una punta en la mano y con la otra amarran al dueño y lo suspenden y azotan. Otro tanto hacen con varias personas. Algunos se van con estos cordeles atados al pescuezo, aparentando bailar.
Finalizados tales actos se entregan al jolgorio. Estando embriagados y hartos de comidas, comienzan a bailar, haciendo grandes ruedas en el patio, hasta que terminan por salir a la plaza en rigle, jaleando y zapateando ruidosamente. Esta costumbre de salir a ostentar en público su alegría, la conceptúan indispensable y de buen tono, y cuando la han omitido creen haber verificado la techa de manera triste y desapercibida.
Al día siguiente los que trajeron cruces, van de casa en casa, al rayar el día, con manojos de paja encendida, al son de música y estallidos de cohetes, en busca de los principales concurrentes del día anterior, los hacen levantar de cama y los llevan a la nueva casa, de donde se dirigen al aposento de los dueños, los azotan y hacen que se vistan y les sirven tazas de ponche y continua la borrachera. Los propietarios y asistentes se complacen en recibir los azotes, porque suponen, que en razón de los dolores, estará la duración de la casa. A medio día tiran a la taba haciendo que los perdidos costeen las bebidas. Semejantes diversiones suelen durar muchos días e importar demasiado a los interesados.
La casa nueva se come al propietario si éste se olvida de ofrendar a la Pacha-Mama antes de habitarla. No debe alquilarse una casa por diez años, porque la propiedad ya no vuelve a poder de su dueño.
Mitos supersticiones y supervivencias populares de Bolivia:Empleo de la coca y de la vela; suposiciones sobre la Misa y algo de psicología indígena
Las hojas de la coca (Erythroxilon peruvianum), son las que sirven a los hechiceros para efectuar gran parte de sus sortilegios y augures, desempeñando entre los indios el mismo papel que los naipes entre los blancos, en casos semejantes. Por medio de la coca que arrojan sobre un tendido preparado para el objeto, descubren los robos y las cosas reservadas.
El hombre que desea saber las infidencias las acciones ignoradas y aun las intenciones de su esposa o concubina, o estas las de aquél, ocurren al hechicero, quien después de muchos ruegos y dádivas, les da un atado de coca preparado de antemano, para que de cualquier modo pongan en contacto con el cuerpo de la persona, cuyos secretos tratan de sorprender. Realizada la instrucción, devuelven el atado al brujo quien en presencia del interesado o interesados hace ciertas ceremonias y bruscamente sacude el atado, desparramando las hojas de coca por el suelo, y por la situación en que se han colocado ellas, hace sus conjeturas, o da sus respuestas.
Para tener noticias de un ausente, de su salud, o del estado en que se hallan sus negocios, derrama la coca sobre sus vestidos o especies que ha usado, extendidos en el suelo. El requisito exigido por el brujo es que la acción de la coca se efectúe sobre alguna cosa que pertenezca o haya recibido el calor continuo del cuerpo de la persona, materia del brujerío; por cuyo motivo prefieren para ese objeto su ropa vieja, no lavada; porque, creen que encierra muchos secretos y posee la cualidad atribuída de trasmitir al que la ha envejecido, cual conductor eléctrico, y hacerle soportar cuánto bueno y malo se hace en ella, o descubrir al que investiga lo que desea saber. En la ropa, dicen, que se aparta y queda algo del espíritu de quien se la ha puesto, que permanece en comunicación mental y directa con éste, de lo que no se da cuenta el individuo. La vida, según la creencia indígena, se reduce al constante desgaste del ente que anima el cuerpo que va abandonándolo, ya en una u otra forma, ya rápida o lenta, hasta que llega la muerte, que para el indio no es sino el desprendimiento del último resto del ser de una persona, que va a reunirse con las demás partes esparcidas en el espacio, que nunca dejaron de estar en relación, ni desvinculadas las unas de las otras, para volver a reintegrarse en el mismo todo incorpóreo y compacto. A este ser, se llama ajayu, que equivale a la idea del alma.
La coca mascada sirve de amuleto para determinados brujeríos y también se emplea para ofrendarla a los ídolos y huacas. Asimismo, la usan en los viajes como preservativo contra el hambre, la sed y el cansancio; para respirar sin fatiga al subir las cuestas y en las cumbres, de enrarecida atmósfera.
Echando el zumo de la coca con saliva en la palma de la mano, tendiendo los dedos mayores de ella, conforme cae por ellos, predicen y juzgan el suceso que se consulta, si será malo o bueno.
La coca se pone amarga en la boca, cuando tiene que acaecer una desgracia a quien la mastica, a su familia, o salir mal en la comisión que se le encomienda.
Encontrar en un montoncito de coca o entre varios, una hoja doble, es para tener dinero.
Probablemente legada por los españoles, es la costumbre de hacer presagios por la forma de arder de la vela que se enciende, ya sea a la imagen de un santo o para alumbrarse en la noche. Cuando la llama flamea mucho y el pábilo se encorva, sin hacer ceniza y su cebo se chorrea, es señal de mal augurio, y de bueno si arde recta y apacible, cubriéndose el pábilo de ceniza blanca. En ambos casos aconsejan no permitir que se consuma toda la vela, sin quedar un pedazo de cabo en el asiento, a fin de que no se reagrave la desgracia en el primer caso y en el segundo, se produzca un efecto contrario al deseado.
También acomodan en un pequeño plato cubierto de sebo tres mechas y hacen sus presagios por el movimiento de las luces o combinando el flameo de éstas.
La luz de la vela o mecha que está ardiendo se oscurece de un momento a otro sin causal ostensible que la motive, cuando el alma de alguna persona de la casa, que debe morir, se coloca entre la luz y la vista de los espectadores.
La llama flamea a saltos cuando alguno de los presentes tiene que viajar.
No debe permitirse que ardan tres velas, a la vez, en una habitación, porque es de mal agüero. En todo, el número tres es antipático al indio.
El que quiere causar daño, enciende la vela por la parte del asiento y la coloca volcada de abajo para arriba, dedicándosela y haciendo votos porque se verifique en alguien lo que persigue.
Es característico en el indio la idea de que cualquiera cosa usada en sentido contrario al habitual, se convierte en maleficio o amuleto, según las circunstancias. Es así cómo suponen que se puede dañar aún con la misma Misa, a lo que llaman misjayaña, en sentido de aniquilar con la Misa, celebrando con el misal acomodado cabizbajo en un atril y sirviéndose el clérigo el vino en el hueco que tiene el cáliz en su asiento y con los ornamentos puestos al revés.
Su espíritu suspicaz y profundamente pesimista, de todo duda y en todo supone más posible el mal que el bien. Parece que los ojos del indio no tuvieran vista sino para percibir el lado obscuro de las cosas, y su corazón sensibilidad, sólo para sentir las penas. Comprende más presto los proyectos siniestros que los alegres o benéficos. Camina en el mundo lleno de decepciones y poseído de un terrible miedo. En cada paso que da teme encontrarse con un enemigo que le dañe, o con alguien que gratuitamente le perjudique en sus intereses, y en cada acto que ejecuta por propia voluntad espera siempre un resultado desfavorable. La duda y el miedo entraban su libre albedrio, de tal manera que, imposibilitan a que se desenvuelva su ser en toda su plenitud; la duda y el miedo han carcomido las raíces de su voluntad. Debido a ello es que tenga mayor confianza en los consejos del brujo, que en su impulso propio. La fe en lo maravilloso es signo de la debilidad y atraso intelectual de una raza. Se busca al hechicero cuando no se comprende lo que se ha de hacer, ni se cuenta con el valor del esfuerzo propio. Tal sucede en esta raza infeliz. La tristeza de la pobre existencia de sus componentes, se refleja aún en la mustia fisonomía de ellos, en la miserable condición en la que viven, y en su candidez para acatar los sortilegios o hechizos, para dejarse conducir sumisos por quienes se creen dispensadores de lo sobrenatural.
El hombre que desea saber las infidencias las acciones ignoradas y aun las intenciones de su esposa o concubina, o estas las de aquél, ocurren al hechicero, quien después de muchos ruegos y dádivas, les da un atado de coca preparado de antemano, para que de cualquier modo pongan en contacto con el cuerpo de la persona, cuyos secretos tratan de sorprender. Realizada la instrucción, devuelven el atado al brujo quien en presencia del interesado o interesados hace ciertas ceremonias y bruscamente sacude el atado, desparramando las hojas de coca por el suelo, y por la situación en que se han colocado ellas, hace sus conjeturas, o da sus respuestas.
Para tener noticias de un ausente, de su salud, o del estado en que se hallan sus negocios, derrama la coca sobre sus vestidos o especies que ha usado, extendidos en el suelo. El requisito exigido por el brujo es que la acción de la coca se efectúe sobre alguna cosa que pertenezca o haya recibido el calor continuo del cuerpo de la persona, materia del brujerío; por cuyo motivo prefieren para ese objeto su ropa vieja, no lavada; porque, creen que encierra muchos secretos y posee la cualidad atribuída de trasmitir al que la ha envejecido, cual conductor eléctrico, y hacerle soportar cuánto bueno y malo se hace en ella, o descubrir al que investiga lo que desea saber. En la ropa, dicen, que se aparta y queda algo del espíritu de quien se la ha puesto, que permanece en comunicación mental y directa con éste, de lo que no se da cuenta el individuo. La vida, según la creencia indígena, se reduce al constante desgaste del ente que anima el cuerpo que va abandonándolo, ya en una u otra forma, ya rápida o lenta, hasta que llega la muerte, que para el indio no es sino el desprendimiento del último resto del ser de una persona, que va a reunirse con las demás partes esparcidas en el espacio, que nunca dejaron de estar en relación, ni desvinculadas las unas de las otras, para volver a reintegrarse en el mismo todo incorpóreo y compacto. A este ser, se llama ajayu, que equivale a la idea del alma.
La coca mascada sirve de amuleto para determinados brujeríos y también se emplea para ofrendarla a los ídolos y huacas. Asimismo, la usan en los viajes como preservativo contra el hambre, la sed y el cansancio; para respirar sin fatiga al subir las cuestas y en las cumbres, de enrarecida atmósfera.
Echando el zumo de la coca con saliva en la palma de la mano, tendiendo los dedos mayores de ella, conforme cae por ellos, predicen y juzgan el suceso que se consulta, si será malo o bueno.
La coca se pone amarga en la boca, cuando tiene que acaecer una desgracia a quien la mastica, a su familia, o salir mal en la comisión que se le encomienda.
Encontrar en un montoncito de coca o entre varios, una hoja doble, es para tener dinero.
Probablemente legada por los españoles, es la costumbre de hacer presagios por la forma de arder de la vela que se enciende, ya sea a la imagen de un santo o para alumbrarse en la noche. Cuando la llama flamea mucho y el pábilo se encorva, sin hacer ceniza y su cebo se chorrea, es señal de mal augurio, y de bueno si arde recta y apacible, cubriéndose el pábilo de ceniza blanca. En ambos casos aconsejan no permitir que se consuma toda la vela, sin quedar un pedazo de cabo en el asiento, a fin de que no se reagrave la desgracia en el primer caso y en el segundo, se produzca un efecto contrario al deseado.
También acomodan en un pequeño plato cubierto de sebo tres mechas y hacen sus presagios por el movimiento de las luces o combinando el flameo de éstas.
La luz de la vela o mecha que está ardiendo se oscurece de un momento a otro sin causal ostensible que la motive, cuando el alma de alguna persona de la casa, que debe morir, se coloca entre la luz y la vista de los espectadores.
La llama flamea a saltos cuando alguno de los presentes tiene que viajar.
No debe permitirse que ardan tres velas, a la vez, en una habitación, porque es de mal agüero. En todo, el número tres es antipático al indio.
El que quiere causar daño, enciende la vela por la parte del asiento y la coloca volcada de abajo para arriba, dedicándosela y haciendo votos porque se verifique en alguien lo que persigue.
Es característico en el indio la idea de que cualquiera cosa usada en sentido contrario al habitual, se convierte en maleficio o amuleto, según las circunstancias. Es así cómo suponen que se puede dañar aún con la misma Misa, a lo que llaman misjayaña, en sentido de aniquilar con la Misa, celebrando con el misal acomodado cabizbajo en un atril y sirviéndose el clérigo el vino en el hueco que tiene el cáliz en su asiento y con los ornamentos puestos al revés.
Su espíritu suspicaz y profundamente pesimista, de todo duda y en todo supone más posible el mal que el bien. Parece que los ojos del indio no tuvieran vista sino para percibir el lado obscuro de las cosas, y su corazón sensibilidad, sólo para sentir las penas. Comprende más presto los proyectos siniestros que los alegres o benéficos. Camina en el mundo lleno de decepciones y poseído de un terrible miedo. En cada paso que da teme encontrarse con un enemigo que le dañe, o con alguien que gratuitamente le perjudique en sus intereses, y en cada acto que ejecuta por propia voluntad espera siempre un resultado desfavorable. La duda y el miedo entraban su libre albedrio, de tal manera que, imposibilitan a que se desenvuelva su ser en toda su plenitud; la duda y el miedo han carcomido las raíces de su voluntad. Debido a ello es que tenga mayor confianza en los consejos del brujo, que en su impulso propio. La fe en lo maravilloso es signo de la debilidad y atraso intelectual de una raza. Se busca al hechicero cuando no se comprende lo que se ha de hacer, ni se cuenta con el valor del esfuerzo propio. Tal sucede en esta raza infeliz. La tristeza de la pobre existencia de sus componentes, se refleja aún en la mustia fisonomía de ellos, en la miserable condición en la que viven, y en su candidez para acatar los sortilegios o hechizos, para dejarse conducir sumisos por quienes se creen dispensadores de lo sobrenatural.
Ideas respecto del Cuurmi.
El arco-iris o cuhurmi, es considerado de buen o mal agüero, según los casos; prohiben a los niños que lo miren de frente, por temor de que se mueran; y los mismos jóvenes o viejos no osan hacerlo, cuando lo miran cierran la boca, a fin de no descubrir los dientes que se gastarían o carearían a su presencia, y es imposible que le señalen con el dedo. A las partes que caen los pies del arco las tienen por parajes peligrosos, tal vez asientos de huaca, dignos de temor y acatamiento.
A pesar de sus prejuicios, los indios reverencian al arco-iris y no faltan quienes lo tengan como a su Achachila.
A pesar de sus prejuicios, los indios reverencian al arco-iris y no faltan quienes lo tengan como a su Achachila.
Mitos supersticiones y supervivencias populares de Bolivia: El culto a la piedra
ente de los fenómenos de la vida. Sus huacas más notables son de piedra, y de piedra son sus grandes ídolos y konopas más queridos.
A las piedras esquinadas y aisladas, las veneraban, porque decían que al estallar la guerra y durante los combates, se tornaban en guerreros y después de haber luchado por la tribu hasta vencer a los enemigos, se volvían a sus inmutables asientos.
Sienten aún gran predilección por los peñascos o ciertas piedras que tienen la figura de gente o animal. Cerca a la ciudad de Oruro, existía un pedrejón en forma de sapo, el que era considerado por el pueblo como una huaca milagrosa y, en consecuencia, se la reverenciaba cubriéndola constantemente de flores, mixtura y derramando encima de ella chicha, vino y aguardiente. La piedra contenía en su base un hueco, por donde pasaban arrastrándose las personas que deseaban saber sobre el término de su vida. La que se atracaba y no podía franquear el paso suponía que iba a morir pronto, o por lo menos, no ser larga la existencia que le quedaba; la que salvaba sin dificultad alguna, creía que viviría mucho, y que su muerte estaba muy distante. Un militar despreocupado y torpe, redujo a pedazos la piedra sagrada con un tiro de dinamita, causando el hecho, general y profundo sentimiento en el pueblo, que se vió privado de su preciada huaca.
En los suburbios de la ciudad de La Paz, había antiguamente una gran piedra, cuya forma se ignora, a la que los indios rendían culto, y les imitaban los primeros pobladores de la ciudad. Alarmados los frailes y misioneros, dieron en predicar contra la piedra y derramar basura encima, hasta convertir el paraje en muladar. Los indios y vecinos al ver tanto desacato que no era castigado por ella, la apellidaron la piedra de la paciencia. Destruída por fin, quedó el lugar con el nombre hasta ha poco, de cenizal de la paciencia.
De tal modo confiaban todos en las piedras, que solían poner y adorar una en cada tupu o campo, y otro en cada acequia. Aun a las que servían de lindes, bien para las heredades o bien para los pueblos, consagraban fiestas y holocaustos. No estimaban menos los meteoritos y las piedras que hubiera partido el rayo.
Las piedras preciosas eran a los ojos de los indios, y siguen siendo, otros tantos fetiches. Cuando alguien se encuentra una, la conserva con gran afecto y la reverencia teniéndola, desde entonces, como penate de la familia.
«Del especial culto a las piedras hablan todos los autores, incluso Cieza», dice Pi y Margall. Según Cieza alcanzó a los mismos Incas. «Afirmaban, dice, que había Hacedor de todas las cosas y al Sol tenían por dios soberano, al cual hicieron grandes templos; y, engañados del demonio adoraban en árboles y piedras como los gentiles». Describe el mismo autor en otro lugar a los antiguos pobladores de Huamachuco, y escribe que adoraban piedras grandes como huevos y en otras mayores de diversas tintas que habían puesto en los templos o huacas de los altos y sierras de nieve.
«Ese culto debió ser antiquísimo. Lo infiero de que en Tiahuanacu hay largas filas de piedras muy parecidas a los menhirs de los celtas. Lo deduce Girard de Rialle de la leyenda peruana de los tres o cuatro hermanos que salieron de Pacarec Tampu, y es posible que acierte. Algo significa que el mayor de los hermanos derribase los cerros con las piedras que disparaba su honda, y en piedras quedaren al fin convertidos por lo menos dos de tan misteriosos personajes».[13]
[13] Historia de la América Antecolombiana por don Francisco Pi y Margall.—Tomo I.—Pag. 1,392.
