Erase una vez, hace muchos y muchos siglos, un poderoso señor que se llamaba Kamatari, el cual tenía una hija, Kohakunyo, muchacha llena de gracia y de belleza.
Cuando Kohakunyo hubo cumplido los dieciocho años de edad, fue celebrado su matrimonio con el emperador de Chine-Koso, que era un poderoso vecino suyo.
En aquella ocasión la novia hizo a los dioses una ofrenda , como era costumbre en el país. Escogió entre sus más preciosos tesoros tres objetos: un laúd, en el cual bastaba tocar una vez para oír la música celestial que brotaba del instrumento para toa la vida; un tazón de piedra, , en el cual bastaba disolver una sola vez una barrita de tinta china, para que nunca más se consumiera; y por último, la maravilla de las maravillas, un globo de cristal que encerraba una estatuilla de Buda.
La muchacha entregó esos tres tesoros al general Banko, para que él mismo los llevase al templo de Kogukuji, en Nara
Cuando la nave que conducía al general, con todas las velas desplegadas, estaba por arribar a la costa de Sanuki, se desencadenó una terrible tempestad. Cual una hoja seca arrastrada por el viento, el barco era sacudido por las olas encabritadas, que ora lo levantaban a alturas vertiginosas, ora lo hundían en abismos sin fondo.
EL general temblaba, no por su vida, sino por lo tesoros que llevaba consigo.
El capitán de la nave era por fortuna un viejo lobo de mar, que otras veces se había enfrentado con las furias desencadenadas del océano; y tan bien supo maniobrar y alentar a sus marineros, que cuando el viento cesó y el mar fue apaciguado, todos se reunieron en el puente sanos y salvos. Por fin, fue avisada la tierra y el barco pudo entrar en el puerto tranquilamente y echar el ancla en aquel quieto refugio.
El general dio las gracias a los dioses por g haberlo ayudado en el cumplimiento de su misión y fue a dar una ojeada a sus tesoros . Mas ¡ay!, no pudo contener un grito de angustia; el globo de cristal había desapareció.
“Seguramente- pensó- ha sido el dragón, dios del mar, que ha provocado la tempestad para apoderase de tan preciado tesoro”.
Pero ahora no podía hacer otra cosa que informar de l hecho a su señor Kamatari.Este se apresuro a reunirse con Banko en el lugar del desastre, trayendo consigo a los mejores buzos y nadadores del país.
-Aquel de vosotros que logre recuperar el globo de cristal. Dijo el poderoso señor a sus hombres- podrá pedir lo que más desee y yo lo concederé.
A tales palabras, acuciadas por la codicia de riqueza y honores, todos los pescadores se zambulleron en el mar. Mas ¡ay!, uno tras otro fueron saliendo de la superficie con las manos vacías. El globo de cristal parecía imposible de hallar. Kamatari, aunque con el corazón lleno de tristeza, se disponía a renunciar a la empresa, cuando fue abordado por una joven tímida y modestamente vestida, la cual entre los pliegues de su kimono, llevaba un niño de pocos meses.
-Yo no soy, poderoso señor, más que una pobre pescadora de conchas- dijo la mujer arrodillándose-; pero hace mucho tiempo que vivo en este país y conozco muy bien el fondo del mar.Permíteme que busque el tesoro.
- Mis hombres son robustos, vigorosos; son los mejores buzos del Japón-le contesto Kamatari-, y sin embargo, no han logrado encontrar el globo de cristal. ¿Cómo podrías tú, mujer, tan delicada, tan frágil, tan débil...?
- -Poderoso señor- interrumpió la mujer con su voz decidida-m deja que lo intente; hago esto por mi hijito. Hasta hoy ha llevado una vida miserable y penosa ; no quiero que mi niño tenga la misma triste suerte; quiero que sea un samurai. Si me prometes dar cumplimiento a mi deseo, yo intentaré la empresa...
Kamatari meneó la cabeza, incrédulo; con todo no quiso quitar a la pobre madre aquella esperanza, y le prometió solemnemente que haría estudiar al niño y haría que fuese un sabio samurai en caso de que su prueba tuviese éxito.
Agradecida, la pescadora se inclino hasta el suelo dándole las gracias, y se dirigió hacia la orilla del mar . Dejó al niño sobre la fina arena, lo besó tiernamente; luego se ató una cuerda alrededor de la cintura y dijo a los pescadores:
-Cuando encuentre el globo de cristal daré un tirón a la cuerda, y vosotros izadme rápidamente a la superficie.
Como un cometa a través del cielo infinito, la mujer descendió ligera y ágil a través de las aguas y llegó al fondo. En torno suyo sólo veía hierbas marinas que ondeaban con mil reflejos luminosos. Incansable, la mujer anda y busca, busca y anda. De ponto, entre las algas, vio resplandecer una extraña luz. Con el corazón lleno de esperanza, se abrió camino entre las plantas acuáticas y se le apareció de improviso un magnifico palacio.
-El palacio del dragón- pensó la mujer . Seguramente aquí encontrare el globo de cristal.
Y en efecto, al levantar los ojos vio, sobre la cima de la torre más alta del palacio, el ídolo resplandeciente en el globo e cristal, pero rodeado de dragones, de serpientes, de espantosos monstruos marinos...
A la vista de aquello un nuevo vigor pareció adueñarse de la frágil mujer que, silenciosa como una sombra, trepó hasta la cima de la torre y se apoderó del talismán. Pero apenas lo hubo cogido, cuando los monstruos que por un instante habían quedado desconcertados y sombrados ante tanta osadía, se lanzaron sobre ella con las fauces abiertas. Por un segundo la mujer se creyó perdida; pero pronto el pensamiento de su adorado hijo le devolvió toda la sangre fría fue necesitaba. Rápida como l rayo, saco del cinto un pequeño puñal que había traído consigo y se lo hundió en el pecho; en la profunda herida escondió el precioso globo; luego tiró de la cuerda, mientras los monstruos asustados, al ver aquella agua rojiza que rodeaba a la e pescadora, se retiraban rugiendo.
Los pescadores que estaban en la orilla vieron cómo el agua mudaba de color , pasando de l más bello azul al rojo de un rubí; y luego vieron salir de aquellas olas ensangrentadas a la mujer pálida y sin conocimiento. Mas apenas la tendieron en la arena, la pobrecilla abrió los ojos, se sacó del seno el globo de cristal y ofreciéndolo a Kamatari, murmuró:
-Por mi hijo...
-¡ Tu hijo será un verdadero samurai, contesto el poderoso señor con , voz temblorosa de emoción.
Entonces, precisamente en el momento en que trasponía el limite entre el reino de los hombres y de los dioses, la mujer sonrió y su sonrisa iluminó los corazones de todos los presentes.
sábado, 11 de abril de 2009
El pescador y la tortuga
En la pequeña aldea de Sugeka vivía hace tiempo, en una cabaña con tejado de paja, un joven pescador que se llamaba Taro.
Un día mientras, mientras regresaba a su casa, contento porque la pesca había sido abundante, vio en la orilla a unos niños medio desnudos que se divertían atormentando a una tortuga. No le gustaba a Taro ver sufrir a los animales; por ello se acercó al grupo, acarició dulcemente la graciosa cabecita de los niños y distribuyó entre ellos algunas monedas con la condición de que le entregaran la tortuga. Los niños no se hicieron decir dos veces y sin perder tiempo corrieron a la aldea a comprar golosinas.
Habiendo quedado solo con la tortuga, Taro la acarició para tranquilizarla y la depositó sobre la arena, dejándola en libertad. Luego gozando de la intensa satisfacción que siempre procura a los espíritus delicados una buena acción, se encaminó silbando hacia su casa.
Al día siguiente , a las primeras luces del alba, el joven pescador, según su costumbre, salió en su barquita y bogó a lo largo de la costa en busca de un paraje propicio para pescar.
Y he aquí que de improviso una enorme tortuga afloró a la superficie del mar y fue a colocarse junto a la barca. Mientras Taro la miraba asombrado, el animal le dirigió la palabra en buen japonés.
-Buenos días, Taro- dijo-; me manda la reina de las aguas, la bella Otimé. Ayer, mientras según su costumbre daba un paseo por la orilla bajo el aspecto de tortuga, fue capturada por unos muchachos y seguramente hubiera muerto tras atroces torturas, si tú no hubieses llegado a libertarla. La reina quiere por ello demostrarte su profundo reconocimiento y me ha mandado venir a buscarte. Sube, pues, a mi grupa y te conduciré hasta ella.
Taro, que era valiente y amante de las aventuras, y que sólo buscaba cualquier pretexto, no se hizo repetir la invitación dos veces; saltó fuera de la barca y se sentó cómodamente en la grupa del galápago , que se zambulló resueltamente en las olas. Hendiendo las aguas a una pasmosa velocidad, el animal condujo a su jinete al fondo del océano , y se detuvo ante un palacio de oro macizo, con columnas de coral y techo de piedras preciosas; la arena estaba formada por infinidad de minúsculas perlas.
Apenas Taro se apeó de la tortuga, un tropel de sirenas, peces, dragones y monstruos marinos salieron por el amplio portón y fueron a arrodillarse ante él ; luego un grueso atún vestido se paje, se le acercó y con sorprendente agilidad le quitó el miserable indumento de pescador, y le vistió con un traje de seda azul , le calzó unos zapatos de oro y en la cabeza le puso una corona de diamantes. Luego, tomándolo de la mano, lo introdujo en el palacio.
El joven pescador subió una ancha escalinata de mármol y, a través de una puerta de esmeraldas, penetró en una sala inmensa con artesanado de coral, sostenido por cien columnas de mármol resplandeciente.
En medio de la sala, sentada en un altísimo trono de diamantes, lujosamente ataviada, estaba Otimé , más bella que la aurora.
Al advertir la presencia de su joven salvador,, la reina avanzó a su encuentro y, tomándole de la mano, le hizo sentar a su lado en el trono. En aquel momento una música dulcísima resonó bajo las inmensas bóvedas, mientras las sirenas, con suaves voces, entonaban un melodioso canto de amor y júbilo.
Aquella misma tarde se celebraron las bodas del pescador con la reina de los mares, con asistencia de todos los habitantes del vasto reino, llegados de los más remotos abismos. Taro vivió tres años en aquel palacio encantado, tres años de plena felicidad, al lado de su hermosísima esposa. Pero luego, poco a poco, su pensamiento retornó hacia sus ancianos padres, habían quedado en la aldea , a su casa, a la tierra habitada por sus semejantes, y una profunda añoranza se apoderó de él.
Otimé se dio cuenta de ello y su corazón se oprimió de angustia; con todo, ahogando los sollozos, le dijo:
- Taro, veo que estás enfermo de añoranza; te consume el deseo de volver a estar entre los tuyos . No seré yo ciertamente quien te disuada de ello; ve, pues; la tortuga que te condujo aquí, te llevará a tu casa. Acepta este cofrecito , pero te recomiendo vivamente que no lo abras por ningún motivo del mundo, si no quieres perderme para siempre.
Taro prometió y abrazó a la princesa. Luego subió a la grupa de la tortuga, que lo condujo fielmente a su casa.
¡Cuántas mudanzas habían ocurrido durante su ausencia! Grandes árboles crecían allá donde antaño se extendía la playa desnuda; la aldea había crecido mucho, y ya no se veían cabañas con tejado de paja, sino amplias casas de albañilería. Los habitantes ,que sentados en los umbrales, lo miraban pasar, éranle desconocidos. Taro no sabía que pensar; una sensación de frío y de angustia le invadió. ¿Qué había sucedido? A la orilla de un riachuelo, reparó en una viejecita que estaba lavando; se le acercó y le pidió noticias de su familia.
-Tengo cuento siete años- contesto la mujer-, y por mis padres, que a su vez lo habían oído contar a los suyos, se que un tal Taro, que vivió hace cerca de tres siglos, desapareció un día para nunca más volver.
A estas palabras, Taro se quedó petrificado de horror ; ¡así pues, no habían transcurrido tres años, sino tres siglos es en los abismos marinos!
¡ Oh, como había volado el tiempo ! ¿Y que podía hacer ahora? Solo, sin amigos, sin parientes, en un pueblo que ya no era el suyo, rodeado de gentes extrañas, sin dinero... Al llegar a este punto su atención fue atraída por el cofrecito que le diera Otimé antes de partir.
-¡Tal vez contiene un tesoro!- pensó. Y quizá por eso la reina me ha recomendado que por ningún motivo lo abriese.
La tentación de efectuar la acción prohibida se apoderó de él con tanta fuerza que no pudo resistirla; inclinose sobre el cofre, agarró la tapa y trató de levantarla. De improviso se abrió , dejando salir un humo de color violáceo que lo envolvió de la cabeza a los pies. Entonces su rostro se arrugó , sus cabellos y su barba se volvieron blancos, sus miembros se entumecieron y, en menos de un minuto, el joven Taro se convirtió en un anciano caduco con un pie en el sepulcro. Con un grito de angustia se arrastró hasta la falda del monte y avanzó por el bosque, donde bien pronto desapareció. Desde entonces, no se ha sabido nada de él.
De cuando en cuando, especialmente durante las noches de luna llena, los pescadores que navegan en aguas de Sugeka oyen, procedente del mar, una voz febril, angustiosa , que llama, desesperadamente y las buenas gentes, murmurando entre sus dientes una rápida oración a Buda, dicen:
-Es Otimé que llama a Taro, su esposo.
Un día mientras, mientras regresaba a su casa, contento porque la pesca había sido abundante, vio en la orilla a unos niños medio desnudos que se divertían atormentando a una tortuga. No le gustaba a Taro ver sufrir a los animales; por ello se acercó al grupo, acarició dulcemente la graciosa cabecita de los niños y distribuyó entre ellos algunas monedas con la condición de que le entregaran la tortuga. Los niños no se hicieron decir dos veces y sin perder tiempo corrieron a la aldea a comprar golosinas.
Habiendo quedado solo con la tortuga, Taro la acarició para tranquilizarla y la depositó sobre la arena, dejándola en libertad. Luego gozando de la intensa satisfacción que siempre procura a los espíritus delicados una buena acción, se encaminó silbando hacia su casa.
Al día siguiente , a las primeras luces del alba, el joven pescador, según su costumbre, salió en su barquita y bogó a lo largo de la costa en busca de un paraje propicio para pescar.
Y he aquí que de improviso una enorme tortuga afloró a la superficie del mar y fue a colocarse junto a la barca. Mientras Taro la miraba asombrado, el animal le dirigió la palabra en buen japonés.
-Buenos días, Taro- dijo-; me manda la reina de las aguas, la bella Otimé. Ayer, mientras según su costumbre daba un paseo por la orilla bajo el aspecto de tortuga, fue capturada por unos muchachos y seguramente hubiera muerto tras atroces torturas, si tú no hubieses llegado a libertarla. La reina quiere por ello demostrarte su profundo reconocimiento y me ha mandado venir a buscarte. Sube, pues, a mi grupa y te conduciré hasta ella.
Taro, que era valiente y amante de las aventuras, y que sólo buscaba cualquier pretexto, no se hizo repetir la invitación dos veces; saltó fuera de la barca y se sentó cómodamente en la grupa del galápago , que se zambulló resueltamente en las olas. Hendiendo las aguas a una pasmosa velocidad, el animal condujo a su jinete al fondo del océano , y se detuvo ante un palacio de oro macizo, con columnas de coral y techo de piedras preciosas; la arena estaba formada por infinidad de minúsculas perlas.
Apenas Taro se apeó de la tortuga, un tropel de sirenas, peces, dragones y monstruos marinos salieron por el amplio portón y fueron a arrodillarse ante él ; luego un grueso atún vestido se paje, se le acercó y con sorprendente agilidad le quitó el miserable indumento de pescador, y le vistió con un traje de seda azul , le calzó unos zapatos de oro y en la cabeza le puso una corona de diamantes. Luego, tomándolo de la mano, lo introdujo en el palacio.
El joven pescador subió una ancha escalinata de mármol y, a través de una puerta de esmeraldas, penetró en una sala inmensa con artesanado de coral, sostenido por cien columnas de mármol resplandeciente.
En medio de la sala, sentada en un altísimo trono de diamantes, lujosamente ataviada, estaba Otimé , más bella que la aurora.
Al advertir la presencia de su joven salvador,, la reina avanzó a su encuentro y, tomándole de la mano, le hizo sentar a su lado en el trono. En aquel momento una música dulcísima resonó bajo las inmensas bóvedas, mientras las sirenas, con suaves voces, entonaban un melodioso canto de amor y júbilo.
Aquella misma tarde se celebraron las bodas del pescador con la reina de los mares, con asistencia de todos los habitantes del vasto reino, llegados de los más remotos abismos. Taro vivió tres años en aquel palacio encantado, tres años de plena felicidad, al lado de su hermosísima esposa. Pero luego, poco a poco, su pensamiento retornó hacia sus ancianos padres, habían quedado en la aldea , a su casa, a la tierra habitada por sus semejantes, y una profunda añoranza se apoderó de él.
Otimé se dio cuenta de ello y su corazón se oprimió de angustia; con todo, ahogando los sollozos, le dijo:
- Taro, veo que estás enfermo de añoranza; te consume el deseo de volver a estar entre los tuyos . No seré yo ciertamente quien te disuada de ello; ve, pues; la tortuga que te condujo aquí, te llevará a tu casa. Acepta este cofrecito , pero te recomiendo vivamente que no lo abras por ningún motivo del mundo, si no quieres perderme para siempre.
Taro prometió y abrazó a la princesa. Luego subió a la grupa de la tortuga, que lo condujo fielmente a su casa.
¡Cuántas mudanzas habían ocurrido durante su ausencia! Grandes árboles crecían allá donde antaño se extendía la playa desnuda; la aldea había crecido mucho, y ya no se veían cabañas con tejado de paja, sino amplias casas de albañilería. Los habitantes ,que sentados en los umbrales, lo miraban pasar, éranle desconocidos. Taro no sabía que pensar; una sensación de frío y de angustia le invadió. ¿Qué había sucedido? A la orilla de un riachuelo, reparó en una viejecita que estaba lavando; se le acercó y le pidió noticias de su familia.
-Tengo cuento siete años- contesto la mujer-, y por mis padres, que a su vez lo habían oído contar a los suyos, se que un tal Taro, que vivió hace cerca de tres siglos, desapareció un día para nunca más volver.
A estas palabras, Taro se quedó petrificado de horror ; ¡así pues, no habían transcurrido tres años, sino tres siglos es en los abismos marinos!
¡ Oh, como había volado el tiempo ! ¿Y que podía hacer ahora? Solo, sin amigos, sin parientes, en un pueblo que ya no era el suyo, rodeado de gentes extrañas, sin dinero... Al llegar a este punto su atención fue atraída por el cofrecito que le diera Otimé antes de partir.
-¡Tal vez contiene un tesoro!- pensó. Y quizá por eso la reina me ha recomendado que por ningún motivo lo abriese.
La tentación de efectuar la acción prohibida se apoderó de él con tanta fuerza que no pudo resistirla; inclinose sobre el cofre, agarró la tapa y trató de levantarla. De improviso se abrió , dejando salir un humo de color violáceo que lo envolvió de la cabeza a los pies. Entonces su rostro se arrugó , sus cabellos y su barba se volvieron blancos, sus miembros se entumecieron y, en menos de un minuto, el joven Taro se convirtió en un anciano caduco con un pie en el sepulcro. Con un grito de angustia se arrastró hasta la falda del monte y avanzó por el bosque, donde bien pronto desapareció. Desde entonces, no se ha sabido nada de él.
De cuando en cuando, especialmente durante las noches de luna llena, los pescadores que navegan en aguas de Sugeka oyen, procedente del mar, una voz febril, angustiosa , que llama, desesperadamente y las buenas gentes, murmurando entre sus dientes una rápida oración a Buda, dicen:
-Es Otimé que llama a Taro, su esposo.
Amor filial
Erase una vez en el viejo Japón un poderoso mandarín conocido como Kuen-Yu, el cual tenía una hija única, bellísima que se llamaba adorable. La muchacha creía en el palacio de su padre como una perla rara en su concha . Todos la querían y se desvivían por satisfacer sus caprichos, ya que tal era la voluntad de su padre, que la adoraba como a la niña de sus ojos.
Adorable, que además de ser bella era también muy buena , no por ello se mostraba caprichosa o vanidosa; por el contrario, cada día era más humilde y modesta ; sentía infinita gratitud hacia su padre y estaba dispuesta a hacer cualquier sacrificio, incluso a dar la vida por él.
Si bien tenía el cutis delicadísimo, por la noche dormía sin mosquitera, para atraer hacia sí a todos los mosquitos de la casa y asegurar de tal modo a su padre un sueño tranquilo. Al anciano mandarín le gustaba sobremanera el pescado y se afligía porque en invierno no podía comer sus platos favoritos, ya que los lagos estaban helados. Adorable iba entonces sin ropa a tenderse sobre la superficie helada del lago ; el calor de su cuerpo fundía el hielo; los peces se acercaban , y ella los cogía y los llevaba a su pare.
La vida, pues, transcurría feliz para aquellos dos seres que se adoraban , cuando un día el emperador mandó a llamar a Kuen-Yu a la corte , y al presentarse el viejo mandarín ante el le dijo:
-Quiero que me hagas fundir una campana de voz tan potente, que su tañido pueda oírse a kilómetros y kilómetros lejos de la capital.
Kuen –Yu se inclinó reverente y salió de la sala del trono. Apenas regresó a su palacio , mandó a llamar a los más famosos fundidores del reino; hizo añadir al cobre una parte de oro, para que el tañido de la campana fuese más dulce. Y, tras jornadas y jornadas de intenso trabajo alrededor de un horno que permanecía encendido de noche y día y despedía lívidos resplandores u chispas doradas, finalmente la campana estuvo lista. Mas ¡ay!, cuando ésta fue probada en presencia del emperador y su corte , su repique apenas fue oído por los centinelas que vigilaban en la explanada de las murallas , más allá del palacio imperial nadie lo oyó. El emperador, indignado, golpeo violentamente el suelo con el cetro de oro y le gritó a su fiel mandarín:
-Te doy un mes de tiempo, Kuen –Yu; si dentro de este plazo no me preparas una campana según mis deseos, morirás en el patíbulo.
Después de esta orden se retiró con toda la corte.
Kuen- Yu, que había quedado solo en la gran plaza, se cubrió el rostro con las manos y estalló en sollozos ¿Cómo podría cumplir la orden de su amo? Lo que éste pedía era una cosa imposible, y él estaba destinado a dejar su cabeza entre las manos del verdugo; no tenía salvación. Mas he aquí que una mano suave y dulce la acarició la cabeza, en tanto que una voz muy melodiosa y muy querida le susurraba:
-No te aflijas, papaíto; ya veras cómo dentro de un mes podrás entregar al emperador la campana que desea.
Adorable estaba allí, como siempre, a su lado, dispuesta a sostenerle, a ayudarle , o a compartir con él su triste suerte.
Llegó la noche y la muchacha se envolvió en una capa negra y salió furtivamente de su casa, encaminándose en la noche oscura a través de tenebrosos callejones hacia los barrios bajos de la ciudad. Así llego ante una casucha ruinosa y llamó tímidamente a la puerta mal cerrada. Una voz ronca la invito a entrar, y la muchacha obedeció y entró.
Se encontraba en una especie de antro sucio y húmedo , iluminado por la débil llama de una vela. Ante una mesa, sobre la cual se veían alambiques, crisoles y varias ampollas, se sentaba un viejo de luenga barba blanca y nariz ganchuda, cabalgada por unas antiparras.
-Dime- murmuró la muchacha con voz trémula- ¿Cómo puede fundirse una campana lo bastante potente para ser oída a leguas y leguas de distancia? Si sabes decírmelo, te recompensaré espléndidamente.
-Siéntate, hijita y veremos cómo puedo contentarte- dijo el mago.
Hojeó algunos enormes librotes de extraña escritura, examinó unos pliegos cubiertos de signos extravagantes y al cabo de unas horas de incansables estudio, el mago habló:
-Haz fundir , en cantidades iguales cobre, oro, y plata; luego añade a la amalgama el cuerpo de una doncella, y hazlo fundir too en el crisol. Hasta que la sangre de la muchacha no se mezcle con los metales en fusión, la campana no podrá dar un sonido tan fuerte como el emperador desea.
Así hablo el mago. Adorable se sintió estremecida por un escalofrío de terror; pero se sobrepuso, y una dulce sonrisa apareció en su bellísimo rostro.
Una vez más se le ofrecía la ocasión de demostrar a su padre su entrañable afecto.
Se trabajó intensamente en la fusión de la campana. El mandarín no abandonaba ni siquiera un minuto las proximidades del horno donde se fundían los metales y vigiaba a los obreros que estaban bajo sus órdenes con una atención rigurosísima. Cuando el trabajo iba a terminar, Adorable entró a la fragua y fuese acercando poco a poco al horno ardiente. Luego, aprovechando un momento de distracción de su padre, se arrojó decidida al horrible infierno de fuego, gritando:- ¡Por amor a ti, papaíto!
Aquella vez la campana fue perfecta de una forma maravillosa, de un color magnífica, y sus tañidos eran más potentes y más dulces que los de cualquiera otra campana que hubiese existido en el mundo. Mas acaso en aquellos sones se mezclaban sollozos, gemidos y lamentos.
