Erase una vez, hace muchos y muchos siglos, un poderoso señor que se llamaba Kamatari, el cual tenía una hija, Kohakunyo, muchacha llena de gracia y de belleza.
Cuando Kohakunyo hubo cumplido los dieciocho años de edad, fue celebrado su matrimonio con el emperador de Chine-Koso, que era un poderoso vecino suyo.
En aquella ocasión la novia hizo a los dioses una ofrenda , como era costumbre en el país. Escogió entre sus más preciosos tesoros tres objetos: un laúd, en el cual bastaba tocar una vez para oír la música celestial que brotaba del instrumento para toa la vida; un tazón de piedra, , en el cual bastaba disolver una sola vez una barrita de tinta china, para que nunca más se consumiera; y por último, la maravilla de las maravillas, un globo de cristal que encerraba una estatuilla de Buda.
La muchacha entregó esos tres tesoros al general Banko, para que él mismo los llevase al templo de Kogukuji, en Nara
Cuando la nave que conducía al general, con todas las velas desplegadas, estaba por arribar a la costa de Sanuki, se desencadenó una terrible tempestad. Cual una hoja seca arrastrada por el viento, el barco era sacudido por las olas encabritadas, que ora lo levantaban a alturas vertiginosas, ora lo hundían en abismos sin fondo.
EL general temblaba, no por su vida, sino por lo tesoros que llevaba consigo.
El capitán de la nave era por fortuna un viejo lobo de mar, que otras veces se había enfrentado con las furias desencadenadas del océano; y tan bien supo maniobrar y alentar a sus marineros, que cuando el viento cesó y el mar fue apaciguado, todos se reunieron en el puente sanos y salvos. Por fin, fue avisada la tierra y el barco pudo entrar en el puerto tranquilamente y echar el ancla en aquel quieto refugio.
El general dio las gracias a los dioses por g haberlo ayudado en el cumplimiento de su misión y fue a dar una ojeada a sus tesoros . Mas ¡ay!, no pudo contener un grito de angustia; el globo de cristal había desapareció.
“Seguramente- pensó- ha sido el dragón, dios del mar, que ha provocado la tempestad para apoderase de tan preciado tesoro”.
Pero ahora no podía hacer otra cosa que informar de l hecho a su señor Kamatari.Este se apresuro a reunirse con Banko en el lugar del desastre, trayendo consigo a los mejores buzos y nadadores del país.
-Aquel de vosotros que logre recuperar el globo de cristal. Dijo el poderoso señor a sus hombres- podrá pedir lo que más desee y yo lo concederé.
A tales palabras, acuciadas por la codicia de riqueza y honores, todos los pescadores se zambulleron en el mar. Mas ¡ay!, uno tras otro fueron saliendo de la superficie con las manos vacías. El globo de cristal parecía imposible de hallar. Kamatari, aunque con el corazón lleno de tristeza, se disponía a renunciar a la empresa, cuando fue abordado por una joven tímida y modestamente vestida, la cual entre los pliegues de su kimono, llevaba un niño de pocos meses.
-Yo no soy, poderoso señor, más que una pobre pescadora de conchas- dijo la mujer arrodillándose-; pero hace mucho tiempo que vivo en este país y conozco muy bien el fondo del mar.Permíteme que busque el tesoro.
- Mis hombres son robustos, vigorosos; son los mejores buzos del Japón-le contesto Kamatari-, y sin embargo, no han logrado encontrar el globo de cristal. ¿Cómo podrías tú, mujer, tan delicada, tan frágil, tan débil...?
- -Poderoso señor- interrumpió la mujer con su voz decidida-m deja que lo intente; hago esto por mi hijito. Hasta hoy ha llevado una vida miserable y penosa ; no quiero que mi niño tenga la misma triste suerte; quiero que sea un samurai. Si me prometes dar cumplimiento a mi deseo, yo intentaré la empresa...
Kamatari meneó la cabeza, incrédulo; con todo no quiso quitar a la pobre madre aquella esperanza, y le prometió solemnemente que haría estudiar al niño y haría que fuese un sabio samurai en caso de que su prueba tuviese éxito.
Agradecida, la pescadora se inclino hasta el suelo dándole las gracias, y se dirigió hacia la orilla del mar . Dejó al niño sobre la fina arena, lo besó tiernamente; luego se ató una cuerda alrededor de la cintura y dijo a los pescadores:
-Cuando encuentre el globo de cristal daré un tirón a la cuerda, y vosotros izadme rápidamente a la superficie.