A las piedras esquinadas y aisladas, las veneraban, porque decían que al estallar la guerra y durante los combates, se tornaban en guerreros y después de haber luchado por la tribu hasta vencer a los enemigos, se volvían a sus inmutables asientos.
Sienten aún gran predilección por los peñascos o ciertas piedras que tienen la figura de gente o animal. Cerca a la ciudad de Oruro, existía un pedrejón en forma de sapo, el que era considerado por el pueblo como una huaca milagrosa y, en consecuencia, se la reverenciaba cubriéndola constantemente de flores, mixtura y derramando encima de ella chicha, vino y aguardiente. La piedra contenía en su base un hueco, por donde pasaban arrastrándose las personas que deseaban saber sobre el término de su vida. La que se atracaba y no podía franquear el paso suponía que iba a morir pronto, o por lo menos, no ser larga la existencia que le quedaba; la que salvaba sin dificultad alguna, creía que viviría mucho, y que su muerte estaba muy distante. Un militar despreocupado y torpe, redujo a pedazos la piedra sagrada con un tiro de dinamita, causando el hecho, general y profundo sentimiento en el pueblo, que se vió privado de su preciada huaca.
En los suburbios de la ciudad de La Paz, había antiguamente una gran piedra, cuya forma se ignora, a la que los indios rendían culto, y les imitaban los primeros pobladores de la ciudad. Alarmados los frailes y misioneros, dieron en predicar contra la piedra y derramar basura encima, hasta convertir el paraje en muladar. Los indios y vecinos al ver tanto desacato que no era castigado por ella, la apellidaron la piedra de la paciencia. Destruída por fin, quedó el lugar con el nombre hasta ha poco, de cenizal de la paciencia.
De tal modo confiaban todos en las piedras, que solían poner y adorar una en cada tupu o campo, y otro en cada acequia. Aun a las que servían de lindes, bien para las heredades o bien para los pueblos, consagraban fiestas y holocaustos. No estimaban menos los meteoritos y las piedras que hubiera partido el rayo.
Las piedras preciosas eran a los ojos de los indios, y siguen siendo, otros tantos fetiches. Cuando alguien se encuentra una, la conserva con gran afecto y la reverencia teniéndola, desde entonces, como penate de la familia.
«Del especial culto a las piedras hablan todos los autores, incluso Cieza», dice Pi y Margall. Según Cieza alcanzó a los mismos Incas. «Afirmaban, dice, que había Hacedor de todas las cosas y al Sol tenían por dios soberano, al cual hicieron grandes templos; y, engañados del demonio adoraban en árboles y piedras como los gentiles». Describe el mismo autor en otro lugar a los antiguos pobladores de Huamachuco, y escribe que adoraban piedras grandes como huevos y en otras mayores de diversas tintas que habían puesto en los templos o huacas de los altos y sierras de nieve.
«Ese culto debió ser antiquísimo. Lo infiero de que en Tiahuanacu hay largas filas de piedras muy parecidas a los menhirs de los celtas. Lo deduce Girard de Rialle de la leyenda peruana de los tres o cuatro hermanos que salieron de Pacarec Tampu, y es posible que acierte. Algo significa que el mayor de los hermanos derribase los cerros con las piedras que disparaba su honda, y en piedras quedaren al fin convertidos por lo menos dos de tan misteriosos personajes».[13]
[13] Historia de la América Antecolombiana por don Francisco Pi y Margall.—Tomo I.—Pag. 1,392.
Tangatanga
Los indios charcas invocan a su divinidad Tangatanga, cuando se ven acosados por truenos y rayos y creen que esta tiene suficiente poder para impedir que les hagan daño. Esta deidad, a semejanza del Huasa Mallcu, es protector de los hombres y su misión es contrarrestar los efectos del rayo.
Los Japiñuñus
Los Jappiñuñus, cuya denominación proviene de las palabras jappi, asir, coger, y ñuñu la teta de la mujer, eran duendes en forma de mujer, con largas tetas colgantes, los cuales volaban por los aires en las noches diáfanas y a horas silenciosas, cogían a las gentes con sus tetas y se las llevaban.
Toda vez que el indio siente volar en el aire a deshoras de la noche alguna ave nocturna, no cree que es ave sino supone que es algún Jappiñuñu, que lo está acechando para arrebatarlo y huye apresurado al interior de su casa, o se acurruca junto a un pedrón para que lo proteja. Si ha desaparecido un individuo en la noche, por algún motivo inexplicable, como por ejemplo un crimen o una huida intencionada, atribuyen a sus parientes cuando no han podido tener noticias de él, que el jappiñuñu, se lo ha llevado.
Sin embargo, este mito va perdiendo mucho de su importancia en la imaginación popular y no será extraño que desaparezca a la larga.
Toda vez que el indio siente volar en el aire a deshoras de la noche alguna ave nocturna, no cree que es ave sino supone que es algún Jappiñuñu, que lo está acechando para arrebatarlo y huye apresurado al interior de su casa, o se acurruca junto a un pedrón para que lo proteja. Si ha desaparecido un individuo en la noche, por algún motivo inexplicable, como por ejemplo un crimen o una huida intencionada, atribuyen a sus parientes cuando no han podido tener noticias de él, que el jappiñuñu, se lo ha llevado.
Sin embargo, este mito va perdiendo mucho de su importancia en la imaginación popular y no será extraño que desaparezca a la larga.
El Katekate y sus derivaciones
El Katekate, conceptúan que es la cabeza desprendida de un cadáver humano, que saltando de su sepultura, va rodando en busca del enemigo que en vida le causó males y lanzando a su paso gritos inarticulados y muy guturales, que en el silencio de la noche hacen un ruido extraño y espeluznante. Cuentan que, cuando encuentra al individuo perseguido, le liga las manos y los pies con el cabello crecido en su sepulcro, el cual es duro y resistente; le derriba al suelo y se coloca sobre el pecho del enemigo; le hinca los descarnados y afilados dientes y le chupa la sangre, mientras sus miradas de fuego están fijas, siempre fijas, en el rostro del perseguido. La cabeza, conforme succiona, toma mayores proporciones y con su volumen, que no cesa de crecer y aumentar de peso, ahoga paulatinamente a su víctima, haciéndole antes sufrir una agonía dolorosa, y cuando ha conseguido darle muerte vuelve, rebotando de contento por el suelo, hasta el lugar de su eterno descanso, la cabeza vengativa.
Sugestionadas con la idea de este mito macabro, suelen las mujeres que odian a sus esposos, aprovecharse del estado de embriaguez en que se encuentran, para cortarles la cabeza, y después, cuando la justicia las persigue, disculparse del crimen con que eran aquéllos, brujos, y que en momentos de hechicería, por haber errado en algún accidente o fórmula, la cabeza desprendida del cuerpo, se fué como una ave fugitiva, huyendo por los aires, sirviéndole de alas los cabellos esparcidos y que está voltijeando ya, de Katekate; la prueba de lo dicho, aseguran tenerla, en que vuelve a la casa en las noches lóbregas, rebota al techo, espía con ojos de fuego por la abertura estrecha de la chimenea, alumbrando su interior con sus miradas fosforescentes; laméntase con gemidos tristes y lastimeros, en momentos el que el viento silba y la lechuza grazna por ahí cerca. Si entonces no salieron a su encuentro, fué por temor de que la temible cabeza diera el ósculo de cariño al miembro de su familia, a quien quiso mucho en vida, causándole la muerte con ese beso, según ellas, frío y penetrante como la hoja acerada de un puñal.
Cuando un individuo se acuesta con sed, también creen que, mientras duerme, se desprende su cabeza y va a la fuente próxima a beber agua.
El antiguo gato de fuego, que solía presentarse de tiempo en tiempo, a media noche, sobre el techo de la casa, en la que habitaban uno o varios individuos perversos, y que lo tenían por el alma de éstos, que tomaba tal forma por voluntad de sus divinidades, se ha convertido, desde la venida de los españoles, en gallo de fuego, que representa al dueño que se encuentra condenado en vida a las penas del Infierno.
La cabeza humana, particularmente en estado de calavera, objeto de varias aplicaciones supersticiosas. Los brujos y los que no lo son, entre la gente del pueblo, la emplean para averiguar los robos, introduciendo dentro de su armazón huesosa uno o dos reales, y pidiéndola con lágrimas en los ojos y fe en el corazón, que les haga devolver lo sustraído. La calavera, suponen que conmovida con el caso, irá a saltos a deshoras de la noche, a la casa del ladrón y le causará pesadillas en sus sueños, o lo tendrá constantemente inquieto, hasta hacerle restituir lo ageno, o causarle la muerte por consunción si no lo hace.
Otras veces, en iguales casos y con el mismo objeto, hacen arder velas a una calavera, durante tres días martes y tres días viernes, en las noches, haciendo que, en esta única ocasión, se consuman por completo las velas.
Sugestionadas con la idea de este mito macabro, suelen las mujeres que odian a sus esposos, aprovecharse del estado de embriaguez en que se encuentran, para cortarles la cabeza, y después, cuando la justicia las persigue, disculparse del crimen con que eran aquéllos, brujos, y que en momentos de hechicería, por haber errado en algún accidente o fórmula, la cabeza desprendida del cuerpo, se fué como una ave fugitiva, huyendo por los aires, sirviéndole de alas los cabellos esparcidos y que está voltijeando ya, de Katekate; la prueba de lo dicho, aseguran tenerla, en que vuelve a la casa en las noches lóbregas, rebota al techo, espía con ojos de fuego por la abertura estrecha de la chimenea, alumbrando su interior con sus miradas fosforescentes; laméntase con gemidos tristes y lastimeros, en momentos el que el viento silba y la lechuza grazna por ahí cerca. Si entonces no salieron a su encuentro, fué por temor de que la temible cabeza diera el ósculo de cariño al miembro de su familia, a quien quiso mucho en vida, causándole la muerte con ese beso, según ellas, frío y penetrante como la hoja acerada de un puñal.
Cuando un individuo se acuesta con sed, también creen que, mientras duerme, se desprende su cabeza y va a la fuente próxima a beber agua.
El antiguo gato de fuego, que solía presentarse de tiempo en tiempo, a media noche, sobre el techo de la casa, en la que habitaban uno o varios individuos perversos, y que lo tenían por el alma de éstos, que tomaba tal forma por voluntad de sus divinidades, se ha convertido, desde la venida de los españoles, en gallo de fuego, que representa al dueño que se encuentra condenado en vida a las penas del Infierno.
La cabeza humana, particularmente en estado de calavera, objeto de varias aplicaciones supersticiosas. Los brujos y los que no lo son, entre la gente del pueblo, la emplean para averiguar los robos, introduciendo dentro de su armazón huesosa uno o dos reales, y pidiéndola con lágrimas en los ojos y fe en el corazón, que les haga devolver lo sustraído. La calavera, suponen que conmovida con el caso, irá a saltos a deshoras de la noche, a la casa del ladrón y le causará pesadillas en sus sueños, o lo tendrá constantemente inquieto, hasta hacerle restituir lo ageno, o causarle la muerte por consunción si no lo hace.
Otras veces, en iguales casos y con el mismo objeto, hacen arder velas a una calavera, durante tres días martes y tres días viernes, en las noches, haciendo que, en esta única ocasión, se consuman por completo las velas.
La Mekala
La Mekala, es otra deidad maléfica que preocupa a los campesinos. Según éstos, es una mujer alta, flaca, de color lívido, carnes lacias, cabellera desgreñada y suelta al aire, pocos y afilados dientes, ojos pequeños y fosforescentes chata, con las fosas nasales demasiado abiertas y boca grande, labios descarnados, con la barriga que desciende hasta las rodillas y una cola de fuego, semejante a la de un cometa. Dicen que anda a saltos, vestida de una larga túnica roja, cubierta de pequeños bolsillos en toda su extensión. Cuando salta a una sementera, se apodera de los mejores frutos y los introduce en todos sus bolsillos, imposibles de ser rellenados, porque, a medida que reciben las especies, van ensanchándose indefinidamente por virtud diabólica.
Su paso se señala por las devastaciones que deja tras sí.
Si la Mekala, penetra a un aprisco chupa la sangre de los corderitos tiernos, cual voraz vampiro, hasta causarles la muerte. Si sorprende dormida a una criatura, le extrae los sesos y le arranca el alma, llevándosela aprisionada en los bolsillitos de su terrible túnica.
Para impedir que la Mekala lleve a cabo los daños a que le impulsan sus malos instintos, invocaban los indios la intervención de sus Konapas o sean dioses penates, y colocaban en el centro de sus chacras la imagen de una Mama-Sara, y en las habitaciones la de alguna deidad benéfica.
Los misioneros católicos exhortaban y aconsejaban a los indios a no buscar el amparo de sus ídolos contra la Mekala, sino contener su osadía con cruces que ponían en las sementeras y tras la puerta de las majadas, con agua bendita que rociaban en todos los lugares sospechosos; también empleaban con el mismo objeto, la sal y hojas de romero.
El mito de la Mekala encierra el simbolismo de los desastres que causan las sequías, heladas y epidemias.
Su paso se señala por las devastaciones que deja tras sí.
Si la Mekala, penetra a un aprisco chupa la sangre de los corderitos tiernos, cual voraz vampiro, hasta causarles la muerte. Si sorprende dormida a una criatura, le extrae los sesos y le arranca el alma, llevándosela aprisionada en los bolsillitos de su terrible túnica.
Para impedir que la Mekala lleve a cabo los daños a que le impulsan sus malos instintos, invocaban los indios la intervención de sus Konapas o sean dioses penates, y colocaban en el centro de sus chacras la imagen de una Mama-Sara, y en las habitaciones la de alguna deidad benéfica.
Los misioneros católicos exhortaban y aconsejaban a los indios a no buscar el amparo de sus ídolos contra la Mekala, sino contener su osadía con cruces que ponían en las sementeras y tras la puerta de las majadas, con agua bendita que rociaban en todos los lugares sospechosos; también empleaban con el mismo objeto, la sal y hojas de romero.
El mito de la Mekala encierra el simbolismo de los desastres que causan las sequías, heladas y epidemias.
El Anchanchu
Al Anchanchu, lo pintan como un viejecito enano, barrigón, calvo, de cabeza grande y desproporcionada al cuerpo; con rostro socarrón, y dotado de una sonrisa fascinadora. Dicen que viste telas recamadas de oro y que lleva en la cabeza un sombrero de plata de copa baja y ancha falda; que mora en las cuevas, en el fondo de los ríos y en edificios ruinosos y abandonados; allí donde las gentes no aproximan sino rara vez, o residen solo por cortas temporadas.
El Anchanchu atrae a sus víctimas con sus salamerías, y las recibe regocijado y ansioso; y cuando adormecido se halla el huesped con tanto halago, castiga su incauta confianza dándole muerte, o inoculándole en el cuerpo una grave enfermedad. Lo suponen, cuando se hace visible, tan amable y meloso, que engaña al hombre más avisado y mundano con su astucia y sagacidad. Personifican en él la deslealtad, la perfidia, la refinada perversidad y la lúgubre ironía. El Anchanchu es una deidad siniestra, que sonríe siempre y sonriendo prepara y causa los mayores daños; lleva la desolación a los hogares y destruye los edificios y campos sembrados. Huid de él, aconsejan, porque la dicha que brinda no es cierta, porque su trato cortés y afable, es la red con la que apresará a su víctima.
Cuando transita por los caminos, produce huracanes y remolinos de viento, por eso el indio asustado ante estos fenómenos atmosféricos, se para y exclama: «pasa, pasa Anchanchu; no me hagas ningún mal, porque el Mallcu me ampara».
La hacienda, casa, o cualquier otro fundo donde mueren los propietarios con alguna frecuencia, la suponen habitada por el Anchanchu, que en la noche, durante el sueño, les ha chupado la sangre o introducido alguna enfermedad, a cuya consecuencia se deben esas muertes.
El indio rara vez se atreve a pernoctar cerca a los ríos o en casas deshabitadas, por temor a esta terrible deidad, cuyo nombre excusa aún pronunciarlo y se limita a decir: Yankhanihua, tiene maligno, o Sajjranihua, que significa lo mismo. Con las denominaciones Yantiha y Sajjra, designan indistintamente a los espíritus maléficos.
Cuando un terreno se derrumba o sufre frecuentes denudaciones, lo atribuyen al Anchanchu, que posesionándose de su interior, produce aquellos desperfectos telúricos.
El Anchanchu atrae a sus víctimas con sus salamerías, y las recibe regocijado y ansioso; y cuando adormecido se halla el huesped con tanto halago, castiga su incauta confianza dándole muerte, o inoculándole en el cuerpo una grave enfermedad. Lo suponen, cuando se hace visible, tan amable y meloso, que engaña al hombre más avisado y mundano con su astucia y sagacidad. Personifican en él la deslealtad, la perfidia, la refinada perversidad y la lúgubre ironía. El Anchanchu es una deidad siniestra, que sonríe siempre y sonriendo prepara y causa los mayores daños; lleva la desolación a los hogares y destruye los edificios y campos sembrados. Huid de él, aconsejan, porque la dicha que brinda no es cierta, porque su trato cortés y afable, es la red con la que apresará a su víctima.
Cuando transita por los caminos, produce huracanes y remolinos de viento, por eso el indio asustado ante estos fenómenos atmosféricos, se para y exclama: «pasa, pasa Anchanchu; no me hagas ningún mal, porque el Mallcu me ampara».
La hacienda, casa, o cualquier otro fundo donde mueren los propietarios con alguna frecuencia, la suponen habitada por el Anchanchu, que en la noche, durante el sueño, les ha chupado la sangre o introducido alguna enfermedad, a cuya consecuencia se deben esas muertes.
El indio rara vez se atreve a pernoctar cerca a los ríos o en casas deshabitadas, por temor a esta terrible deidad, cuyo nombre excusa aún pronunciarlo y se limita a decir: Yankhanihua, tiene maligno, o Sajjranihua, que significa lo mismo. Con las denominaciones Yantiha y Sajjra, designan indistintamente a los espíritus maléficos.