Adorable, que además de ser bella era también muy buena , no por ello se mostraba caprichosa o vanidosa; por el contrario, cada día era más humilde y modesta ; sentía infinita gratitud hacia su padre y estaba dispuesta a hacer cualquier sacrificio, incluso a dar la vida por él.
Si bien tenía el cutis delicadísimo, por la noche dormía sin mosquitera, para atraer hacia sí a todos los mosquitos de la casa y asegurar de tal modo a su padre un sueño tranquilo. Al anciano mandarín le gustaba sobremanera el pescado y se afligía porque en invierno no podía comer sus platos favoritos, ya que los lagos estaban helados. Adorable iba entonces sin ropa a tenderse sobre la superficie helada del lago ; el calor de su cuerpo fundía el hielo; los peces se acercaban , y ella los cogía y los llevaba a su pare.
La vida, pues, transcurría feliz para aquellos dos seres que se adoraban , cuando un día el emperador mandó a llamar a Kuen-Yu a la corte , y al presentarse el viejo mandarín ante el le dijo:
-Quiero que me hagas fundir una campana de voz tan potente, que su tañido pueda oírse a kilómetros y kilómetros lejos de la capital.
Kuen –Yu se inclinó reverente y salió de la sala del trono. Apenas regresó a su palacio , mandó a llamar a los más famosos fundidores del reino; hizo añadir al cobre una parte de oro, para que el tañido de la campana fuese más dulce. Y, tras jornadas y jornadas de intenso trabajo alrededor de un horno que permanecía encendido de noche y día y despedía lívidos resplandores u chispas doradas, finalmente la campana estuvo lista. Mas ¡ay!, cuando ésta fue probada en presencia del emperador y su corte , su repique apenas fue oído por los centinelas que vigilaban en la explanada de las murallas , más allá del palacio imperial nadie lo oyó. El emperador, indignado, golpeo violentamente el suelo con el cetro de oro y le gritó a su fiel mandarín:
-Te doy un mes de tiempo, Kuen –Yu; si dentro de este plazo no me preparas una campana según mis deseos, morirás en el patíbulo.
Después de esta orden se retiró con toda la corte.
Kuen- Yu, que había quedado solo en la gran plaza, se cubrió el rostro con las manos y estalló en sollozos ¿Cómo podría cumplir la orden de su amo? Lo que éste pedía era una cosa imposible, y él estaba destinado a dejar su cabeza entre las manos del verdugo; no tenía salvación. Mas he aquí que una mano suave y dulce la acarició la cabeza, en tanto que una voz muy melodiosa y muy querida le susurraba:
-No te aflijas, papaíto; ya veras cómo dentro de un mes podrás entregar al emperador la campana que desea.
Adorable estaba allí, como siempre, a su lado, dispuesta a sostenerle, a ayudarle , o a compartir con él su triste suerte.
Llegó la noche y la muchacha se envolvió en una capa negra y salió furtivamente de su casa, encaminándose en la noche oscura a través de tenebrosos callejones hacia los barrios bajos de la ciudad. Así llego ante una casucha ruinosa y llamó tímidamente a la puerta mal cerrada. Una voz ronca la invito a entrar, y la muchacha obedeció y entró.
Se encontraba en una especie de antro sucio y húmedo , iluminado por la débil llama de una vela. Ante una mesa, sobre la cual se veían alambiques, crisoles y varias ampollas, se sentaba un viejo de luenga barba blanca y nariz ganchuda, cabalgada por unas antiparras.
-Dime- murmuró la muchacha con voz trémula- ¿Cómo puede fundirse una campana lo bastante potente para ser oída a leguas y leguas de distancia? Si sabes decírmelo, te recompensaré espléndidamente.
-Siéntate, hijita y veremos cómo puedo contentarte- dijo el mago.
Hojeó algunos enormes librotes de extraña escritura, examinó unos pliegos cubiertos de signos extravagantes y al cabo de unas horas de incansables estudio, el mago habló:
-Haz fundir , en cantidades iguales cobre, oro, y plata; luego añade a la amalgama el cuerpo de una doncella, y hazlo fundir too en el crisol. Hasta que la sangre de la muchacha no se mezcle con los metales en fusión, la campana no podrá dar un sonido tan fuerte como el emperador desea.
Así hablo el mago. Adorable se sintió estremecida por un escalofrío de terror; pero se sobrepuso, y una dulce sonrisa apareció en su bellísimo rostro.
Una vez más se le ofrecía la ocasión de demostrar a su padre su entrañable afecto.
Se trabajó intensamente en la fusión de la campana. El mandarín no abandonaba ni siquiera un minuto las proximidades del horno donde se fundían los metales y vigiaba a los obreros que estaban bajo sus órdenes con una atención rigurosísima. Cuando el trabajo iba a terminar, Adorable entró a la fragua y fuese acercando poco a poco al horno ardiente. Luego, aprovechando un momento de distracción de su padre, se arrojó decidida al horrible infierno de fuego, gritando:- ¡Por amor a ti, papaíto!
Aquella vez la campana fue perfecta de una forma maravillosa, de un color magnífica, y sus tañidos eran más potentes y más dulces que los de cualquiera otra campana que hubiese existido en el mundo. Mas acaso en aquellos sones se mezclaban sollozos, gemidos y lamentos.
El gran Kotei
Kotei fue un gran emperador del Japón. El día de su nacimiento sucedieron muchos prodigios por todo el reino, y los adivinos afirmaron que ello indicaba que había nacido un gran hombre.
Los primeros años de su reinado fueron turbados por una guerra civil . Shiyu, un malvado mago, se había revelado contra su señor, logrando alistar bajo su bandera algunos hombres, en su mayoría maleantes. Los rebeldes hacían “razzias” en las ciudades, saqueaban los caseríos y todo lo incendiaban y destruían a su paso.
Kotei, decidido a poner fin a semejante estado de cosas, reunió un formidable ejército y partió, al frente de sus huestes, en busca del rebelde. Los dos ejércitos se encontraron en la llanura de Takuroku; la batalla fue terrible, sangrienta y duró toda la jornada. A la puesta del sol, las tropas rebeldes fueron obligadas a retirarse, mas, para que el enemigo no estorbase su repliegue, su jefe, que como hemos dicho era un mago, hizo con sus artes sobrenaturales, descender una densa niebla sobre el campo de batalla, y mientras el ejército imperial, perdido el sentido de la orientación, se desbandaba , Shiyu se retiró ordenadamente, contento de haber engañado al enemigo.
Kotei, enojado por aquella jugarreta del bribón, pasó diez días y diez noches encerrado en su tienda ideando un medio para contrarrestar la astucia de su enemigo.Al alba del undécimo día, había hallado la solución. En aquella remota época en que aún no se conocía la brújula, Kotei inventó un instrumento que señalaba siempre el mar, al cual llamo shinansha. Con el podría orientarse aun en medio de la niebla más densa provocada por un adversario.
Puso la shinansha en un carro de guerra al frente del ejercito partió contra el enemigo, que había acampado a poca distancia. La batalla se trabó más violenta que la primera; los soldados de una y otra parte luchaban encarnizadamente, y, al atardecer, la victoria se inclinó del lado de las tropas imperiales. Entonces Shiyu, queriendo proteger la retirada de los suyos, condensó nuevamente una niebla espesa y oscura sobre el llano. Pero esa vez los soldados de Kotei no se preocuparon : siguiendo la dirección indicada por la Shinansha , encontraron el buen camino y se lanzaron en persecución de los vencidos.
Pero he aquí que un río en plena crecida vino a parar el paso de los guerreros. Shiyu no se turbo ante aquel obstáculo ; pronunció unas palabras mágicas , hizo unos extraños signos en el aire las aguas se abrieron dejando libre el paso a él los suyos. Cuando hubieron ganado la orilla opuesta, las turbias y arremolinadas ondas cerráronse nuevamente, Kotei y los suyos quedaron inmovilizados en la otra rivera , ya que en aquella época no se conocían todavía las barcas en el Japón, y un río en crecida era un obstáculo insuperable.
Fuera de sí por la cólera, al ver cómo el enemigo huía por segunda vez Kotei paseaba nerviosamente a lo largo de la rivera, cuando de pronto vio una rama que, saltando de la hierba donde estaba escondida, subió sobre un trozo de madera que flotaba en el agua y en aquella rudimentaria embarcación atravesó el río en plena avenida. Esta insignificante escena sugirió una idea al emperador. Ordenó inmediatamente a sus soldados que cortasen los árboles del vecino bosque y que construyeran con ellos, bajo sus indicaciones, barcas rudimentarias, tantas cuantas fuesen necesarias, a fin de que todo el ejército pasase a la orilla.
Cuando las barcas estuvieron dispuestas Kotei y sus hombres se embarcaron y arribaron felizmente a la margen opuesta. Atacaron a Shiyu en su mismo campamento, consiguiendo una completa victoria y poniendo fin a una guerra que desde hace tanto tiempo, azotaba al país.
Vuelta la paz, Kotei se puso a reinar con sabiduría y justicia; tanto fue así que puede decirse que los japoneses nunca fueron tan ricos y felices como en aquella época.
Un día, el gran emperador, ahora ya muy anciano, paseaba por el parque del palacio, apoyándose en un grueso bastón, cuando apareció en el horizonte un águila que brillaba como el oro y se aproximaba rápidamente. Al llegar sobre el palacio imperial descendió lentamente,en amplias espirales, y fue a posarse a los mismos pies de Kotei.
-Mensajero del cielo- dijo entonces el anciano emperador-; ¿vienes a anunciarme que mi vida mortal ha terminado?
El águila inclino la cabeza . Entonces Kotei despidiose de todos los suyos que se agolpaban en torno suyo y le abrazaban las rodillas, llorando. Luego montó en la grupa del águila, que enseguida abrió sus inmensas alas y se clavó en el espacio, y muy pronto no fue más que un puntito oscuro que desapareció entre los rayos del sol.
Los primeros años de su reinado fueron turbados por una guerra civil . Shiyu, un malvado mago, se había revelado contra su señor, logrando alistar bajo su bandera algunos hombres, en su mayoría maleantes. Los rebeldes hacían “razzias” en las ciudades, saqueaban los caseríos y todo lo incendiaban y destruían a su paso.
Kotei, decidido a poner fin a semejante estado de cosas, reunió un formidable ejército y partió, al frente de sus huestes, en busca del rebelde. Los dos ejércitos se encontraron en la llanura de Takuroku; la batalla fue terrible, sangrienta y duró toda la jornada. A la puesta del sol, las tropas rebeldes fueron obligadas a retirarse, mas, para que el enemigo no estorbase su repliegue, su jefe, que como hemos dicho era un mago, hizo con sus artes sobrenaturales, descender una densa niebla sobre el campo de batalla, y mientras el ejército imperial, perdido el sentido de la orientación, se desbandaba , Shiyu se retiró ordenadamente, contento de haber engañado al enemigo.
Kotei, enojado por aquella jugarreta del bribón, pasó diez días y diez noches encerrado en su tienda ideando un medio para contrarrestar la astucia de su enemigo.Al alba del undécimo día, había hallado la solución. En aquella remota época en que aún no se conocía la brújula, Kotei inventó un instrumento que señalaba siempre el mar, al cual llamo shinansha. Con el podría orientarse aun en medio de la niebla más densa provocada por un adversario.
Puso la shinansha en un carro de guerra al frente del ejercito partió contra el enemigo, que había acampado a poca distancia. La batalla se trabó más violenta que la primera; los soldados de una y otra parte luchaban encarnizadamente, y, al atardecer, la victoria se inclinó del lado de las tropas imperiales. Entonces Shiyu, queriendo proteger la retirada de los suyos, condensó nuevamente una niebla espesa y oscura sobre el llano. Pero esa vez los soldados de Kotei no se preocuparon : siguiendo la dirección indicada por la Shinansha , encontraron el buen camino y se lanzaron en persecución de los vencidos.
Pero he aquí que un río en plena crecida vino a parar el paso de los guerreros. Shiyu no se turbo ante aquel obstáculo ; pronunció unas palabras mágicas , hizo unos extraños signos en el aire las aguas se abrieron dejando libre el paso a él los suyos. Cuando hubieron ganado la orilla opuesta, las turbias y arremolinadas ondas cerráronse nuevamente, Kotei y los suyos quedaron inmovilizados en la otra rivera , ya que en aquella época no se conocían todavía las barcas en el Japón, y un río en crecida era un obstáculo insuperable.
Fuera de sí por la cólera, al ver cómo el enemigo huía por segunda vez Kotei paseaba nerviosamente a lo largo de la rivera, cuando de pronto vio una rama que, saltando de la hierba donde estaba escondida, subió sobre un trozo de madera que flotaba en el agua y en aquella rudimentaria embarcación atravesó el río en plena avenida. Esta insignificante escena sugirió una idea al emperador. Ordenó inmediatamente a sus soldados que cortasen los árboles del vecino bosque y que construyeran con ellos, bajo sus indicaciones, barcas rudimentarias, tantas cuantas fuesen necesarias, a fin de que todo el ejército pasase a la orilla.
Cuando las barcas estuvieron dispuestas Kotei y sus hombres se embarcaron y arribaron felizmente a la margen opuesta. Atacaron a Shiyu en su mismo campamento, consiguiendo una completa victoria y poniendo fin a una guerra que desde hace tanto tiempo, azotaba al país.
Vuelta la paz, Kotei se puso a reinar con sabiduría y justicia; tanto fue así que puede decirse que los japoneses nunca fueron tan ricos y felices como en aquella época.
Un día, el gran emperador, ahora ya muy anciano, paseaba por el parque del palacio, apoyándose en un grueso bastón, cuando apareció en el horizonte un águila que brillaba como el oro y se aproximaba rápidamente. Al llegar sobre el palacio imperial descendió lentamente,en amplias espirales, y fue a posarse a los mismos pies de Kotei.
-Mensajero del cielo- dijo entonces el anciano emperador-; ¿vienes a anunciarme que mi vida mortal ha terminado?
El águila inclino la cabeza . Entonces Kotei despidiose de todos los suyos que se agolpaban en torno suyo y le abrazaban las rodillas, llorando. Luego montó en la grupa del águila, que enseguida abrió sus inmensas alas y se clavó en el espacio, y muy pronto no fue más que un puntito oscuro que desapareció entre los rayos del sol.
El dragó y la diosa.
Erase una vez un dragón horrible de enormes fauces que vomitaba fuego, con una larga cola verde esmeralda, toda erizada de puntas relucientes . El dragón que habitaba en una caverna submarina, era muy glotón de carne tierna y dulce de los niños ; por eso, apenas llegaba la primavera, salía de su antro tenebroso, tapizado de algas, y se acercaba a las playas del Japón , poblada de niños de todas las edades que jugaban con la arena y se zambullían en el agua azul alegres y juguetones.
El monstruo poníase en acecho y apenas uno de los niños se alejaba un poco de su mamá y se adentraba en el mar , apartándose de los demás , saltaba fuera de su escondite con un aullido que helaba a sangre se lo tragaba de un bocado.
¡Cuántas mamás y cuántos papás sumidos en el duelo a causa del monstruo cruel!
Desde lo alto de su castillo aéreo, Benten la diosa de la felicidad, observaba con el corazón destrozado aquellas escenas de matanza. La diosa, que era profundamente buena, se apiadaba, no sólo de las pequeñas victimas y de sus padres, sino también del monstruo.
-¿Quién sabe?- se decía. Su crueldad tal vez es debida sólo a la soledad a que está condenado. Evitado y temido por todos, está obligado a vivir en aquel horrible refugio, donde ni siquiera un rayo de sol va a ofrecerle su caricia. No es bueno porque no conoce la bondad; jamás nadie se la ha mostrado; se siente odiado por todos y odia a todo el mundo.
Y decidió hacer algo por aquel ser olvidado de los dioses y despreciado de los hombres.
Un día subió a una nubecilla en forma de cisne, que le servía de carruaje para atravesar los vastos espacios del cielo, y se hizo conducir precisamente al punto del mar donde estaba la gruta del dragón. Descendió hasta casi tocar la superficie del agua y se puso a llamar al monstruo con voces dulces como una música.
Y he aquí que el mar comenzó a agitarse y a rebullir como una enorme marmita; las aguas se separaron, y entre la espuma surgió primero la caverna en cuyo umbral estaba el dragón, y luego una isleta que sostenía la caverna.
La diosa sonrió y a su sonrisa, el agua se volvió azul y se aplacó, y una infinidad de flores abigarradas y perfumadas se abrieron en la isla. Benten se dejó caer, ligera como una mariposa, sobre aquella tierra admirable y, apenas la tocó con sus pies, una dulce música broto de los mil árboles floridos; y todo fue un rumor de alas, un gorjear de pájaros , un murmullo de fuentes y un borboteo de cascadas. El dragón, inmóvil, aturdido, observaba todas aquellas maravillas que nunca hubiese imaginado . La diosa, entonces, se le acercó, siempre sonriendo, y le dijo:
-¿Quieres que nos casemos? Ya no estarás solo; te amaré. Ambos viviremos en este pequeño paraíso y tendremos hermosos niños, y así te sentirás feliz y no comerás nunca más los niños de los hombres.
El monstruo dijo sí con su enorme cabeza, mientras dos lágrimas, dos perlas relucientes brotaban de sus ojos.
Desde aquel día, los niños del Japón pudieron jugar tranquilamente en las playas, y sus padres no tuvieron que temer más por ellos el asalto del hasta entonces temido dragón.
El monstruo poníase en acecho y apenas uno de los niños se alejaba un poco de su mamá y se adentraba en el mar , apartándose de los demás , saltaba fuera de su escondite con un aullido que helaba a sangre se lo tragaba de un bocado.
¡Cuántas mamás y cuántos papás sumidos en el duelo a causa del monstruo cruel!
Desde lo alto de su castillo aéreo, Benten la diosa de la felicidad, observaba con el corazón destrozado aquellas escenas de matanza. La diosa, que era profundamente buena, se apiadaba, no sólo de las pequeñas victimas y de sus padres, sino también del monstruo.
-¿Quién sabe?- se decía. Su crueldad tal vez es debida sólo a la soledad a que está condenado. Evitado y temido por todos, está obligado a vivir en aquel horrible refugio, donde ni siquiera un rayo de sol va a ofrecerle su caricia. No es bueno porque no conoce la bondad; jamás nadie se la ha mostrado; se siente odiado por todos y odia a todo el mundo.
Y decidió hacer algo por aquel ser olvidado de los dioses y despreciado de los hombres.
Un día subió a una nubecilla en forma de cisne, que le servía de carruaje para atravesar los vastos espacios del cielo, y se hizo conducir precisamente al punto del mar donde estaba la gruta del dragón. Descendió hasta casi tocar la superficie del agua y se puso a llamar al monstruo con voces dulces como una música.
Y he aquí que el mar comenzó a agitarse y a rebullir como una enorme marmita; las aguas se separaron, y entre la espuma surgió primero la caverna en cuyo umbral estaba el dragón, y luego una isleta que sostenía la caverna.
La diosa sonrió y a su sonrisa, el agua se volvió azul y se aplacó, y una infinidad de flores abigarradas y perfumadas se abrieron en la isla. Benten se dejó caer, ligera como una mariposa, sobre aquella tierra admirable y, apenas la tocó con sus pies, una dulce música broto de los mil árboles floridos; y todo fue un rumor de alas, un gorjear de pájaros , un murmullo de fuentes y un borboteo de cascadas. El dragón, inmóvil, aturdido, observaba todas aquellas maravillas que nunca hubiese imaginado . La diosa, entonces, se le acercó, siempre sonriendo, y le dijo:
-¿Quieres que nos casemos? Ya no estarás solo; te amaré. Ambos viviremos en este pequeño paraíso y tendremos hermosos niños, y así te sentirás feliz y no comerás nunca más los niños de los hombres.
El monstruo dijo sí con su enorme cabeza, mientras dos lágrimas, dos perlas relucientes brotaban de sus ojos.
Desde aquel día, los niños del Japón pudieron jugar tranquilamente en las playas, y sus padres no tuvieron que temer más por ellos el asalto del hasta entonces temido dragón.
El dragón de las ocho cabezas
Susanoo, el dios de las tempestades, expulsado del cielo, se refugió en la tierra y se puso a viajar de un sitio a otro, observando las cosas y estudiando a los hombres.
Una tarde, hacia la puesta del sol, llegó cerca de una alquería situada en pleno campo y , decidido a pedir hospitalidad por aquella noche, encaminó sus pasos con decisión hacia la puerta. Cuando estuvo a pocos pasos, unas voces lamentables, interrumpidas de vez en cuando por sollozos y suspiros, hirieron sus oídos.
El dios se detuvo perplejo en el umbral y echó una ojeada al interior de la casa. En el centro de la estancia, desnuda, y con el hogar sin fuego, se hallaban tres personas: un anciano, una anciana y una muchacha de rara belleza, de larga cabellera fluente, negra como las alas del cuervo, y hermosos ojos brillantes como estrellas. Los tres se lamentaban, lloraban y golpeándose el pecho en señal de desesperación.
-¿Qué sucede?- preguntó Suzano. ¿Por qué tanto dolor?
El anciano alzó el rostro lleno de arrugas y húmedo de lagrimas hacia el desconocido y contestó de esta manera:
-Soy Asizanuci, esta es mi mujer Tenazuci y la muchacha que aquí veis llorando es mi hija Kunisada, a quien dentro de poco el dragón de las ocho cabezas vendrá a buscar para llevársela a su guarida y devorarla .
-¿Quién es ese monstruo?- pregunto el dios.
-¡Oh ! es un monstruo enorme, que con su mole ocupa ocho valles y ocho colinas; y tiene ocho colas y ocho cabezas. Sus ojos son de fuego, su vientre lanza chispas, su cuerpo está cubierto de un espeso bosque de cedros gigantes. Este monstruo se ha llevado todas mis riquezas; ha matado uno tras otro cuanto animal había en mi establo y también los ciervos que poblaban mi hacienda. Ahora que me ha despojado de todo, viene a quitarme la única alegría de mi vida, esta hija adorada, en quien había puesto todas mis esperanzas.
-Si Kusanida quiere ser mi mujer, la protegeré contra el monstruo- dijo Susanoo, conmovido por aquel relato.
Y para revelar su identidad, abrió la capa de peregrino que lo cubría. De momento apareció a los ojos de los presentes en toda su prestancia y majestad divinas. Kusanida se le acercó confiada, ofreciéndole su blanca manita, que Suzano estrechó entre las suyas con ternura.
Pero en aquel preciso momento la tierra tembló espantosamente y un aullido terrible resonó en la noche; el dragón se acercaba. Se divisaban ya las dieciséis llamas de sus ojos, que desgarraban las tinieblas con lívidos resplandores, en tanto que su cuerpo inmenso, semejante a una montaña, se iba aproximando, arrollándolo todo a su paso.
Susaono desenvainó su refulgente espada y ordenó a los dos ancianos, que en un rincón de la estancia rezaban temblorosos, que preparaban frente a la alquería ocho odres llenos de vino.
El dragón avanzaba veloz, como el pensamiento, a pesar de su mole. Pero al llegar cerca de la casa se detuvo: había sentido los efluvios del vino, del que era sobremanera glotón. Sin vacilar, metió las ocho cabezas en los ocho odres y se puso a beber con avidez. Y bebió y bebió , hasta que borracho, perdido, cayó a tierra profundamente dormido.
Entonces Susano se le acercó y hundió muchas veces la hoja de su espada en el cuerpo inmóvilo. Chorros de sangre negrusca manaron de la herida como cascadas y fueron a regar la tierra del contorno, formando un agitado río de olas sangrientas.
El monstruo estaba ya muerto; pero, para mayor seguridad, Susanoo hundió una vez más su arma en medio del cuerpo inmenso . Un rumor metálico, y la espada divina voló hecha pedazos. ¿Con qué obstáculo se había topado ? El dios quiso averiguarlo; descuartizó el cuerpo del monstruo e imaginen su asombro al descubrir en sus entrañas una larga espada diamantina.
-Esta espada- se dijo, mientras la sacaba de su original vaina- la regalare a mi hermana Amaterasu para obtener su perdón.
Luego, tomo de la mano a la hermosa Kunisada y la condujo a su maravilloso palacio, ceñido de ocho nubes plateadas, donde vivió para siempre feliz y contento.
Una tarde, hacia la puesta del sol, llegó cerca de una alquería situada en pleno campo y , decidido a pedir hospitalidad por aquella noche, encaminó sus pasos con decisión hacia la puerta. Cuando estuvo a pocos pasos, unas voces lamentables, interrumpidas de vez en cuando por sollozos y suspiros, hirieron sus oídos.
El dios se detuvo perplejo en el umbral y echó una ojeada al interior de la casa. En el centro de la estancia, desnuda, y con el hogar sin fuego, se hallaban tres personas: un anciano, una anciana y una muchacha de rara belleza, de larga cabellera fluente, negra como las alas del cuervo, y hermosos ojos brillantes como estrellas. Los tres se lamentaban, lloraban y golpeándose el pecho en señal de desesperación.
-¿Qué sucede?- preguntó Suzano. ¿Por qué tanto dolor?