Como un cometa a través del cielo infinito, la mujer descendió ligera y ágil a través de las aguas y llegó al fondo. En torno suyo sólo veía hierbas marinas que ondeaban con mil reflejos luminosos. Incansable, la mujer anda y busca, busca y anda. De ponto, entre las algas, vio resplandecer una extraña luz. Con el corazón lleno de esperanza, se abrió camino entre las plantas acuáticas y se le apareció de improviso un magnifico palacio.
-El palacio del dragón- pensó la mujer . Seguramente aquí encontrare el globo de cristal.
Y en efecto, al levantar los ojos vio, sobre la cima de la torre más alta del palacio, el ídolo resplandeciente en el globo e cristal, pero rodeado de dragones, de serpientes, de espantosos monstruos marinos...
A la vista de aquello un nuevo vigor pareció adueñarse de la frágil mujer que, silenciosa como una sombra, trepó hasta la cima de la torre y se apoderó del talismán. Pero apenas lo hubo cogido, cuando los monstruos que por un instante habían quedado desconcertados y sombrados ante tanta osadía, se lanzaron sobre ella con las fauces abiertas. Por un segundo la mujer se creyó perdida; pero pronto el pensamiento de su adorado hijo le devolvió toda la sangre fría fue necesitaba. Rápida como l rayo, saco del cinto un pequeño puñal que había traído consigo y se lo hundió en el pecho; en la profunda herida escondió el precioso globo; luego tiró de la cuerda, mientras los monstruos asustados, al ver aquella agua rojiza que rodeaba a la e pescadora, se retiraban rugiendo.
Los pescadores que estaban en la orilla vieron cómo el agua mudaba de color , pasando de l más bello azul al rojo de un rubí; y luego vieron salir de aquellas olas ensangrentadas a la mujer pálida y sin conocimiento. Mas apenas la tendieron en la arena, la pobrecilla abrió los ojos, se sacó del seno el globo de cristal y ofreciéndolo a Kamatari, murmuró:
-Por mi hijo...
-¡ Tu hijo será un verdadero samurai, contesto el poderoso señor con , voz temblorosa de emoción.
Entonces, precisamente en el momento en que trasponía el limite entre el reino de los hombres y de los dioses, la mujer sonrió y su sonrisa iluminó los corazones de todos los presentes.
sábado, 11 de abril de 2009
El pescador y la tortuga
En la pequeña aldea de Sugeka vivía hace tiempo, en una cabaña con tejado de paja, un joven pescador que se llamaba Taro.
Un día mientras, mientras regresaba a su casa, contento porque la pesca había sido abundante, vio en la orilla a unos niños medio desnudos que se divertían atormentando a una tortuga. No le gustaba a Taro ver sufrir a los animales; por ello se acercó al grupo, acarició dulcemente la graciosa cabecita de los niños y distribuyó entre ellos algunas monedas con la condición de que le entregaran la tortuga. Los niños no se hicieron decir dos veces y sin perder tiempo corrieron a la aldea a comprar golosinas.
Habiendo quedado solo con la tortuga, Taro la acarició para tranquilizarla y la depositó sobre la arena, dejándola en libertad. Luego gozando de la intensa satisfacción que siempre procura a los espíritus delicados una buena acción, se encaminó silbando hacia su casa.
Al día siguiente , a las primeras luces del alba, el joven pescador, según su costumbre, salió en su barquita y bogó a lo largo de la costa en busca de un paraje propicio para pescar.
Y he aquí que de improviso una enorme tortuga afloró a la superficie del mar y fue a colocarse junto a la barca. Mientras Taro la miraba asombrado, el animal le dirigió la palabra en buen japonés.
-Buenos días, Taro- dijo-; me manda la reina de las aguas, la bella Otimé. Ayer, mientras según su costumbre daba un paseo por la orilla bajo el aspecto de tortuga, fue capturada por unos muchachos y seguramente hubiera muerto tras atroces torturas, si tú no hubieses llegado a libertarla. La reina quiere por ello demostrarte su profundo reconocimiento y me ha mandado venir a buscarte. Sube, pues, a mi grupa y te conduciré hasta ella.