Cuando un terreno se derrumba o sufre frecuentes denudaciones, lo atribuyen al Anchanchu, que posesionándose de su interior, produce aquellos desperfectos telúricos.
El concepto que se tiene del Supaya
En presencia del hambre, de las enfermedades, de las guerras y desgracias imprevistas, ha debido reflexionar el hombre primitivo del altiplano y pensar sobre la existencia de un ente malo, que, contrariando los designios de los dioses buenos, desencadena todas esas calamidades, apenas se descuida en evitarlas, por satisfacer sus instintos de destrucción y causar daños. A ese genio maléfico le llamaron, antiguamente Hahuari, que equivale a fantasma malo, y después, Supaya, que es el nombre con el que actualmente se le conoce.
Mas, el indio llegó a perturbarse en sus dogmas, cuando los misioneros cristianos señalaban como a Supaya a sus mismos ídolos, y como a sus intermediarios, a sus propios sacerdotes o huillcas; su confusión aumentó cuando de los nuevos dioses y de sus adoradores no recibían sino sufrimientos. Poco a poco, y a medida que era víctima de las crueldades de los españoles y mestizos, con las prédicas insistentes de los misioneros y sacerdotes, de ser culto diabólico su antiguo culto, el Supaya fué haciéndose simpático en su sencillo espíritu y comenzó a fiarse más en él. En vano se amenazaba a los indios con las penas del Infierno; en vano se pintaba cuadros espeluznantes que se les ponían de manifiesto; continuó la duda turbando su mente. El Supaya fué creciendo en su imaginación y ocupando el lugar de sus antiguas divinidades. De ahí que el indio le tema, pero que no le repulse, y cuantas veces puede invocar sus favores lo hace sin escrúpulos. Busca a los Cchamacanis, porque supone que están en relación con él y les paga cualquiera cosa para que al Supaya le hagan propicio a sus deseos.
El aymara conceptúa al Supaya menos malo de lo que dicen, y para explicar el origen de sus desventuras y señalar a sus causantes, ha inventado otros espíritus malignos, como el Anchanchu, la Mekala y los Jappiñuñus. Sin embargo, cree que aquél, entregado a sus propios instintos, hace siempre daño; cuando se le implora, cede y se torna bueno, en tanto que a los últimos los tiene como orgánicamente malos. Con estos no valen ruegos ni ofrendas; sólo la intervención del Ekako, de la Pacha-Mama, del Huasa Mallcu y de otras deidades benéficas, puede evitarse que hagan daño.
El aymara tiene muy poca fe en las divinidades del cristianismo, más confía en sus ídolos; aún no se han dado cuenta de lo que llaman Gloria los católicos; la idea de los goces eternos junto a Dios, no los ambiciona, porque no los comprende. Lo que le agrada en el culto católico son las fiestas, porque le presentan ocasiones de embriagarse, divertirse y entregarse a los placeres sin freno ni medida.
Por manía, y a causa de que se describe al Supaya con dimensiones extraordinarias que impresionan su imaginación, ha dado en calificar con esta denominación a todo hombre perverso, a toda mujer mala; pero no lo hace porque siente realmente horror por este personaje, puesto que, en determinadas circunstancias, le busca y demanda sus favores. Al aymara no le asusta el Supaya, desearía verlo personalmente, para pedirle que lo vengara de sus enemigos, y después de ver satisfechos sus odios, entregarle, si posible es, su alma; ya que le predican sus opresores que eso exige el demonio. Sufre tanto, la existencia se le ha hecho tan amarga, que al indio no le importa lo que le puede suceder en el otro mundo, con tal de ser aliviado en éste del peso de los sufrimientos que gravitan sobre él.
Esa es en síntesis, la idea que en su mente encierra respecto al famoso Supaya o Diablo indígena.
Mas, el indio llegó a perturbarse en sus dogmas, cuando los misioneros cristianos señalaban como a Supaya a sus mismos ídolos, y como a sus intermediarios, a sus propios sacerdotes o huillcas; su confusión aumentó cuando de los nuevos dioses y de sus adoradores no recibían sino sufrimientos. Poco a poco, y a medida que era víctima de las crueldades de los españoles y mestizos, con las prédicas insistentes de los misioneros y sacerdotes, de ser culto diabólico su antiguo culto, el Supaya fué haciéndose simpático en su sencillo espíritu y comenzó a fiarse más en él. En vano se amenazaba a los indios con las penas del Infierno; en vano se pintaba cuadros espeluznantes que se les ponían de manifiesto; continuó la duda turbando su mente. El Supaya fué creciendo en su imaginación y ocupando el lugar de sus antiguas divinidades. De ahí que el indio le tema, pero que no le repulse, y cuantas veces puede invocar sus favores lo hace sin escrúpulos. Busca a los Cchamacanis, porque supone que están en relación con él y les paga cualquiera cosa para que al Supaya le hagan propicio a sus deseos.
El aymara conceptúa al Supaya menos malo de lo que dicen, y para explicar el origen de sus desventuras y señalar a sus causantes, ha inventado otros espíritus malignos, como el Anchanchu, la Mekala y los Jappiñuñus. Sin embargo, cree que aquél, entregado a sus propios instintos, hace siempre daño; cuando se le implora, cede y se torna bueno, en tanto que a los últimos los tiene como orgánicamente malos. Con estos no valen ruegos ni ofrendas; sólo la intervención del Ekako, de la Pacha-Mama, del Huasa Mallcu y de otras deidades benéficas, puede evitarse que hagan daño.
El aymara tiene muy poca fe en las divinidades del cristianismo, más confía en sus ídolos; aún no se han dado cuenta de lo que llaman Gloria los católicos; la idea de los goces eternos junto a Dios, no los ambiciona, porque no los comprende. Lo que le agrada en el culto católico son las fiestas, porque le presentan ocasiones de embriagarse, divertirse y entregarse a los placeres sin freno ni medida.
Por manía, y a causa de que se describe al Supaya con dimensiones extraordinarias que impresionan su imaginación, ha dado en calificar con esta denominación a todo hombre perverso, a toda mujer mala; pero no lo hace porque siente realmente horror por este personaje, puesto que, en determinadas circunstancias, le busca y demanda sus favores. Al aymara no le asusta el Supaya, desearía verlo personalmente, para pedirle que lo vengara de sus enemigos, y después de ver satisfechos sus odios, entregarle, si posible es, su alma; ya que le predican sus opresores que eso exige el demonio. Sufre tanto, la existencia se le ha hecho tan amarga, que al indio no le importa lo que le puede suceder en el otro mundo, con tal de ser aliviado en éste del peso de los sufrimientos que gravitan sobre él.
Esa es en síntesis, la idea que en su mente encierra respecto al famoso Supaya o Diablo indígena.
El Huasa-Mallcu, su dominio y el homenaje que se le rinde; la kuilara y el sarniri
El indio cree que los campos desiertos y silenciosos, constituyen el dominio de una poderosa deidad, a quien llama Huasa-Mallcu, o simplemente Huasa. También las mujeres que desean tener hijos, dan el nombre de Huasa a una piedrecilla larga, que cogen del suelo, la envuelven en telas y ciñéndola con hilos de lana, la colocan junto a un peñasco solitario, donde le piden con veneración y ofrendas, les conceda descendencia.
Dicen que Huasa Mallcu es un gigante vestido de blanco, de carácter ingenuo y primitivo, de fisonomía austera y porte imponente, que en veces toma la forma de un inmenso cóndor, que vive eternamente célibe, con intachable moralidad, reinando satisfecho en plena naturaleza y en medio de la paz de ese medio ambiente callado. Todos los animales salvajes de aquellos desiertos, llamados en aymara Huasa-jaras, o sea campamentos del Huasa, le pertenecen y se prestan sumisos y diligentes a las ocupaciones que les señala. Las huikcuñas le sirven de bestias de carga, para transportar de una parte a otra, y donde él crea conveniente, sus inmensos tesoros; la zorra para velar por su persona y lanzar el grito de alarma a la presencia de individuos extraños; las aves están obligadas a entonar cantos melodiosos cuando él despierta en las mañanas, o pasa junto a sus nidos; los vientos deben cesar cuando él se presenta; la atmósfera tranquilizarse y suavizarse a su presencia; las flores desprender sus aromas y cubrir con sus hojas el camino que ha de seguir.
Al Huasa-Mallcu, lo describen benigno y compasivo con los desgraciados; duro o severo con los perversos. Contiene a los ladrones, formando alrededor de la casa de sus protegidos un muro impenetrable, el cual desaparece apenas cesa el peligro; hace invisibles a sus animales favoritos cuando los persigue el cazador, quién sólo logra su intento cuando aquellos se han extraviado de sus dominios; evita crímenes y robos en los caminos y despoblados.
Cuentan que un pobre hombre, honrado y cargado de hijos, que iba en busca de alimento para su familia, se encontró una vez con el Huasa-Mallcu en su camino y le pidió tuviera compasión de él. Conmovido con el ruego, descargó de sus huikcuñas cierta cantidad de oro, y se la entregó para que aliviara sus miserias.
Lo contrario del Anchanchu, el Huasa-Mallcu no hace daño a nadie, y más bien favorece al que le invoca su amparo.
Nunca dejan los indios de ofrecerle alguna ofrenda en cualquiera circunstancia. Si degüellan un cordero, llama o buey, rocían precisamente con la sangre, el frontón o remate triangular de la pared principal de su casa, en homenaje del Mallcu, quien al notar que no se han olvidado de él, envía un rayo de felicidad a ese hogar en correspondencia a la ofrenda.
En las fiestas, cuando los indios se encuentran libres de las miradas de extraños, colocan en el extremo superior de un palo un muñeco muy adornado, y enhiesto al centro del sitio de reunión, bailan en contorno con grandes muestras de alegría y entonándole algunos cantares, en los que manifiesta su profundo respeto, le hacen reverencia en cada vuelta que dan, y cuando algún desconocido se aproxima, ocultan el muñeco y dicen que están bailando para el santo cuya fiesta celebran.
Los viejos de la comarca y los hechiceros suelen pedir a los indios de la circunscripción chaquiras, coca, cuys y otras cosas para ofrendar al Mallcu el día señalado a su conmemoración. Ese día, el brujo acompañado de su ayudante, antes de comenzar el baile, se aproxima al ídolo con muchas reverencias, y a vista de los asistentes conmovidos les dirige, sollozando la siguiente oración:
«Huasa-Mallcu bondadoso: padre del huérfano y protector de infelices, óyenos; un momento no te hemos olvidado y ahora venimos a tus pies a agradecerte de tus favores, trayéndote estas cosas que te ofrecen tus pobres hijos, tus miserables criaturas, víctimas de la crueldad de los blancos; recíbelas, no te enojes; sólo confiamos en tu corazón misericordioso, que nos compadezca y atenúe nuestras desgracias. En la tierra misma que nos vió nacer y que recibirá nuestro último aliento, no merecemos más que un trato inhumano. Envíanos, pues, alivio y una existencia menos triste y miserable; concede este año salud y contento a nuestros hogares, que produzcan abundantes nuestras cosechas y que sólo haya dolor, lágrimas e infortunios en las casas de nuestros enemigos...» Calla el brujo, las lágrimas corren abundantes por las mejillas de las concurrentes, y en seguida derrama la chicha delante de la efigie y, a veces sobre ella; con la sangre de los conejos, que degüella ese momento, le unta la cara y el cuerpo, la coca le pone en los labios y con las chaquiras le adorna, quemando lo restante y aventando las cenizas a los cuatro vientos. Durante la ceremonia y mientras se disipa por completo el humo y polvo de la ceniza, permanece toda la concurrencia contrita, de rodillas y con la mano izquierda levantada hacia arriba. Después de pasada ella, se entregan satisfechos al baile y a las bebidas, cuidando de que la efigie de su Mallcu no sea vista por ningún extraño, hasta que a hora determinada, el brujo la recoge y guarda en lugar reservado, para volverla a sacar sólo cuando haya motivos de rendirle nuevo culto.
Esta efigie suele ser, unas veces, un muñeco adornado, otras, de piedra labrada, y algunas veces una figura modelada de yeso, o sólo un palo envuelto con telas de colores, al que suponen los indios se anima de una vida carnal y palpitante, apenas se quiere adorar en el Huasa Mallcu.
Dicen que Huasa Mallcu es un gigante vestido de blanco, de carácter ingenuo y primitivo, de fisonomía austera y porte imponente, que en veces toma la forma de un inmenso cóndor, que vive eternamente célibe, con intachable moralidad, reinando satisfecho en plena naturaleza y en medio de la paz de ese medio ambiente callado. Todos los animales salvajes de aquellos desiertos, llamados en aymara Huasa-jaras, o sea campamentos del Huasa, le pertenecen y se prestan sumisos y diligentes a las ocupaciones que les señala. Las huikcuñas le sirven de bestias de carga, para transportar de una parte a otra, y donde él crea conveniente, sus inmensos tesoros; la zorra para velar por su persona y lanzar el grito de alarma a la presencia de individuos extraños; las aves están obligadas a entonar cantos melodiosos cuando él despierta en las mañanas, o pasa junto a sus nidos; los vientos deben cesar cuando él se presenta; la atmósfera tranquilizarse y suavizarse a su presencia; las flores desprender sus aromas y cubrir con sus hojas el camino que ha de seguir.
Al Huasa-Mallcu, lo describen benigno y compasivo con los desgraciados; duro o severo con los perversos. Contiene a los ladrones, formando alrededor de la casa de sus protegidos un muro impenetrable, el cual desaparece apenas cesa el peligro; hace invisibles a sus animales favoritos cuando los persigue el cazador, quién sólo logra su intento cuando aquellos se han extraviado de sus dominios; evita crímenes y robos en los caminos y despoblados.
Cuentan que un pobre hombre, honrado y cargado de hijos, que iba en busca de alimento para su familia, se encontró una vez con el Huasa-Mallcu en su camino y le pidió tuviera compasión de él. Conmovido con el ruego, descargó de sus huikcuñas cierta cantidad de oro, y se la entregó para que aliviara sus miserias.
Lo contrario del Anchanchu, el Huasa-Mallcu no hace daño a nadie, y más bien favorece al que le invoca su amparo.
Nunca dejan los indios de ofrecerle alguna ofrenda en cualquiera circunstancia. Si degüellan un cordero, llama o buey, rocían precisamente con la sangre, el frontón o remate triangular de la pared principal de su casa, en homenaje del Mallcu, quien al notar que no se han olvidado de él, envía un rayo de felicidad a ese hogar en correspondencia a la ofrenda.
En las fiestas, cuando los indios se encuentran libres de las miradas de extraños, colocan en el extremo superior de un palo un muñeco muy adornado, y enhiesto al centro del sitio de reunión, bailan en contorno con grandes muestras de alegría y entonándole algunos cantares, en los que manifiesta su profundo respeto, le hacen reverencia en cada vuelta que dan, y cuando algún desconocido se aproxima, ocultan el muñeco y dicen que están bailando para el santo cuya fiesta celebran.
Los viejos de la comarca y los hechiceros suelen pedir a los indios de la circunscripción chaquiras, coca, cuys y otras cosas para ofrendar al Mallcu el día señalado a su conmemoración. Ese día, el brujo acompañado de su ayudante, antes de comenzar el baile, se aproxima al ídolo con muchas reverencias, y a vista de los asistentes conmovidos les dirige, sollozando la siguiente oración:
«Huasa-Mallcu bondadoso: padre del huérfano y protector de infelices, óyenos; un momento no te hemos olvidado y ahora venimos a tus pies a agradecerte de tus favores, trayéndote estas cosas que te ofrecen tus pobres hijos, tus miserables criaturas, víctimas de la crueldad de los blancos; recíbelas, no te enojes; sólo confiamos en tu corazón misericordioso, que nos compadezca y atenúe nuestras desgracias. En la tierra misma que nos vió nacer y que recibirá nuestro último aliento, no merecemos más que un trato inhumano. Envíanos, pues, alivio y una existencia menos triste y miserable; concede este año salud y contento a nuestros hogares, que produzcan abundantes nuestras cosechas y que sólo haya dolor, lágrimas e infortunios en las casas de nuestros enemigos...» Calla el brujo, las lágrimas corren abundantes por las mejillas de las concurrentes, y en seguida derrama la chicha delante de la efigie y, a veces sobre ella; con la sangre de los conejos, que degüella ese momento, le unta la cara y el cuerpo, la coca le pone en los labios y con las chaquiras le adorna, quemando lo restante y aventando las cenizas a los cuatro vientos. Durante la ceremonia y mientras se disipa por completo el humo y polvo de la ceniza, permanece toda la concurrencia contrita, de rodillas y con la mano izquierda levantada hacia arriba. Después de pasada ella, se entregan satisfechos al baile y a las bebidas, cuidando de que la efigie de su Mallcu no sea vista por ningún extraño, hasta que a hora determinada, el brujo la recoge y guarda en lugar reservado, para volverla a sacar sólo cuando haya motivos de rendirle nuevo culto.
Esta efigie suele ser, unas veces, un muñeco adornado, otras, de piedra labrada, y algunas veces una figura modelada de yeso, o sólo un palo envuelto con telas de colores, al que suponen los indios se anima de una vida carnal y palpitante, apenas se quiere adorar en el Huasa Mallcu.
Thunnupa, Makuri y la Cruz
Entre las leyendas místicas de los kollas existe la de un misterioso personaje, a quien no le consideran un dios, pero le conceden la facultad de hacer milagros. Le llaman Thunnupa, y dicen que vino del norte acompañado de cinco discípulos, trayendo sobre sus hombros una cruz grande de madera y que se presentó en el pueblo de Carabuco, entonces residencia del célebre Makuri, el más famoso de sus conquistadores y héroes legendarios, que ha sobrevivido en la memoria colectiva de los pueblos, junto con otro igualmente notable, aunque de tiempos relativamente posteriores, llamado Tacuilla. Estos dos nombres son los únicos recitados en sus cantares y aun mencionados por los indios viejos, ellos los tienden a desaparecer, porque los más de los indígenas ya no se dan cuenta.