El anciano alzó el rostro lleno de arrugas y húmedo de lagrimas hacia el desconocido y contestó de esta manera:
-Soy Asizanuci, esta es mi mujer Tenazuci y la muchacha que aquí veis llorando es mi hija Kunisada, a quien dentro de poco el dragón de las ocho cabezas vendrá a buscar para llevársela a su guarida y devorarla .
-¿Quién es ese monstruo?- pregunto el dios.
-¡Oh ! es un monstruo enorme, que con su mole ocupa ocho valles y ocho colinas; y tiene ocho colas y ocho cabezas. Sus ojos son de fuego, su vientre lanza chispas, su cuerpo está cubierto de un espeso bosque de cedros gigantes. Este monstruo se ha llevado todas mis riquezas; ha matado uno tras otro cuanto animal había en mi establo y también los ciervos que poblaban mi hacienda. Ahora que me ha despojado de todo, viene a quitarme la única alegría de mi vida, esta hija adorada, en quien había puesto todas mis esperanzas.
-Si Kusanida quiere ser mi mujer, la protegeré contra el monstruo- dijo Susanoo, conmovido por aquel relato.
Y para revelar su identidad, abrió la capa de peregrino que lo cubría. De momento apareció a los ojos de los presentes en toda su prestancia y majestad divinas. Kusanida se le acercó confiada, ofreciéndole su blanca manita, que Suzano estrechó entre las suyas con ternura.
Pero en aquel preciso momento la tierra tembló espantosamente y un aullido terrible resonó en la noche; el dragón se acercaba. Se divisaban ya las dieciséis llamas de sus ojos, que desgarraban las tinieblas con lívidos resplandores, en tanto que su cuerpo inmenso, semejante a una montaña, se iba aproximando, arrollándolo todo a su paso.
Susaono desenvainó su refulgente espada y ordenó a los dos ancianos, que en un rincón de la estancia rezaban temblorosos, que preparaban frente a la alquería ocho odres llenos de vino.
El dragón avanzaba veloz, como el pensamiento, a pesar de su mole. Pero al llegar cerca de la casa se detuvo: había sentido los efluvios del vino, del que era sobremanera glotón. Sin vacilar, metió las ocho cabezas en los ocho odres y se puso a beber con avidez. Y bebió y bebió , hasta que borracho, perdido, cayó a tierra profundamente dormido.
Entonces Susano se le acercó y hundió muchas veces la hoja de su espada en el cuerpo inmóvilo. Chorros de sangre negrusca manaron de la herida como cascadas y fueron a regar la tierra del contorno, formando un agitado río de olas sangrientas.
El monstruo estaba ya muerto; pero, para mayor seguridad, Susanoo hundió una vez más su arma en medio del cuerpo inmenso . Un rumor metálico, y la espada divina voló hecha pedazos. ¿Con qué obstáculo se había topado ? El dios quiso averiguarlo; descuartizó el cuerpo del monstruo e imaginen su asombro al descubrir en sus entrañas una larga espada diamantina.
-Esta espada- se dijo, mientras la sacaba de su original vaina- la regalare a mi hermana Amaterasu para obtener su perdón.
Luego, tomo de la mano a la hermosa Kunisada y la condujo a su maravilloso palacio, ceñido de ocho nubes plateadas, donde vivió para siempre feliz y contento.
La hija de la luna
Hace muchos, muchísimos siglos , vivía un anciano leñador , el cual estaba muy triste porque los dioses no le habían mandado un hijo. El y su mujer habitan solos en una mísera cabaña , sin otra esperanza que la de trabajar de sol a sol, hasta que les llegara su última hora.
Un día, que como de costumbre se hallaba en el bosque y estaba derribando un árbol de bambú con su hacha , vio una luz blanca y diáfana desprenderse del tronco. Asombrado se quedó ante tal fenómeno , y más aún cuando la parte superior del árbol cayo al suelo y en la cavidad del tronco apareció, en medio de una luz intensa, una niña bellísima, que le tendió los brazos.
-Será mi hija- dijo el hombre, estrechándola contra su corazón. El cielo me la envía.
Y con aquella dulce carga regresó a su casa. La alegría de la mujer fue indescriptible, de tan grande, y los dos ancianos, cuyas vidas tenían finalmente un objeto y podían dar salida a la ternura y el amor que encerraban sus corazones, adoptaron a la milagrosa niña.
Desde aquel día el anciano, cada vez que derribaba un árbol, hallaba dentro del tronco piedras preciosas y oro en abundancia. Tanto que en tres meses se hizo riquísimo. Adquirió un magnifico coche y unos caballos estupendos e inició una nueva vida de comodidades y lujos.
Entre tanto, la misteriosa niña crecía y ada día era más hermosa. Su rostro emanaba una claridad que inundaba la casa de una suave luz , tanto que aún en el corazón de la noche , allá donde la niña aparecía , hubiérase dicho que reinaba el día. Por esta extraordinaria virtud fue llamada rayo de Luna.
La fama de la belleza de la muchacha habíase esparcido por todo el Japón; y llegaban de todas partes caballeros, gentilhombres, príncipes, pretendientes a su mano. Pero rayo de Luna no quería siquiera verlos y declaraba a sus padres adoptivos que se sentía tan feliz a su lado que por todo el oro del mundo no les dejaría para seguir a un hombre. Mas, entre tanto, poco a poco, Rayo de Luna se hacía cada vez más diáfana estaba cada vez más triste, y una noche el padre la encontró junto a la ventana mirando fijamente la luna que resplandecía en el cielo, y llorando.
¿Qué te pasa, hijita mía?- díjole el anciano con ansiedad. ¿No eres feliz aquí con nosotros ? ¿Deseas algo?
-No, padre mío; soy muy feliz y lloro precisamente porque debo decir adiós a tanta felicidad. Habéis de saber que yo soy hija de la luna y un tiempo habité allá arriba, en el plateado planeta que ilumina vuestras noches. Pero cometí un grave pecado, y entonces me condenaron a vivir durante veinte años en la tierra. He aquí por qué me encontrasteis en la cavidad de un tronco. Ahora los veinte años han pasado y desgraciadamente mañana por la noche vendrán a recogerme.
Al oír tales palabras , al anciano leñador se le oprimió el corazón. ¿Cómo podría vivir ahora sin rayo de luna? Comunicó la triste noticia a su mujer, y ambos lloraron amargas lágrimas durante toda la noche y el día siguiente.
Llegó la noche fatal. La luna llena se alzó en el cielo, iluminando el mundo adormecido bajo su diáfana luz. Un solemne silencio reinaba en la naturaleza. De pronto, una nube se desprendió del disco de plata y aproximose rápidamente a la tierra, agrandándose a sus vistas. En poco tiempo el cielo se oscureció completamente, y la inmensa nube fue a posarse sobre la casa donde habitaba rayo de Luna. En medio de la nube había una carroza de plata tirada por espléndidos caballos alados; en la carroza se sentaban numerosos caballeros suntuosamente vestidos. Uno de ellos se apeó del carruaje y quedando suspendido en el aire, gritó con estentórea voz:
-Hija de la luna, ha llegado el momento de subir de nuevo a tu reino .
Al conjuro de estas palabras, las puertas de la casa se abrieron solas, y apareció Rayo de Luna en todo el esplendor de su belleza. Abrazó a su padre, y a su madre, que la seguían sollozando ; luego subió rápidamente a la carroza. Esta se puso en marcha, dejando tras de sí una estela luminosa, y subió rauda hacia el cielo, donde pronto desapareció.
Un día, que como de costumbre se hallaba en el bosque y estaba derribando un árbol de bambú con su hacha , vio una luz blanca y diáfana desprenderse del tronco. Asombrado se quedó ante tal fenómeno , y más aún cuando la parte superior del árbol cayo al suelo y en la cavidad del tronco apareció, en medio de una luz intensa, una niña bellísima, que le tendió los brazos.
-Será mi hija- dijo el hombre, estrechándola contra su corazón. El cielo me la envía.
Y con aquella dulce carga regresó a su casa. La alegría de la mujer fue indescriptible, de tan grande, y los dos ancianos, cuyas vidas tenían finalmente un objeto y podían dar salida a la ternura y el amor que encerraban sus corazones, adoptaron a la milagrosa niña.
Desde aquel día el anciano, cada vez que derribaba un árbol, hallaba dentro del tronco piedras preciosas y oro en abundancia. Tanto que en tres meses se hizo riquísimo. Adquirió un magnifico coche y unos caballos estupendos e inició una nueva vida de comodidades y lujos.
Entre tanto, la misteriosa niña crecía y ada día era más hermosa. Su rostro emanaba una claridad que inundaba la casa de una suave luz , tanto que aún en el corazón de la noche , allá donde la niña aparecía , hubiérase dicho que reinaba el día. Por esta extraordinaria virtud fue llamada rayo de Luna.
La fama de la belleza de la muchacha habíase esparcido por todo el Japón; y llegaban de todas partes caballeros, gentilhombres, príncipes, pretendientes a su mano. Pero rayo de Luna no quería siquiera verlos y declaraba a sus padres adoptivos que se sentía tan feliz a su lado que por todo el oro del mundo no les dejaría para seguir a un hombre. Mas, entre tanto, poco a poco, Rayo de Luna se hacía cada vez más diáfana estaba cada vez más triste, y una noche el padre la encontró junto a la ventana mirando fijamente la luna que resplandecía en el cielo, y llorando.
¿Qué te pasa, hijita mía?- díjole el anciano con ansiedad. ¿No eres feliz aquí con nosotros ? ¿Deseas algo?
-No, padre mío; soy muy feliz y lloro precisamente porque debo decir adiós a tanta felicidad. Habéis de saber que yo soy hija de la luna y un tiempo habité allá arriba, en el plateado planeta que ilumina vuestras noches. Pero cometí un grave pecado, y entonces me condenaron a vivir durante veinte años en la tierra. He aquí por qué me encontrasteis en la cavidad de un tronco. Ahora los veinte años han pasado y desgraciadamente mañana por la noche vendrán a recogerme.
Al oír tales palabras , al anciano leñador se le oprimió el corazón. ¿Cómo podría vivir ahora sin rayo de luna? Comunicó la triste noticia a su mujer, y ambos lloraron amargas lágrimas durante toda la noche y el día siguiente.
Llegó la noche fatal. La luna llena se alzó en el cielo, iluminando el mundo adormecido bajo su diáfana luz. Un solemne silencio reinaba en la naturaleza. De pronto, una nube se desprendió del disco de plata y aproximose rápidamente a la tierra, agrandándose a sus vistas. En poco tiempo el cielo se oscureció completamente, y la inmensa nube fue a posarse sobre la casa donde habitaba rayo de Luna. En medio de la nube había una carroza de plata tirada por espléndidos caballos alados; en la carroza se sentaban numerosos caballeros suntuosamente vestidos. Uno de ellos se apeó del carruaje y quedando suspendido en el aire, gritó con estentórea voz:
-Hija de la luna, ha llegado el momento de subir de nuevo a tu reino .
Al conjuro de estas palabras, las puertas de la casa se abrieron solas, y apareció Rayo de Luna en todo el esplendor de su belleza. Abrazó a su padre, y a su madre, que la seguían sollozando ; luego subió rápidamente a la carroza. Esta se puso en marcha, dejando tras de sí una estela luminosa, y subió rauda hacia el cielo, donde pronto desapareció.
El hombre que no quería morir
Sentaro había recibido de su padre una importante herencia y, gracias a ella podía llevar una vida cómoda y despreocupada. Por eso le gustaba mucho vivir. Un día supo que uno de sus amigos había muerto; entonces , pensando que, tarde o temprano, lo mismo le sucedería a él, sintió el corazón oprimido de angustia. No, Sentaro no quería morir. ¡Era tan bella la vida! Pero ¿Qué hacer? Todos los hombres tenían que morir. Y este pensamiento le atormentaba noche y día sin darle punto de reposo. Al fin, pensó ir en peregrinación al templo de Jofuku, que se levantaba en la cumbre de una escarpada montaña, y allí orar con fervor al dios, a fin de que le concediese la inmortalidad.
Dicho y hecho; partió, y tras algunos días de duro camino a través de una región abrupta y salvaje, llegó al templo. Allí se prosternó a los pies de la enorme estatua del dios, orando con toda el alma. Rezó horas y horas sin cansarse, golpeándose el pecho y llorando. Entre tanto caía la noche, oscura y tormentosa. A lo lejos retumbaba el trueno, el viento silbaba siniestramente por los barrancos, la lluvia caía a torrentes sobre el tejado del templo.
Sentaro no se daba cuenta de nada y continuaba elevando al dios su ardiente plegaria. Mas he aquí que en un momento dado las luces que ardían ante el altar dieron un vivísimo destello, la estatua del dios movió los ojos, levantó un brazo y habló.
-Sentaro, tu deseo- dijo con voz de trueno- es presuntuoso. Todos los hombres deben morir. Pero quiero contentarte; te enviaré al país de la vida eterna.
Tendió a Sentaro en una hoja de papel. El hombre la cogió mecánicamente y de repente aquella hoja se agrando por arte de magia, tomando la forma de un inmenso pájaro. Sentaro saltó a su grupa, y el pájaro voló raudamente, elevándose entre las nubes.
Vuela que te vuela, recorrieron millares de leguas, traspasando los montes y lanzándose sobre el mar que brillaba bajo la luna. Al cabo de algunos días de aquel viaje fantástico, dieron visita a una isla. Allí el pájaro aterrizó y apenas Sentaro hubo bajado a tierra, se empequeñeció y volvió a ser la hoja de papel de antes. El hombre lo plegó y se lo metió en el bolsillo.
Próximo al lugar donde había aterrizado, se levantaba una hermosa y próspera ciudad; todos los habitantes parecían acomodados y jóvenes, pero tenían una expresión de profunda melancolía en la mirada. Asombrado, Sentaro detuvo a algunos de ellos y les preguntó por qué estaban tan tristes.
-Estamos cansados de vivir en este país donde nunca se muere- le contestaron todos sin excepción.
-¡Qué tontos! Pensó el hombre. Son felices y no lo saben. Este es precisamente el país que me irá bien.
Adquirió una hermosa casita rodeada de jardín y allí pasó algunos años dichosos de verdad, la muerte no lo atormentaba ya y sabía que seguiría viviendo así por una eternidad. Reíase de sus vecinos, que por el contrarío , deseaban ardientemente morir. Estos trataban de procurarse la muerte por todos los medios: se fatigaban andando, saltando y corriendo más allá de sus fuerzas; pasaban repentinamente del calor al frío y viceversa ; comían manjares indigestos, y alguna vez incluso lograban obtener a escondidas y tomar poderosos venenos. Pero siempre en vano. Todo lo que en el mundo de los mortales los habría llevado a la muerte en poco tiempo, allí parecía producir el efecto opuesto, y tras las fatigas, tras los manjares indigestos, tras los mismos venenos, los infortunados habitantes sentíanse mejor que antes; allí nada de afecciones cardíacas, nada de pulmonías, nada de congestiones cerebrales, nada de mal e hígado... ¡nada, absolutamente nada!
Así pasaron cien años, y doscientos y, poco a poco Sentaro, se dio cuenta de que ya no era tan feliz. Aquella vida siempre igual y monótona empezaba a enojarle y muy pronto también él tenía en los ojos aquella expresión de fatiga y de melancolía que tanto le asombraba a su arribo a la isla. La añoranza de la patria y de la casa lejana le asaltó y no le daba tregua; pronto aborreció aquella isla que un tiempo le parecía feliz, y llegó a encontrar insoportable la eternidad que en ella se gozaba. Ahora pensaba que al fin y al cabo era hermoso morir, cerrar los ojos pensando en un eterno reposo.
Un día más triste y descorazonado que de costumbre, se echó de hinojos sobre la playa e invocó a Jofuku, pidiéndole la gracia de poder retornar a su país.
Apenas había formulado la plegaria, cuando del bolsillo, donde la metiera doscientos años antes, le cayo la hoja de papel. Al tocar el suelo, la hoja comenzó a ensancharse a alargarse hasta que volvió a tomar la forma de un enorme pájaro de alas inmensas. Sentaro, feliz, montó en él y el ave hendió el aire en un vuelo rápido que lo llevó a través del mar.
El viaje duro ocho días y ocho noches; al día noveno estalló una horrible tempestad . Cielo y mar parecían animados de una cólera satánica. Las olas se encrespaban hasta casi tocar las nubes, y de lo alto caía una lluvia torrencial . Desgraciadamente sucedió lo que era de esperar . El pájaro milagroso era de papel y aquel diluvio lo dañó gravemente; se reblandeció, las alas se plegaban, hasta que se precipitó en los abismos marinos arrastrando consigo a su pasajero. Sentaro comprendió que iba a llegar su última hora y aunque pocos minutos antes hubiese deseado tanto la muerte, en aquel momento no pudo contener un grito de horror.
-¡No quiero morir!- grito.
Aquel grito fue repetido pos los ecos cada vez más fuerte , cada vez más angustioso. Sentaro abrió los ojos y se halló tendido en el suelo en el templo de Jofuku, a los pies de la imagen del Dios. Todo había sido un sueño. Pero aquel sueño le había enseñado muchas cosas; le había hecho comprender que eternidad no significa felicidad, y cuán débil es la naturaleza humana, , que en un momento desea vivir y un momento después morir. Por eso se puso en pie, se inclinó ante la estatua de Jofuku, y le dio las gracias por haberle inspirado aquel sueño admonitorio; luego más sereno y tranquilo tomó el camino de su casa.
Dicho y hecho; partió, y tras algunos días de duro camino a través de una región abrupta y salvaje, llegó al templo. Allí se prosternó a los pies de la enorme estatua del dios, orando con toda el alma. Rezó horas y horas sin cansarse, golpeándose el pecho y llorando. Entre tanto caía la noche, oscura y tormentosa. A lo lejos retumbaba el trueno, el viento silbaba siniestramente por los barrancos, la lluvia caía a torrentes sobre el tejado del templo.
Sentaro no se daba cuenta de nada y continuaba elevando al dios su ardiente plegaria. Mas he aquí que en un momento dado las luces que ardían ante el altar dieron un vivísimo destello, la estatua del dios movió los ojos, levantó un brazo y habló.
-Sentaro, tu deseo- dijo con voz de trueno- es presuntuoso. Todos los hombres deben morir. Pero quiero contentarte; te enviaré al país de la vida eterna.
Tendió a Sentaro en una hoja de papel. El hombre la cogió mecánicamente y de repente aquella hoja se agrando por arte de magia, tomando la forma de un inmenso pájaro. Sentaro saltó a su grupa, y el pájaro voló raudamente, elevándose entre las nubes.
Vuela que te vuela, recorrieron millares de leguas, traspasando los montes y lanzándose sobre el mar que brillaba bajo la luna. Al cabo de algunos días de aquel viaje fantástico, dieron visita a una isla. Allí el pájaro aterrizó y apenas Sentaro hubo bajado a tierra, se empequeñeció y volvió a ser la hoja de papel de antes. El hombre lo plegó y se lo metió en el bolsillo.
Próximo al lugar donde había aterrizado, se levantaba una hermosa y próspera ciudad; todos los habitantes parecían acomodados y jóvenes, pero tenían una expresión de profunda melancolía en la mirada. Asombrado, Sentaro detuvo a algunos de ellos y les preguntó por qué estaban tan tristes.
-Estamos cansados de vivir en este país donde nunca se muere- le contestaron todos sin excepción.
-¡Qué tontos! Pensó el hombre. Son felices y no lo saben. Este es precisamente el país que me irá bien.
Adquirió una hermosa casita rodeada de jardín y allí pasó algunos años dichosos de verdad, la muerte no lo atormentaba ya y sabía que seguiría viviendo así por una eternidad. Reíase de sus vecinos, que por el contrarío , deseaban ardientemente morir. Estos trataban de procurarse la muerte por todos los medios: se fatigaban andando, saltando y corriendo más allá de sus fuerzas; pasaban repentinamente del calor al frío y viceversa ; comían manjares indigestos, y alguna vez incluso lograban obtener a escondidas y tomar poderosos venenos. Pero siempre en vano. Todo lo que en el mundo de los mortales los habría llevado a la muerte en poco tiempo, allí parecía producir el efecto opuesto, y tras las fatigas, tras los manjares indigestos, tras los mismos venenos, los infortunados habitantes sentíanse mejor que antes; allí nada de afecciones cardíacas, nada de pulmonías, nada de congestiones cerebrales, nada de mal e hígado... ¡nada, absolutamente nada!
Así pasaron cien años, y doscientos y, poco a poco Sentaro, se dio cuenta de que ya no era tan feliz. Aquella vida siempre igual y monótona empezaba a enojarle y muy pronto también él tenía en los ojos aquella expresión de fatiga y de melancolía que tanto le asombraba a su arribo a la isla. La añoranza de la patria y de la casa lejana le asaltó y no le daba tregua; pronto aborreció aquella isla que un tiempo le parecía feliz, y llegó a encontrar insoportable la eternidad que en ella se gozaba. Ahora pensaba que al fin y al cabo era hermoso morir, cerrar los ojos pensando en un eterno reposo.
Un día más triste y descorazonado que de costumbre, se echó de hinojos sobre la playa e invocó a Jofuku, pidiéndole la gracia de poder retornar a su país.
Apenas había formulado la plegaria, cuando del bolsillo, donde la metiera doscientos años antes, le cayo la hoja de papel. Al tocar el suelo, la hoja comenzó a ensancharse a alargarse hasta que volvió a tomar la forma de un enorme pájaro de alas inmensas. Sentaro, feliz, montó en él y el ave hendió el aire en un vuelo rápido que lo llevó a través del mar.
El viaje duro ocho días y ocho noches; al día noveno estalló una horrible tempestad . Cielo y mar parecían animados de una cólera satánica. Las olas se encrespaban hasta casi tocar las nubes, y de lo alto caía una lluvia torrencial . Desgraciadamente sucedió lo que era de esperar . El pájaro milagroso era de papel y aquel diluvio lo dañó gravemente; se reblandeció, las alas se plegaban, hasta que se precipitó en los abismos marinos arrastrando consigo a su pasajero. Sentaro comprendió que iba a llegar su última hora y aunque pocos minutos antes hubiese deseado tanto la muerte, en aquel momento no pudo contener un grito de horror.
-¡No quiero morir!- grito.
Aquel grito fue repetido pos los ecos cada vez más fuerte , cada vez más angustioso. Sentaro abrió los ojos y se halló tendido en el suelo en el templo de Jofuku, a los pies de la imagen del Dios. Todo había sido un sueño. Pero aquel sueño le había enseñado muchas cosas; le había hecho comprender que eternidad no significa felicidad, y cuán débil es la naturaleza humana, , que en un momento desea vivir y un momento después morir. Por eso se puso en pie, se inclinó ante la estatua de Jofuku, y le dio las gracias por haberle inspirado aquel sueño admonitorio; luego más sereno y tranquilo tomó el camino de su casa.
martes, 17 de marzo de 2009
La gran cacería de Miyako
En el bosque se extendía leguas y leguas a través de la provincia de Settsee, resonaban los cuernos de caza, los ladridos de los perros, la gritería de los cazadores y el relinchar de los caballos. El poderoso Miyako estaba cazando. Durante tres días y tres noches sin descanso, la gran cacería agitó aquellos parajes, matando o capturando a todos los animales grandes y pequeños que vivían en aquel bosque secular.
Yasuma, el joven leñador que habitaba en una cabaña en el centro de un claro, oía aquel ruido y sufría. Amaba a los animales del bosque, pues todos eran amigos suyos, y odiaba a aquellos hombres malos y crueles que, por puro pasatiempo, los exterminaban sin piedad. Al anochecer del tercer día, abriose la puerta de su cabaña, y en el umbral apareció temblorosa de espanto una hermosa zorra blanca.
-Escóndeme, te lo ruego- dijo con voz insegura el bello animal, juntando las manos en acción de implorar.
Yasuma la escondió con cuidado: la cacería pasó de largo entre relinchos de caballo y ladrar de perros y hasta que el último eco de aquel estruendo se perdió a lo lejos, la zorra no abandonó s escondite. Y¡ Oh maravilla!, se transformó en una bellísima muchacha de ojos negros y aterciopelados, cabellos sedosos y traje blanco y flotante.
-Soy la princesa Crisantemo- explicó al asombrado leñador-; mi madrina, que era una maga, me transmitió el don de poderme mudar en un animal cualquiera, cuando así lo deseo. Ayer se me ocurrió la idea de transformarme en zorra y participar en la cacería, no como cazadora, que es lo que suelo hacer, sino como animal salvaje ¡Que cosa más horrible! ¡Cuánto he sufrido! Me he jurado a mí misma no cazar más y prohibir a mis vasallos que los hagan, ya que no quiero que las pobres bestezuelas sufran lo que yo he sufrido. De no haber sido por tu bondad, a estas horas estaría despedazada por los perros. Ven a mi castillo; te ofrezco mi mano y mis riquezas, para que compartamos todo.
Así pues el joven leñador fue príncipe, más no se ensoberbeció en modo alguno por ello; siguió siendo modesto y sencillo como cuando habitaba aquella mísera cabaña del bosque y, como entonces, estuvo siempre pronto a socorrer a los pobres seres sin defensa contra la prepotencia de los más fuertes.