Taro, que era valiente y amante de las aventuras, y que sólo buscaba cualquier pretexto, no se hizo repetir la invitación dos veces; saltó fuera de la barca y se sentó cómodamente en la grupa del galápago , que se zambulló resueltamente en las olas. Hendiendo las aguas a una pasmosa velocidad, el animal condujo a su jinete al fondo del océano , y se detuvo ante un palacio de oro macizo, con columnas de coral y techo de piedras preciosas; la arena estaba formada por infinidad de minúsculas perlas.
Apenas Taro se apeó de la tortuga, un tropel de sirenas, peces, dragones y monstruos marinos salieron por el amplio portón y fueron a arrodillarse ante él ; luego un grueso atún vestido se paje, se le acercó y con sorprendente agilidad le quitó el miserable indumento de pescador, y le vistió con un traje de seda azul , le calzó unos zapatos de oro y en la cabeza le puso una corona de diamantes. Luego, tomándolo de la mano, lo introdujo en el palacio.
El joven pescador subió una ancha escalinata de mármol y, a través de una puerta de esmeraldas, penetró en una sala inmensa con artesanado de coral, sostenido por cien columnas de mármol resplandeciente.
En medio de la sala, sentada en un altísimo trono de diamantes, lujosamente ataviada, estaba Otimé , más bella que la aurora.
Al advertir la presencia de su joven salvador,, la reina avanzó a su encuentro y, tomándole de la mano, le hizo sentar a su lado en el trono. En aquel momento una música dulcísima resonó bajo las inmensas bóvedas, mientras las sirenas, con suaves voces, entonaban un melodioso canto de amor y júbilo.
Aquella misma tarde se celebraron las bodas del pescador con la reina de los mares, con asistencia de todos los habitantes del vasto reino, llegados de los más remotos abismos. Taro vivió tres años en aquel palacio encantado, tres años de plena felicidad, al lado de su hermosísima esposa. Pero luego, poco a poco, su pensamiento retornó hacia sus ancianos padres, habían quedado en la aldea , a su casa, a la tierra habitada por sus semejantes, y una profunda añoranza se apoderó de él.
Otimé se dio cuenta de ello y su corazón se oprimió de angustia; con todo, ahogando los sollozos, le dijo:
- Taro, veo que estás enfermo de añoranza; te consume el deseo de volver a estar entre los tuyos . No seré yo ciertamente quien te disuada de ello; ve, pues; la tortuga que te condujo aquí, te llevará a tu casa. Acepta este cofrecito , pero te recomiendo vivamente que no lo abras por ningún motivo del mundo, si no quieres perderme para siempre.
Taro prometió y abrazó a la princesa. Luego subió a la grupa de la tortuga, que lo condujo fielmente a su casa.
¡Cuántas mudanzas habían ocurrido durante su ausencia! Grandes árboles crecían allá donde antaño se extendía la playa desnuda; la aldea había crecido mucho, y ya no se veían cabañas con tejado de paja, sino amplias casas de albañilería. Los habitantes ,que sentados en los umbrales, lo miraban pasar, éranle desconocidos. Taro no sabía que pensar; una sensación de frío y de angustia le invadió. ¿Qué había sucedido? A la orilla de un riachuelo, reparó en una viejecita que estaba lavando; se le acercó y le pidió noticias de su familia.
-Tengo cuento siete años- contesto la mujer-, y por mis padres, que a su vez lo habían oído contar a los suyos, se que un tal Taro, que vivió hace cerca de tres siglos, desapareció un día para nunca más volver.
A estas palabras, Taro se quedó petrificado de horror ; ¡así pues, no habían transcurrido tres años, sino tres siglos es en los abismos marinos!
¡ Oh, como había volado el tiempo ! ¿Y que podía hacer ahora? Solo, sin amigos, sin parientes, en un pueblo que ya no era el suyo, rodeado de gentes extrañas, sin dinero... Al llegar a este punto su atención fue atraída por el cofrecito que le diera Otimé antes de partir.
-¡Tal vez contiene un tesoro!- pensó. Y quizá por eso la reina me ha recomendado que por ningún motivo lo abriese.
La tentación de efectuar la acción prohibida se apoderó de él con tanta fuerza que no pudo resistirla; inclinose sobre el cofre, agarró la tapa y trató de levantarla. De improviso se abrió , dejando salir un humo de color violáceo que lo envolvió de la cabeza a los pies. Entonces su rostro se arrugó , sus cabellos y su barba se volvieron blancos, sus miembros se entumecieron y, en menos de un minuto, el joven Taro se convirtió en un anciano caduco con un pie en el sepulcro. Con un grito de angustia se arrastró hasta la falda del monte y avanzó por el bosque, donde bien pronto desapareció. Desde entonces, no se ha sabido nada de él.