Thunnupa, a quien se la dan también los nombres de Tonapa, Tunapa, Taapac, según los padres agustinos que escribieron sobre él, era un hombre venerable en su presencia, zarco, bárbaro, destocado y vestido de cuxma, sobrio, enemigo de la chicha y de la poligamia. Reconvino a Makuri por las devastaciones que hacía en los pueblos enemigos, por su sed de conquistas y su crueldad con los vencidos, pero éste no hizo aprecio de sus palabras, y lo más que pudo fué permitirle residir en sus vastos dominios sin molestarlo. Makuri era demasiado poderoso y soberbio para darle importancia. La presencia de Thunnupa, parece que a los únicos que tenía preocupados era a los sacerdotes y brujos de su imperio, quienes le hicieron guerra encarnizada sin perder ocasión para denigrarle.
Thunnupa se dirigió el pueblo de los sucasucas, hoy Sicasica, donde les predicó sus doctrinas. Los indios alarmados de sus enseñanzas, comenzaron a hostilizarle y, por último, prendieron fuego a la paja en la que dormía; logrando salvar del incendio regresó a Carabuco. Aquí las circunstancias habían variado durante su ausencia, debido a uno de sus discípulos, llamado Kolke huynaka, que enamorado de Khana-huara, hija de Makuri, logró persuadirla para que se convirtiese a las doctrinas de su maestro y cuando éste regresó hizo que la bautizara. Sabedor el padre de lo que había ocurrido con su hija, ordenó que Thunnupa y sus discípulos fuesen apresados. A los discípulos los hizo martirizar y como Thunnupa, les reprochase de esa crueldad, lo atormentaron hasta dejarlo exánime, «echaron el cuerpo bendito en una balsa de junco o totora», dice el P. Calancha, «y lo arrojaron en la gran laguna dicha [el Titicaca] y sirviéndole las aguas mansas de remeros y los blandos vientos de piloto, navegó con tan gran velocidad que dejó con admiración espantada a los mismos que lo mataron sin piedad; y crecióles el espanto, porque no tiene casi corriente la laguna y entonces ninguna... Llegó la balsa con el rico tesoro en la playa de Cachamarca, donde agora es el Desaguadero. Y es muy asentada en la tradición de los Indios, que la misma balsa rompiendo la tierra, abrió el Desaguadero, porque antes nunca le tuvo y desde entonces corre, y sobre las aguas que por allí encaminó se fué el santo cuerpo hasta el pueblo de Aullagas muchas leguas distante de Chucuito y Titicaca hacia a la costa de Arica».[11] A este mismo personaje, vuelto en sí, se le hace peregrinar en las tradiciones indígenas por Carangas, donde vió junto a un cerro que lleva su nombre, entre los Calchaquies, Chuquisaca y Paraguay.
La cruz que había traído consigo, dicen que trataron de destruirla, sin poder lograr su objeto, ni con la acción de los golpes; que entonces quisieron echar la agua y como no se sumergiese al fondo, la enterraron en un pozo, de donde la extrajeron en 1569.[12]
A Thunnupa se le ha confundido con Huirakhocha, y aun con Pacha Achachi, sin embargo de ser tan distintas las leyendas que rodean a cada uno de estos personajes, y de ser completamente diferentes los mitos que representan, o la esfera de acción en que se desenvuelven. Uniforme, con ligeras variantes en los detalles, es la tradición que hace surgir a Huirakhocha del lago Titicaca y marchar hacia el Norte, hasta desaparecer en Puerto Viejo; en cambio, a Thunnupa se le hace descender del norte hacia el pueblo de Carabuco, que está en la ribera oriental del Titicaca, y, después, caminar hacia el sud y al oeste.
Es un afán manifiesto en varios cronistas, el acumular en una sola creación mítica, todos los nombres de la variada teogonía indígena; particularmente con Huirakhocha se ha hecho esa aglomeración, en una forma en que, si a ello se diera entero asentimiento, resultaría que los primitivos pueblos de esta parte del continente americano, no tuvieron sino una divinidad, que fué Huirakhocha; puesto que a él también se le llama Kon, Tisi, Ekako, Thunnupa, Pachacamak, Pachayachachic, Pacchacan, etc., etc.
Rastreando con algún cuidado los restos de tradiciones que aún quedan, y comparándolos con los relatos de los cronistas, se comprende que la conquista española sobrevino, cuando los incas hacían un esfuerzo de identificación y fusión de los dioses de los pueblos conquistados con los suyos propios, y que los españoles, lejos de separarlos los confundieron más, guiados por los prejuicios religiosos de encontrar la concepción del misterio de la Trinidad en los nombres de Con, Tisi, Huirakhocha, y la obra del diablo en otros; llegando así a convertir el politeísmo indígena, en imitación borrosa de la religión católica, y a embarullar y confundir en la mente de los indios sus divinidades con las cristianas. Huirakhocha, Ekako y Thunnupa son los que más han sufrido las consecuencias de este sistema, el cual se ha tratado de evitar en lo posible en los presentes estudios.
[11] Crónica Moralizada, volumen I, página 337 y 388.
[12] Este descubrimiento cuenta el P. Ramos de la manera siguiente: «En un día del Corpus (Christi) los Urinsayas que estaban de guerra con los Anansayas, se retaron unos a otros, los Anansayas dijeron a los Urinsayas, que estos eran inmorales (viciosos); brujos y que sus antepasados habían lapidado un santo, intentando quemar una cruz que consigo cargaba, y que ellos la guardaron la cruz en lugar secreto, no queriendo mostrarla. Habiéndose traslucido esto por algunos muchachos, se lo comunicaron al padre Sarmiento que era el cura. Este descubrió la cruz en tres pedazos y una plancha de cobre (una hoja) con la cual la cruz estaba forrada (ceñida), con la cruz se encontraron solamente dos clavos. El señor don Alfonso Ramírez de Vergara, Obispo de Charcas, mandó hacer nuevas excavaciones y encontróse el tercer clavo que lo tomó, y a su muerte el Licenciado Adolfo Maldonado, Presidente de la Audiencia (de la Plata o Charcas) lo tuvo en herencia y llevóselo a España. Cuando se hizo la división de los obispados, éstos (asímismo) se partieren la cruz, aserrándola en dos partes, haciendo dos de ella, una de las cuales quedó en Carabuco y la otra está en la catedral de la Plata (Sucre)». Historia del célebre y milagroso Santuario de la insigne imagen de Nuestra Señora de Copacabana—Lima, 1621.—Cita tomada del importante trabajo de Adolfo F. Bandelier, titulado: La Cruz de Carabuco en Bolivia, traducido al castellano por don Manuel V. Ballivián.
Thunnupa, a quien se la dan también los nombres de Tonapa, Tunapa, Taapac, según los padres agustinos que escribieron sobre él, era un hombre venerable en su presencia, zarco, bárbaro, destocado y vestido de cuxma, sobrio, enemigo de la chicha y de la poligamia. Reconvino a Makuri por las devastaciones que hacía en los pueblos enemigos, por su sed de conquistas y su crueldad con los vencidos, pero éste no hizo aprecio de sus palabras, y lo más que pudo fué permitirle residir en sus vastos dominios sin molestarlo. Makuri era demasiado poderoso y soberbio para darle importancia. La presencia de Thunnupa, parece que a los únicos que tenía preocupados era a los sacerdotes y brujos de su imperio, quienes le hicieron guerra encarnizada sin perder ocasión para denigrarle.
Thunnupa se dirigió el pueblo de los sucasucas, hoy Sicasica, donde les predicó sus doctrinas. Los indios alarmados de sus enseñanzas, comenzaron a hostilizarle y, por último, prendieron fuego a la paja en la que dormía; logrando salvar del incendio regresó a Carabuco. Aquí las circunstancias habían variado durante su ausencia, debido a uno de sus discípulos, llamado Kolke huynaka, que enamorado de Khana-huara, hija de Makuri, logró persuadirla para que se convirtiese a las doctrinas de su maestro y cuando éste regresó hizo que la bautizara. Sabedor el padre de lo que había ocurrido con su hija, ordenó que Thunnupa y sus discípulos fuesen apresados. A los discípulos los hizo martirizar y como Thunnupa, les reprochase de esa crueldad, lo atormentaron hasta dejarlo exánime, «echaron el cuerpo bendito en una balsa de junco o totora», dice el P. Calancha, «y lo arrojaron en la gran laguna dicha [el Titicaca] y sirviéndole las aguas mansas de remeros y los blandos vientos de piloto, navegó con tan gran velocidad que dejó con admiración espantada a los mismos que lo mataron sin piedad; y crecióles el espanto, porque no tiene casi corriente la laguna y entonces ninguna... Llegó la balsa con el rico tesoro en la playa de Cachamarca, donde agora es el Desaguadero. Y es muy asentada en la tradición de los Indios, que la misma balsa rompiendo la tierra, abrió el Desaguadero, porque antes nunca le tuvo y desde entonces corre, y sobre las aguas que por allí encaminó se fué el santo cuerpo hasta el pueblo de Aullagas muchas leguas distante de Chucuito y Titicaca hacia a la costa de Arica».[11] A este mismo personaje, vuelto en sí, se le hace peregrinar en las tradiciones indígenas por Carangas, donde vió junto a un cerro que lleva su nombre, entre los Calchaquies, Chuquisaca y Paraguay.
La cruz que había traído consigo, dicen que trataron de destruirla, sin poder lograr su objeto, ni con la acción de los golpes; que entonces quisieron echar la agua y como no se sumergiese al fondo, la enterraron en un pozo, de donde la extrajeron en 1569.[12]
A Thunnupa se le ha confundido con Huirakhocha, y aun con Pacha Achachi, sin embargo de ser tan distintas las leyendas que rodean a cada uno de estos personajes, y de ser completamente diferentes los mitos que representan, o la esfera de acción en que se desenvuelven. Uniforme, con ligeras variantes en los detalles, es la tradición que hace surgir a Huirakhocha del lago Titicaca y marchar hacia el Norte, hasta desaparecer en Puerto Viejo; en cambio, a Thunnupa se le hace descender del norte hacia el pueblo de Carabuco, que está en la ribera oriental del Titicaca, y, después, caminar hacia el sud y al oeste.
Es un afán manifiesto en varios cronistas, el acumular en una sola creación mítica, todos los nombres de la variada teogonía indígena; particularmente con Huirakhocha se ha hecho esa aglomeración, en una forma en que, si a ello se diera entero asentimiento, resultaría que los primitivos pueblos de esta parte del continente americano, no tuvieron sino una divinidad, que fué Huirakhocha; puesto que a él también se le llama Kon, Tisi, Ekako, Thunnupa, Pachacamak, Pachayachachic, Pacchacan, etc., etc.
Rastreando con algún cuidado los restos de tradiciones que aún quedan, y comparándolos con los relatos de los cronistas, se comprende que la conquista española sobrevino, cuando los incas hacían un esfuerzo de identificación y fusión de los dioses de los pueblos conquistados con los suyos propios, y que los españoles, lejos de separarlos los confundieron más, guiados por los prejuicios religiosos de encontrar la concepción del misterio de la Trinidad en los nombres de Con, Tisi, Huirakhocha, y la obra del diablo en otros; llegando así a convertir el politeísmo indígena, en imitación borrosa de la religión católica, y a embarullar y confundir en la mente de los indios sus divinidades con las cristianas. Huirakhocha, Ekako y Thunnupa son los que más han sufrido las consecuencias de este sistema, el cual se ha tratado de evitar en lo posible en los presentes estudios.
[11] Crónica Moralizada, volumen I, página 337 y 388.
[12] Este descubrimiento cuenta el P. Ramos de la manera siguiente: «En un día del Corpus (Christi) los Urinsayas que estaban de guerra con los Anansayas, se retaron unos a otros, los Anansayas dijeron a los Urinsayas, que estos eran inmorales (viciosos); brujos y que sus antepasados habían lapidado un santo, intentando quemar una cruz que consigo cargaba, y que ellos la guardaron la cruz en lugar secreto, no queriendo mostrarla. Habiéndose traslucido esto por algunos muchachos, se lo comunicaron al padre Sarmiento que era el cura. Este descubrió la cruz en tres pedazos y una plancha de cobre (una hoja) con la cual la cruz estaba forrada (ceñida), con la cruz se encontraron solamente dos clavos. El señor don Alfonso Ramírez de Vergara, Obispo de Charcas, mandó hacer nuevas excavaciones y encontróse el tercer clavo que lo tomó, y a su muerte el Licenciado Adolfo Maldonado, Presidente de la Audiencia (de la Plata o Charcas) lo tuvo en herencia y llevóselo a España. Cuando se hizo la división de los obispados, éstos (asímismo) se partieren la cruz, aserrándola en dos partes, haciendo dos de ella, una de las cuales quedó en Carabuco y la otra está en la catedral de la Plata (Sucre)». Historia del célebre y milagroso Santuario de la insigne imagen de Nuestra Señora de Copacabana—Lima, 1621.—Cita tomada del importante trabajo de Adolfo F. Bandelier, titulado: La Cruz de Carabuco en Bolivia, traducido al castellano por don Manuel V. Ballivián.
El Ekeko y su historia
El Ekako, popularizado con el nombre alterado de Ekeko, era el dios de la prosperidad de los antiguos kollas. Algún cronista lo ha confundido con Huirakhocha: Bertonio lo llamaba también Thunnupa, en la creencia de corresponder ambas denominaciones a una sola persona, cuando fueron distintas, con leyendas diferentes, como se verá en su lugar.
Al Ekako se rendía culto constantemente; se le invocaba a menudo y cuando alguna desgracia turbaba la alegría del hogar. Su imagen fabricada de oro, plata, estaño y aun de barro, se encontraba en todas las casas, en lugar preferente o colgado del cuello. Se le daba la forma de un hombrecito panzudo, con un casquete en la cabeza unas veces y otras con un adorno de plumas terminadas en forma de abanicos, o bien cubierta por un chucu punteagudo; con los brazos abiertos y doblados hacia arriba, las palmas extendidas y el cuerpo desnudo y bien conformado. Los rasgos de su fisonomía denotaban serena bondad y completa dicha. Este idolillo, encargado de traer al hogar la fortuna y alegría y de ahuyentar las desgracias, era el mimado de las familias: el inseparable compañero de la casa. No había choza de indio, donde no se le viera cargado con los frutos menudos de la cosecha o retazos de telas y lanas de colores, siempre risueño, siempre con los brazos abiertos. Lo hacían de distintos tamaños, pero el más grande no pasaba de una tercia de largo. Los pequeñitos eran ensartados en collares y los llevan las jóvenes al cuello, para que les sirviese de amuletos contra las desdichas.
El P. Bertonio en su notable Vocabulario aymara, dice: «Ecaco I Thunnupa nombre de quien los indios cuentan muchas fábulas; y muchos en estos tiempos las tienen por verdaderas: y así sería bien procurar deshacer esta persuación que tienen, por embuste del demonio». En otra parte llaman Ecaco al «hombre ingenioso que tiene muchas trazas».
Esas fábulas, a las que se refiere Bertonio, son los milagros y recompensas que los indios contaban haberlos recibido del Ekako, y la ciega confianza que tenían en él, la cual no pudieron desvanecer los misioneros con sus prédicas ni persuaciones.
La fiesta consagrada al Ekako, se celebraba durante varios días, en el solsticio de verano. Le ofrecían los agricultores algunos frutos extraños de sus cosechas, los industriales objetos de arte, tales como utensilios de cerámica, tejidos primorosos, y pequeñas figuras de barro, estaño o plomo. El que nada podía dar de lo suyo adquiría esos objetos con piedrecitas, que recogía del campo y que se distinguían por alguna extraña particularidad. Nadie podía negarse a recibirlas en cambio de sus objetos, sino quería incurrir en el enojo del dios, a quien se conmemoraba; por cuyo motivo se hizo de uso corriente tal sistema de compra-ventas.
Durante el período colonial, continuaron los Ekakos imperando en las creencias populares y siendo objetos de veneración, sin embargo de los esfuerzos que hacían los misioneros para ridiculizarlos y arrancarlos de las costumbres. El Ekako salió victorioso de la dura prueba; se impuso a pesar de todo, y su fiesta siguió celebrándose.
Don Sebastián Segurola, Gobernador Intendente de La Paz, que había salvado a la ciudad del terrible asedio de indios de 1781, después de debelada la sublevación y firmado su triunfo, en acción de gracias a la Virgen de La Paz, cuyo devoto era y a quien atribuía la victoria, estableció la fiesta del 24 de enero, en su honor, ordenando que el mercado de miniaturas y dijes que se hacía en distintas ocasiones del año, se realizase únicamente esos días.
La fiesta se inauguró el 24 de enero de 1783, y para que ella tuviese toda la solemnidad posible, se mandó a los indios de los contornos de la población, trajesen los objetos pequeños, que en otras circunstancias acostumbraban ofrecerlos por monedas de piedras. Los indios más listos que el Gobernador, se aprovecharon de la licencia para tornar la fiesta de la Virgen en homenaje de su legendario Ekako, cuya imagen comenzaron a distribuir recibiendo en cambio piedras.
La fiesta comenzó a celebrarse con delirante entusiasmo de todas las clases sociales. En la noche, cuando las familias se encontraban en la plaza principal, espectando las luminarias y escuchando la música de bailarines, entraron por los cuatro ángulos, que eran, de chaulla-khatu, el colegio, el cabildo y la casa del judío, comparsas de jóvenes decentes disfrazados, golpeando cajas, piedras, tocando instrumentos músicos, llevando cada cual alguna chuchería, que la ofrecían en venta, con las palabras aymaras: alacita, alacita, es decir, cómprame, cómprame.
El estruendo y alboroto que estos disfrazados hicieron, era tal, que muchas jóvenes fueron arrancadas en medio de la confusión, de la compañía de sus familias y sólo regresaron al siguiente día...
Las indias y cholas sentadas al margen de las aceras de la plaza y calles contiguas, acostumbraron, desde entonces, a encender en fila sus mecheros y velas en homenaje a la Virgen, cuando en su interior, tal vez le consagraban a su predilecto Ekako, cuya imagen modelada de yeso y pintada de colores vivos, ofrecían en profusión los escultores indígenas en venta o permuta a los asistentes a la fiesta.