Yasuma, el joven leñador que habitaba en una cabaña en el centro de un claro, oía aquel ruido y sufría. Amaba a los animales del bosque, pues todos eran amigos suyos, y odiaba a aquellos hombres malos y crueles que, por puro pasatiempo, los exterminaban sin piedad. Al anochecer del tercer día, abriose la puerta de su cabaña, y en el umbral apareció temblorosa de espanto una hermosa zorra blanca.
-Escóndeme, te lo ruego- dijo con voz insegura el bello animal, juntando las manos en acción de implorar.
Yasuma la escondió con cuidado: la cacería pasó de largo entre relinchos de caballo y ladrar de perros y hasta que el último eco de aquel estruendo se perdió a lo lejos, la zorra no abandonó s escondite. Y¡ Oh maravilla!, se transformó en una bellísima muchacha de ojos negros y aterciopelados, cabellos sedosos y traje blanco y flotante.
-Soy la princesa Crisantemo- explicó al asombrado leñador-; mi madrina, que era una maga, me transmitió el don de poderme mudar en un animal cualquiera, cuando así lo deseo. Ayer se me ocurrió la idea de transformarme en zorra y participar en la cacería, no como cazadora, que es lo que suelo hacer, sino como animal salvaje ¡Que cosa más horrible! ¡Cuánto he sufrido! Me he jurado a mí misma no cazar más y prohibir a mis vasallos que los hagan, ya que no quiero que las pobres bestezuelas sufran lo que yo he sufrido. De no haber sido por tu bondad, a estas horas estaría despedazada por los perros. Ven a mi castillo; te ofrezco mi mano y mis riquezas, para que compartamos todo.
Así pues el joven leñador fue príncipe, más no se ensoberbeció en modo alguno por ello; siguió siendo modesto y sencillo como cuando habitaba aquella mísera cabaña del bosque y, como entonces, estuvo siempre pronto a socorrer a los pobres seres sin defensa contra la prepotencia de los más fuertes.
El dragón negro
El mikado había enfermado gravemente de una misteriosa dolencia, que ningún medico lograba curar. Los gentilhombres, que velaban a su señor noche y día, notaron que, al filo de la medianoche, el enfermo empezaba a lamentarse, como si sufriese atrozmente, y continuaba así hasta las primeras luces del alba. Cierta noche, además un jardinero que se había quedado en el parque de palacio más de lo que solía, al dar las doce vio elevarse del bosque vecino una inmensa nube negra que, planeando lentamente a través del aire terso de la noche, fue a posarse sobre el tejado del pabellón central del alcázar, donde dormía el Mikado. Corrió al momento a contar lo sucedido, y toda la gente se conmovió; seguramente se trataba de un monstruo que con su maléfico influjo, traía la muerte al poderoso soberano. Todo el mundo estuvo de acuerdo en decir que era necesario matar al extraño ser. Mas ¿Quién lograría hacerlo? Era aquello una empresa sobremanera ardua.
Finalmente, tras prolongada discusión , la elección recayó en el valeroso Yorimasa, de la familia de los minamoto, el más hábil guerrero no sólo del Japón sino del mundo entero.
Yorimasa se puso su reluciente armadura y cogió su arco infalible; luego bajó resueltamente al jardín del palacio, donde permaneció en espera del monstruo.
La noche poco a poco, envolvió el mundo con su manto tachonado de estrellas,; una luna argéntea elevose por el cielo, enviando sus rayos a la tierra. Y he aquí que el primer toque de la medianoche resonó lúgubre en lontananza. Entonces, la nube negra y amenazadora apareció como una mancha de tinta sobre el terso firmamento y fue a posarse sobre el tejado del lacio. Yorimasa lo miró fijamente y vio que tenía la forma de un dragón enorme con cabeza de mino, el cuerpo de tigre y la cola de serpiente. Tendió el arco, apuntó con calma, firme el brazo y seguro el ojo, y disparó la aguzada flecha. La tierra tembló y con un horrible aullido el cuerpo inmenso del monstruo se desplomó sin vida.
Destruido aquél, el Mikado se restableció completamente y recompensó al héroe que lo había librado del maleficio.
Finalmente, tras prolongada discusión , la elección recayó en el valeroso Yorimasa, de la familia de los minamoto, el más hábil guerrero no sólo del Japón sino del mundo entero.
Yorimasa se puso su reluciente armadura y cogió su arco infalible; luego bajó resueltamente al jardín del palacio, donde permaneció en espera del monstruo.
La noche poco a poco, envolvió el mundo con su manto tachonado de estrellas,; una luna argéntea elevose por el cielo, enviando sus rayos a la tierra. Y he aquí que el primer toque de la medianoche resonó lúgubre en lontananza. Entonces, la nube negra y amenazadora apareció como una mancha de tinta sobre el terso firmamento y fue a posarse sobre el tejado del lacio. Yorimasa lo miró fijamente y vio que tenía la forma de un dragón enorme con cabeza de mino, el cuerpo de tigre y la cola de serpiente. Tendió el arco, apuntó con calma, firme el brazo y seguro el ojo, y disparó la aguzada flecha. La tierra tembló y con un horrible aullido el cuerpo inmenso del monstruo se desplomó sin vida.
Destruido aquél, el Mikado se restableció completamente y recompensó al héroe que lo había librado del maleficio.
lunes, 16 de marzo de 2009
Los bandoleros de la montaña
En los abruptos flancos del monte Oyé, cuya cumbre tempestuosa se escondía entre las nubes, abríase una caverna inmensa, hecha d grandes peñascos, cascadas tumultuosas, abismos sin fondo y horribles ecos, donde habitaba una cuadrilla de bandoleros de ojos feroces, negras barbazas y brazos fuertes nudosos.
Todas las noches descendían en tropel, aullando como demonios, a la ciudad de Kyoto y allí saqueaban y cometían asesinatos; luego regresaban al despuntar el alba, con el botín , a su guarida, donde nadie habría logrado penetrar jamás. Muchos guerreros, entre los más valerosos habían partido hacia la montaña maldita con el propósito de exterminar a los bandidos en su propia cueva, pero ninguno de ellos había vuelto. Entre tanto, Kyoto, un tiempo ciudad risueña y pacífica, vivía en el terror.
Por último, el Mikado, deseando poner fin a semejante estado de cosas, mandó llamar al más célebre guerrero del Japón, el terrible Raiko, y le ordenó que, jugándose el todo por el todo, liberara a la ciudad de aquella pesadilla.
Raiko, que además de esforzado guerrero era hombre astuto y sagaz, rehusó el ofrecimiento que le hiciera el Mikado de poner a su disposición un ejército entero de soldados para exterminar a los bandidos. Como compañeros de la ardua empresa sólo quiso cinco samuráis amigos suyos, a los que disfrazó de peregrinos; luego, se cubrió él también con un tosco sayal, se puso a la cabeza del grupo y partió.
Los seis falsos romeros llegaron al pie del monte Oyé, emprendieron la ascensión; pero la aventura se presentaba más difícil de lo que se había pensado . Allí no hallaron señal del sendero, ni árboles ni maleza, sólo rocas abruptas que se alzaban como agujas hacia el cielo, paredes escarpadas, despeñaderos por los que se precipitaban ruidosamente siniestras cascadas espumeantes. Negros nubarrones planeaban en el cielo como aves de mal agüero, interceptando los rayos del sol y descendiendo de cuando en cuando hasta envolver a veces a los viandantes. En medio de aquella niebla oscura y flotante, los guerreros para no extraviarse, se llamaban unos a otros angustiosamente y sus voces, repetidas por los ecos, parecían lamentos de moribundos.
Por fin, al cabo de horas y horas de camino, arriesgando la vida a cada minuto , evitando a duras penas los precipicios que se abrían ávidos bajo sus pies, los falsos peregrinos llegaron ante la poco hospitalaria morada. Raiko llamó a la puerta de hierro que daba acceso a la gruta y pidió refugio para aquella noche. Les hicieron entrar. Los bandidos estaban a la mesa ante un buey entero asado; las inmensas bóvedas de la caverna devolvían los ecos de sus risotadas satánicas y de sus aullidos de fiera.
-Gracias por la hospitalidad, buenos señores- dijo Raiko, avanzando hacia el que parecía el jefe de a banda. Nosotros, los peregrinos, somos pobres y lo único que os podemos ofrecer es este odre de saké.
Y diciendo esto, puso en medio de la mesa un odre lleno de oloroso licor. Los bandidos se abalanzaron ávidamente sobre el recipiente, del que sacaron licor para todos con cucharones de oro macizo. Pero Raiko había mezclado en la bebida un poderoso veneno, de modo que, al cabo de pocos minutos, todos aquellos hombretones yacían inmóviles sobre el pavimento, inmersos en el sueño de la muerte.
Entonces los ecos repitieron los gritos de alegría de los samuráis que , sacando las relucientes espadas que llevaban ocultas debajo de los sayales, contaron la cabezas de los bandidos y con aquellos sangrientos trofeos regresaron a la ciudad, siendo acogidos en triunfo.
Todas las noches descendían en tropel, aullando como demonios, a la ciudad de Kyoto y allí saqueaban y cometían asesinatos; luego regresaban al despuntar el alba, con el botín , a su guarida, donde nadie habría logrado penetrar jamás. Muchos guerreros, entre los más valerosos habían partido hacia la montaña maldita con el propósito de exterminar a los bandidos en su propia cueva, pero ninguno de ellos había vuelto. Entre tanto, Kyoto, un tiempo ciudad risueña y pacífica, vivía en el terror.
Por último, el Mikado, deseando poner fin a semejante estado de cosas, mandó llamar al más célebre guerrero del Japón, el terrible Raiko, y le ordenó que, jugándose el todo por el todo, liberara a la ciudad de aquella pesadilla.
Raiko, que además de esforzado guerrero era hombre astuto y sagaz, rehusó el ofrecimiento que le hiciera el Mikado de poner a su disposición un ejército entero de soldados para exterminar a los bandidos. Como compañeros de la ardua empresa sólo quiso cinco samuráis amigos suyos, a los que disfrazó de peregrinos; luego, se cubrió él también con un tosco sayal, se puso a la cabeza del grupo y partió.
Los seis falsos romeros llegaron al pie del monte Oyé, emprendieron la ascensión; pero la aventura se presentaba más difícil de lo que se había pensado . Allí no hallaron señal del sendero, ni árboles ni maleza, sólo rocas abruptas que se alzaban como agujas hacia el cielo, paredes escarpadas, despeñaderos por los que se precipitaban ruidosamente siniestras cascadas espumeantes. Negros nubarrones planeaban en el cielo como aves de mal agüero, interceptando los rayos del sol y descendiendo de cuando en cuando hasta envolver a veces a los viandantes. En medio de aquella niebla oscura y flotante, los guerreros para no extraviarse, se llamaban unos a otros angustiosamente y sus voces, repetidas por los ecos, parecían lamentos de moribundos.
Por fin, al cabo de horas y horas de camino, arriesgando la vida a cada minuto , evitando a duras penas los precipicios que se abrían ávidos bajo sus pies, los falsos peregrinos llegaron ante la poco hospitalaria morada. Raiko llamó a la puerta de hierro que daba acceso a la gruta y pidió refugio para aquella noche. Les hicieron entrar. Los bandidos estaban a la mesa ante un buey entero asado; las inmensas bóvedas de la caverna devolvían los ecos de sus risotadas satánicas y de sus aullidos de fiera.
-Gracias por la hospitalidad, buenos señores- dijo Raiko, avanzando hacia el que parecía el jefe de a banda. Nosotros, los peregrinos, somos pobres y lo único que os podemos ofrecer es este odre de saké.
Y diciendo esto, puso en medio de la mesa un odre lleno de oloroso licor. Los bandidos se abalanzaron ávidamente sobre el recipiente, del que sacaron licor para todos con cucharones de oro macizo. Pero Raiko había mezclado en la bebida un poderoso veneno, de modo que, al cabo de pocos minutos, todos aquellos hombretones yacían inmóviles sobre el pavimento, inmersos en el sueño de la muerte.
Entonces los ecos repitieron los gritos de alegría de los samuráis que , sacando las relucientes espadas que llevaban ocultas debajo de los sayales, contaron la cabezas de los bandidos y con aquellos sangrientos trofeos regresaron a la ciudad, siendo acogidos en triunfo.
El crisantemo blanco y el crisantemo amarillo
Hace muchos, muchísimos años, crecían en un prado, uno al lado de otro, dos crisantemos: uno era blanco y el otro amarillo. Ambos se querían bien y habían jurado no separarse jamás por razón alguna.
Un día un viejo jardinero reparó en ellos y quedose admirado ante la flor amarilla.
-Jamás he visto flor tan hermosa como tú- le dijo- y si tú quieres te llevaré a mi jardín, donde te cuidaré con amor y haré que te vuelvas más hermosa aún.
Al oír tales palabras , el crisantemo se llenó de orgullo y, olvidando el afecto que había jurado al hermano blanco, se avino a seguir al anciano.
Cuando el crisantemo amarillo y el jardinero se hubieran marchado, el pobre crisantemo blanco, al verse solo, echose a llorar.
-Ha bastado un cumplido para borrarme del corazón de mi ingrato hermano-murmuraba, mientras un copioso llanto resbalaba por sus cándidos pétalos. Bien se ve que soy feo y repelente , ya que el jardinero que admiraba a mi hermano no se ha dignado ni siquiera a mirarme. A estos pensamientos los sollozos redoblaban y las lágrimas regaban la tierra, formando un extenso charco.
Transcurrían los días y el crisantemo amarillo se hacía cada vez más bello en el jardín del hombre; nadie hubiese reconocido en aquella flor refinada y aristocrática a una sencilla florcita campestre. Su tallo era ahora más alto y robusto, sus aterciopelados pétalos habían cobrado una morbidez y una suavidad que le daban un aspecto irreal. Y el crisantemo, consciente de su belleza, erguíase arrogante y engreído, mirando con desprecio a sus semejantes y creyéndose la joya de la creación. Cuando recordaba su vida en el prado y a su mísero compañero de juventud, no podía dejar de sentir un escalofrío de horror y a la vez disgusto.
Un día visitó el jardín un noble señor que pertenecía a la corte.
-Debo regalar un crisantemo al emperador- dijo al jardinero; ¿tenéis alguno lo bastante hermoso para ser digno de él?
Con gran satisfacción el jardinero le mostró el crisantemo amarillo del que tan orgulloso estaba; pero el noble caballero frunció el ceño y dijo, con cierto desdén:
-No, no me gusta; lo preferiría blanco.
Un murmullo de asombro recorrió las flores del jardín al oír aquellas palabras; el crisantemo humillado y confuso, inclinó la cabeza con un suspiro.
El noble visitó a todos los jardineros de la ciudad, pero no lograba hallar la flor que deseaba. Las vio de todas las especies y de todos los colores, pero ninguna, en su opinión, era digna del emperador.
Sucedió que un día, hallándose en el campo, descubrió en el prado al crisantemo blanco, el cual, a fuerza de llorar, había lavado tan bien sus pétalos con lágrimas, que su blancura era deslumbrante. El noble se detuvo ante la flor y, contemplándola admirado, exclamó:
-¡He aquí la flor que me conviene!-
La tomo y la mando al emperador. Este se entusiasmo con el obsequio; regaló a su vez, al donador un feudo como premio; luego transplantó el crisantemo en su jardín. Quiso cuidarle él mismo, y se pasaba la mayor parte del día ante la flor en muda admiración. Todos los cortesanos tenían palabras de elogio para el crisantemo amado de su señor; todas las damas alababan su perfume; los poetas le cantaban, los pintores la retrataban. Y la pobre florecilla del campo se encontró de improviso en el centro de la admiración de todo el imperio.
¿Y la flor amarilla? Desde El día en que el noble habíala despreciado, había enfermado gravemente; sus pétalos perdieron el color, se desdoblaron, y una mañana, el viejo jardinero la halló marchita en el suelo.
Un día un viejo jardinero reparó en ellos y quedose admirado ante la flor amarilla.
-Jamás he visto flor tan hermosa como tú- le dijo- y si tú quieres te llevaré a mi jardín, donde te cuidaré con amor y haré que te vuelvas más hermosa aún.
Al oír tales palabras , el crisantemo se llenó de orgullo y, olvidando el afecto que había jurado al hermano blanco, se avino a seguir al anciano.
Cuando el crisantemo amarillo y el jardinero se hubieran marchado, el pobre crisantemo blanco, al verse solo, echose a llorar.
-Ha bastado un cumplido para borrarme del corazón de mi ingrato hermano-murmuraba, mientras un copioso llanto resbalaba por sus cándidos pétalos. Bien se ve que soy feo y repelente , ya que el jardinero que admiraba a mi hermano no se ha dignado ni siquiera a mirarme. A estos pensamientos los sollozos redoblaban y las lágrimas regaban la tierra, formando un extenso charco.
Transcurrían los días y el crisantemo amarillo se hacía cada vez más bello en el jardín del hombre; nadie hubiese reconocido en aquella flor refinada y aristocrática a una sencilla florcita campestre. Su tallo era ahora más alto y robusto, sus aterciopelados pétalos habían cobrado una morbidez y una suavidad que le daban un aspecto irreal. Y el crisantemo, consciente de su belleza, erguíase arrogante y engreído, mirando con desprecio a sus semejantes y creyéndose la joya de la creación. Cuando recordaba su vida en el prado y a su mísero compañero de juventud, no podía dejar de sentir un escalofrío de horror y a la vez disgusto.
Un día visitó el jardín un noble señor que pertenecía a la corte.
-Debo regalar un crisantemo al emperador- dijo al jardinero; ¿tenéis alguno lo bastante hermoso para ser digno de él?
Con gran satisfacción el jardinero le mostró el crisantemo amarillo del que tan orgulloso estaba; pero el noble caballero frunció el ceño y dijo, con cierto desdén:
-No, no me gusta; lo preferiría blanco.
Un murmullo de asombro recorrió las flores del jardín al oír aquellas palabras; el crisantemo humillado y confuso, inclinó la cabeza con un suspiro.
El noble visitó a todos los jardineros de la ciudad, pero no lograba hallar la flor que deseaba. Las vio de todas las especies y de todos los colores, pero ninguna, en su opinión, era digna del emperador.
Sucedió que un día, hallándose en el campo, descubrió en el prado al crisantemo blanco, el cual, a fuerza de llorar, había lavado tan bien sus pétalos con lágrimas, que su blancura era deslumbrante. El noble se detuvo ante la flor y, contemplándola admirado, exclamó:
-¡He aquí la flor que me conviene!-
La tomo y la mando al emperador. Este se entusiasmo con el obsequio; regaló a su vez, al donador un feudo como premio; luego transplantó el crisantemo en su jardín. Quiso cuidarle él mismo, y se pasaba la mayor parte del día ante la flor en muda admiración. Todos los cortesanos tenían palabras de elogio para el crisantemo amado de su señor; todas las damas alababan su perfume; los poetas le cantaban, los pintores la retrataban. Y la pobre florecilla del campo se encontró de improviso en el centro de la admiración de todo el imperio.
¿Y la flor amarilla? Desde El día en que el noble habíala despreciado, había enfermado gravemente; sus pétalos perdieron el color, se desdoblaron, y una mañana, el viejo jardinero la halló marchita en el suelo.
domingo, 15 de marzo de 2009
La gran cólera de la diosa del Sol
Había gran tumulto en la feliz mansión de los dioses: Suzano, el terrible dios de la tempestad se portaba mal de veras. Exuberante, tosco, torpe, grosero, cual aldeano que por vez primera baja a la ciudad, sentíase extraño entre aquellos áureos edificios, entre aquellos jardines de ensueño, entre aquellas delicadas nebulosas y aquellos evanescentes cometas. Lo derribaba todo a su paso, hollaba los delicados arriates, arrancaba los árboles perfumados, hacía desbordar los plateados ríos, desbarataba las estrellas y arruinaba los palacios divinos.
Todos los dioses estaban cansados de él, pero la más indignada era Amaterasu, la bellísima diosa del sol, que muy a menudo se peleaba con el terrible hermano.
Un día, tras una disputa más violenta que las de costumbre, roja de cólera, cerró los puños, y echando chispas por sus luminosos ojos, con voz enronquecida por la indignación, anunció su firme decisión d vivir oculta para siempre.
Dicho y hecho. Se retiró a su celeste morada de peñas, cerró herméticamente la puerta y desapareció de la vista de todo el mundo. Entonces el universo estuvo de luto. En el cielo y en la tierra ya no había luz ni calor, y se extendía por doquier, con su tupida cortina de tinieblas, una profunda noche eterna.
Los dioses, desesperados decidieron reunirse en la Vía Blanca como la leche, para celebrar consejo. Uno tras otro, a la jora fijada, andando a tientas a través de las tinieblas, llegaron al lugar de la cita. Cuando la asamblea estuvo completa. Ocho millones de dioses se hallaban en el camino celeste; y en aquélla oscuridad, densa como la del infierno, oíase un zumbido semejante al de un enjambre de moscas en pleno verano.
-¿Qué debemos hacer para obligar a la diosa del Sol a reaparecer?- preguntó entonces el rey de los Dioses.
A continuación tomó la palabra Taka-mi-misubi, el dios de la inteligencia y de la astucia.
-Quizá- dijo- la diosa aparecerá si oye cantar los gallos.
La propuesta del astuto dios fue acogida con vivos aplausos. Inmediatamente fueron izados largos caballetes sobre los cuales se colocaron mil caballos de plumaje abigarrado y voz tonante. A una señal, las aves se echaron a cantar a grito pelado, mientras a su alrededor los dioses aguantaban la respiración en espera de la reaparición de Amaterasu.
Pero las tinieblas no fueron surcadas por ningún rayo luminoso y la puerta de la caverna se mantuvo herméticamente cerrada.
Taka-mi-misubi habló entonces de nuevo:
Amaterasu, antes que diosa, es mujer- dijo- y, como todas las mujeres, es ambiciosa, curiosa y celosa. Explotemos estas características femeninas en nuestro beneficio.
En seguida el dios fabricante preparó un estupendo espejo e hizo magnificas alhajas. Los otros dioses trajeron también espléndidos dones: brocados, telas hechas con alas de mariposa, sombrillas vaporosas de abigarrados papeles, chales multicolores cintas leves y suaves, velos, blondas, etc. Todo lo cual fue puesto convenientemente frente a la gruta de la diosa. Al lado de estos espléndidos obsequios, fue colocada una tarima, sobre la cual púsose a danzar con alígera gracia la diosa Uzume. Las otras divinidades admiraban sus graciosos movimientos y aplaudían con entusiasmo sus piruetas.
Amaterasu, desde el fondo de su morada oyó aquellos ruidos y aplausos y muy pronto se sintió picada por la curiosidad.
-¿Qué será lo que tanto les divierte?- se preguntaba , ansiosa. ¡Parece que mi ausencia no los entristece!
Llevada por la curiosidad, entreabrió la puerta para echar una rápida ojeada a los de afuera; los demás dioses se dieron cuenta de ello y la diosa Uzume le dijo:
- Ven, Amaterasu, ven a participar de nuestra alegría. Acaba de llegar entre nosotros una nueva diosa, más bella y resplandeciente que tú.
A tales palabras, la curiosidad de la divina prisionera mudose rápidamente en terribles celos. ¿Una nueva diosa? ¿Y más hermosa y resplandeciente que ella? Abrió un poco más la puerta para ver a aquella terrible rival , y haciendo esto descubrió, reflejada en el espejo, su propia imagen. Un grito de sorpresa, seguido al instante por un suspiro de alivio: Amaterasu se había reconocido en el espejo.
Avanzó hacia el cristal, vistiose las estupendas telas, se adornó con las alhajas centellantes y sonrió. Su sonrisa, más hermosa y resplandeciente que antes, iluminó el mundo.
Entonces todos los dioses la rodearon, obsequiosos y reverentes. Luego todos juntos se encaminaron hacia la morada de Suzano como una avalancha, agarraron al terrible dios, le cortaron, la barba, le arrancaron las ganchudas uñas, que parecían garras y lo expulsaron, como merecía del cielo.
Desde entonces, radiante y benéfica, la luz del Sol resplandece sobre el universo sin oscurecer jamás.
Todos los dioses estaban cansados de él, pero la más indignada era Amaterasu, la bellísima diosa del sol, que muy a menudo se peleaba con el terrible hermano.
Un día, tras una disputa más violenta que las de costumbre, roja de cólera, cerró los puños, y echando chispas por sus luminosos ojos, con voz enronquecida por la indignación, anunció su firme decisión d vivir oculta para siempre.
Dicho y hecho. Se retiró a su celeste morada de peñas, cerró herméticamente la puerta y desapareció de la vista de todo el mundo. Entonces el universo estuvo de luto. En el cielo y en la tierra ya no había luz ni calor, y se extendía por doquier, con su tupida cortina de tinieblas, una profunda noche eterna.
Los dioses, desesperados decidieron reunirse en la Vía Blanca como la leche, para celebrar consejo. Uno tras otro, a la jora fijada, andando a tientas a través de las tinieblas, llegaron al lugar de la cita. Cuando la asamblea estuvo completa. Ocho millones de dioses se hallaban en el camino celeste; y en aquélla oscuridad, densa como la del infierno, oíase un zumbido semejante al de un enjambre de moscas en pleno verano.
-¿Qué debemos hacer para obligar a la diosa del Sol a reaparecer?- preguntó entonces el rey de los Dioses.
A continuación tomó la palabra Taka-mi-misubi, el dios de la inteligencia y de la astucia.
-Quizá- dijo- la diosa aparecerá si oye cantar los gallos.
La propuesta del astuto dios fue acogida con vivos aplausos. Inmediatamente fueron izados largos caballetes sobre los cuales se colocaron mil caballos de plumaje abigarrado y voz tonante. A una señal, las aves se echaron a cantar a grito pelado, mientras a su alrededor los dioses aguantaban la respiración en espera de la reaparición de Amaterasu.
Pero las tinieblas no fueron surcadas por ningún rayo luminoso y la puerta de la caverna se mantuvo herméticamente cerrada.
Taka-mi-misubi habló entonces de nuevo:
Amaterasu, antes que diosa, es mujer- dijo- y, como todas las mujeres, es ambiciosa, curiosa y celosa. Explotemos estas características femeninas en nuestro beneficio.
En seguida el dios fabricante preparó un estupendo espejo e hizo magnificas alhajas. Los otros dioses trajeron también espléndidos dones: brocados, telas hechas con alas de mariposa, sombrillas vaporosas de abigarrados papeles, chales multicolores cintas leves y suaves, velos, blondas, etc. Todo lo cual fue puesto convenientemente frente a la gruta de la diosa. Al lado de estos espléndidos obsequios, fue colocada una tarima, sobre la cual púsose a danzar con alígera gracia la diosa Uzume. Las otras divinidades admiraban sus graciosos movimientos y aplaudían con entusiasmo sus piruetas.
Amaterasu, desde el fondo de su morada oyó aquellos ruidos y aplausos y muy pronto se sintió picada por la curiosidad.
-¿Qué será lo que tanto les divierte?- se preguntaba , ansiosa. ¡Parece que mi ausencia no los entristece!
Llevada por la curiosidad, entreabrió la puerta para echar una rápida ojeada a los de afuera; los demás dioses se dieron cuenta de ello y la diosa Uzume le dijo:
- Ven, Amaterasu, ven a participar de nuestra alegría. Acaba de llegar entre nosotros una nueva diosa, más bella y resplandeciente que tú.
A tales palabras, la curiosidad de la divina prisionera mudose rápidamente en terribles celos. ¿Una nueva diosa? ¿Y más hermosa y resplandeciente que ella? Abrió un poco más la puerta para ver a aquella terrible rival , y haciendo esto descubrió, reflejada en el espejo, su propia imagen. Un grito de sorpresa, seguido al instante por un suspiro de alivio: Amaterasu se había reconocido en el espejo.
Avanzó hacia el cristal, vistiose las estupendas telas, se adornó con las alhajas centellantes y sonrió. Su sonrisa, más hermosa y resplandeciente que antes, iluminó el mundo.
Entonces todos los dioses la rodearon, obsequiosos y reverentes. Luego todos juntos se encaminaron hacia la morada de Suzano como una avalancha, agarraron al terrible dios, le cortaron, la barba, le arrancaron las ganchudas uñas, que parecían garras y lo expulsaron, como merecía del cielo.
Desde entonces, radiante y benéfica, la luz del Sol resplandece sobre el universo sin oscurecer jamás.
sábado, 14 de marzo de 2009
El mundo de los muertos
Izanagui e Izanami vivían felices en su pequeña isla. Pero un aciago día, la hermosa Izanami fue asaltada por una fiebre violenta y perniciosas y murió, ya que los dioses japoneses también podían morir.
La desesperación de Izanagui fue inmensa; el mundo, que hasta entonces le había parecido un jardín encantado, le pareció de pronto un lugar triste y tenebroso; las horas y las jornadas, que antes volaban alegremente, transcurrían ahora monótonas y sombrías. Para él las cosas habían perdido todo atractivo desde el momento en que desapareció de su vida la esposa adorada. De su pecho se escapaban frecuentes suspiros, de sus ojos divinos manaban copiosas lágrimas.
Al cabo de algunos días de profunda angustia, de insoportable dolor, tomó una decisión desesperada: descender al tenebroso reino de los infiernos, donde van todos los muertos, con la esperanza de volver a ver a Izanami y llevarla de nuevo a la luz del sol.
En la provincia de Izumo, había un valle solitario, rodeado de pinos negros y siniestros y recubiertos de rocas oscuras y salvajes, en cuyo centro se abría una misteriosa caverna. Aquélla era la entrad del infierno, y allí llegó un día el joven dios; más cuando iba a trasponer el tenebroso umbral, sintió miedo al instante. Alzó los ojos a¿ hacia el azul firmamento, desde donde sus divinos hermanos estaban contemplándole, atónitos ante su audacia; luego, alentado por las benévolas miradas de los dioses, penetró osadamente en la caverna.
Todo eran tinieblas allá bajo; todo silencio; pero el dios avanzaba intrépido con paso seguro. Así llegó guiado por la voz del corazón, hasta el palacio de la hermosa Izanami. Se paró junto a la puerta, sobremanera turbado. Y oyó entonces una voz dulcísima, la voz de la mujer amada que resonaba a través de la densa atmósfera infernal, llegando hasta él.
- ¡ Querido esposo! ¡Cuán contenta estoy de volverte a ver!
- Dulcísima Izanami, te lo ruego, muéstrate a mí y sígueme hacia el mundo que nosotros creamos. Allí germinan las flores, más coloreadas y olorosas que nuca, allí cantan los pájaros sus dulcísimos melodías, allí todo es alegría contigo, pero sin ti todo es dolor.
- Izanagui adorado- respondió ella con trémula voz. ¡ Con qué ansia deseo seguirte! Mas no puedo hacerlo sin el permiso de los dioses de las tinieblas.
- Corre, Izanami, corre a pedirles ese permiso; estoy seguro de que ninguno de ellos podrá negar nada a tu belleza.
- Lo intentare, esposo mío adorado. Mas tú espérame aquí con paciencia; prométeme formalmente que no harás nada por verme, antes de que sepas que he obtenido su consentimiento.}
- Lo prometo, querida, lo prometo.
Junto a la puerta del palacio, Izanagui aguardó lleno de esperanza, esperó largamente. El tiempo pasaba con lentitud desesperante. ¿ Permaneció allí minutos, horas, días meses? No hubiese podido decirlo. Acaso se trataba de minutos que parecían horas, o de horas que le parecían días.
Y entre tanto, los dulcísimos recuerdos del pasado se agolpaban en su mente. ¡ Oh cuán hermosa era su esposa n el momento, en que, radiante de amor y de felicidad, cruzaba el puente multicolor que atravesaba el espacio infinito! Volvió a ver la burbuja de espuma cómo se transformaba en tierra, revivía con el pensamiento las horas felices transcurridas en la isla venturosa. ¡ Oh, si pudiera volver a la amada Izanami, aunque fuese un breve instante!
Y no pudiendo resistir más a este angustioso deseo que se había apoderado de él, Izanagui, olvidando la promesa hecha, penetró en el palacio. Avanzaba a tientas a través de las tinieblas, profundas, sin distinguir nada. Al llegar a cierto punto, rompió un diente del peine que llevaba entre los cabellos y le prendió fuego. Durante un instante el infierno se iluminó con vivísima luz.
Mas ¡qué atroz espectáculo se ofreció a sus ojos! Izanami, que avanzaba hacia el , al primer resplandor cayó al suelo exánime y en un instante su hermosísimo cuerpo se deshizo, como abrazado por un fuego interior. De la dulcísimo diosa sólo quedaba el terrorífico esqueleto.
Izanagui, horrorizado, retrocedió, mientras un alarido inmenso, un alarido terrible, se levantaba hacia él desde la misteriosa profundidad del reino de los muertos. El dios se volvió y dioses a la fuga, mientras horribles monstruos y furias infernales se lanzaban en pos de él.
Izanagui corría sin tomar aliento, y sentía detrás de sí el galope de los monstruos y los horribles aullidos que emitían. Estaban ya a punto de tocarlo con sus espantosas garras ... Pero el dios, rápido como el pensamiento, arrojó hacia atrás la guirnalda de flores que coronaba su arrogante cabeza. Al caer, cada flor se transformó en un racimo de uva, y las furias se detuvieron para cebarse en ellos.
El alivio, empero, fue sólo de un momento, ya que los monstruos reanudaron casi inmediatamente la persecución. El dios se quitó el peine, lo rompió en mil pedazos y los arrojó detrás de sí. Los monstruos detuviéronse otra vez para devorar aquellos trozos, que se habían transformado, al caer, en brotes de bambú, en tanto el dios reanudaba su afanosa carrera hacia la luz, que empezaba a despuntar en lontananza.
Pero ya las furias habían reanudado su carrera y poco faltaba para que le alcanzaran; sus rugidos de alegría resonaban bajo la tétrica bóveda, y sus garras venenosas rozaban ya las carnes de Izanagui. El pobre fugitvo sintiose perdido; alzó los ojos al cielo en una postrera apelación a las divinidades celestiales; y haciendo esto, advirtió a un melocotonero, del que pendían tres frutos maduros. Cogerlos y arrojarlos a las malditas furias fue cosa de un instante. Aquéllas se detuvieron.
-Seréis frutos divinos- dijo entonces el dios, agradecido a los melocotones.
Luego, de un salto, salió de la caverna y removiendo una inmensa roca la puso delante de la abertura, cerrándola herméticamente. Desde aquel momento, el mundo de los muertos y el de los vivos quedaron definitivamente separados.
Fatigado, jadeante, cubierto de un sudor frío, Izanagui se encaminó hacia la isla Kyushu, por donde corría el Río de los Naranjos, y en cuyas límpidas y purificadoras aguas se bañó repetidamente. Entonces, de una gota de agua que le resbaló de la nariz, nació Suzano, el dios de la tempestades; de una gota que le cayó del ojo derecho nació Tsukino-Kani, el dios de la Luna; y de una gota que se le desprendió del ojo izquierdo, nació Amaterasu, la diosa del Sol.
La desesperación de Izanagui fue inmensa; el mundo, que hasta entonces le había parecido un jardín encantado, le pareció de pronto un lugar triste y tenebroso; las horas y las jornadas, que antes volaban alegremente, transcurrían ahora monótonas y sombrías. Para él las cosas habían perdido todo atractivo desde el momento en que desapareció de su vida la esposa adorada. De su pecho se escapaban frecuentes suspiros, de sus ojos divinos manaban copiosas lágrimas.
Al cabo de algunos días de profunda angustia, de insoportable dolor, tomó una decisión desesperada: descender al tenebroso reino de los infiernos, donde van todos los muertos, con la esperanza de volver a ver a Izanami y llevarla de nuevo a la luz del sol.
En la provincia de Izumo, había un valle solitario, rodeado de pinos negros y siniestros y recubiertos de rocas oscuras y salvajes, en cuyo centro se abría una misteriosa caverna. Aquélla era la entrad del infierno, y allí llegó un día el joven dios; más cuando iba a trasponer el tenebroso umbral, sintió miedo al instante. Alzó los ojos a¿ hacia el azul firmamento, desde donde sus divinos hermanos estaban contemplándole, atónitos ante su audacia; luego, alentado por las benévolas miradas de los dioses, penetró osadamente en la caverna.
Todo eran tinieblas allá bajo; todo silencio; pero el dios avanzaba intrépido con paso seguro. Así llegó guiado por la voz del corazón, hasta el palacio de la hermosa Izanami. Se paró junto a la puerta, sobremanera turbado. Y oyó entonces una voz dulcísima, la voz de la mujer amada que resonaba a través de la densa atmósfera infernal, llegando hasta él.
- ¡ Querido esposo! ¡Cuán contenta estoy de volverte a ver!
- Dulcísima Izanami, te lo ruego, muéstrate a mí y sígueme hacia el mundo que nosotros creamos. Allí germinan las flores, más coloreadas y olorosas que nuca, allí cantan los pájaros sus dulcísimos melodías, allí todo es alegría contigo, pero sin ti todo es dolor.
- Izanagui adorado- respondió ella con trémula voz. ¡ Con qué ansia deseo seguirte! Mas no puedo hacerlo sin el permiso de los dioses de las tinieblas.
- Corre, Izanami, corre a pedirles ese permiso; estoy seguro de que ninguno de ellos podrá negar nada a tu belleza.
- Lo intentare, esposo mío adorado. Mas tú espérame aquí con paciencia; prométeme formalmente que no harás nada por verme, antes de que sepas que he obtenido su consentimiento.}
- Lo prometo, querida, lo prometo.
Junto a la puerta del palacio, Izanagui aguardó lleno de esperanza, esperó largamente. El tiempo pasaba con lentitud desesperante. ¿ Permaneció allí minutos, horas, días meses? No hubiese podido decirlo. Acaso se trataba de minutos que parecían horas, o de horas que le parecían días.
Y entre tanto, los dulcísimos recuerdos del pasado se agolpaban en su mente. ¡ Oh cuán hermosa era su esposa n el momento, en que, radiante de amor y de felicidad, cruzaba el puente multicolor que atravesaba el espacio infinito! Volvió a ver la burbuja de espuma cómo se transformaba en tierra, revivía con el pensamiento las horas felices transcurridas en la isla venturosa. ¡ Oh, si pudiera volver a la amada Izanami, aunque fuese un breve instante!
Y no pudiendo resistir más a este angustioso deseo que se había apoderado de él, Izanagui, olvidando la promesa hecha, penetró en el palacio. Avanzaba a tientas a través de las tinieblas, profundas, sin distinguir nada. Al llegar a cierto punto, rompió un diente del peine que llevaba entre los cabellos y le prendió fuego. Durante un instante el infierno se iluminó con vivísima luz.
Mas ¡qué atroz espectáculo se ofreció a sus ojos! Izanami, que avanzaba hacia el , al primer resplandor cayó al suelo exánime y en un instante su hermosísimo cuerpo se deshizo, como abrazado por un fuego interior. De la dulcísimo diosa sólo quedaba el terrorífico esqueleto.
Izanagui, horrorizado, retrocedió, mientras un alarido inmenso, un alarido terrible, se levantaba hacia él desde la misteriosa profundidad del reino de los muertos. El dios se volvió y dioses a la fuga, mientras horribles monstruos y furias infernales se lanzaban en pos de él.
Izanagui corría sin tomar aliento, y sentía detrás de sí el galope de los monstruos y los horribles aullidos que emitían. Estaban ya a punto de tocarlo con sus espantosas garras ... Pero el dios, rápido como el pensamiento, arrojó hacia atrás la guirnalda de flores que coronaba su arrogante cabeza. Al caer, cada flor se transformó en un racimo de uva, y las furias se detuvieron para cebarse en ellos.
El alivio, empero, fue sólo de un momento, ya que los monstruos reanudaron casi inmediatamente la persecución. El dios se quitó el peine, lo rompió en mil pedazos y los arrojó detrás de sí. Los monstruos detuviéronse otra vez para devorar aquellos trozos, que se habían transformado, al caer, en brotes de bambú, en tanto el dios reanudaba su afanosa carrera hacia la luz, que empezaba a despuntar en lontananza.
Pero ya las furias habían reanudado su carrera y poco faltaba para que le alcanzaran; sus rugidos de alegría resonaban bajo la tétrica bóveda, y sus garras venenosas rozaban ya las carnes de Izanagui. El pobre fugitvo sintiose perdido; alzó los ojos al cielo en una postrera apelación a las divinidades celestiales; y haciendo esto, advirtió a un melocotonero, del que pendían tres frutos maduros. Cogerlos y arrojarlos a las malditas furias fue cosa de un instante. Aquéllas se detuvieron.
-Seréis frutos divinos- dijo entonces el dios, agradecido a los melocotones.
Luego, de un salto, salió de la caverna y removiendo una inmensa roca la puso delante de la abertura, cerrándola herméticamente. Desde aquel momento, el mundo de los muertos y el de los vivos quedaron definitivamente separados.
Fatigado, jadeante, cubierto de un sudor frío, Izanagui se encaminó hacia la isla Kyushu, por donde corría el Río de los Naranjos, y en cuyas límpidas y purificadoras aguas se bañó repetidamente. Entonces, de una gota de agua que le resbaló de la nariz, nació Suzano, el dios de la tempestades; de una gota que le cayó del ojo derecho nació Tsukino-Kani, el dios de la Luna; y de una gota que se le desprendió del ojo izquierdo, nació Amaterasu, la diosa del Sol.
La creación del mundo
En el principio de los tiempos, cuando la tierra todavía no existía y la líquida extensión del mar ocupaba, dueña absoluta, todo el globo, en la infinita bóveda azul del cielo habitaban los dioses inmortales. Eran éstos seres sobrenaturales, parecidos en su aspecto a los hombres, pero más majestuosos, más fuertes, más hermosos , sobre todo más poderosos.
Los dioses se aburrían terriblemente en lo alto de su sidérea morada, en aquella eternidad inmóvil y monótona, sin tiempo y sin espacio. Por esto, un buen día pensaron en crear el mundo. Se reunieron en el blanco camino que surcaba el firmamento con su alfombra de estrellas y decidieron confiar la importantísima tarea de la creación de la tierra a los dioses más jóvenes y hermosos; al dios Izanagui y a la diosa Izanami.
Ambos dioses se presentaron ante el mayestático consejo, Izanagui era joven y fuerte; llevaba largos cabellos ondulados y una abundante barba que le adornaba el soberbio rostro; vestía un manto oscuro de anchos pliegues flotantes y empuñaba una lanza de oro enriquecida con piedras preciosas.
Izanami semejaba una graciosa japonesita de grandes ojos asombrados, de hermosos cabellos, negros como el ala de un cuervo, que le caían sobre las espaldas, y de cuerpo ondulante envuelto en un amplio kimono blanco.
El rey de los dioses sonrió de orgullo al verlos , a aquella sonrisa, el cielo fue rasgado por lívidos relámpagos.
-Descended a las bajas esferas del universo- les dijo y desposaos según las antiguas leyes que gobiernan a los dioses. De vuestra unión nacerán hijos hermosísimos.
Dijo, y levantó en alto, sobre su cabeza coronada de nubes, el cetro fulgurante. De pronto apareció, partiendo de un solio de oro, un puente maravilloso en el que se entrelazaban todos los colores más vivos, el violeta, el turquí , el azul, el verde,, el amarillo, el anaranjado y el rojo; inmenso semicírculo tendido a través de los abismos siderales para unir el cielo al mundo.
Por aquel puente resplandeciente avanzaron los dos dioses radiantes, cogidos de la mano; y en el mismo centro del fantasmagórico arco, se detuvieron. Debajo de ellos se extendía el mar, deliciosamente azul, agitado sin tregua por pequeñas ondas plateadas.
Izanagui hundió la espada del centellante en el agua, agitándola en remolino. Entonces sucedió el primer milagro; cuando el dios la retiro goteante, destacose de ella una burbuja de espuma, la cual se espesó, se solidificó y se convirtió en tierra. Aquella fue la primera tierra bajo el vasto cielo; una tierra pequeñísima, rodeada de agua: la isla Onogoro.
Con la ligereza y la gracia propia de las gaviotas cuando se posan sobre un peñasco que se adentra en el océano , Izanagui e Izanami descendieron sobre la islita verde y risueña y miraron en torno suyo. Sus ojos soñadores reflejaban el encanto del paisaje. Todo era paz y silencio; sólo las hojas de los árboles en flor y un riachuelo de plata, que manaba límpido de una roca, unían sus voces en un canto melodioso. El corazón de los dioses desbordaba de felicidad.
La tímida Izanami volviese entonces hacía su compañero, que le pereció fuerte y hermoso como nunca y , conmovida, exclamó :
-Desposémonos, Izanagui.
Se desposaron y, al cabo de algún tiempo, les nació un hijo monstruoso; una especie de enorme sanguijuela, horrible de ver. Horrorizados, los esposos colocaron en el fondo de una balsa formada de juncos entrelazados y lo abandonaron a las olas. Al cabo de algún tiempo, Izanami dio a luz a un segundo hijo; una segunda desilusión para los padres; esta ves se trataba de una medusa espantosa.
Desolados, Izanagui e Izanami subieron a las altas esferas del firmamento para pedir a los otros dioses la explicación de aquel misterio.
-Nos prometisteis hijos hermosísimos- dijeron, ante las divinidades reunidas en la Vía Láctea. ¿ Cómo es que solo hemos tenido hijos monstruosos?
-Esto sucede- replicó el rey de los dioses, enojado- porque tú, Izanami, pediste a Izanagui que se desposara contigo, cuando sabes bien que, según las antiguas leyes de la moral corresponde al hombre pedir a la mujer en matrimonio. Desobedecisteis y habéis sido castigados.
Izanagui e Izanami suspiraron, vencidos; inclináronse hasta el suelo, y, abandonando el cielo, retornaron a su isla. La pobre diosa, avergonzada, triste, avanzaba con la cabeza gacha y los ojos bajos, sin decir palabra.
A pocos pasos de distancia caminaba el joven dios Izanagui; y también él sentíase naturalmente avergonzado y preocupado, pero, al andar, su mirada dio con su compañera que le precedía en el sendero y quedó como hechizado. ¡Oh, cuán bella era! Nunca la vio tan hermosa como aquel día. Los cabellos negros resbalaban graciosamente por sus espaldas y bajo su paso, armonioso como el de una ninfa, el suelo florecía.
Izanagui se le acercó rápido y le dijo con profunda dulzura:
-¿Quieres convertirte en mi esposa para siempre, Izanami?
A aquellas palabras, la diosa sonrió y su sonrisa iluminó el universo. Finalmente, las antiguas leyes habían sido respetadas; esta vez el hombre habó el primero de matrimonio. Los dioses, aplacados, mantuvieron su promesa y muy pronto la feliz pareja de esposos tuvo hijos bellísimos. Por efecto de ello nacieron las islas japonesas, con sus prados esplendentes, y sus jardines perfumados, con sus graciosas colinas y sus habitantes buenos y laboriosos.
Los dioses se aburrían terriblemente en lo alto de su sidérea morada, en aquella eternidad inmóvil y monótona, sin tiempo y sin espacio. Por esto, un buen día pensaron en crear el mundo. Se reunieron en el blanco camino que surcaba el firmamento con su alfombra de estrellas y decidieron confiar la importantísima tarea de la creación de la tierra a los dioses más jóvenes y hermosos; al dios Izanagui y a la diosa Izanami.
Ambos dioses se presentaron ante el mayestático consejo, Izanagui era joven y fuerte; llevaba largos cabellos ondulados y una abundante barba que le adornaba el soberbio rostro; vestía un manto oscuro de anchos pliegues flotantes y empuñaba una lanza de oro enriquecida con piedras preciosas.
Izanami semejaba una graciosa japonesita de grandes ojos asombrados, de hermosos cabellos, negros como el ala de un cuervo, que le caían sobre las espaldas, y de cuerpo ondulante envuelto en un amplio kimono blanco.
El rey de los dioses sonrió de orgullo al verlos , a aquella sonrisa, el cielo fue rasgado por lívidos relámpagos.
-Descended a las bajas esferas del universo- les dijo y desposaos según las antiguas leyes que gobiernan a los dioses. De vuestra unión nacerán hijos hermosísimos.
Dijo, y levantó en alto, sobre su cabeza coronada de nubes, el cetro fulgurante. De pronto apareció, partiendo de un solio de oro, un puente maravilloso en el que se entrelazaban todos los colores más vivos, el violeta, el turquí , el azul, el verde,, el amarillo, el anaranjado y el rojo; inmenso semicírculo tendido a través de los abismos siderales para unir el cielo al mundo.
Por aquel puente resplandeciente avanzaron los dos dioses radiantes, cogidos de la mano; y en el mismo centro del fantasmagórico arco, se detuvieron. Debajo de ellos se extendía el mar, deliciosamente azul, agitado sin tregua por pequeñas ondas plateadas.
Izanagui hundió la espada del centellante en el agua, agitándola en remolino. Entonces sucedió el primer milagro; cuando el dios la retiro goteante, destacose de ella una burbuja de espuma, la cual se espesó, se solidificó y se convirtió en tierra. Aquella fue la primera tierra bajo el vasto cielo; una tierra pequeñísima, rodeada de agua: la isla Onogoro.
Con la ligereza y la gracia propia de las gaviotas cuando se posan sobre un peñasco que se adentra en el océano , Izanagui e Izanami descendieron sobre la islita verde y risueña y miraron en torno suyo. Sus ojos soñadores reflejaban el encanto del paisaje. Todo era paz y silencio; sólo las hojas de los árboles en flor y un riachuelo de plata, que manaba límpido de una roca, unían sus voces en un canto melodioso. El corazón de los dioses desbordaba de felicidad.
La tímida Izanami volviese entonces hacía su compañero, que le pereció fuerte y hermoso como nunca y , conmovida, exclamó :
-Desposémonos, Izanagui.
Se desposaron y, al cabo de algún tiempo, les nació un hijo monstruoso; una especie de enorme sanguijuela, horrible de ver. Horrorizados, los esposos colocaron en el fondo de una balsa formada de juncos entrelazados y lo abandonaron a las olas. Al cabo de algún tiempo, Izanami dio a luz a un segundo hijo; una segunda desilusión para los padres; esta ves se trataba de una medusa espantosa.