Algunos idolillos los hicieron sentados, con gorro triangular o cónico sobre la cabeza y vestido de una túnica hasta las rodillas, otros parados en la misma forma que los de Tiahuanacu, la cual persiste hasta hoy. Ambos tienen el aspecto risueño, de hombres satisfechos de la vida, gordos y bien comidos.
En los años sucesivos fueron modificándose las costumbres de adquirir objetos con piedras, a las que se daba valor sólo en esa fiesta, con botones amarillos de bronce, lucios y brillantes, y, por último, los botones fueron substituídos con moneda corriente, desde algunos años atrás.
La práctica consentida y generalmente celebrada, de permitir a los muchachos arrebatar a sus dueños las especies sobrantes de la venta del día, apenas tocaba la oración y comenzaban las sombras de la noche a cubrir la plaza, también ha desaparecido. Si antes en honor del Ekako, nadie debía regresar a su casa, lo que había destinado para vender o permutar ese día, los policías impiden al presente que tal merodeo se repita.
Lo que al principio tuvo un aspecto netamente religioso y pagano, se ha convertido poco a poco en feria industrial de miniaturas, y lo que es más singular, en una oportunidad para adquirir al legendario Ekako, que se encargue del cuidado de la casa del adquirente. El idolillo, que en tiempos pasados era objeto de veneración únicamente de los indios, hoy es acatado por todas las clases sociales. Rara será la familia que no tenga acomodado en sitio visible de sus habitaciones, un Ekako, cubierto de dijes y pequeños instrumentos y objetos de arte diminutos, y en quien confían los moradores de la casa que atraerá la buena suerte al hogar, y evitará que les sobrevengan infortunios. El diosecillo de la fortuna, es la única divinidad que ha triunfado de las persecuciones de los misioneros y del fanatismo católico.
A este ídolo que siempre se le representó solo, se le ha dado una compañera por los mestizos, que, como toda creación artificial, no tiene importancia ni el prestigio de aquél. A la mujer del ídolo, se la mira con desprecio y nadie se esfuerza por adquirirla, ni se la presta acatamiento. Falta para ella la fe de la multitud y cuando media este antecedente, una creación religiosa no tiene razón de ser.
Al Ekako se rendía culto constantemente; se le invocaba a menudo y cuando alguna desgracia turbaba la alegría del hogar. Su imagen fabricada de oro, plata, estaño y aun de barro, se encontraba en todas las casas, en lugar preferente o colgado del cuello. Se le daba la forma de un hombrecito panzudo, con un casquete en la cabeza unas veces y otras con un adorno de plumas terminadas en forma de abanicos, o bien cubierta por un chucu punteagudo; con los brazos abiertos y doblados hacia arriba, las palmas extendidas y el cuerpo desnudo y bien conformado. Los rasgos de su fisonomía denotaban serena bondad y completa dicha. Este idolillo, encargado de traer al hogar la fortuna y alegría y de ahuyentar las desgracias, era el mimado de las familias: el inseparable compañero de la casa. No había choza de indio, donde no se le viera cargado con los frutos menudos de la cosecha o retazos de telas y lanas de colores, siempre risueño, siempre con los brazos abiertos. Lo hacían de distintos tamaños, pero el más grande no pasaba de una tercia de largo. Los pequeñitos eran ensartados en collares y los llevan las jóvenes al cuello, para que les sirviese de amuletos contra las desdichas.
El P. Bertonio en su notable Vocabulario aymara, dice: «Ecaco I Thunnupa nombre de quien los indios cuentan muchas fábulas; y muchos en estos tiempos las tienen por verdaderas: y así sería bien procurar deshacer esta persuación que tienen, por embuste del demonio». En otra parte llaman Ecaco al «hombre ingenioso que tiene muchas trazas».
Esas fábulas, a las que se refiere Bertonio, son los milagros y recompensas que los indios contaban haberlos recibido del Ekako, y la ciega confianza que tenían en él, la cual no pudieron desvanecer los misioneros con sus prédicas ni persuaciones.
La fiesta consagrada al Ekako, se celebraba durante varios días, en el solsticio de verano. Le ofrecían los agricultores algunos frutos extraños de sus cosechas, los industriales objetos de arte, tales como utensilios de cerámica, tejidos primorosos, y pequeñas figuras de barro, estaño o plomo. El que nada podía dar de lo suyo adquiría esos objetos con piedrecitas, que recogía del campo y que se distinguían por alguna extraña particularidad. Nadie podía negarse a recibirlas en cambio de sus objetos, sino quería incurrir en el enojo del dios, a quien se conmemoraba; por cuyo motivo se hizo de uso corriente tal sistema de compra-ventas.
Durante el período colonial, continuaron los Ekakos imperando en las creencias populares y siendo objetos de veneración, sin embargo de los esfuerzos que hacían los misioneros para ridiculizarlos y arrancarlos de las costumbres. El Ekako salió victorioso de la dura prueba; se impuso a pesar de todo, y su fiesta siguió celebrándose.
Don Sebastián Segurola, Gobernador Intendente de La Paz, que había salvado a la ciudad del terrible asedio de indios de 1781, después de debelada la sublevación y firmado su triunfo, en acción de gracias a la Virgen de La Paz, cuyo devoto era y a quien atribuía la victoria, estableció la fiesta del 24 de enero, en su honor, ordenando que el mercado de miniaturas y dijes que se hacía en distintas ocasiones del año, se realizase únicamente esos días.
La fiesta se inauguró el 24 de enero de 1783, y para que ella tuviese toda la solemnidad posible, se mandó a los indios de los contornos de la población, trajesen los objetos pequeños, que en otras circunstancias acostumbraban ofrecerlos por monedas de piedras. Los indios más listos que el Gobernador, se aprovecharon de la licencia para tornar la fiesta de la Virgen en homenaje de su legendario Ekako, cuya imagen comenzaron a distribuir recibiendo en cambio piedras.
La fiesta comenzó a celebrarse con delirante entusiasmo de todas las clases sociales. En la noche, cuando las familias se encontraban en la plaza principal, espectando las luminarias y escuchando la música de bailarines, entraron por los cuatro ángulos, que eran, de chaulla-khatu, el colegio, el cabildo y la casa del judío, comparsas de jóvenes decentes disfrazados, golpeando cajas, piedras, tocando instrumentos músicos, llevando cada cual alguna chuchería, que la ofrecían en venta, con las palabras aymaras: alacita, alacita, es decir, cómprame, cómprame.
El estruendo y alboroto que estos disfrazados hicieron, era tal, que muchas jóvenes fueron arrancadas en medio de la confusión, de la compañía de sus familias y sólo regresaron al siguiente día...
Las indias y cholas sentadas al margen de las aceras de la plaza y calles contiguas, acostumbraron, desde entonces, a encender en fila sus mecheros y velas en homenaje a la Virgen, cuando en su interior, tal vez le consagraban a su predilecto Ekako, cuya imagen modelada de yeso y pintada de colores vivos, ofrecían en profusión los escultores indígenas en venta o permuta a los asistentes a la fiesta.
Algunos idolillos los hicieron sentados, con gorro triangular o cónico sobre la cabeza y vestido de una túnica hasta las rodillas, otros parados en la misma forma que los de Tiahuanacu, la cual persiste hasta hoy. Ambos tienen el aspecto risueño, de hombres satisfechos de la vida, gordos y bien comidos.
En los años sucesivos fueron modificándose las costumbres de adquirir objetos con piedras, a las que se daba valor sólo en esa fiesta, con botones amarillos de bronce, lucios y brillantes, y, por último, los botones fueron substituídos con moneda corriente, desde algunos años atrás.
La práctica consentida y generalmente celebrada, de permitir a los muchachos arrebatar a sus dueños las especies sobrantes de la venta del día, apenas tocaba la oración y comenzaban las sombras de la noche a cubrir la plaza, también ha desaparecido. Si antes en honor del Ekako, nadie debía regresar a su casa, lo que había destinado para vender o permutar ese día, los policías impiden al presente que tal merodeo se repita.
Lo que al principio tuvo un aspecto netamente religioso y pagano, se ha convertido poco a poco en feria industrial de miniaturas, y lo que es más singular, en una oportunidad para adquirir al legendario Ekako, que se encargue del cuidado de la casa del adquirente. El idolillo, que en tiempos pasados era objeto de veneración únicamente de los indios, hoy es acatado por todas las clases sociales. Rara será la familia que no tenga acomodado en sitio visible de sus habitaciones, un Ekako, cubierto de dijes y pequeños instrumentos y objetos de arte diminutos, y en quien confían los moradores de la casa que atraerá la buena suerte al hogar, y evitará que les sobrevengan infortunios. El diosecillo de la fortuna, es la única divinidad que ha triunfado de las persecuciones de los misioneros y del fanatismo católico.
A este ídolo que siempre se le representó solo, se le ha dado una compañera por los mestizos, que, como toda creación artificial, no tiene importancia ni el prestigio de aquél. A la mujer del ídolo, se la mira con desprecio y nadie se esfuerza por adquirirla, ni se la presta acatamiento. Falta para ella la fe de la multitud y cuando media este antecedente, una creación religiosa no tiene razón de ser.
Pacha-Mama y su culto actual
El mito de Pacha-Mama, por los vestigios que aun quedan, debió referirse primitivamente al tiempo, tal vez vinculado en alguna forma con la tierra; al tiempo que cura los mayores dolores, como extingue las alegrías más intensas; al tiempo que distribuye las estaciones, fecundiza la tierra, su compañera; da y absorve la vida de los seres en el universo. Pacha significa originariamente tiempo en lenguaje kolla; sólo con el transcurso de los años y adulteraciones de la lengua y predominio de otras razas, ha podido confundirse con la tierra y hacerse que a ésta y no aquél se rinda preferente culto. El Saturno indígena no llegó, pues, a conservarse como personalidad independiente en la imaginación de sus prosélitos; al identificarse con la Démater india, desapareció de la mitología aborigen.
Los indios antes de su contacto con los españoles llamaban en el Kolla-suyu, Pacha Achachi a esta deidad; después se sustituyó el Achachi, que quiere decir viejo y también cepa de una casa o familia, con la palabra mama, que significa grande, inmenso, cuando se refiere a los animales o cosas, y superior, cuando a las personas. En este caso, tiene aplicación la palabra, únicamente con las del sexo femenino. Los términos mamatay y mamay, con los que en aymara y kechua, respectivamente, se designa al presente a la madre, es de introducción posterior a la conquista española; parece que proviene del mamá castellano. Probable es que algún misionero la introdujo en el habla indígena, por no encontrar otra palabra más expresiva para el vulgo, con que nombrar a la Virgen María, a quien la plebe, llama siempre con unción y ternura, mama. Matay era el nombre que daba el indio a la madre o señora principal, aunque prefería y era de uso más común el llamarla tayca, como se escucha actualmente. De manera que Pacha-Mama, según el concepto que tiene entre los indios, se podría traducir en sentido de tierra grande, directora y sustentadora de la vida.
La fiesta de Pacha, la celebran los naturales en un día determinado del año, que después ha venido a concuasar con la del Espíritu Santo. Consiste ella al presente, en sacar la víspera del Espíritu, en la noche, las joyas de los habitantes de una casa, el dinero que han ganado ese año, y exponerlos en una mesa colocada en medio patio al aire libre; invocar la protección de la Pacha-Mama, derramando en su homenaje aguardiente en el suelo y antes de probar ellos siquiera una gota. Al contorno de la mesa colocan braseros encendidos, sobre los cuales, ponen el momento preciso, ramas de kkoa o póleo silvestre (Mentha pulegium), con pedazos de feto seco de llama, cordero o vaca, porque dicen que los animales son puros en este estado; agregan a esas especies, tallos y hojas de cardo santo, millu, confites, mixtura, y cuando comienza a arder todo esto, desocupan los presentes la casa, a fin de no recibir el humo; porque mantienen la creencia de que reduciéndose los males en humo, debe evaporarse y perderse para siempre en el espacio, sin allegarse a una persona, a cuyo cuerpo penetraría en caso contrario, haciendo que adquiera alguna enfermedad, o sea víctima de constantes desgracias. Después de que las brasas se han consumido y extinguídose el fuego, vuelven a la casa, y en señal de contento derraman en el suelo confites y flores.
Esta ceremonia conocida con el nombre de kkoaña, es muy popular y la celebran las familias, además de la fecha expresada, toda vez que tienen que trasladarse de una casa a otra, aunque no con las solemnidades anteriores, concretándose a sahumar, con hojas del arbusto mencionado y trozos de feto las habitaciones que se han de ocupar, con lo que tienen por expulsados a los malos espíritus y los males que pudieran haber dejado los anteriores ocupantes.
El martes de Carnaval, también en homenaje a la Pacha-Mama, acostumbran derramar en todas las habitaciones de la casa, flores, confites y mixtura; pidiéndole conserve con salud a sus dueños y la propiedad permanezca en poder de estos.
Por lo regular las ofrendas no deben levantarse del suelo y aprovecharse de ellas, porque, quien tal hace, atrae sobre sí el enojo de la deidad honrada, que puede mandarle en castigo de su desacato, la muerte, o una enfermedad, o alguna desgracia. Lo ofrecido a la Pacha-Mama debe destruirse y consumirse por la acción del tiempo.
Los pastores acostumbran a su vez degollar cada año, uno o dos corderos tiernos, con objeto de que su sangre sea ofrecida a esta deidad, empapando con ella el suelo en su honor y esparciéndola antes en direcciones distintas. Este acto llamado huilara, lo tienen por obligatorio y a él le dan suma importancia para la conservación y aumento del ganado.
Samiri, descansadero, es el sitio señalado como morada, originaria de los antepasados, sea de los hombres o animales y que por esta circunstancia ha quedado localizado en el lugar, una extraña fuerza vital, que toda vez, que el descendiente va allí recibe un soplo vivificador y regresa alentado. En ese sitio ha sido reservada semejante virtud por la Pacha-Mama, que no quiso dar a sus moradores de entonces todo lo que dar podía, con la morada que a sus hijos, mientras durase la vida, mientras existiese el mundo, no les faltare algún remedio a sus desalientos, o al desgaste de sus fuerzas. Ese sitio es una madre que reanima al ser viviente, que le implora ayuda. A estos lugares, tenidos por sagrados, los veneran y les ofrecen sacrificios.
Mi samiri, dice el indio, y muestra una prominencia, cerrito, campo o cueva. El samiri de mi ganado es aquel otro paraje, e indica otros lugares parecidos, por más que a ellos jamás haya ido.
Los indios antes de su contacto con los españoles llamaban en el Kolla-suyu, Pacha Achachi a esta deidad; después se sustituyó el Achachi, que quiere decir viejo y también cepa de una casa o familia, con la palabra mama, que significa grande, inmenso, cuando se refiere a los animales o cosas, y superior, cuando a las personas. En este caso, tiene aplicación la palabra, únicamente con las del sexo femenino. Los términos mamatay y mamay, con los que en aymara y kechua, respectivamente, se designa al presente a la madre, es de introducción posterior a la conquista española; parece que proviene del mamá castellano. Probable es que algún misionero la introdujo en el habla indígena, por no encontrar otra palabra más expresiva para el vulgo, con que nombrar a la Virgen María, a quien la plebe, llama siempre con unción y ternura, mama. Matay era el nombre que daba el indio a la madre o señora principal, aunque prefería y era de uso más común el llamarla tayca, como se escucha actualmente. De manera que Pacha-Mama, según el concepto que tiene entre los indios, se podría traducir en sentido de tierra grande, directora y sustentadora de la vida.
La fiesta de Pacha, la celebran los naturales en un día determinado del año, que después ha venido a concuasar con la del Espíritu Santo. Consiste ella al presente, en sacar la víspera del Espíritu, en la noche, las joyas de los habitantes de una casa, el dinero que han ganado ese año, y exponerlos en una mesa colocada en medio patio al aire libre; invocar la protección de la Pacha-Mama, derramando en su homenaje aguardiente en el suelo y antes de probar ellos siquiera una gota. Al contorno de la mesa colocan braseros encendidos, sobre los cuales, ponen el momento preciso, ramas de kkoa o póleo silvestre (Mentha pulegium), con pedazos de feto seco de llama, cordero o vaca, porque dicen que los animales son puros en este estado; agregan a esas especies, tallos y hojas de cardo santo, millu, confites, mixtura, y cuando comienza a arder todo esto, desocupan los presentes la casa, a fin de no recibir el humo; porque mantienen la creencia de que reduciéndose los males en humo, debe evaporarse y perderse para siempre en el espacio, sin allegarse a una persona, a cuyo cuerpo penetraría en caso contrario, haciendo que adquiera alguna enfermedad, o sea víctima de constantes desgracias. Después de que las brasas se han consumido y extinguídose el fuego, vuelven a la casa, y en señal de contento derraman en el suelo confites y flores.
Esta ceremonia conocida con el nombre de kkoaña, es muy popular y la celebran las familias, además de la fecha expresada, toda vez que tienen que trasladarse de una casa a otra, aunque no con las solemnidades anteriores, concretándose a sahumar, con hojas del arbusto mencionado y trozos de feto las habitaciones que se han de ocupar, con lo que tienen por expulsados a los malos espíritus y los males que pudieran haber dejado los anteriores ocupantes.
El martes de Carnaval, también en homenaje a la Pacha-Mama, acostumbran derramar en todas las habitaciones de la casa, flores, confites y mixtura; pidiéndole conserve con salud a sus dueños y la propiedad permanezca en poder de estos.
Por lo regular las ofrendas no deben levantarse del suelo y aprovecharse de ellas, porque, quien tal hace, atrae sobre sí el enojo de la deidad honrada, que puede mandarle en castigo de su desacato, la muerte, o una enfermedad, o alguna desgracia. Lo ofrecido a la Pacha-Mama debe destruirse y consumirse por la acción del tiempo.