Desolados, Izanagui e Izanami subieron a las altas esferas del firmamento para pedir a los otros dioses la explicación de aquel misterio.
-Nos prometisteis hijos hermosísimos- dijeron, ante las divinidades reunidas en la Vía Láctea. ¿ Cómo es que solo hemos tenido hijos monstruosos?
-Esto sucede- replicó el rey de los dioses, enojado- porque tú, Izanami, pediste a Izanagui que se desposara contigo, cuando sabes bien que, según las antiguas leyes de la moral corresponde al hombre pedir a la mujer en matrimonio. Desobedecisteis y habéis sido castigados.
Izanagui e Izanami suspiraron, vencidos; inclináronse hasta el suelo, y, abandonando el cielo, retornaron a su isla. La pobre diosa, avergonzada, triste, avanzaba con la cabeza gacha y los ojos bajos, sin decir palabra.
A pocos pasos de distancia caminaba el joven dios Izanagui; y también él sentíase naturalmente avergonzado y preocupado, pero, al andar, su mirada dio con su compañera que le precedía en el sendero y quedó como hechizado. ¡Oh, cuán bella era! Nunca la vio tan hermosa como aquel día. Los cabellos negros resbalaban graciosamente por sus espaldas y bajo su paso, armonioso como el de una ninfa, el suelo florecía.
Izanagui se le acercó rápido y le dijo con profunda dulzura:
-¿Quieres convertirte en mi esposa para siempre, Izanami?
A aquellas palabras, la diosa sonrió y su sonrisa iluminó el universo. Finalmente, las antiguas leyes habían sido respetadas; esta vez el hombre habó el primero de matrimonio. Los dioses, aplacados, mantuvieron su promesa y muy pronto la feliz pareja de esposos tuvo hijos bellísimos. Por efecto de ello nacieron las islas japonesas, con sus prados esplendentes, y sus jardines perfumados, con sus graciosas colinas y sus habitantes buenos y laboriosos.
jueves, 12 de marzo de 2009
La flor de Peonia
La princesa Aya debía casarse con el príncipe Ako. Las familias de los dos jóvenes habían decidido el matrimonio y todos los preparativos necesarios estaban hechos.
La tarde del día anterior a la boda, la princesa paseaba por su jardín, mirando melancólicamente aquellos lugares tan amados y familiares que debía abandonar para siempre, y amargas lágrimas brotaban de sus ojos y resbalaban por sus rosadas mejillas.
Al llegar a un rincón del jardín oyó un suspiro que respondía al suyo. Se volvió, e imaginad el asombro que sentiría al ver detrás una planta de peonías, que eran sus flores predilectas, a un hermosísimo príncipe envuelto en un manto de terciopelo, salpicado de peonías recamadas en oro. El joven miró a la muchacha con ojos dulcísimos y entreabrió sus labios con una sonrisa triste que penetró hasta el fondo del corazón de Aya; luego desapareció en forma misteriosa.
Profundamente turbada por aquel encuentro, Aya regresó muy despacio al palacio y dijo a su padre que por nada del mundo se casaría con el príncipe Ako, ya que solamente amaba al misterioso joven del jardín. El anciano príncipe, que adoraba a su hijita, mando a suspender la boda y destacó por todo el mundo caballeros y servidores en busca del desconocido joven, del cual se había enamorado su hija.
Los mensajeros escalaron montes escarpados, recorrieron inmensas llanuras, atravesaron ríos caudalosos y áridos desiertos, pero todo fue en vano; el misterioso joven no aparecía por ninguna parte. Todos tuvieron que regresar al castillo con las manos vacías.
Entonces el anciano príncipe, que era muy sabio, dijo a su hija:
-Querida niña, el joven que vieron tus ojos no es una criatura de este mundo, ya que si así fuera mis hombres lo habrían encontrado. Debe de ser el espíritu de la peonía, desde el momento que te apareció precisamente detrás de una planta de estas flores. Por eso, tu deseo es irrealizable; comprende que no puedes casarte con un espíritu. Mañana estará aquí el príncipe Ako y celebraremos la boda. He dicho.
Aya inclinó la cabeza en señal de obediencia; comprendía que su padre tenía razón y que no podía seguir obstinándose en aquel capricho. Empero, corrió al jardín para saludar por última vez a sus flores preferidas y , arrodillada junto a la planta de peonías, estalló en sollozos. Las lágrimas manaban a raudales de sus ojos y regaban la tierra. Bajo aquella benéfica rociada de lagrimas, una flor bellísima floreció, una flor como jamás viose otra igual.
A la mañana siguiente los invitados a la boda, al pasar junto a la plante de peonías, no podían dejar de detenerse y admirar aquella flor magnífica. Pero cuando, después de la ceremonia nupcial, volvieron a pasar por allí, vieron la espléndida peonía que yacía en el suelo marchita.
El corazón de la flor no soportó el dolor de ver a la princesa Aya esposa de otro, y se había roto.
La tarde del día anterior a la boda, la princesa paseaba por su jardín, mirando melancólicamente aquellos lugares tan amados y familiares que debía abandonar para siempre, y amargas lágrimas brotaban de sus ojos y resbalaban por sus rosadas mejillas.
Al llegar a un rincón del jardín oyó un suspiro que respondía al suyo. Se volvió, e imaginad el asombro que sentiría al ver detrás una planta de peonías, que eran sus flores predilectas, a un hermosísimo príncipe envuelto en un manto de terciopelo, salpicado de peonías recamadas en oro. El joven miró a la muchacha con ojos dulcísimos y entreabrió sus labios con una sonrisa triste que penetró hasta el fondo del corazón de Aya; luego desapareció en forma misteriosa.
Profundamente turbada por aquel encuentro, Aya regresó muy despacio al palacio y dijo a su padre que por nada del mundo se casaría con el príncipe Ako, ya que solamente amaba al misterioso joven del jardín. El anciano príncipe, que adoraba a su hijita, mando a suspender la boda y destacó por todo el mundo caballeros y servidores en busca del desconocido joven, del cual se había enamorado su hija.
Los mensajeros escalaron montes escarpados, recorrieron inmensas llanuras, atravesaron ríos caudalosos y áridos desiertos, pero todo fue en vano; el misterioso joven no aparecía por ninguna parte. Todos tuvieron que regresar al castillo con las manos vacías.
Entonces el anciano príncipe, que era muy sabio, dijo a su hija:
-Querida niña, el joven que vieron tus ojos no es una criatura de este mundo, ya que si así fuera mis hombres lo habrían encontrado. Debe de ser el espíritu de la peonía, desde el momento que te apareció precisamente detrás de una planta de estas flores. Por eso, tu deseo es irrealizable; comprende que no puedes casarte con un espíritu. Mañana estará aquí el príncipe Ako y celebraremos la boda. He dicho.
Aya inclinó la cabeza en señal de obediencia; comprendía que su padre tenía razón y que no podía seguir obstinándose en aquel capricho. Empero, corrió al jardín para saludar por última vez a sus flores preferidas y , arrodillada junto a la planta de peonías, estalló en sollozos. Las lágrimas manaban a raudales de sus ojos y regaban la tierra. Bajo aquella benéfica rociada de lagrimas, una flor bellísima floreció, una flor como jamás viose otra igual.
A la mañana siguiente los invitados a la boda, al pasar junto a la plante de peonías, no podían dejar de detenerse y admirar aquella flor magnífica. Pero cuando, después de la ceremonia nupcial, volvieron a pasar por allí, vieron la espléndida peonía que yacía en el suelo marchita.
El corazón de la flor no soportó el dolor de ver a la princesa Aya esposa de otro, y se había roto.
martes, 10 de marzo de 2009
El maravilloso viaje de San Balandrán
Balandrán era un santo varón, famoso en toda Irlanda por sus grandes virtudes, por esta razón había sido nombrado abate del convento más importante de la isla, habitada por más de tres mil monjes.
Un día se presentó ante él un piadoso anacoreta que hacía penitencia en una isla vecina, y le contó una historia extraordinaria. En la playa había encontrado una barca misteriosa que, cuando él se embarcó se puso en movimiento y lo había llevado derecho hasta una isla lejana poblada de altísima hierba y de hermosos frutales; un leve vientecillo traía hasta él perfumes de una suavidad sin par; el cielo era de una luminosidad nunca vista y las aguas del mar claras como un espejo. El anacoreta había recorrido la isla a lo largo y a lo ancho sin hallar nunca el fin, y no existía en ella una sola planta que no tuviese su flor, ni árbol que no estuviera cargado con su fruto. Los guijarros que hallaba en la tierra eran magníficas piedras preciosas. En un recodo , se encontró de pronto , ante un río de aguas teñidas por todos los colores del arco iris, y mientras se hallaba contemplándolo, había aparecido ante él una joven hermosísima, que le advirtió que Dios no le permitiría que atravesase el río, porque aquella era la morada de las almas bienaventuradas. El anacoreta, entonces, había vuelto atrás y la misteriosa barca le había dejado de nuevo en su isla. Lo más curioso de todo- decía- era que, mientras él creía haber estado en la isla santa únicamente un día, había transcurrido nada menos que un año, y en todo ese tiempo nunca vio la noche, ni sintió hambre, cansancio o sueño.
Los monjes escucharon aquella historia con gran asombro. Por último San Balandrán se arrodilló para dar gracias al Señor por lo que se había dignado revelar al piadoso anacoreta, y después anunció que al día siguiente partiría él también, con catorce hermanos escogidos entre los más devotos a la búsqueda de aquella isla santa que, sin duda alguna, era el Paraíso.
En efecto, tal como había dicho al amanecer partieron los monjes. Balandrán quiso que el timón se abandonase a la voluntad de Dios, dejando que la nave fuese transportada por la brisa. Al cabo de tres meses de navegación, cuando ya empezaban a escasear los víveres y el agua, descubrieron una isla. En ella se alzaba un magnífico castillo de mármol de bellísimos colores. La isla y el castillo se hallaban desiertos; pero, en una de las estancias. Espléndidamente decorada, encontraron una mesa servida en todo su esplendor, con vajilla de oro y plata. Se sentaron a ella y comieron las más delicadas viandas: jamones, gelatinas, buñuelos, salmones, faisanes rellenos, lechones asados, mazapanes y hojaldres; y a medida que vaciaban un plato, rápidamente, como por milagro, los alimentos volvían a nacer en el fondo de él. Hallaron también blandos lechos donde dormir. Permanecieron en el castillo un mes, y los monjes no se hubieran movido si Balandrán, dándose cuenta de la vida disipada, no les hubiese llamado la atención haciendo que cumplieran con su deber, reanudando juntos de nuevo el afortunado viaje.
Navegaron otros tres meses sin encontrar tierra alguna: no veían ante sí otra cosa que el cielo y el mar. Y otra vez empezaban a faltar los alimentos cuando, precisamente el día de Pascua, tocaron tierra en una isla poblada de blancos corderillos. Asaron un par de ellos allí mismo y embarcaron en la nave otros víveres; luego, reanudaron el viaje, dejándose llevar siempre por el viento.
Un día descendieron en una isla extraña sobre la que no existía ni una brizna de hierba, ni un mísero árbol, ni una roca siquiera; toda superficie era lisa y llana como la palma de la mano, mientras paseaban por ella, para desentumecer los miembros, he aquí que la isla empezó a oscilar y a moverse, y mientras se alejaba, iba hundiéndose lentamente en el mar . ¡Imaginaos el susto de los santos monjes! Pero San Balandrán, sonriendo, les dijo:
-Esta, hermanos míos, no es una isla, sino una ballena, el animal más grande que Dios puso en el mar. Pronto arrojémonos al mar para alcanzar a nado nuestra nave, antes de que la ballena nos aleje demasiado de ella.
En efecto, así lo hicieron y se salvaron. Otra vez permanecieron un mes en una isla bellísima, rebosante de hierba y de un frondoso bosque. En las ramas de los árboles aleteaban y piaban millares y millares de pajarillos, a cual más hermoso. Los había de todos colores, algunos blancos, otros veteados con plumas en la cabeza y largas colas azules. Con sus cantos producían una alegre algazara. Tan mansos eran que iban a ponerse en los hombros y hasta en las manos de los monjes, haciéndoles grandes fiestas. En la isla había también abundante fruta; de un árbol pendían grandes nueces en forma de pelota, y al abrirlas estaban llenas de un líquido blanco como la leche, de un sabor muy agradable; otro árbol ofrecía suculentos racimos de uvas tan enormes, que uno solo de éstos bastaba para calmar el hambre de un hombre durante toda la semana; y la uva era también mucho más dulce y sabrosa que la nuestra.
Sin embargo, fue preciso, abandonar esta isla, y separarse de los simpáticos pajarillos, que acompañaron a los monjes hasta la nave. Al llegar a ella, una de estas aves empezó a hablar y explicó a San balandrán que todas ellas eran almitas de niños, muertos antes el bautismo.
Después de muchos días de navegación los monjes se dieron cuenta e que el agua se había vuelto de una claridad increíble y que podía verse maravillosamente el fondo del mar, con todos los peces que habitaban este hermoso lugar. Cuando San Balandrán se puso a celebrar la misa, todos los pececillos salieron a la superficie para asistir al Santo Sacrificio, y tal era la cantidad, que hasta que terminó la misa la nave no pudo proseguir su camino.
Cuando, finalmente, pudieron reanudarlo, navegaron otros tres meses, tanto a través de la niebla como surcando los mares calurosos y soleados.
Por último, y sólo cuando Dios lo quiso, llegaron a la isla santa que durante tanto tiempo habían buscado. Un ángel les advirtió que su viaje había concluido.
La isla les pareció a los monjes mucho más bella de lo que el anacoreta les había dicho. En ella vieron una catedral toda de cristal, con altas columnas de topacio, esmeraldas y rubís que resplandecían bajo los rayos del sol Y el sol lucía allí con una luminosidad y un esplendor del que no podemos hacer idea. Bosques espesísimos e inmensos prados que se extendían ante la vista, y los bosques estaban llenos de pájaros y los prados de flores. Los animales eran allí amigos: los lobos alternaban con los corderillos, y los gatos llevaban en su grupa a los traviesos ratoncillos. Los monjes (aunque no sentían ninguna necesidad de alimento ), tomaron muchas frutas de un sabor celestial, y bebieron en las fuentes que destilaban aguas perfumadas. De todas partes llegaba hasta ellos una música armoniosa y cantos suaves que no se sabía de dónde salían ,pero que inundaban el alma de suave dicha.
Pero las almas humanas no pueden anidar tanta alegría, y al fin viene a convertirse casi en sufrimiento. Así les sucedió a los monjes. Entonces San Balandrán comprendió de que de permanecer allí más tiempo, su corazón hubiera estallado. En cuanto a contemplar el rostro de Dios, no había ni que pensar en ello, era imposible que los ojos humanos soportaran una luz tan vívida ya que de mirarla quedarían ciegos para siempre.
Por lo tanto, el viaje maravilloso desgraciadamente había acabado y fue preciso, aun con gran pesar, volver a Irlanda.
Pero llegado a su País, San Balandrán escribió en un libo el relato verídico de aquélla expedición y de muchas osas extrañas y bellas que había visto , para que quedase entre la memoria de los hombres. Y de esta leyenda del santo, se ha formado esta breve narración.
Un día se presentó ante él un piadoso anacoreta que hacía penitencia en una isla vecina, y le contó una historia extraordinaria. En la playa había encontrado una barca misteriosa que, cuando él se embarcó se puso en movimiento y lo había llevado derecho hasta una isla lejana poblada de altísima hierba y de hermosos frutales; un leve vientecillo traía hasta él perfumes de una suavidad sin par; el cielo era de una luminosidad nunca vista y las aguas del mar claras como un espejo. El anacoreta había recorrido la isla a lo largo y a lo ancho sin hallar nunca el fin, y no existía en ella una sola planta que no tuviese su flor, ni árbol que no estuviera cargado con su fruto. Los guijarros que hallaba en la tierra eran magníficas piedras preciosas. En un recodo , se encontró de pronto , ante un río de aguas teñidas por todos los colores del arco iris, y mientras se hallaba contemplándolo, había aparecido ante él una joven hermosísima, que le advirtió que Dios no le permitiría que atravesase el río, porque aquella era la morada de las almas bienaventuradas. El anacoreta, entonces, había vuelto atrás y la misteriosa barca le había dejado de nuevo en su isla. Lo más curioso de todo- decía- era que, mientras él creía haber estado en la isla santa únicamente un día, había transcurrido nada menos que un año, y en todo ese tiempo nunca vio la noche, ni sintió hambre, cansancio o sueño.
Los monjes escucharon aquella historia con gran asombro. Por último San Balandrán se arrodilló para dar gracias al Señor por lo que se había dignado revelar al piadoso anacoreta, y después anunció que al día siguiente partiría él también, con catorce hermanos escogidos entre los más devotos a la búsqueda de aquella isla santa que, sin duda alguna, era el Paraíso.
En efecto, tal como había dicho al amanecer partieron los monjes. Balandrán quiso que el timón se abandonase a la voluntad de Dios, dejando que la nave fuese transportada por la brisa. Al cabo de tres meses de navegación, cuando ya empezaban a escasear los víveres y el agua, descubrieron una isla. En ella se alzaba un magnífico castillo de mármol de bellísimos colores. La isla y el castillo se hallaban desiertos; pero, en una de las estancias. Espléndidamente decorada, encontraron una mesa servida en todo su esplendor, con vajilla de oro y plata. Se sentaron a ella y comieron las más delicadas viandas: jamones, gelatinas, buñuelos, salmones, faisanes rellenos, lechones asados, mazapanes y hojaldres; y a medida que vaciaban un plato, rápidamente, como por milagro, los alimentos volvían a nacer en el fondo de él. Hallaron también blandos lechos donde dormir. Permanecieron en el castillo un mes, y los monjes no se hubieran movido si Balandrán, dándose cuenta de la vida disipada, no les hubiese llamado la atención haciendo que cumplieran con su deber, reanudando juntos de nuevo el afortunado viaje.
Navegaron otros tres meses sin encontrar tierra alguna: no veían ante sí otra cosa que el cielo y el mar. Y otra vez empezaban a faltar los alimentos cuando, precisamente el día de Pascua, tocaron tierra en una isla poblada de blancos corderillos. Asaron un par de ellos allí mismo y embarcaron en la nave otros víveres; luego, reanudaron el viaje, dejándose llevar siempre por el viento.
Un día descendieron en una isla extraña sobre la que no existía ni una brizna de hierba, ni un mísero árbol, ni una roca siquiera; toda superficie era lisa y llana como la palma de la mano, mientras paseaban por ella, para desentumecer los miembros, he aquí que la isla empezó a oscilar y a moverse, y mientras se alejaba, iba hundiéndose lentamente en el mar . ¡Imaginaos el susto de los santos monjes! Pero San Balandrán, sonriendo, les dijo:
-Esta, hermanos míos, no es una isla, sino una ballena, el animal más grande que Dios puso en el mar. Pronto arrojémonos al mar para alcanzar a nado nuestra nave, antes de que la ballena nos aleje demasiado de ella.
En efecto, así lo hicieron y se salvaron. Otra vez permanecieron un mes en una isla bellísima, rebosante de hierba y de un frondoso bosque. En las ramas de los árboles aleteaban y piaban millares y millares de pajarillos, a cual más hermoso. Los había de todos colores, algunos blancos, otros veteados con plumas en la cabeza y largas colas azules. Con sus cantos producían una alegre algazara. Tan mansos eran que iban a ponerse en los hombros y hasta en las manos de los monjes, haciéndoles grandes fiestas. En la isla había también abundante fruta; de un árbol pendían grandes nueces en forma de pelota, y al abrirlas estaban llenas de un líquido blanco como la leche, de un sabor muy agradable; otro árbol ofrecía suculentos racimos de uvas tan enormes, que uno solo de éstos bastaba para calmar el hambre de un hombre durante toda la semana; y la uva era también mucho más dulce y sabrosa que la nuestra.
Sin embargo, fue preciso, abandonar esta isla, y separarse de los simpáticos pajarillos, que acompañaron a los monjes hasta la nave. Al llegar a ella, una de estas aves empezó a hablar y explicó a San balandrán que todas ellas eran almitas de niños, muertos antes el bautismo.
Después de muchos días de navegación los monjes se dieron cuenta e que el agua se había vuelto de una claridad increíble y que podía verse maravillosamente el fondo del mar, con todos los peces que habitaban este hermoso lugar. Cuando San Balandrán se puso a celebrar la misa, todos los pececillos salieron a la superficie para asistir al Santo Sacrificio, y tal era la cantidad, que hasta que terminó la misa la nave no pudo proseguir su camino.
Cuando, finalmente, pudieron reanudarlo, navegaron otros tres meses, tanto a través de la niebla como surcando los mares calurosos y soleados.
Por último, y sólo cuando Dios lo quiso, llegaron a la isla santa que durante tanto tiempo habían buscado. Un ángel les advirtió que su viaje había concluido.
La isla les pareció a los monjes mucho más bella de lo que el anacoreta les había dicho. En ella vieron una catedral toda de cristal, con altas columnas de topacio, esmeraldas y rubís que resplandecían bajo los rayos del sol Y el sol lucía allí con una luminosidad y un esplendor del que no podemos hacer idea. Bosques espesísimos e inmensos prados que se extendían ante la vista, y los bosques estaban llenos de pájaros y los prados de flores. Los animales eran allí amigos: los lobos alternaban con los corderillos, y los gatos llevaban en su grupa a los traviesos ratoncillos. Los monjes (aunque no sentían ninguna necesidad de alimento ), tomaron muchas frutas de un sabor celestial, y bebieron en las fuentes que destilaban aguas perfumadas. De todas partes llegaba hasta ellos una música armoniosa y cantos suaves que no se sabía de dónde salían ,pero que inundaban el alma de suave dicha.
Pero las almas humanas no pueden anidar tanta alegría, y al fin viene a convertirse casi en sufrimiento. Así les sucedió a los monjes. Entonces San Balandrán comprendió de que de permanecer allí más tiempo, su corazón hubiera estallado. En cuanto a contemplar el rostro de Dios, no había ni que pensar en ello, era imposible que los ojos humanos soportaran una luz tan vívida ya que de mirarla quedarían ciegos para siempre.
Por lo tanto, el viaje maravilloso desgraciadamente había acabado y fue preciso, aun con gran pesar, volver a Irlanda.
Pero llegado a su País, San Balandrán escribió en un libo el relato verídico de aquélla expedición y de muchas osas extrañas y bellas que había visto , para que quedase entre la memoria de los hombres. Y de esta leyenda del santo, se ha formado esta breve narración.
jueves, 5 de marzo de 2009
El romance de la violeta
El desafío
En aquel tiempo, reinaba en Francia un monarca llamado Luis, bueno y muy cortés, que gustaba de reunir con mucha frecuencia a las bellas damas y a los nobles señores de su reino en fiestas y en arriesgados torneos.
Un día, se hallaba con su corte en un magnifico prado a poca distancia de París, su capital; nadie podía recordar haber visto antes reunión más numerosa de condes y condesas, duques y duquesas, castellanas de belleza resplandeciente y nobles caballeros.
Cuando llegó la hora de la música y las danzas, el rey, que se había retirado unos instantes de su tienda de campaña, salió de ella llevando de la mano a un joven caballero dotado de tal gracia y belleza que enseguida hechizó a todos los corazones. Era fuerte y robusto como el mejor guerrero de Francia, pero tenía mejillas rosadas y aterciopeladas como una doncella. El rey lo presentó como uno de los más valerosos entre sus barones, y añadió que no conocía rival en el dulce arte del canto. El conde Gerardo (que así se llamaba el joven) acompañándose suavemente con el laúd entonó, en efecto, una canción que dejó a todos embelesados, En ella hacía el elogio de su lejana prometida, Euriante, a quien proclamaba como la más hermosa, virtuosa y discreta doncella de toda Francia, añadiendo que ningún otro hombre n el mundo era tan amado como él.
Todos se sintieron conmovidos por la dulzura de la canción y por el amor que unía a Gerardo y Euriante, pero el pérfido conde Lisandro, que era el más mezquino y envidioso de los caballeros franceses, lívido de orgullo y herido de celos, se adelantó y dijo con voz desagradable:
-Gerardo ha ofendido injustamente a todas las damas nobles de Francia, al declararla inferiores a su amada Euriante que seguramente no vale nada; y aunque ha elogiado tanto la gran virtud y fidelidad de esa doncella, estoy seguro de que conquistarla en ocho días a partir de hoy , si me da modo de verla y tratarla. Estoy dispuesto, por lo tanto, a apostar mi condado contra el de Gerardo, a que consigo mi intento.
El rey trató de evitar esta estúpida prueba, pues la verdad era que Gerardo no había desafiado ni ofendido a nadie. Pero Lisandro insistió y Gerardo, confiado plenamente d e su enamorada, aceptó sin escrúpulo alguno.
Después de lo cual, la alegre comitiva se dispersó dándose cita en aquel mismo prado para ocho días después a fin de conocer el resultado de la apuesta. Lisandro, sin pérdida de tiempo, se dirigió, en su briso caballo, al castillo del conde Herberto, padre de Euriante.
Infame maquinación
Al llegar Lisandro al castillo de Herberto, la bella Euriante se hallaba en la ventana escuchando el dulce canto de los pájaros que gorgojeaban en el bosque cercano; aquel canto le recordaba la música suave y las dulces canciones de su amado Gerardo. Al verla, tan bella, Lisandro quedó hechizado, y como quisiera que en el rostro de la joven se leía claramente la ingenuidad de su alma desesperó de su loco intento y vio en peligro su condado. Herberto, que no sabía nada de aquella apuesta, por no haber estado en la corte del rey, acogió amablemente al caballero y dio en su honor un gran banquete , colocando a su propia hija Euriante, en la mes, al lado del huésped. Durante el banquete, la doncella no dirigió mirada alguna a Lisandro y no escuchó ni una sola de sus amables palabras, absorta como estaba en el recuerdo de su prometido ausente. Pero en cuando le banquete terminó y todos se retiraron a descansar, Lisandro, que se había quedado solo con la doncella, tal omo lo esperaba, no perdió el tiempo y alabando su gran belleza, le pidió que consintiera en ser su esposa.
Euriante le miró despreciativamente y le dijo:
-Debéis saber, señor que mi corazón pertenece hace tiempo a un valeroso caballero, por cuya ausencia suspiro; por eso, cada una de vuestras palabras suena en mis oídos como una inconveniencia y una ofensa.
Desdeñosamente, se retiró a sus habitaciones.
La hermosa Euriante tenía por dama de compañía a una tal Cunegunda, mujer pérfida y malvada; bastará decir que era hija de un ladrón y de una bruja y que había heredado de ambos sus vergonzosos vicios y su malas artes. Cunegunda había asistido sin ser vista, a toda la escena; y cuando su ama salió de la estancia, esperando conseguir de Lisandro alguna gracia si le ayudaba en sus designios , se le acercó e intentó indagar sus verdaderas intenciones.
Lisandro comprendió que la ama de compañía podía serle de gran ayuda y le confesó, punto por punto, la verdad.
Si he comprendido bien- le dijo Cunegunda- no es que aspiréis a la mano de Euriante, lo que en verdad sería empresa desesperada, como vuestro deseo es ganar la apuesta; basta pues hacer creer a la gente que habéis conquistado el corazón a la doncella, aunque no sea cierto. Pues bien no temáis. Prometedme algún regalo y yo he de daros lo que necesitáis. Debéis saber que Gerardo regaló a Euriante en prenda de su amor una amatista en forma de violeta, que lleva siempre pendiente de un hilo de oro, sobre su corazón. No se separa nunca de ella siquiera cuando duerme. Pues bien, yo me arreglaré de modo que os pueda dar esa violeta.
Lisandro prometió a la infame bruja mil ducados de oro y por añadidura diez magníficos trajes de brocado.
Y el convenio quedó así arreglado.
Durante la noche, mientras Euriante dormía, la pérfida Cunegunda introduciéndose furtivamente en su cámara, como tenía por costumbre, le cortó del cuello el hilo de oro con la violeta que de él pendía. Al día siguiente Lisandro tuvo en su mano la preciosa prenda de amor con la cual se alejó rápidamente del castillo.
Ocho días después, la corte se reunió en el prado de los torneos y todos los presentes se mostraron impacientes por saber lo ocurrido, la mayaría con la esperanza de que venciera Gerardo y Lisandro quedase derrotado. El rey estaba sentado bajo un dosel rojo y oro, rodeado de sus consejeros y apenas Lisandro se presentó, le concedió la palabra:
-Señor- le dijo el traidor-, verdaderamente es necio quien compromete su fortuna haciéndola depender de la fidelidad femenina. Como prometí he conquistado el corazón de Euriante y en prueba de ello he aquí una violeta de amatista que la dama recibió de su antiguo prometido Gerardo y que me ha regalado en prenda de su nuevo amor por mí.
Y así diciendo presentó al rey la violeta. Gerardo apenas vio la joya la reconoció sin vacilar. Le pareció que el mundo se hundía en orno a él, palideció se le nubló la vista, vaciló y hubiera caído al suelo si no lo hubiesen sostenido; después de largo silencio , atónito y confuso, se confesó vencido y rogó al rey quisiera proclamar vencedor a su afortunado rival y le entregase todo cuanto él poseía, puesto que consideraba su vida allí terminada.
-Pero ahora- concluyó- el asunto está entre Euriante y yo, pues he de tomar terrible venganza de esa pérfida traidora.
Borrascas y tempestades
Viajó toda la noche, aniquilado, triste, desesperado. Sólo su fiel escudero lo seguía. Al amanecer llegó al castillo de Herberto y envió a su escudero a llamar a la doncella. Euriante, que no sabía ni sospechaba nada, en su inocencia, acogió al mensajero gozosa, y ataviándose con su túnica más rica , corrió impaciente al lugar de la cita que era en la mitad del bosque. Pero apenas vio el rostro descompuesto de Gerardo, se detuvo aterrorizada. ¿Qué había ocurrido? Gerardo no pronuncio palabra. Desenvainó la espada y sujetando a la joven alzó el brazo para herirla. Euriante creyendo que su prometido enloquecía se defendió, cayó de rodillas a sus pies, le suplicó por el amor que le tenía no quisiera ensañarse tan cruelmente con una pobre mujer inerme.
Todo fue inútil: cada palabra de Euriante, en vez de calmar el furor le exasperaba más. Sólo en el momento de dar el golpe mortal, Gerardo fijando los ojos en aquella dulce cabeza rubia que tanto adoraba, sintió su corazón inundado de piedad. Un generoso instinto detuvo su brazo y enfundando de nuevo la espada exclamó:
-Pérfida mujer; voy a hacerte gracia de la vida, para que puedas meditar y arrepentirte más largamente de tu traición. Pero no debiste dar a otro hombre, a quien apenas conocías, la violeta que yo te había entregado en prenda de mi amor. Ahora, quédate aquí abandonada en el bosque. Bajo la mirada vigilante de Dios, a cuya sabia justicia te entrego.
Y sin querer escuchar disculpa alguna, partió al galope, perdiéndose en la lejanía.
Euriante, inocente y desgraciada, permaneció allí consternada, sin poder moverse; y no conseguía comprender las extrañas palabras de su adorado. Ciertamente había perdido la violeta que Gerardo le entregara; pero no desesperaba de encontrarla, y además ¿cómo era posible que por aquel simple hecho hubiera podido cambiar el amor de Gerardo en odio profundo, su innata bondad en inaudita crueldad? La pobre doncella lloró, se desesperó, se arrancó los rubios cabellos, rasgó sus vestidos, se debatió entre lamentos y quejas de tal forma que, al fin cayó desvanecida , sin fuerzas a los pies de una encina.
Acertó a pasar por allí el duque de Metz, que regresaba con su anciana madre de una peregrinación a Santiago de Compostela, seguido por cien caballeros. Hallando al paso a la joven desmayada, intentó prestarle ayuda; pero como tardaba en recobrar el conocimiento y él necesitaba llegar pronto a su castillo, la hizo transportar a la litera de su madre y a ella la confió. Cuando la doncella abrió los ojos, quedó consternada y taciturna, y siquiera las amables palabras que la anciana duquesa le dirigía, pudieron calmar sus lamentos. La creyeron loca. Por tanto, apenas llegaron a Metz, el duque hizo que la viera un celebre médico y la colmó de atenciones. El galeno negó que estuviera loca, y explicó que la joven atravesaba sin duda por un gran dolor y que debía por tanto, ser tratada con grandes miramientos y cuidados. La palidez y la melancolía no borraron su prodigiosa belleza, antes al contrario, le conferían un nuevo atractivo, haciendo su belleza más espiritual ; tanto que el duque se enamoró perdidamente de ella, y cierto día en que le pareció que la doncella se encontraba algo más tranquila, con mucha astucia le pidió que lo aceptase por esposo.
-Euriante- le dijo- oh, hermosa Euriante, bendigo el día y la hora en que te encontré; y sería eternamente feliz si accedieras a ser mi esposa: yo te haría duquesa, y todos mis territorios y riquezas serían tuyos.
La doncella agradeció al duque su amable ofrecimiento, pero respondió que no se sentía digna de ser su esposa; y para disuadirle de ello, inventó que era una humilde pastora, hija de un saltimbanqui y de una campesina.
-Aunque fueras hija de un bribón- exclamó el generoso duque- yo te amaría lo mismo y desearía hacerte mi esposa.
Pero ni promesas ni juramentos pudieron hacer variar la inquebrantable decisión de Euriante, que amaba demasiado a su Gerardo para pensar siquiera en casarse con otro, ni aunque hubiera sido el hijo del propio rey.
Descubrimiento del engaño
En tanto, Gerardo, pensativo y solitario, cabalgaba por bosques y valles, sin meta, entregado a un gran dolor y a un desconsuelo sin límites.
Tan absorto en sus propios pensamientos, que con frecuencia, era el caballo quien lo conducía. Así una noche, se encontró en el condado de Nevers. Tuvo entonces la idea de ir allí de incógnito para ver lo que ocurría bajo el poder del nuevo señor. Dejó su caballo y su ropa en casa de un campesino, se puso un deteriorado vestido de juglar, compró un viejo laúd y como en el transcurso del tiempo le había crecido una larga barba blanca que antes no llevaba, ciertamente nadie lo hubiese reconocido bajo aquel disfraz. En efecto, pasó desapercibido por pueblos y ciudades y por todas veía señales de una gran miseria; por doquier oía a las gentes lamentarse de la injusticia y las tiranías de Lisandro mientras todos echaban de menos los tiempos en que tenían por señor al buen conde Gerardo. De lugar en lugar, el falso juglar llegó a la puerta del castillo que en otro tiempo fuera suyo. Llovía copiosamente y el infeliz, cansado y aterido, pidió a los criados un rincón donde refugiarse. Lisandro, que se hallaba en un banquete inspirado por un capricho repentino, dio orden de que el juglar fuera introducido al gran salón para alegrar con su laúd a los invitados. ¡Fácil es imaginar qué ánimo tendría Gerardo para cantar alegres versos! Sus canciones melancólicas no desagradaron del todo, pro los invitados las hallaron poco oportunas y en cierto momento Lisandro hizo despedir al juglar.
Gerardo notó enseguida que al lado de Lisandro estaba sentada una dama cuya fisonomía no le parecía del todo desconocida. ¿Quién podía ser? ¿Dónde la había visto antes? A fuerza de pensar, después de unos instantes de vacilación consiguió recordarla: era Cunegunda, la dama de compañía de Euriante. Pero, ¡cuánto había cambiado desde entonces! La malvada bruja se pavoneaba ahora con ricos atavíos de brocado luciendo collares y joyas de gran valor. Pero, ¿por qué se encontraba en Nevers y cómo había podido cambiar tan rápidamente de condición? Gerardo no veía claro el asunto: algo misterioso había en todo ello y como el banquete ya estaba concluido y los invitados se despedían para irse, el falso juglar, aprovechando el desorden reinante en la estancia, logró esconderse detrás de una cortina en el hueco de una ventana. Cuando, por último Lisandro y Cunegunda se encontraron solos en la sala, Gerardo oyó cómo la maligna vieja expresaba ciertas exigencias al conde, su señor, y éste le respondía que estaba ya cansado de sus constantes peticiones, que le había dado incluso más de lo convenido y que en realidad, si ella le había hecho un favor, no le había costado más que un pequeño esfuerzo.
-¡Un pequeño esfuerzo! ¡Ingrato!- gritaba la vieja, fuera de sí a causa de la cólera. ¡Yo te he proporcionado un feudo riquísimo sobre el cual no tenías ningún derecho y tú crees haberme pagado con unos vestiduchos y unas joyas!¡Y dices que a mí me ha costado poco!¿No se te ocurre pensar que en el caso de haberse despertado Euriante en el momento en el que yo le quitaba del cuello el hilo de oro y la violeta de amatista, mi peligro hubiese sido inmenso pues el conde me habría hecho colgar?
La afanosa búsqueda
Al oír estas palabras, Gerardo comprendió inmediatamente toda la infame maquinación cometida para su daño y el de Euriante y sintió agudo remordimiento por haber sido con exceso estúpido culpando a su pobre inocente prometida y dejándose transportar por la ira hasta el punto de haber ido dispuesto a matarla. Un solo remedio había al mal ya hecho: encontrar a la calumniada, infeliz Euriante y pedirle perdón humildemente.
Apenas llegó la noche salió de su escondite y cruzó el pasadizo del castillo; una vez recobrados sus trajes de caballero y su caballo, empezó la afanosa , desesperada búsqueda.
Por el camino, para expiar su culpa y merecer mejor del cielo el don de encontrar nuevamente a Euriant5e, el generoso Gerardo se propuso realizar cuantas buenas acciones pudiera: corregir injusticias, proteger a los débiles y desheredados, liberar a los oprimidos, consolar a los tristes. Infinitas fueron, en efecto, las hazañas nobles y heroicas que gloriosamente llevó a término: mató monstruos y gigantes que infestaban el bello suelo de Francia, rechazó él solo el asalto de mesnadas de bandidos que robaban a los viajeros, defendió a las viudas y a los huérfanos, salvó de penas horribles a inocentes injustamente condenados, exterminó a los enemigos del rey y de la religión, combatió la violencia, cooperó al triunfo de la justicia, luchó contra el mal en cualquier forma que se le presentaba.
Pero después de tan crecido número, de ásperas fatigas aunque gloriosas, había recorrido de una punta a otra toda Francia, no sólo no había encontrado todavía a la que buscaba, sino que ni siquiera conseguía tener de ella la menor noticia
Y así pasaron muchos meses tristemente en el dolor y la desesperanza.
Las jóvenes más hermosas, hijas de duques y condes se habían enamorado perdidamente de él y hubieran querido ser sus compañeras pero fue en vano ; Gerardo fiel a su bella Euriante, únicamente a ella buscaba, era la criatura que quería por esposa y no soñaba sino con su rostro resplandeciente y su figura esbelta y gentil.
La alondra y el anillo de amatistas
En tanto, Euriante estaba en Metz retirada todo el día en su estancia de la que no quería salir: allí no hacía sino llorar y suspirar pensando continuamente en su Gerardo y temerosa de que solo y desesperado, acabara por sucumbir. Una de sus camareras, apiadada de aquel dolor sin consuelo, le trajo cierto, día, para distraerla, una alondra que había domesticado y que cantaba dulcemente . En efecto; Euriante se aficionó en tal forma a la avecilla que pasaba horas enteras hablándole de su Gerardo (como si la alondra pudiese comprenderla) y escuchando su canto.
Y ocurrió que un día, se le cayó a Euriante del dedo un anillo que era el último presente que guardaba de su prometido; se lo había regalado él y tenía también una amatista en forma de violeta como la que había perdido . El anillo fue a caer sobre el regazo, en el momento en que la alondra revoloteaba en torno a ella y por una curiosa casualidad quedo ensartado en el cuello de la avecilla. La alondra, al sentir aquel extraño collar se asustó y abriendo las alas, salió volando por la ventana rápidamente; ya veremos con qué consecuencias.
Euriante al ver huir juntos al pájaro y al anillo, se afligió mucho y como la desventura nos hace temerosos y supersticiosos, temió que aquello fuera señal de nuevas y terribles desgracias . Su presentimiento, no era por cierto infundado.
Había en la corte del duque de Metz un triste caballero llamado Meliadoro; se había enamorado de Euriante, y como la joven hubiese rechazado siempre sus ardientes protestas de amor, se propuso tomar atroz venganza, y he aquí lo que la perfidia sugirió al descarriado joven. Tomó un cuchillo afiladísimo, se escondió en la cámara donde Euriante solía dormir en compañía de su querida amiga Ismania, hermana del duque, y cuando ambas doncellas estuvieron acostadas y dormidas , salió de su escondrijo y, buscando el lecho, a tientas, hundió el cuchillo en el pecho de la primera joven que encontró, creyendo que era Euriante. Pero era Ismania, la hermana del duque. Después el homicida puso el cuchillo en manos de la otra doncella y echó a correr.
¡Fácil es imaginar lo que ocurriría al día siguiente! EL duque, enfurecido creyó que Euriante había matado a su hermana y ordenó que la infeliz doncella fuese encarcelada. Horrorizado por tanta ingratitud, el duque deseaba vengarse de Euriante de modo solemne y ejemplar, y al día siguiente la hizo llevar ante los jueces. Allí se presento Meliadoro y acusó abiertamente a la pobre criatura: la desdichada se proclamó inocente; en vano conjuró a los jueces para que quisieran creer en su palabra; estaba ya a punto de ser condenada a una muerte cruel, cuando por su fortuna se presentó ante el tribunal un anciano pariente del duque, que era también el más sabio de sus consejeros.
-Si Euriante hubiese matado a Ismania- advirtió el prudente anciano- , no reo que el resto de la noche permanecería durmiendo pacíficamente con el cuchillo ensangrentado en la mano al lado de su víctima. Por lo contrario, hubiese huido. Los hechos parecen, indudablemente condenarla; pero yo creo que debe haber por en medio alguna tenebrosa maquinación; cuidad ,¡oh jueces! De no cometer un grave error.
El argumento impresionó vivamente al duque, que era un hombre justo y no hubiese querido que una inocente fuera llevada al patíbulo como culpable; suspendió, pues, el proceso y quiso que se celebrara un juicio de Dios: Meliadoro, como acusador publico, sostendría su acusación con la espada contra cualquier campeón que se presentara a defender a la doncella; pero si en tres días no acudía ninguno a tomar su defensa, Euriante sería inexorablemente ajusticiada. Ahora bien, hay que decir que Meliadoro era un verdadero campeón, por lo que todos tenían miedo de medir sus armas con él; además , siendo las pruebas contra Euriante tan abrumadores, eran muy pocos lo que creían en su inocencia.
El juicio de Dios
En tanto, Gerardo, en sus peregrinajes, había llegado a orillas del Rhin. Un barón que le conocía por el eco de su fama y admiraba sus gloriosos gestas, quiso hospedarle en su castillo y Gerardo aceptó , con tanto más motivo cuanto que por tanto peregrinar empezaba a sentirse cansado del largo viaje. Este barón tenía una hija bellísima, que se enamoró en seguida de Gerardo; pero como el joven rechazase sus insinuaciones, ella, que se llamaba Narcisa , recurrió a las artes de una maga. Esta dio a la doncella un filtro poderoso, enseñándole cómo debía suministrarlo al desdichado joven. Todo ocurrió como la maga había previsto, e inmediatamente Gerardo olvido a Euriante, como si nunca hubiese existido, y se prendó locamente de Narcisa. En este punto se hallaban las cosas cuando un día un barón invito a Gerardo a una partida de caza con halcones, a orilla del río.
He aquí a los dos cazadores con su séquito cabalgando alegremente por los bosques. Para distraer la monotonía del camino, Gerardo entonaba alegres canciones: hacía mucho tiempo que no cantaba tan bien y sus gorjeos recordaban los suavísimos del ruiseñor. De pronto, una alondra respondió alegremente a su canto. Gerardo, al escucharla, sintió el deseo de apoderarse de ella y, quitando la capucha a su halcón, lo lanzó en persecución de la avecilla; la caza fue breve, pues en vano la alondra trató de huir de su enemigo; éste la tomo entre sus garras y la llevó viva a su amo.
¡Imagínense ahora cuál sería la sorpresa del caballero al ver que el pajarillo llevaba al cuello el anillo que él regalara en tiempos pasados a Euriante! Súbitamente olvido a Narcisa; y Euriante, sólo Euriante, volvió a triunfar en su corazón: le pareció como si el destino hubiese utilizado a la gentil alondra para llamarlo a su deber: “Y acaso- pensaba- la desdichada Euriante me envía este mensaje para pedirme ayuda”
Avergonzado e impaciente, Gerardo abandonó la caza, se despidió del barón y no recobró la tranquilidad hasta que no hubo reanudado ardientemente su búsqueda.
La alondra, a quien él devolvió la libertad, le precedía volando de rama en rama, como para indicarle el camino; y, en efecto, siguiéndola llego Gerardo a Metz, justamente en el momento en que las puertas de la ciudad se cerraban, de modo que apenas le dieron tiempo a entrar.
-¿Por qué cerráis las puertas de la ciudad?- pregunto el caballero. ¿Teméis, quizás, un asalto del enemigo?
-Habéis de saber, señor- respondieron los guardianes de la puerta-, que nuestro bien amado duque, al regresar de su peregrinación a Santiago de Compostela, encontró en el bosque de Borgoña a una bellísima joven llamada Euriante, que allí yacía desmayada. La recogió, la hizo cuidar amorosamente, tuvo para ella toda suerte de atenciones fraternales e incluso le ofreció hacerla duquesa si quería casarse con él. Pero la ingrata doncella no sólo se negó a ser su esposa, sino que ha matado a la propia hermana de su bienhechor. Con tan triste motivo se ordenó un juicio de Dios, estableciéndose que si en tres días no venía ningún campeón a defenderla, Euriante sería llevada al patíbulo. Ahora los tres días están a punto de cumplirse y ningún caballero se ha presentado. Se cierran, pues, las puertas de la ciudad para que nadie pueda ya entrar y provocar desórdenes a favor de la ingrata y que puedan alterar su sentencia.
Gerardo, al oír este relato, se puso intensamente pálido; no vaciló un dudó un instante de la inocencia de la joven; se apresuró hacia la plaza principal, donde estaba reunido todo el pueblo de Metz, y se presentó como campeón de la acusada. Euriante, condenada a morir en la hoguera y atada ya a los haces de leña, miró atónita y temblorosa al guerrero desconocido y generoso que se presentaba para luchar por ella. Pero como Gerardo llevaba bajada la celada del yelmo, no lo reconoció. Justamente en aquel momento llegó la alondra volando y fue a colocarse en uno de sus hombros; esto conmovió a la doncella, pareciéndole un buen augurio.
El duque, que bajo un dosel de seda asistía al juicio, acogió benévolo al campeón e hizo tocar las trompetas. Meliadoro bajó prestamente al campo, jactancioso y seguro de la victoria; Gerardo, enristrando la lanza, salió a su encuentro y empezó el duelo fatal.
El triunfo de la justicia
Meliadoro era corpulento y hábil e hizo prodigios, pero Gerardo, además de ser también diestro y fuerte, tenía a su favor la firmísima de en la inocencia de la doncella, mientras Meliadoro sabía que defendía una causa injusta. Después de una hora de feroces asaltos, cayó por fin Meliadoro a tierra, derrotado, desangrándose por numerosas heridas y a punto de morir; sólo entonces se decidió a confesar su crimen, declarando inocente a la pobre Euriante.
El vencedor fue aclamado por la multitud e invitado por el duque a darse a conocer, alzó finalmente la celada.
Euriante lanzó entonces un grito: había reconocido en el campeón a su amado Gerardo. Este relató entonces toda su historia y la terrible maquinación urdida por Lisandro contra él y contra Euriante. El duque, conmovido por todas aquellas peripecias, se dirigió sin perdida de tiempo a París y expuso al rey todo lo ocurrido, pidiendo que se les formara un juicio severo contra los pérfidos Lisandro y Cunegunda.
El rey , que admiraba a Gerardo, de cuyas grandes gestas había oído hablar, se mostró muy contento ante la revelación del duque: ordenó que Lisandro y Cunegunda fueran presos y condenados, y poco después ambos malvados fueron llevados a ignominioso suplicio, pagando así sus infamias.
Pero, como la muerte de Lisandro dejaba vacante, además del condado de Nevers, el feudo que anteriormente había pertenecido a Lisandro, el rey para indemnizar a Gerardo de cuanto había sufrido a causa de la traición de su enemigo, otorgó al valeroso caballero ambos feudos; así, al final, Gerardo quedó ganancioso, convirtiéndose en un señor mucho más rico y poderoso que antes. Pero más que el don del condado readquirido y el del nuevo condado que le regalaba el rey, alegró a Gerardo poder casarse al fin con la bella, buena y fiel Euriante, con quien vivió feliz y dichoso durante largos años.
En aquel tiempo, reinaba en Francia un monarca llamado Luis, bueno y muy cortés, que gustaba de reunir con mucha frecuencia a las bellas damas y a los nobles señores de su reino en fiestas y en arriesgados torneos.
Un día, se hallaba con su corte en un magnifico prado a poca distancia de París, su capital; nadie podía recordar haber visto antes reunión más numerosa de condes y condesas, duques y duquesas, castellanas de belleza resplandeciente y nobles caballeros.
Cuando llegó la hora de la música y las danzas, el rey, que se había retirado unos instantes de su tienda de campaña, salió de ella llevando de la mano a un joven caballero dotado de tal gracia y belleza que enseguida hechizó a todos los corazones. Era fuerte y robusto como el mejor guerrero de Francia, pero tenía mejillas rosadas y aterciopeladas como una doncella. El rey lo presentó como uno de los más valerosos entre sus barones, y añadió que no conocía rival en el dulce arte del canto. El conde Gerardo (que así se llamaba el joven) acompañándose suavemente con el laúd entonó, en efecto, una canción que dejó a todos embelesados, En ella hacía el elogio de su lejana prometida, Euriante, a quien proclamaba como la más hermosa, virtuosa y discreta doncella de toda Francia, añadiendo que ningún otro hombre n el mundo era tan amado como él.