Los pastores acostumbran a su vez degollar cada año, uno o dos corderos tiernos, con objeto de que su sangre sea ofrecida a esta deidad, empapando con ella el suelo en su honor y esparciéndola antes en direcciones distintas. Este acto llamado huilara, lo tienen por obligatorio y a él le dan suma importancia para la conservación y aumento del ganado.
Samiri, descansadero, es el sitio señalado como morada, originaria de los antepasados, sea de los hombres o animales y que por esta circunstancia ha quedado localizado en el lugar, una extraña fuerza vital, que toda vez, que el descendiente va allí recibe un soplo vivificador y regresa alentado. En ese sitio ha sido reservada semejante virtud por la Pacha-Mama, que no quiso dar a sus moradores de entonces todo lo que dar podía, con la morada que a sus hijos, mientras durase la vida, mientras existiese el mundo, no les faltare algún remedio a sus desalientos, o al desgaste de sus fuerzas. Ese sitio es una madre que reanima al ser viviente, que le implora ayuda. A estos lugares, tenidos por sagrados, los veneran y les ofrecen sacrificios.
Mi samiri, dice el indio, y muestra una prominencia, cerrito, campo o cueva. El samiri de mi ganado es aquel otro paraje, e indica otros lugares parecidos, por más que a ellos jamás haya ido.
El Huari y su leyenda
Huari, llamaban los antiguos kollas a un cuadrúpedo semejante a la llama, probablemente el Macrauchenia ya extinguido, y lo tenían por su dios totémico, representante del vigor y de la fuerza de la raza. Le erigieron templos en diversas partes y su imagen esculpida en piedra era objeto de culto muy solemne.
Al Huari lo consideraban como coetáneo del dios Huirakhocha, viviendo en la época en que las divinidades habitaban la tierra junto con los primeros hombres, a quienes se les llamaba huari-hakes gentes del huari, o sea descendientes de éste.
Los adoratorios del Huari se conocían con la denominación de Huari-uillcas y dos hubieron muy celebrados; una en la ribera del lago Titicaca, en el lugar que hoy ocupa el pueblo de Huarina y otro cerca al lago Poopó, donde después se fundó el pueblo Real de Huari. Las huacas que en ambos parajes existían, como en otros muchos sitios del altiplano, fueron destruídas por los misioneros quedando como recuerdo únicamente el nombre de la divinidad aplicado al lugar.
Se ha dado en confundir el huari con la huikcuña, la que es distinta de aquel. La huikcuña se la ha conocido siempre con este nombre y, además, con los de sayrakha y saalla. El de huari parece que se le dió posteriormente.
También acostumbran llamarlo Huari-uillca, sin tener en cuenta que la palabra uillca tiene distintas acepciones. Antiguamente llamaban uillca al sol y a los adoratorios que se le dedicaban, o se dedicaban a otros ídolos como el huari. Después se denominó uillca al sacerdote. En este sentido se expresa el anónimo autor de la Relación de las costumbres de los naturales del Perú, denominando uillcas y yanauillcas a los prelados y sacerdotes[10]. Existe además una yerba dedicada al sol que se llama uillca. Los brujos la emplean como purgante, con objeto después del efecto, de que la persona o que ha sufrido algún robo se duerma y en sueños descubra al ladrón, o este se presente por su propia voluntad, durante ese acto, a restituir lo robado. Dicen los naturales que este dón dió a la yerba el sol.
[10] Tres relaciones de antigüedades peruanas, publicadas por Marcos Jiménez de la Espada. Pag. 103.
Al Huari lo consideraban como coetáneo del dios Huirakhocha, viviendo en la época en que las divinidades habitaban la tierra junto con los primeros hombres, a quienes se les llamaba huari-hakes gentes del huari, o sea descendientes de éste.
Los adoratorios del Huari se conocían con la denominación de Huari-uillcas y dos hubieron muy celebrados; una en la ribera del lago Titicaca, en el lugar que hoy ocupa el pueblo de Huarina y otro cerca al lago Poopó, donde después se fundó el pueblo Real de Huari. Las huacas que en ambos parajes existían, como en otros muchos sitios del altiplano, fueron destruídas por los misioneros quedando como recuerdo únicamente el nombre de la divinidad aplicado al lugar.
Se ha dado en confundir el huari con la huikcuña, la que es distinta de aquel. La huikcuña se la ha conocido siempre con este nombre y, además, con los de sayrakha y saalla. El de huari parece que se le dió posteriormente.
También acostumbran llamarlo Huari-uillca, sin tener en cuenta que la palabra uillca tiene distintas acepciones. Antiguamente llamaban uillca al sol y a los adoratorios que se le dedicaban, o se dedicaban a otros ídolos como el huari. Después se denominó uillca al sacerdote. En este sentido se expresa el anónimo autor de la Relación de las costumbres de los naturales del Perú, denominando uillcas y yanauillcas a los prelados y sacerdotes[10]. Existe además una yerba dedicada al sol que se llama uillca. Los brujos la emplean como purgante, con objeto después del efecto, de que la persona o que ha sufrido algún robo se duerma y en sueños descubra al ladrón, o este se presente por su propia voluntad, durante ese acto, a restituir lo robado. Dicen los naturales que este dón dió a la yerba el sol.
[10] Tres relaciones de antigüedades peruanas, publicadas por Marcos Jiménez de la Espada. Pag. 103.
Achachilas, huacas y konopas
Mayor vitalidad que la de Huirakhocha ha tenido en la mitología indígena y sigue teniendo aún la creencia en los Achachilas, o sea la de considerar a las montañas, cerros, cuevas, ríos y peñas como puntos de donde se originaron los antecesores de cada pueblo, y que por este motivo nunca descuidan aquellos de velar por el bien de su prole.
Entre los Ackachilas, a unos los tienen como a principales troncos de grandes pueblos, tales eran el lago Titicaca, el Illampu, el Illimani, el Caca-hake o Huayna-Potosí y el Potosí; otros eran de menor importancia y cepa de tribus insignificantes. El Achachila de los urus, decían que era el fango, de donde estos habían brotado y que por eso eran despreciables, de poco entendimiento, ásperos y zahereños; que vivían en balsas de totora, contemplando constantemente desde la superficie de las aguas a su progenitor, el limo del lago.[6] Los lupi-hakes o lupakas, los umasuyus y pacajjas, se suponían de prosapia superior, nacidos de los amores del Illampu con el lago Titicaca. Al Potosí se le tenía como antecesor de los chayantas, y al Tata-Sabaya, los kara-cankas o carangas. El Sajama, y el Tunari, el río Cachimayu, el Pilcomayo, etc. etc., se les consideraba como Achachilas de los pueblos próximos a esas montañas o ríos.
Sin perjuicio de adorar el indio a su propio Achachila, cuando, al trasmontar una altura o doblar una ladera, ve por primera vez cualquiera de esas montañas, cerros o ríos, inmediatamente se pone de rodillas, se destoca el sombrero y se encomienda a ese Achachila, aunque no sea el suyo y en señal de reverencia, le ofrenda con la coca mascada que tiene en la boca, arrojándola al suelo, y dirigiéndose a aquél.
Cuando en 1898, Sir Martín Conway, trató de realizar su ascensión al Illampu, los indios quisieron sublevarse y atacarlo, porque temían que el extranjero profanase a su deidad y esta les enviará castigos, por lo que Conway sólo pudo efectuar a medias su intento, y en ausencia de los indios.
Denominaban Huacas a las deidades particulares adoradas por un ayllu o pueblo, comúnmente formadas de piedra, algunas sin figura ninguna. Otras, dice el P. Oliva: «tienen diversas figuras de hombres, o mujeres de otras huacas; otras tienen figuras de animales y todas tienen sus nombres particulares, con que las invocan y está tan establecida esta adoración, que no hay muchacho en algunos pueblos o en algunas provincias, que en sabiendo hablar no sepa el nombre de la huaca de su ayllu, por cuanto cada parcialidad tiene su huaca principal y otras menos principales, y de ellas suelen tomar el nombre de aquel ayllu; algunas de estas las tienen como a guardas y patrones de sus pueblos, porque sobre el nombre propio, llaman Marca-aparac o Marcachara».[7]
Las Konopas y Khanapas[8], como pronunciaban los Kollas, eran dioses tutelares destinados a proteger las familias. Los fabricaban indistintamente de metal, de barro o de piedra, o solamente era alguna piedra preciosa u objeto raro. Tenían las más el aspecto de figuritas cuyos brazos y manos formaban sobre el pecho un ángulo recto, según la geometría mística y sacerdotal. Algunas eran de forma fálica, otras representaban pescados. El cronista citado dice: «Herédanse estas Konopas de padres a hijos y están siempre en el mayorazgo de la casa como vínculo principal de ella a cuyo cargo está guardar los vestidos de las Huacas que nunca entran en división entre los hermanos, porque son cosas dedicadas al culto. Entre estos Konopas solían tener algunas piedras vezares que los indios llamaban quicu y el P. Pablo Joseph certifica en su tratado que en algunas de las misiones que hizo se hallaron no pocas de ellas manchadas con la sangre de los sacrificios que les habían hecho».[9]
Konopas aún conservan las familias indígenas en sus casas con mucha veneración.
[6] A los uros les llaman también chancumankkeris, (comedores de ciertas plantas acuáticas de los géneros Myriophyllum, Potomogeton, Clanophora, Elodea y Chara). La tradición cuenta de ellos que fueron trasladados, en tiempos remotos, en calidad de esclavos de las costas del Pacífico, por el gran conquistador kolla Tacuilla, y distribuidos en las riberas de los lagos del altiplano, donde se les dedicó exclusivamente a la pesca. De aquí proviene que se nombre chancus, a los que aun quedan por aquellas regiones.
[7] Historia del Perú y varones insignes, etc., pag. 133.
[8] Esta palabra quiere decir: «su luz de él o su demostración de él». Se compone de dos voces, khana, que significa—«claridad, luz, día y también verdad y demostración de ella». La otra es la partícula pa, que es un sub-fijo positivo de la lengua aymara que significa «suyo, suya, su». De manera que khanapa es la luz de él o su demostración. ¿De quién? Del fenómeno producido o de su autor; del hecho moral o material que simboliza la figura representante y del cual es su demostración.
De este modo el pueblo aymara ha logrado trasmitir la memoria de los hechos de una manera constante y eterna, si se quiere, porque ese modo de ser social del Kolla hace parte integrante de sus propios hábitos y costumbres.
[9] Historia del Perú citada, pag. 135.
Entre los Ackachilas, a unos los tienen como a principales troncos de grandes pueblos, tales eran el lago Titicaca, el Illampu, el Illimani, el Caca-hake o Huayna-Potosí y el Potosí; otros eran de menor importancia y cepa de tribus insignificantes. El Achachila de los urus, decían que era el fango, de donde estos habían brotado y que por eso eran despreciables, de poco entendimiento, ásperos y zahereños; que vivían en balsas de totora, contemplando constantemente desde la superficie de las aguas a su progenitor, el limo del lago.[6] Los lupi-hakes o lupakas, los umasuyus y pacajjas, se suponían de prosapia superior, nacidos de los amores del Illampu con el lago Titicaca. Al Potosí se le tenía como antecesor de los chayantas, y al Tata-Sabaya, los kara-cankas o carangas. El Sajama, y el Tunari, el río Cachimayu, el Pilcomayo, etc. etc., se les consideraba como Achachilas de los pueblos próximos a esas montañas o ríos.
Sin perjuicio de adorar el indio a su propio Achachila, cuando, al trasmontar una altura o doblar una ladera, ve por primera vez cualquiera de esas montañas, cerros o ríos, inmediatamente se pone de rodillas, se destoca el sombrero y se encomienda a ese Achachila, aunque no sea el suyo y en señal de reverencia, le ofrenda con la coca mascada que tiene en la boca, arrojándola al suelo, y dirigiéndose a aquél.
Cuando en 1898, Sir Martín Conway, trató de realizar su ascensión al Illampu, los indios quisieron sublevarse y atacarlo, porque temían que el extranjero profanase a su deidad y esta les enviará castigos, por lo que Conway sólo pudo efectuar a medias su intento, y en ausencia de los indios.
Denominaban Huacas a las deidades particulares adoradas por un ayllu o pueblo, comúnmente formadas de piedra, algunas sin figura ninguna. Otras, dice el P. Oliva: «tienen diversas figuras de hombres, o mujeres de otras huacas; otras tienen figuras de animales y todas tienen sus nombres particulares, con que las invocan y está tan establecida esta adoración, que no hay muchacho en algunos pueblos o en algunas provincias, que en sabiendo hablar no sepa el nombre de la huaca de su ayllu, por cuanto cada parcialidad tiene su huaca principal y otras menos principales, y de ellas suelen tomar el nombre de aquel ayllu; algunas de estas las tienen como a guardas y patrones de sus pueblos, porque sobre el nombre propio, llaman Marca-aparac o Marcachara».[7]
Las Konopas y Khanapas[8], como pronunciaban los Kollas, eran dioses tutelares destinados a proteger las familias. Los fabricaban indistintamente de metal, de barro o de piedra, o solamente era alguna piedra preciosa u objeto raro. Tenían las más el aspecto de figuritas cuyos brazos y manos formaban sobre el pecho un ángulo recto, según la geometría mística y sacerdotal. Algunas eran de forma fálica, otras representaban pescados. El cronista citado dice: «Herédanse estas Konopas de padres a hijos y están siempre en el mayorazgo de la casa como vínculo principal de ella a cuyo cargo está guardar los vestidos de las Huacas que nunca entran en división entre los hermanos, porque son cosas dedicadas al culto. Entre estos Konopas solían tener algunas piedras vezares que los indios llamaban quicu y el P. Pablo Joseph certifica en su tratado que en algunas de las misiones que hizo se hallaron no pocas de ellas manchadas con la sangre de los sacrificios que les habían hecho».[9]
Konopas aún conservan las familias indígenas en sus casas con mucha veneración.
[6] A los uros les llaman también chancumankkeris, (comedores de ciertas plantas acuáticas de los géneros Myriophyllum, Potomogeton, Clanophora, Elodea y Chara). La tradición cuenta de ellos que fueron trasladados, en tiempos remotos, en calidad de esclavos de las costas del Pacífico, por el gran conquistador kolla Tacuilla, y distribuidos en las riberas de los lagos del altiplano, donde se les dedicó exclusivamente a la pesca. De aquí proviene que se nombre chancus, a los que aun quedan por aquellas regiones.
[7] Historia del Perú y varones insignes, etc., pag. 133.
[8] Esta palabra quiere decir: «su luz de él o su demostración de él». Se compone de dos voces, khana, que significa—«claridad, luz, día y también verdad y demostración de ella». La otra es la partícula pa, que es un sub-fijo positivo de la lengua aymara que significa «suyo, suya, su». De manera que khanapa es la luz de él o su demostración. ¿De quién? Del fenómeno producido o de su autor; del hecho moral o material que simboliza la figura representante y del cual es su demostración.
De este modo el pueblo aymara ha logrado trasmitir la memoria de los hechos de una manera constante y eterna, si se quiere, porque ese modo de ser social del Kolla hace parte integrante de sus propios hábitos y costumbres.
[9] Historia del Perú citada, pag. 135.
Huirakhocha y su actuación mística
En la cúspide de la mitología de los kollas se encuentra el dios Huirakhocha, a quien se le tiene por el hacedor de la luz, de la tierra y de los hombres. Diversas interpretaciones se han dado a la etimología de ese nombre: unos creen que proviene de las palabras kechuas vira, grasa y khocha, mar, o sea grasa del mar. Esta interpretación extravagante, no se confirma con el origen de la divinidad, que es kolla, y, por consiguiente, que debe buscarse su significado en la lengua de esta nación. Además, conviene no olvidar que el nombre primitivo, como ha ocurrido con el desenvolvimiento de las palabras en todos los idiomas, ha debido sufrir serias alteraciones con el transcurso del tiempo y el roce con pueblos de distinta índole y lenguaje, hasta llegar a tener la estructura y fonética, que actualmente conserva.
Uira, según Bertonio, es el suelo[3]. Esta acepción es la principal. Khocha, parece una alteración de jucha, pecado, negocio, pleito, según el mismo autor. Palabra que comprendía también al que hacía o ejecutaba alguna cosa: al hacedor por excelencia. De suerte que Uira-jjocha, convertido hoy en Huira-Khocha, por haberse kuichuizado la frase, podría decir hacedor del suelo, con más propiedad: hacedor de la tierra.
También pudo haber provenido de las palabras aymaras, juira, producto y kota lago, alterada después en khocha por los quechuas. Khocha y kkasahui son, en el lenguaje kolla, denominaciones del aluvión. Tal vez, nombre tan discutido, se ha formado de las palabras aymaras: uru, día, jake gente, jjocha hacedor, o sea, hacedor del día y de las gentes; convertidas por disimilaciones, metátisis y apentésis continuados, en Huairakhocha. Los nombres tienen su formación definitiva a través de siglos: son como las piedras, de los ríos, que para perder sus extremidades y asperezas, y ponerse lucias y redondeadas, tienen las corrientes que arrastrarlas por enormes distancias.
Según la tradición generalizada y aceptada comúnmente por los indios, con ligeros variantes, Huirakhocha surgió del Lago Titicaca, hizo el cielo y la tierra, creó a los hombres y dándoles un señor que debía gobernarlos regresó al lago. Pero como las gentes no habían cumplido los mandamientos que les impuso, volvió a salir del seno de las aguas del Titicaca, acompañado de otros hombres, y se dirigió a Tiahuanacu, en donde encolerizado por la desobediencia, redujo a piedras a los culpables, que hasta entonces habían vivido en la oscuridad; «mandó que luego saliesen el sol, luna y estrellas y se fuesen al cielo para dar luz al mundo y así fué hecho, y dicen que creó la luna con más claridad que el sol, y por eso el sol envidioso al tiempo que iban a subir al cielo, le dió con un puñado de ceniza en la cara y que de allí quedó oscurecida de la color que ahora parece»[4]. Creó en seguida numerosas gentes y naciones, haciéndolas de barro, pintando los trajes que cada uno debía tener, «y los que habían de traer, cabellos con cabellos y los que cortado cortó el cabello, y que concluído a cada nación dió la lengua que debía hablar, los cantos que había de cantar y las simientes y comidas que habían de sembrar. Y acabado de pintar y hacerlas dichas naciones y bultos de barro, dió ser y ánimo a cada uno por sí, así a los hombres como a las mujeres, y les mandó se sumiesen debajo de tierra, cada nación por sí; y que de allí cada nación fuese a salir a las partes y lugares que él les mandase; y así dicen que los unos salieron de las cuevas, los otros de cerros y otros desatinos de esta manera, y que por haber salido y empezado a multiplicar de estos lugares, en memoria del primero de su linaje que de allí procedió, y así cada nación se viste y trae el traje con que a su guaca vestían. Y dicen que el primero que de aquel lugar nació, y allí se volvió a convertir en piedras; y otros en halcones y cóndores y otros animales y aves; y así son de diferentes figuras los guacas que adoran y que usan».[5]
En esta tradición se encuentra el origen de los achachilas y adoración a las piedras, que aun persiste en las creencias de los indios.
Después ordenó Huirakhocha a sus compañeros que fuese cada cual a lugares determinados, de donde aquellas gentes debían de salir y les mandasen para que saliesen. Así fué que a la palabra de los comisionados fueron surgiendo de las cuevas, ríos, lagunas y cerros los llamados, poblando los sitios que se les señalaban. Mandó también Huirakhocha, a los dos últimos compañeros que habían quedado con él en Tiahuanacu, que el uno marchase hacia la parte de Condesuyo y el otro a la de Andesuyo, y dieran voces a las gentes que debían salir de esas regiones. En seguida él, en persona, se dirigió hacia el Kusco, llamando por el camino a los indios que vivían en cuevas y sierras. Cerca a Cacha, sus moradores salieron armados y desconociendo a Huirakhocha, trataron de matarlo, lo que dió lugar a que hiciera descender fuego del cielo, el que iba quemando y azolando los sitios ocupados por los indios rebeldes. Visto lo cual por estos, arrojaron amedrentados las armas y postrándose a los pies de Huirakhocha, le imploraron perdón por su atrevimiento. Viéndolos éste humillados y arrepentidos, tomó una vara y encaminándose hacia el fuego, con dos y tres golpes que le dió, hizo que se apagase. Los indios en señal de reconocimiento le erigieron allí un famoso templo, donde colocaron su estatua labrada de piedra y le ofrecían en ofrenda mucho oro y plata.
Siguió su camino Huirakhocha, y en el Tambo de Urcus se subió a una altura y de allí llamó a los indios que debían poblar aquella tierra. En esta cumbre y altura hicieron los indios otra muy rica huaca, donde sobre un escaño de oro colocaron la imagen de Huirakhocha. De ahí se dirigió al Kusco, donde creó un señor que gobernase a las gentes del lugar, nombrado Alcahuisa. De allí se fué hasta Puerto Viejo, donde juntándose con los suyos, que habían ido a esperarlo, se metió con ellos mar adentro, caminando sobre las aguas, como si estuvieran sobre la tierra y desapareció de la vista de los que lo contemplaron irse.
Tal es la relación que hicieron los indios a los cronistas de su divinidad suprema. Por eso cuando vieron por primera vez surgir a los españoles de la mar, creyeron que regresaban a la tierra Huirakhocha y sus compañeros y los recibieron con veneración, dándoles el nombre de su dios, nunca supieron, que estos les trajeran la esclavitud y la muerte, en vez de la vida y bienestar que el anterior les había prodigado.
Este dios tan popular y venerado en la antigüedad va desapareciendo de la imaginación de los indios actuales; pocos son los que al presente lo mencionan. Los más lo confunden con Jesucristo o el Padre Eterno y, por último, otros terminan por decir que no se acuerdan de él: que Huirakhocha es el blanco, que pudo más que aquél, destruyendo sus efigies y reduciendo a sus hijos a la más dura servidumbre. El Huirakhocha, pero terrible y desalmado huirakhocha, es para el indio, el blanco o el mestizo que ocupa su rango.
Los templos principales dedicados a esta célebre divinidad estaban situados en la isla o Huatta del Titicaca, sobre cuyas ruínas edificaron después los kechuas su templo al Sol; otro, el más famoso, en Tiahuanacu y otro en Cacha. Estos fueron los más célebres adoratarios de la antigüedad y de los que al presente no quedan sino ruínas.
[3] Vocabulario Aymara.—Edición Platzman.—Segunda parte.—Página 388.
[4] Historia Indica de Sarmiento de Gamboa.—Cita tomada de la Colección de libros y documentos referentes a la Historia del Perú, por Horacio H. Urteaga y Carlos A. Romero.—Tomo I.—Página 7.
[5] Relación de las fábulas y ritos de los Incas, por Cristóbal de Molina, etc.—De la colección citada.—Tomo 1.—Página 6.
Uira, según Bertonio, es el suelo[3]. Esta acepción es la principal. Khocha, parece una alteración de jucha, pecado, negocio, pleito, según el mismo autor. Palabra que comprendía también al que hacía o ejecutaba alguna cosa: al hacedor por excelencia. De suerte que Uira-jjocha, convertido hoy en Huira-Khocha, por haberse kuichuizado la frase, podría decir hacedor del suelo, con más propiedad: hacedor de la tierra.
También pudo haber provenido de las palabras aymaras, juira, producto y kota lago, alterada después en khocha por los quechuas. Khocha y kkasahui son, en el lenguaje kolla, denominaciones del aluvión. Tal vez, nombre tan discutido, se ha formado de las palabras aymaras: uru, día, jake gente, jjocha hacedor, o sea, hacedor del día y de las gentes; convertidas por disimilaciones, metátisis y apentésis continuados, en Huairakhocha. Los nombres tienen su formación definitiva a través de siglos: son como las piedras, de los ríos, que para perder sus extremidades y asperezas, y ponerse lucias y redondeadas, tienen las corrientes que arrastrarlas por enormes distancias.
Según la tradición generalizada y aceptada comúnmente por los indios, con ligeros variantes, Huirakhocha surgió del Lago Titicaca, hizo el cielo y la tierra, creó a los hombres y dándoles un señor que debía gobernarlos regresó al lago. Pero como las gentes no habían cumplido los mandamientos que les impuso, volvió a salir del seno de las aguas del Titicaca, acompañado de otros hombres, y se dirigió a Tiahuanacu, en donde encolerizado por la desobediencia, redujo a piedras a los culpables, que hasta entonces habían vivido en la oscuridad; «mandó que luego saliesen el sol, luna y estrellas y se fuesen al cielo para dar luz al mundo y así fué hecho, y dicen que creó la luna con más claridad que el sol, y por eso el sol envidioso al tiempo que iban a subir al cielo, le dió con un puñado de ceniza en la cara y que de allí quedó oscurecida de la color que ahora parece»[4]. Creó en seguida numerosas gentes y naciones, haciéndolas de barro, pintando los trajes que cada uno debía tener, «y los que habían de traer, cabellos con cabellos y los que cortado cortó el cabello, y que concluído a cada nación dió la lengua que debía hablar, los cantos que había de cantar y las simientes y comidas que habían de sembrar. Y acabado de pintar y hacerlas dichas naciones y bultos de barro, dió ser y ánimo a cada uno por sí, así a los hombres como a las mujeres, y les mandó se sumiesen debajo de tierra, cada nación por sí; y que de allí cada nación fuese a salir a las partes y lugares que él les mandase; y así dicen que los unos salieron de las cuevas, los otros de cerros y otros desatinos de esta manera, y que por haber salido y empezado a multiplicar de estos lugares, en memoria del primero de su linaje que de allí procedió, y así cada nación se viste y trae el traje con que a su guaca vestían. Y dicen que el primero que de aquel lugar nació, y allí se volvió a convertir en piedras; y otros en halcones y cóndores y otros animales y aves; y así son de diferentes figuras los guacas que adoran y que usan».[5]
En esta tradición se encuentra el origen de los achachilas y adoración a las piedras, que aun persiste en las creencias de los indios.
Después ordenó Huirakhocha a sus compañeros que fuese cada cual a lugares determinados, de donde aquellas gentes debían de salir y les mandasen para que saliesen. Así fué que a la palabra de los comisionados fueron surgiendo de las cuevas, ríos, lagunas y cerros los llamados, poblando los sitios que se les señalaban. Mandó también Huirakhocha, a los dos últimos compañeros que habían quedado con él en Tiahuanacu, que el uno marchase hacia la parte de Condesuyo y el otro a la de Andesuyo, y dieran voces a las gentes que debían salir de esas regiones. En seguida él, en persona, se dirigió hacia el Kusco, llamando por el camino a los indios que vivían en cuevas y sierras. Cerca a Cacha, sus moradores salieron armados y desconociendo a Huirakhocha, trataron de matarlo, lo que dió lugar a que hiciera descender fuego del cielo, el que iba quemando y azolando los sitios ocupados por los indios rebeldes. Visto lo cual por estos, arrojaron amedrentados las armas y postrándose a los pies de Huirakhocha, le imploraron perdón por su atrevimiento. Viéndolos éste humillados y arrepentidos, tomó una vara y encaminándose hacia el fuego, con dos y tres golpes que le dió, hizo que se apagase. Los indios en señal de reconocimiento le erigieron allí un famoso templo, donde colocaron su estatua labrada de piedra y le ofrecían en ofrenda mucho oro y plata.
Siguió su camino Huirakhocha, y en el Tambo de Urcus se subió a una altura y de allí llamó a los indios que debían poblar aquella tierra. En esta cumbre y altura hicieron los indios otra muy rica huaca, donde sobre un escaño de oro colocaron la imagen de Huirakhocha. De ahí se dirigió al Kusco, donde creó un señor que gobernase a las gentes del lugar, nombrado Alcahuisa. De allí se fué hasta Puerto Viejo, donde juntándose con los suyos, que habían ido a esperarlo, se metió con ellos mar adentro, caminando sobre las aguas, como si estuvieran sobre la tierra y desapareció de la vista de los que lo contemplaron irse.
Tal es la relación que hicieron los indios a los cronistas de su divinidad suprema. Por eso cuando vieron por primera vez surgir a los españoles de la mar, creyeron que regresaban a la tierra Huirakhocha y sus compañeros y los recibieron con veneración, dándoles el nombre de su dios, nunca supieron, que estos les trajeran la esclavitud y la muerte, en vez de la vida y bienestar que el anterior les había prodigado.
Este dios tan popular y venerado en la antigüedad va desapareciendo de la imaginación de los indios actuales; pocos son los que al presente lo mencionan. Los más lo confunden con Jesucristo o el Padre Eterno y, por último, otros terminan por decir que no se acuerdan de él: que Huirakhocha es el blanco, que pudo más que aquél, destruyendo sus efigies y reduciendo a sus hijos a la más dura servidumbre. El Huirakhocha, pero terrible y desalmado huirakhocha, es para el indio, el blanco o el mestizo que ocupa su rango.
Los templos principales dedicados a esta célebre divinidad estaban situados en la isla o Huatta del Titicaca, sobre cuyas ruínas edificaron después los kechuas su templo al Sol; otro, el más famoso, en Tiahuanacu y otro en Cacha. Estos fueron los más célebres adoratarios de la antigüedad y de los que al presente no quedan sino ruínas.
[3] Vocabulario Aymara.—Edición Platzman.—Segunda parte.—Página 388.
[4] Historia Indica de Sarmiento de Gamboa.—Cita tomada de la Colección de libros y documentos referentes a la Historia del Perú, por Horacio H. Urteaga y Carlos A. Romero.—Tomo I.—Página 7.
[5] Relación de las fábulas y ritos de los Incas, por Cristóbal de Molina, etc.—De la colección citada.—Tomo 1.—Página 6.
Tres cuestiones historicas sobre Pizarro
¿supo o no supo escribir? ¿fué o no fué marqués de los atavillos? ¿cuál fué y dónde está su gonfalón de guerra?
I
Variadísimas y contradictorias son las opiniones históricas sobre si Pizarro supo o no escribir, y cronistas sesudos y minuciosos aseveran que ni aun conoció la O por redonda. Así se ha generalizado la anécdota de que estando Atahualpa en la prisión de Cajamarca, uno de los soldados que lo custodiaban le escribió en la uña la palabra Dios. El prisionero mostraba lo escrito a cuantos le visitaban, y hallando que todos, excepto Pizarro, acertaban a descifrar de corrido los signos, tuvo desde ese instante en menos al jefe de la conquista, y lo consideró inferior al último de los españoles. Deducen de aquí malignos o apasionados escritores que don Francisco se sintió lastimado en su amor propio, y que por tan pueril quisquilla se vengó del Inca haciéndole degollar.
Duro se nos hace creer que quien hombreándose con lo más granado de la nobleza española, pues alanceó toros en presencia de la reina doña Juana y de su corte, adquiriendo por su gallardía y destreza de picador fama tan imperecedera como la que años más tarde se conquistara por sus hazañas en el Perú; duro es, repetimos, concebir que hubiera sido indolente hasta el punto de ignorar el abecedario, tanto más, cuanto que Pizarro aunque soldado rudo, supo estimar y distinguir a los hombres de letras.
Además, en el siglo del emperador Carlos V no se descuidaba tanto como en los anteriores la instrucción. No se sostenía ya que eso de saber leer y escribir era propio de segundones y de frailes, y empezaba a causar risa la fórmula empleada por los Reyes Católicos en el pergamino con que agraciaban a los nobles a quienes hacían la merced de nombrar ayudas de Cámara, título tanto o más codiciado que el hábito de las órdenes de Santiago, Montesa, Alcántara y Calatrava. Una de las frases más curiosas y que, dígase lo que se quiera en contrario, encierra mucho de ofensivo a la dignidad del hombre, era la siguiente: «Y por cuanto vos (Perico de los Palotes) nos habéis probado no saber leer ni escribir y ser expedito en el manejo de la aguja, hemos venido en nombraros ayuda de nuestra real Cámara, etc.».
Pedro Sancho y Francisco de Jerez, secretarios de Pizarro, antes que Antonio Picado desempeñara tal empleo, han dejado algunas noticias sobre su jefe; y de ellas, lejos de resultar la sospecha de tan suprema ignorancia, aparece que el gobernador leyó cartas.
No obstante, refiere Montesinos en sus Anales del Perú que en 1525 se propuso Pizarro aprender a leer, que su empeño fué estéril, y que contentóse sólo en aprender a firmar. Reíase de esto Almagro, y agregaba que firmar sin saber leer era lo mismo que recibir una herida sin poder darla.
Tratándose de Almagro el Viejo es punto históricamente comprobado que no supo leer.
Lo que sí está para nosotros fuera de duda, como lo está para el ilustre Quintana, es que don Francisco Pizarro no supo escribir, por mucho que la opinión de sus contemporáneos no ande uniforme en este punto. Bastarla para probarlo tener a la vista el contrato de compañía celebrado en Panamá, a 10 de marzo de 1525, entre el clérigo Luque, Pizarro y Almagro, que concluye literalmente así: «Y porque no saben firmar el dicho capitán Francisco Pizarro y Diego de Almagro, firmaron por ellos en el registro de esta carta Juan de Panés y Alvaro del Quiro».
Un historiador del pasado siglo dice:
«En el archivo eclesiástico de Lima he encontrado varias cédulas e instrumentos firmados del marqués (en gallarda letra), los que mostré a varias personas, cotejando unas firmas con otras, admirado de las audacias de la calumnia con que intentaron sus enemigos desdorarlo y apocarlo, vengando así contra este gran capitán las pasiones propias y heredadas».
En oposición a éste, Zárate y otros cronistas dicen que Pizarro sólo sabía hacer dos rúbricas, y que en medio de ellas, el secretario ponía estas palabras: El marqués Francisco Pizarro.
Los documentos que de Pizarro he visto en la Biblioteca de Lima, sección de manuscritos, tienen todos las dos rúbricas. En unos se lee Franxo. Piçarro, y en muy pocos El marqués. En el Archivo Nacional y en el del Cabildo existen también varios de estos autógrafos.
Poniendo término a la cuestión de si Pizarro supo o no firmar me decido por la negativa, y he aquí la razón más concluyente que para ello tengo:
En el Archivo General de Indias, establecido en la que fué Casa de Contratación en Sevilla, hay varias cartas en las que, como en los documentos que poseemos en Lima, se reconoce, hasta por el menos entendido en paleografía, que la letra de la firma es, a veces, de la misma mano del pendolista o amanuense que escribió el cuerpo del documento. «Pero si duda cupiese—añade un distinguido escritor bonaerense, don Vicente Quesada, que en 1874 visitó el Archivo de Indias—, he visto en una información, en la cual Pizarro declara como testigo, que el escribano da fe de que, después de prestada la declaración, la señaló con las señales que acostumbraba hacer, mientras que da fe en otras declaraciones de que los testigos las firman a su presencia».
II
Don Francisco Pizarro no fué marqués de los Atavillos ni marqués de las Charcas, como con variedad lo llaman muchísimos escritores. No hay documento oficial alguno con que se puedan comprobar estos títulos, ni el mismo Pizarro, en el encabezamiento de órdenes y bandos, usó otro dictado que éste: El marqués.
En apoyo de nuestra creencia, citaremos las palabras de Gonzalo Pizarro cuando, prisionero de Gasca, lo reconvino éste por su rebeldía e ingratitud para con el rey, que tanto había distinguido y honrado a don Francisco:—La merced que su majestad hizo a mi hermano fué solamente el título y nombre de marqués, sin darle estado alguno, y si no díganme cuál es.
El blasón y armas del marqués Pizarro era el siguiente: Escudo puesto a mantel: en la primera parte, en oro, águila negra, columnas y aguas; y en rojo, castillo de oro, orla de ocho lobos, en oro; en la segunda parte, puesto a mantel en rojo, castillo de oro con una corona; y en plata, león rojo con una F, y debajo, en plata, león rojo; en la parte baja, campo de plata, once cabezas de indios y la del medio coronada; orla total con cadenas y ocho grifos, en oro; al timbre, coronel de marqués.