Todos se sintieron conmovidos por la dulzura de la canción y por el amor que unía a Gerardo y Euriante, pero el pérfido conde Lisandro, que era el más mezquino y envidioso de los caballeros franceses, lívido de orgullo y herido de celos, se adelantó y dijo con voz desagradable:
-Gerardo ha ofendido injustamente a todas las damas nobles de Francia, al declararla inferiores a su amada Euriante que seguramente no vale nada; y aunque ha elogiado tanto la gran virtud y fidelidad de esa doncella, estoy seguro de que conquistarla en ocho días a partir de hoy , si me da modo de verla y tratarla. Estoy dispuesto, por lo tanto, a apostar mi condado contra el de Gerardo, a que consigo mi intento.
El rey trató de evitar esta estúpida prueba, pues la verdad era que Gerardo no había desafiado ni ofendido a nadie. Pero Lisandro insistió y Gerardo, confiado plenamente d e su enamorada, aceptó sin escrúpulo alguno.
Después de lo cual, la alegre comitiva se dispersó dándose cita en aquel mismo prado para ocho días después a fin de conocer el resultado de la apuesta. Lisandro, sin pérdida de tiempo, se dirigió, en su briso caballo, al castillo del conde Herberto, padre de Euriante.
Infame maquinación
Al llegar Lisandro al castillo de Herberto, la bella Euriante se hallaba en la ventana escuchando el dulce canto de los pájaros que gorgojeaban en el bosque cercano; aquel canto le recordaba la música suave y las dulces canciones de su amado Gerardo. Al verla, tan bella, Lisandro quedó hechizado, y como quisiera que en el rostro de la joven se leía claramente la ingenuidad de su alma desesperó de su loco intento y vio en peligro su condado. Herberto, que no sabía nada de aquella apuesta, por no haber estado en la corte del rey, acogió amablemente al caballero y dio en su honor un gran banquete , colocando a su propia hija Euriante, en la mes, al lado del huésped. Durante el banquete, la doncella no dirigió mirada alguna a Lisandro y no escuchó ni una sola de sus amables palabras, absorta como estaba en el recuerdo de su prometido ausente. Pero en cuando le banquete terminó y todos se retiraron a descansar, Lisandro, que se había quedado solo con la doncella, tal omo lo esperaba, no perdió el tiempo y alabando su gran belleza, le pidió que consintiera en ser su esposa.
Euriante le miró despreciativamente y le dijo:
-Debéis saber, señor que mi corazón pertenece hace tiempo a un valeroso caballero, por cuya ausencia suspiro; por eso, cada una de vuestras palabras suena en mis oídos como una inconveniencia y una ofensa.
Desdeñosamente, se retiró a sus habitaciones.
La hermosa Euriante tenía por dama de compañía a una tal Cunegunda, mujer pérfida y malvada; bastará decir que era hija de un ladrón y de una bruja y que había heredado de ambos sus vergonzosos vicios y su malas artes. Cunegunda había asistido sin ser vista, a toda la escena; y cuando su ama salió de la estancia, esperando conseguir de Lisandro alguna gracia si le ayudaba en sus designios , se le acercó e intentó indagar sus verdaderas intenciones.
Lisandro comprendió que la ama de compañía podía serle de gran ayuda y le confesó, punto por punto, la verdad.
Si he comprendido bien- le dijo Cunegunda- no es que aspiréis a la mano de Euriante, lo que en verdad sería empresa desesperada, como vuestro deseo es ganar la apuesta; basta pues hacer creer a la gente que habéis conquistado el corazón a la doncella, aunque no sea cierto. Pues bien no temáis. Prometedme algún regalo y yo he de daros lo que necesitáis. Debéis saber que Gerardo regaló a Euriante en prenda de su amor una amatista en forma de violeta, que lleva siempre pendiente de un hilo de oro, sobre su corazón. No se separa nunca de ella siquiera cuando duerme. Pues bien, yo me arreglaré de modo que os pueda dar esa violeta.
Lisandro prometió a la infame bruja mil ducados de oro y por añadidura diez magníficos trajes de brocado.
Y el convenio quedó así arreglado.
Durante la noche, mientras Euriante dormía, la pérfida Cunegunda introduciéndose furtivamente en su cámara, como tenía por costumbre, le cortó del cuello el hilo de oro con la violeta que de él pendía. Al día siguiente Lisandro tuvo en su mano la preciosa prenda de amor con la cual se alejó rápidamente del castillo.
Ocho días después, la corte se reunió en el prado de los torneos y todos los presentes se mostraron impacientes por saber lo ocurrido, la mayaría con la esperanza de que venciera Gerardo y Lisandro quedase derrotado. El rey estaba sentado bajo un dosel rojo y oro, rodeado de sus consejeros y apenas Lisandro se presentó, le concedió la palabra:
-Señor- le dijo el traidor-, verdaderamente es necio quien compromete su fortuna haciéndola depender de la fidelidad femenina. Como prometí he conquistado el corazón de Euriante y en prueba de ello he aquí una violeta de amatista que la dama recibió de su antiguo prometido Gerardo y que me ha regalado en prenda de su nuevo amor por mí.
Y así diciendo presentó al rey la violeta. Gerardo apenas vio la joya la reconoció sin vacilar. Le pareció que el mundo se hundía en orno a él, palideció se le nubló la vista, vaciló y hubiera caído al suelo si no lo hubiesen sostenido; después de largo silencio , atónito y confuso, se confesó vencido y rogó al rey quisiera proclamar vencedor a su afortunado rival y le entregase todo cuanto él poseía, puesto que consideraba su vida allí terminada.
-Pero ahora- concluyó- el asunto está entre Euriante y yo, pues he de tomar terrible venganza de esa pérfida traidora.
Borrascas y tempestades
Viajó toda la noche, aniquilado, triste, desesperado. Sólo su fiel escudero lo seguía. Al amanecer llegó al castillo de Herberto y envió a su escudero a llamar a la doncella. Euriante, que no sabía ni sospechaba nada, en su inocencia, acogió al mensajero gozosa, y ataviándose con su túnica más rica , corrió impaciente al lugar de la cita que era en la mitad del bosque. Pero apenas vio el rostro descompuesto de Gerardo, se detuvo aterrorizada. ¿Qué había ocurrido? Gerardo no pronuncio palabra. Desenvainó la espada y sujetando a la joven alzó el brazo para herirla. Euriante creyendo que su prometido enloquecía se defendió, cayó de rodillas a sus pies, le suplicó por el amor que le tenía no quisiera ensañarse tan cruelmente con una pobre mujer inerme.
Todo fue inútil: cada palabra de Euriante, en vez de calmar el furor le exasperaba más. Sólo en el momento de dar el golpe mortal, Gerardo fijando los ojos en aquella dulce cabeza rubia que tanto adoraba, sintió su corazón inundado de piedad. Un generoso instinto detuvo su brazo y enfundando de nuevo la espada exclamó:
-Pérfida mujer; voy a hacerte gracia de la vida, para que puedas meditar y arrepentirte más largamente de tu traición. Pero no debiste dar a otro hombre, a quien apenas conocías, la violeta que yo te había entregado en prenda de mi amor. Ahora, quédate aquí abandonada en el bosque. Bajo la mirada vigilante de Dios, a cuya sabia justicia te entrego.
Y sin querer escuchar disculpa alguna, partió al galope, perdiéndose en la lejanía.
Euriante, inocente y desgraciada, permaneció allí consternada, sin poder moverse; y no conseguía comprender las extrañas palabras de su adorado. Ciertamente había perdido la violeta que Gerardo le entregara; pero no desesperaba de encontrarla, y además ¿cómo era posible que por aquel simple hecho hubiera podido cambiar el amor de Gerardo en odio profundo, su innata bondad en inaudita crueldad? La pobre doncella lloró, se desesperó, se arrancó los rubios cabellos, rasgó sus vestidos, se debatió entre lamentos y quejas de tal forma que, al fin cayó desvanecida , sin fuerzas a los pies de una encina.
Acertó a pasar por allí el duque de Metz, que regresaba con su anciana madre de una peregrinación a Santiago de Compostela, seguido por cien caballeros. Hallando al paso a la joven desmayada, intentó prestarle ayuda; pero como tardaba en recobrar el conocimiento y él necesitaba llegar pronto a su castillo, la hizo transportar a la litera de su madre y a ella la confió. Cuando la doncella abrió los ojos, quedó consternada y taciturna, y siquiera las amables palabras que la anciana duquesa le dirigía, pudieron calmar sus lamentos. La creyeron loca. Por tanto, apenas llegaron a Metz, el duque hizo que la viera un celebre médico y la colmó de atenciones. El galeno negó que estuviera loca, y explicó que la joven atravesaba sin duda por un gran dolor y que debía por tanto, ser tratada con grandes miramientos y cuidados. La palidez y la melancolía no borraron su prodigiosa belleza, antes al contrario, le conferían un nuevo atractivo, haciendo su belleza más espiritual ; tanto que el duque se enamoró perdidamente de ella, y cierto día en que le pareció que la doncella se encontraba algo más tranquila, con mucha astucia le pidió que lo aceptase por esposo.
-Euriante- le dijo- oh, hermosa Euriante, bendigo el día y la hora en que te encontré; y sería eternamente feliz si accedieras a ser mi esposa: yo te haría duquesa, y todos mis territorios y riquezas serían tuyos.
La doncella agradeció al duque su amable ofrecimiento, pero respondió que no se sentía digna de ser su esposa; y para disuadirle de ello, inventó que era una humilde pastora, hija de un saltimbanqui y de una campesina.
-Aunque fueras hija de un bribón- exclamó el generoso duque- yo te amaría lo mismo y desearía hacerte mi esposa.
Pero ni promesas ni juramentos pudieron hacer variar la inquebrantable decisión de Euriante, que amaba demasiado a su Gerardo para pensar siquiera en casarse con otro, ni aunque hubiera sido el hijo del propio rey.
Descubrimiento del engaño
En tanto, Gerardo, pensativo y solitario, cabalgaba por bosques y valles, sin meta, entregado a un gran dolor y a un desconsuelo sin límites.
Tan absorto en sus propios pensamientos, que con frecuencia, era el caballo quien lo conducía. Así una noche, se encontró en el condado de Nevers. Tuvo entonces la idea de ir allí de incógnito para ver lo que ocurría bajo el poder del nuevo señor. Dejó su caballo y su ropa en casa de un campesino, se puso un deteriorado vestido de juglar, compró un viejo laúd y como en el transcurso del tiempo le había crecido una larga barba blanca que antes no llevaba, ciertamente nadie lo hubiese reconocido bajo aquel disfraz. En efecto, pasó desapercibido por pueblos y ciudades y por todas veía señales de una gran miseria; por doquier oía a las gentes lamentarse de la injusticia y las tiranías de Lisandro mientras todos echaban de menos los tiempos en que tenían por señor al buen conde Gerardo. De lugar en lugar, el falso juglar llegó a la puerta del castillo que en otro tiempo fuera suyo. Llovía copiosamente y el infeliz, cansado y aterido, pidió a los criados un rincón donde refugiarse. Lisandro, que se hallaba en un banquete inspirado por un capricho repentino, dio orden de que el juglar fuera introducido al gran salón para alegrar con su laúd a los invitados. ¡Fácil es imaginar qué ánimo tendría Gerardo para cantar alegres versos! Sus canciones melancólicas no desagradaron del todo, pro los invitados las hallaron poco oportunas y en cierto momento Lisandro hizo despedir al juglar.
Gerardo notó enseguida que al lado de Lisandro estaba sentada una dama cuya fisonomía no le parecía del todo desconocida. ¿Quién podía ser? ¿Dónde la había visto antes? A fuerza de pensar, después de unos instantes de vacilación consiguió recordarla: era Cunegunda, la dama de compañía de Euriante. Pero, ¡cuánto había cambiado desde entonces! La malvada bruja se pavoneaba ahora con ricos atavíos de brocado luciendo collares y joyas de gran valor. Pero, ¿por qué se encontraba en Nevers y cómo había podido cambiar tan rápidamente de condición? Gerardo no veía claro el asunto: algo misterioso había en todo ello y como el banquete ya estaba concluido y los invitados se despedían para irse, el falso juglar, aprovechando el desorden reinante en la estancia, logró esconderse detrás de una cortina en el hueco de una ventana. Cuando, por último Lisandro y Cunegunda se encontraron solos en la sala, Gerardo oyó cómo la maligna vieja expresaba ciertas exigencias al conde, su señor, y éste le respondía que estaba ya cansado de sus constantes peticiones, que le había dado incluso más de lo convenido y que en realidad, si ella le había hecho un favor, no le había costado más que un pequeño esfuerzo.
-¡Un pequeño esfuerzo! ¡Ingrato!- gritaba la vieja, fuera de sí a causa de la cólera. ¡Yo te he proporcionado un feudo riquísimo sobre el cual no tenías ningún derecho y tú crees haberme pagado con unos vestiduchos y unas joyas!¡Y dices que a mí me ha costado poco!¿No se te ocurre pensar que en el caso de haberse despertado Euriante en el momento en el que yo le quitaba del cuello el hilo de oro y la violeta de amatista, mi peligro hubiese sido inmenso pues el conde me habría hecho colgar?
La afanosa búsqueda
Al oír estas palabras, Gerardo comprendió inmediatamente toda la infame maquinación cometida para su daño y el de Euriante y sintió agudo remordimiento por haber sido con exceso estúpido culpando a su pobre inocente prometida y dejándose transportar por la ira hasta el punto de haber ido dispuesto a matarla. Un solo remedio había al mal ya hecho: encontrar a la calumniada, infeliz Euriante y pedirle perdón humildemente.
Apenas llegó la noche salió de su escondite y cruzó el pasadizo del castillo; una vez recobrados sus trajes de caballero y su caballo, empezó la afanosa , desesperada búsqueda.
Por el camino, para expiar su culpa y merecer mejor del cielo el don de encontrar nuevamente a Euriant5e, el generoso Gerardo se propuso realizar cuantas buenas acciones pudiera: corregir injusticias, proteger a los débiles y desheredados, liberar a los oprimidos, consolar a los tristes. Infinitas fueron, en efecto, las hazañas nobles y heroicas que gloriosamente llevó a término: mató monstruos y gigantes que infestaban el bello suelo de Francia, rechazó él solo el asalto de mesnadas de bandidos que robaban a los viajeros, defendió a las viudas y a los huérfanos, salvó de penas horribles a inocentes injustamente condenados, exterminó a los enemigos del rey y de la religión, combatió la violencia, cooperó al triunfo de la justicia, luchó contra el mal en cualquier forma que se le presentaba.
Pero después de tan crecido número, de ásperas fatigas aunque gloriosas, había recorrido de una punta a otra toda Francia, no sólo no había encontrado todavía a la que buscaba, sino que ni siquiera conseguía tener de ella la menor noticia
Y así pasaron muchos meses tristemente en el dolor y la desesperanza.
Las jóvenes más hermosas, hijas de duques y condes se habían enamorado perdidamente de él y hubieran querido ser sus compañeras pero fue en vano ; Gerardo fiel a su bella Euriante, únicamente a ella buscaba, era la criatura que quería por esposa y no soñaba sino con su rostro resplandeciente y su figura esbelta y gentil.
La alondra y el anillo de amatistas
En tanto, Euriante estaba en Metz retirada todo el día en su estancia de la que no quería salir: allí no hacía sino llorar y suspirar pensando continuamente en su Gerardo y temerosa de que solo y desesperado, acabara por sucumbir. Una de sus camareras, apiadada de aquel dolor sin consuelo, le trajo cierto, día, para distraerla, una alondra que había domesticado y que cantaba dulcemente . En efecto; Euriante se aficionó en tal forma a la avecilla que pasaba horas enteras hablándole de su Gerardo (como si la alondra pudiese comprenderla) y escuchando su canto.
Y ocurrió que un día, se le cayó a Euriante del dedo un anillo que era el último presente que guardaba de su prometido; se lo había regalado él y tenía también una amatista en forma de violeta como la que había perdido . El anillo fue a caer sobre el regazo, en el momento en que la alondra revoloteaba en torno a ella y por una curiosa casualidad quedo ensartado en el cuello de la avecilla. La alondra, al sentir aquel extraño collar se asustó y abriendo las alas, salió volando por la ventana rápidamente; ya veremos con qué consecuencias.
Euriante al ver huir juntos al pájaro y al anillo, se afligió mucho y como la desventura nos hace temerosos y supersticiosos, temió que aquello fuera señal de nuevas y terribles desgracias . Su presentimiento, no era por cierto infundado.
Había en la corte del duque de Metz un triste caballero llamado Meliadoro; se había enamorado de Euriante, y como la joven hubiese rechazado siempre sus ardientes protestas de amor, se propuso tomar atroz venganza, y he aquí lo que la perfidia sugirió al descarriado joven. Tomó un cuchillo afiladísimo, se escondió en la cámara donde Euriante solía dormir en compañía de su querida amiga Ismania, hermana del duque, y cuando ambas doncellas estuvieron acostadas y dormidas , salió de su escondrijo y, buscando el lecho, a tientas, hundió el cuchillo en el pecho de la primera joven que encontró, creyendo que era Euriante. Pero era Ismania, la hermana del duque. Después el homicida puso el cuchillo en manos de la otra doncella y echó a correr.
¡Fácil es imaginar lo que ocurriría al día siguiente! EL duque, enfurecido creyó que Euriante había matado a su hermana y ordenó que la infeliz doncella fuese encarcelada. Horrorizado por tanta ingratitud, el duque deseaba vengarse de Euriante de modo solemne y ejemplar, y al día siguiente la hizo llevar ante los jueces. Allí se presento Meliadoro y acusó abiertamente a la pobre criatura: la desdichada se proclamó inocente; en vano conjuró a los jueces para que quisieran creer en su palabra; estaba ya a punto de ser condenada a una muerte cruel, cuando por su fortuna se presentó ante el tribunal un anciano pariente del duque, que era también el más sabio de sus consejeros.
-Si Euriante hubiese matado a Ismania- advirtió el prudente anciano- , no reo que el resto de la noche permanecería durmiendo pacíficamente con el cuchillo ensangrentado en la mano al lado de su víctima. Por lo contrario, hubiese huido. Los hechos parecen, indudablemente condenarla; pero yo creo que debe haber por en medio alguna tenebrosa maquinación; cuidad ,¡oh jueces! De no cometer un grave error.
El argumento impresionó vivamente al duque, que era un hombre justo y no hubiese querido que una inocente fuera llevada al patíbulo como culpable; suspendió, pues, el proceso y quiso que se celebrara un juicio de Dios: Meliadoro, como acusador publico, sostendría su acusación con la espada contra cualquier campeón que se presentara a defender a la doncella; pero si en tres días no acudía ninguno a tomar su defensa, Euriante sería inexorablemente ajusticiada. Ahora bien, hay que decir que Meliadoro era un verdadero campeón, por lo que todos tenían miedo de medir sus armas con él; además , siendo las pruebas contra Euriante tan abrumadores, eran muy pocos lo que creían en su inocencia.
El juicio de Dios
En tanto, Gerardo, en sus peregrinajes, había llegado a orillas del Rhin. Un barón que le conocía por el eco de su fama y admiraba sus gloriosos gestas, quiso hospedarle en su castillo y Gerardo aceptó , con tanto más motivo cuanto que por tanto peregrinar empezaba a sentirse cansado del largo viaje. Este barón tenía una hija bellísima, que se enamoró en seguida de Gerardo; pero como el joven rechazase sus insinuaciones, ella, que se llamaba Narcisa , recurrió a las artes de una maga. Esta dio a la doncella un filtro poderoso, enseñándole cómo debía suministrarlo al desdichado joven. Todo ocurrió como la maga había previsto, e inmediatamente Gerardo olvido a Euriante, como si nunca hubiese existido, y se prendó locamente de Narcisa. En este punto se hallaban las cosas cuando un día un barón invito a Gerardo a una partida de caza con halcones, a orilla del río.
He aquí a los dos cazadores con su séquito cabalgando alegremente por los bosques. Para distraer la monotonía del camino, Gerardo entonaba alegres canciones: hacía mucho tiempo que no cantaba tan bien y sus gorjeos recordaban los suavísimos del ruiseñor. De pronto, una alondra respondió alegremente a su canto. Gerardo, al escucharla, sintió el deseo de apoderarse de ella y, quitando la capucha a su halcón, lo lanzó en persecución de la avecilla; la caza fue breve, pues en vano la alondra trató de huir de su enemigo; éste la tomo entre sus garras y la llevó viva a su amo.
¡Imagínense ahora cuál sería la sorpresa del caballero al ver que el pajarillo llevaba al cuello el anillo que él regalara en tiempos pasados a Euriante! Súbitamente olvido a Narcisa; y Euriante, sólo Euriante, volvió a triunfar en su corazón: le pareció como si el destino hubiese utilizado a la gentil alondra para llamarlo a su deber: “Y acaso- pensaba- la desdichada Euriante me envía este mensaje para pedirme ayuda”
Avergonzado e impaciente, Gerardo abandonó la caza, se despidió del barón y no recobró la tranquilidad hasta que no hubo reanudado ardientemente su búsqueda.
La alondra, a quien él devolvió la libertad, le precedía volando de rama en rama, como para indicarle el camino; y, en efecto, siguiéndola llego Gerardo a Metz, justamente en el momento en que las puertas de la ciudad se cerraban, de modo que apenas le dieron tiempo a entrar.
-¿Por qué cerráis las puertas de la ciudad?- pregunto el caballero. ¿Teméis, quizás, un asalto del enemigo?
-Habéis de saber, señor- respondieron los guardianes de la puerta-, que nuestro bien amado duque, al regresar de su peregrinación a Santiago de Compostela, encontró en el bosque de Borgoña a una bellísima joven llamada Euriante, que allí yacía desmayada. La recogió, la hizo cuidar amorosamente, tuvo para ella toda suerte de atenciones fraternales e incluso le ofreció hacerla duquesa si quería casarse con él. Pero la ingrata doncella no sólo se negó a ser su esposa, sino que ha matado a la propia hermana de su bienhechor. Con tan triste motivo se ordenó un juicio de Dios, estableciéndose que si en tres días no venía ningún campeón a defenderla, Euriante sería llevada al patíbulo. Ahora los tres días están a punto de cumplirse y ningún caballero se ha presentado. Se cierran, pues, las puertas de la ciudad para que nadie pueda ya entrar y provocar desórdenes a favor de la ingrata y que puedan alterar su sentencia.
Gerardo, al oír este relato, se puso intensamente pálido; no vaciló un dudó un instante de la inocencia de la joven; se apresuró hacia la plaza principal, donde estaba reunido todo el pueblo de Metz, y se presentó como campeón de la acusada. Euriante, condenada a morir en la hoguera y atada ya a los haces de leña, miró atónita y temblorosa al guerrero desconocido y generoso que se presentaba para luchar por ella. Pero como Gerardo llevaba bajada la celada del yelmo, no lo reconoció. Justamente en aquel momento llegó la alondra volando y fue a colocarse en uno de sus hombros; esto conmovió a la doncella, pareciéndole un buen augurio.
El duque, que bajo un dosel de seda asistía al juicio, acogió benévolo al campeón e hizo tocar las trompetas. Meliadoro bajó prestamente al campo, jactancioso y seguro de la victoria; Gerardo, enristrando la lanza, salió a su encuentro y empezó el duelo fatal.
El triunfo de la justicia
Meliadoro era corpulento y hábil e hizo prodigios, pero Gerardo, además de ser también diestro y fuerte, tenía a su favor la firmísima de en la inocencia de la doncella, mientras Meliadoro sabía que defendía una causa injusta. Después de una hora de feroces asaltos, cayó por fin Meliadoro a tierra, derrotado, desangrándose por numerosas heridas y a punto de morir; sólo entonces se decidió a confesar su crimen, declarando inocente a la pobre Euriante.
El vencedor fue aclamado por la multitud e invitado por el duque a darse a conocer, alzó finalmente la celada.
Euriante lanzó entonces un grito: había reconocido en el campeón a su amado Gerardo. Este relató entonces toda su historia y la terrible maquinación urdida por Lisandro contra él y contra Euriante. El duque, conmovido por todas aquellas peripecias, se dirigió sin perdida de tiempo a París y expuso al rey todo lo ocurrido, pidiendo que se les formara un juicio severo contra los pérfidos Lisandro y Cunegunda.
El rey , que admiraba a Gerardo, de cuyas grandes gestas había oído hablar, se mostró muy contento ante la revelación del duque: ordenó que Lisandro y Cunegunda fueran presos y condenados, y poco después ambos malvados fueron llevados a ignominioso suplicio, pagando así sus infamias.
Pero, como la muerte de Lisandro dejaba vacante, además del condado de Nevers, el feudo que anteriormente había pertenecido a Lisandro, el rey para indemnizar a Gerardo de cuanto había sufrido a causa de la traición de su enemigo, otorgó al valeroso caballero ambos feudos; así, al final, Gerardo quedó ganancioso, convirtiéndose en un señor mucho más rico y poderoso que antes. Pero más que el don del condado readquirido y el del nuevo condado que le regalaba el rey, alegró a Gerardo poder casarse al fin con la bella, buena y fiel Euriante, con quien vivió feliz y dichoso durante largos años.