En una carta que con fecha 10 de octubre de 1537 dirigió Carlos V a Pizarro, se leen estos conceptos que vigorizan nuestra afirmación: «Entretanto os llamaréis marqués, como os lo escribo, que, por no saber el nombre que tendrá la tierra que en repartimiento se os dará, no se envía dicho título»; y como hasta la llegada de Vaca de Castro no se habían determinado por la corona las tierras y vasallos que constituirían el marquesado, es claro que don Francisco no fué sino marqués a secas, o marqués sin marquesado, como dijo su hermano Gonzalo.
Sabido es que Pizarro tuvo en doña Angelina, hija de Atahualpa, un niño a quien se bautizó con el nombre de Francisco, el que murió antes de cumplir quince años. En doña Inés Huaylas o Yupanqui, hija de Manco-Capac, tuvo una niña, doña Francisca, la cual casó en España en primeras nupcias con su tío Hernando, y después con don Pedro Arias.
Por cédula real, y sin que hubiera mediado matrimonio con doña Angelina o doña Inés, fueron declarados legítimos los hijos de Pizarro. Si éste hubiera tenido tal título de marqués de los Atavillos, habríanlo heredado sus descendientes. Fué casi un siglo después, en 1628, cuando don Juan Fernando Pizarro, nieto de doña Francisca, obtuvo del rey el título de marqués de la Conquista.
Piferrer, en su Nobiliario español, dice que, según los genealogistas, era muy antiguo e ilustre el linaje de los Pizarros; que algunos de ese apellido se distinguieron con Pelayo en Covadonga, y que luego sus descendientes se avecindaron en Aragón, Navarra y Extremadura. Y concluye estampando que las armas del linaje de los Pizarro son: «escudo de oro y un pino con piñas de oro, acompañado de dos lobos empinantes al mismo y de dos pizarras al pie del trono». Estos genealogistas se las pintan para inventar abolengos y entroncamientos. ¡Para el tonto que crea en los muy embusteros!
III
Acerca de la bandera de Pizarro hay también un error que me propongo desvanecer.
Jurada en 1821 la Independencia del Perú, el Cabildo de Lima pasó al generalísimo don José de San Martín un oficio, por el cual la ciudad le hacía el obsequio del estandarte de Pizarro. Poco antes de morir en Boulogne, este prohombre de la revolución americana hizo testamento, devolviendo a Lima la obsequiada bandera. En efecto, los albaceas hicieron formal entrega de la preciosa reliquia a nuestro representante en París, y éste cuidó de remitirla al gobierno del Perú en una caja muy bien acondicionada. Fué esto en los días de la fugaz administración del general Pezet, y entonces tuvimos ocasión de ver el clásico estandarte depositado en uno de los salones del Ministerio de Relaciones Exteriores. A la caída de este gobierno, el 6 de noviembre de 1865, el populacho saqueó varias de las oficinas de palacio, y desapareció la bandera, que acaso fué despedazada por algún rabioso que se imaginaría ver en ella un comprobante de las calumnias que, por entonces, inventó el espíritu de partido para derrocar al presidente Pezet, vencedor en los campos de Junín y Ayacucho, y a quien acusaban sus enemigos políticos de connivencias criminales con España, para someter nuevamente el país al yugo de la antigua metrópoli.
Las turbas no reaccionan ni discuten, y mientras más absurda sea la especie más fácil aceptación encuentra.
La bandera que nosotros vimos tenía, no las armas de España, sino las que Carlos V acordó a la ciudad por real cédula de 7 de diciembre de 1537. Las armas de Lima eran: un escudo en campo azul con tres coronas regias en triángulo, y encima de ellas una estrella de oro cuyas puntas tocaban las coronas. Por orla, en campo colorado, se leía este mote en letras de oro: Hoc signum vere regum est. Por timbre y divisa dos águilas negras con corona de oro, una J y una K (primeras letras de Karolus y Juana, los monarcas), y encima de estas letras una estrella de oro. Esta bandera era la que el alférez real por juro de heredad, paseaba el día 5 de enero, en las procesiones de Corpus y Santa Rosa, proclamación de soberano, y otros actos de igual solemnidad.
El pueblo de Lima dió impropiamente en llamar a ese estandarte la bandera de Pizarro, y su examen aceptó que ése fué el pendón de guerra que los españoles trajeron para la conquista. Y pasando sin refutarse de generación en generación, el error se hizo tradicional e histórico.
Ocupémonos ahora del verdadero estandarte de Pizarro.
Después del suplicio de Atahualpa, se encaminó al Cuzco don Francisco Pizarro, y creemos que fué el 16 de noviembre de 1533 cuando verificó su entrada triunfal en la augusta capital de los Incas.
El estandarte que en esa ocasión llevaba su alférez Jerónimo de Aliaga era de la forma que la gente de iglesia llama gonfalón. En una de sus caras, de damasco color grana, estaban bordadas las armas de Carlos V; y en la opuesta, que era de color blanco según unos, o amarillo según otros, se veía pintado el apóstol Santiago en actitud de combate sobre un caballo blanco, con escudo, coraza y casco de plumeros o airones, luciendo cruz roja en el pecho y una espada en la mano derecha.
Cuando Pizarro salió del Cuzco (para pasar al valle de Jauja y fundar la ciudad de Lima) no lo hizo en son de guerra, y dejó depositada su bandera o gonfalón en el templo del Sol, convertido ya en catedral cristiana. Durante las luchas civiles de los conquistadores, ni almagristas, ni gonzalistas, ni gironistas, ni realistas se atrevieron a llevarlo a los combates, y permaneció como objeto sagrado en un altar. Allí, en 1825, un mes después de la batalla de Ayacucho, lo encontró el general Sucre; éste lo envió a Bogotá, y el gobierno inmediatamente lo remitió a Bolívar, quien lo regaló a la municipalidad de Caracas, donde actualmente se conserva. Ignoramos si tres siglos y medio de fecha habrán bastado para convertir en hilachas el emblema marcial de la conquista.
I
Variadísimas y contradictorias son las opiniones históricas sobre si Pizarro supo o no escribir, y cronistas sesudos y minuciosos aseveran que ni aun conoció la O por redonda. Así se ha generalizado la anécdota de que estando Atahualpa en la prisión de Cajamarca, uno de los soldados que lo custodiaban le escribió en la uña la palabra Dios. El prisionero mostraba lo escrito a cuantos le visitaban, y hallando que todos, excepto Pizarro, acertaban a descifrar de corrido los signos, tuvo desde ese instante en menos al jefe de la conquista, y lo consideró inferior al último de los españoles. Deducen de aquí malignos o apasionados escritores que don Francisco se sintió lastimado en su amor propio, y que por tan pueril quisquilla se vengó del Inca haciéndole degollar.
Duro se nos hace creer que quien hombreándose con lo más granado de la nobleza española, pues alanceó toros en presencia de la reina doña Juana y de su corte, adquiriendo por su gallardía y destreza de picador fama tan imperecedera como la que años más tarde se conquistara por sus hazañas en el Perú; duro es, repetimos, concebir que hubiera sido indolente hasta el punto de ignorar el abecedario, tanto más, cuanto que Pizarro aunque soldado rudo, supo estimar y distinguir a los hombres de letras.
Además, en el siglo del emperador Carlos V no se descuidaba tanto como en los anteriores la instrucción. No se sostenía ya que eso de saber leer y escribir era propio de segundones y de frailes, y empezaba a causar risa la fórmula empleada por los Reyes Católicos en el pergamino con que agraciaban a los nobles a quienes hacían la merced de nombrar ayudas de Cámara, título tanto o más codiciado que el hábito de las órdenes de Santiago, Montesa, Alcántara y Calatrava. Una de las frases más curiosas y que, dígase lo que se quiera en contrario, encierra mucho de ofensivo a la dignidad del hombre, era la siguiente: «Y por cuanto vos (Perico de los Palotes) nos habéis probado no saber leer ni escribir y ser expedito en el manejo de la aguja, hemos venido en nombraros ayuda de nuestra real Cámara, etc.».
Pedro Sancho y Francisco de Jerez, secretarios de Pizarro, antes que Antonio Picado desempeñara tal empleo, han dejado algunas noticias sobre su jefe; y de ellas, lejos de resultar la sospecha de tan suprema ignorancia, aparece que el gobernador leyó cartas.
No obstante, refiere Montesinos en sus Anales del Perú que en 1525 se propuso Pizarro aprender a leer, que su empeño fué estéril, y que contentóse sólo en aprender a firmar. Reíase de esto Almagro, y agregaba que firmar sin saber leer era lo mismo que recibir una herida sin poder darla.
Tratándose de Almagro el Viejo es punto históricamente comprobado que no supo leer.
Lo que sí está para nosotros fuera de duda, como lo está para el ilustre Quintana, es que don Francisco Pizarro no supo escribir, por mucho que la opinión de sus contemporáneos no ande uniforme en este punto. Bastarla para probarlo tener a la vista el contrato de compañía celebrado en Panamá, a 10 de marzo de 1525, entre el clérigo Luque, Pizarro y Almagro, que concluye literalmente así: «Y porque no saben firmar el dicho capitán Francisco Pizarro y Diego de Almagro, firmaron por ellos en el registro de esta carta Juan de Panés y Alvaro del Quiro».
Un historiador del pasado siglo dice:
«En el archivo eclesiástico de Lima he encontrado varias cédulas e instrumentos firmados del marqués (en gallarda letra), los que mostré a varias personas, cotejando unas firmas con otras, admirado de las audacias de la calumnia con que intentaron sus enemigos desdorarlo y apocarlo, vengando así contra este gran capitán las pasiones propias y heredadas».
En oposición a éste, Zárate y otros cronistas dicen que Pizarro sólo sabía hacer dos rúbricas, y que en medio de ellas, el secretario ponía estas palabras: El marqués Francisco Pizarro.
Los documentos que de Pizarro he visto en la Biblioteca de Lima, sección de manuscritos, tienen todos las dos rúbricas. En unos se lee Franxo. Piçarro, y en muy pocos El marqués. En el Archivo Nacional y en el del Cabildo existen también varios de estos autógrafos.
Poniendo término a la cuestión de si Pizarro supo o no firmar me decido por la negativa, y he aquí la razón más concluyente que para ello tengo:
En el Archivo General de Indias, establecido en la que fué Casa de Contratación en Sevilla, hay varias cartas en las que, como en los documentos que poseemos en Lima, se reconoce, hasta por el menos entendido en paleografía, que la letra de la firma es, a veces, de la misma mano del pendolista o amanuense que escribió el cuerpo del documento. «Pero si duda cupiese—añade un distinguido escritor bonaerense, don Vicente Quesada, que en 1874 visitó el Archivo de Indias—, he visto en una información, en la cual Pizarro declara como testigo, que el escribano da fe de que, después de prestada la declaración, la señaló con las señales que acostumbraba hacer, mientras que da fe en otras declaraciones de que los testigos las firman a su presencia».
II
Don Francisco Pizarro no fué marqués de los Atavillos ni marqués de las Charcas, como con variedad lo llaman muchísimos escritores. No hay documento oficial alguno con que se puedan comprobar estos títulos, ni el mismo Pizarro, en el encabezamiento de órdenes y bandos, usó otro dictado que éste: El marqués.
En apoyo de nuestra creencia, citaremos las palabras de Gonzalo Pizarro cuando, prisionero de Gasca, lo reconvino éste por su rebeldía e ingratitud para con el rey, que tanto había distinguido y honrado a don Francisco:—La merced que su majestad hizo a mi hermano fué solamente el título y nombre de marqués, sin darle estado alguno, y si no díganme cuál es.
El blasón y armas del marqués Pizarro era el siguiente: Escudo puesto a mantel: en la primera parte, en oro, águila negra, columnas y aguas; y en rojo, castillo de oro, orla de ocho lobos, en oro; en la segunda parte, puesto a mantel en rojo, castillo de oro con una corona; y en plata, león rojo con una F, y debajo, en plata, león rojo; en la parte baja, campo de plata, once cabezas de indios y la del medio coronada; orla total con cadenas y ocho grifos, en oro; al timbre, coronel de marqués.
En una carta que con fecha 10 de octubre de 1537 dirigió Carlos V a Pizarro, se leen estos conceptos que vigorizan nuestra afirmación: «Entretanto os llamaréis marqués, como os lo escribo, que, por no saber el nombre que tendrá la tierra que en repartimiento se os dará, no se envía dicho título»; y como hasta la llegada de Vaca de Castro no se habían determinado por la corona las tierras y vasallos que constituirían el marquesado, es claro que don Francisco no fué sino marqués a secas, o marqués sin marquesado, como dijo su hermano Gonzalo.
Sabido es que Pizarro tuvo en doña Angelina, hija de Atahualpa, un niño a quien se bautizó con el nombre de Francisco, el que murió antes de cumplir quince años. En doña Inés Huaylas o Yupanqui, hija de Manco-Capac, tuvo una niña, doña Francisca, la cual casó en España en primeras nupcias con su tío Hernando, y después con don Pedro Arias.
Por cédula real, y sin que hubiera mediado matrimonio con doña Angelina o doña Inés, fueron declarados legítimos los hijos de Pizarro. Si éste hubiera tenido tal título de marqués de los Atavillos, habríanlo heredado sus descendientes. Fué casi un siglo después, en 1628, cuando don Juan Fernando Pizarro, nieto de doña Francisca, obtuvo del rey el título de marqués de la Conquista.
Piferrer, en su Nobiliario español, dice que, según los genealogistas, era muy antiguo e ilustre el linaje de los Pizarros; que algunos de ese apellido se distinguieron con Pelayo en Covadonga, y que luego sus descendientes se avecindaron en Aragón, Navarra y Extremadura. Y concluye estampando que las armas del linaje de los Pizarro son: «escudo de oro y un pino con piñas de oro, acompañado de dos lobos empinantes al mismo y de dos pizarras al pie del trono». Estos genealogistas se las pintan para inventar abolengos y entroncamientos. ¡Para el tonto que crea en los muy embusteros!
III
Acerca de la bandera de Pizarro hay también un error que me propongo desvanecer.
Jurada en 1821 la Independencia del Perú, el Cabildo de Lima pasó al generalísimo don José de San Martín un oficio, por el cual la ciudad le hacía el obsequio del estandarte de Pizarro. Poco antes de morir en Boulogne, este prohombre de la revolución americana hizo testamento, devolviendo a Lima la obsequiada bandera. En efecto, los albaceas hicieron formal entrega de la preciosa reliquia a nuestro representante en París, y éste cuidó de remitirla al gobierno del Perú en una caja muy bien acondicionada. Fué esto en los días de la fugaz administración del general Pezet, y entonces tuvimos ocasión de ver el clásico estandarte depositado en uno de los salones del Ministerio de Relaciones Exteriores. A la caída de este gobierno, el 6 de noviembre de 1865, el populacho saqueó varias de las oficinas de palacio, y desapareció la bandera, que acaso fué despedazada por algún rabioso que se imaginaría ver en ella un comprobante de las calumnias que, por entonces, inventó el espíritu de partido para derrocar al presidente Pezet, vencedor en los campos de Junín y Ayacucho, y a quien acusaban sus enemigos políticos de connivencias criminales con España, para someter nuevamente el país al yugo de la antigua metrópoli.
Las turbas no reaccionan ni discuten, y mientras más absurda sea la especie más fácil aceptación encuentra.
La bandera que nosotros vimos tenía, no las armas de España, sino las que Carlos V acordó a la ciudad por real cédula de 7 de diciembre de 1537. Las armas de Lima eran: un escudo en campo azul con tres coronas regias en triángulo, y encima de ellas una estrella de oro cuyas puntas tocaban las coronas. Por orla, en campo colorado, se leía este mote en letras de oro: Hoc signum vere regum est. Por timbre y divisa dos águilas negras con corona de oro, una J y una K (primeras letras de Karolus y Juana, los monarcas), y encima de estas letras una estrella de oro. Esta bandera era la que el alférez real por juro de heredad, paseaba el día 5 de enero, en las procesiones de Corpus y Santa Rosa, proclamación de soberano, y otros actos de igual solemnidad.
El pueblo de Lima dió impropiamente en llamar a ese estandarte la bandera de Pizarro, y su examen aceptó que ése fué el pendón de guerra que los españoles trajeron para la conquista. Y pasando sin refutarse de generación en generación, el error se hizo tradicional e histórico.
Ocupémonos ahora del verdadero estandarte de Pizarro.
Después del suplicio de Atahualpa, se encaminó al Cuzco don Francisco Pizarro, y creemos que fué el 16 de noviembre de 1533 cuando verificó su entrada triunfal en la augusta capital de los Incas.
El estandarte que en esa ocasión llevaba su alférez Jerónimo de Aliaga era de la forma que la gente de iglesia llama gonfalón. En una de sus caras, de damasco color grana, estaban bordadas las armas de Carlos V; y en la opuesta, que era de color blanco según unos, o amarillo según otros, se veía pintado el apóstol Santiago en actitud de combate sobre un caballo blanco, con escudo, coraza y casco de plumeros o airones, luciendo cruz roja en el pecho y una espada en la mano derecha.
Cuando Pizarro salió del Cuzco (para pasar al valle de Jauja y fundar la ciudad de Lima) no lo hizo en son de guerra, y dejó depositada su bandera o gonfalón en el templo del Sol, convertido ya en catedral cristiana. Durante las luchas civiles de los conquistadores, ni almagristas, ni gonzalistas, ni gironistas, ni realistas se atrevieron a llevarlo a los combates, y permaneció como objeto sagrado en un altar. Allí, en 1825, un mes después de la batalla de Ayacucho, lo encontró el general Sucre; éste lo envió a Bogotá, y el gobierno inmediatamente lo remitió a Bolívar, quien lo regaló a la municipalidad de Caracas, donde actualmente se conserva. Ignoramos si tres siglos y medio de fecha habrán bastado para convertir en hilachas el emblema marcial de la conquista.