De cuando en cuando, especialmente durante las noches de luna llena, los pescadores que navegan en aguas de Sugeka oyen, procedente del mar, una voz febril, angustiosa , que llama, desesperadamente y las buenas gentes, murmurando entre sus dientes una rápida oración a Buda, dicen:
-Es Otimé que llama a Taro, su esposo.
Un día mientras, mientras regresaba a su casa, contento porque la pesca había sido abundante, vio en la orilla a unos niños medio desnudos que se divertían atormentando a una tortuga. No le gustaba a Taro ver sufrir a los animales; por ello se acercó al grupo, acarició dulcemente la graciosa cabecita de los niños y distribuyó entre ellos algunas monedas con la condición de que le entregaran la tortuga. Los niños no se hicieron decir dos veces y sin perder tiempo corrieron a la aldea a comprar golosinas.
Habiendo quedado solo con la tortuga, Taro la acarició para tranquilizarla y la depositó sobre la arena, dejándola en libertad. Luego gozando de la intensa satisfacción que siempre procura a los espíritus delicados una buena acción, se encaminó silbando hacia su casa.
Al día siguiente , a las primeras luces del alba, el joven pescador, según su costumbre, salió en su barquita y bogó a lo largo de la costa en busca de un paraje propicio para pescar.
Y he aquí que de improviso una enorme tortuga afloró a la superficie del mar y fue a colocarse junto a la barca. Mientras Taro la miraba asombrado, el animal le dirigió la palabra en buen japonés.
-Buenos días, Taro- dijo-; me manda la reina de las aguas, la bella Otimé. Ayer, mientras según su costumbre daba un paseo por la orilla bajo el aspecto de tortuga, fue capturada por unos muchachos y seguramente hubiera muerto tras atroces torturas, si tú no hubieses llegado a libertarla. La reina quiere por ello demostrarte su profundo reconocimiento y me ha mandado venir a buscarte. Sube, pues, a mi grupa y te conduciré hasta ella.
Taro, que era valiente y amante de las aventuras, y que sólo buscaba cualquier pretexto, no se hizo repetir la invitación dos veces; saltó fuera de la barca y se sentó cómodamente en la grupa del galápago , que se zambulló resueltamente en las olas. Hendiendo las aguas a una pasmosa velocidad, el animal condujo a su jinete al fondo del océano , y se detuvo ante un palacio de oro macizo, con columnas de coral y techo de piedras preciosas; la arena estaba formada por infinidad de minúsculas perlas.
Apenas Taro se apeó de la tortuga, un tropel de sirenas, peces, dragones y monstruos marinos salieron por el amplio portón y fueron a arrodillarse ante él ; luego un grueso atún vestido se paje, se le acercó y con sorprendente agilidad le quitó el miserable indumento de pescador, y le vistió con un traje de seda azul , le calzó unos zapatos de oro y en la cabeza le puso una corona de diamantes. Luego, tomándolo de la mano, lo introdujo en el palacio.
El joven pescador subió una ancha escalinata de mármol y, a través de una puerta de esmeraldas, penetró en una sala inmensa con artesanado de coral, sostenido por cien columnas de mármol resplandeciente.
En medio de la sala, sentada en un altísimo trono de diamantes, lujosamente ataviada, estaba Otimé , más bella que la aurora.
Al advertir la presencia de su joven salvador,, la reina avanzó a su encuentro y, tomándole de la mano, le hizo sentar a su lado en el trono. En aquel momento una música dulcísima resonó bajo las inmensas bóvedas, mientras las sirenas, con suaves voces, entonaban un melodioso canto de amor y júbilo.
Aquella misma tarde se celebraron las bodas del pescador con la reina de los mares, con asistencia de todos los habitantes del vasto reino, llegados de los más remotos abismos. Taro vivió tres años en aquel palacio encantado, tres años de plena felicidad, al lado de su hermosísima esposa. Pero luego, poco a poco, su pensamiento retornó hacia sus ancianos padres, habían quedado en la aldea , a su casa, a la tierra habitada por sus semejantes, y una profunda añoranza se apoderó de él.
Otimé se dio cuenta de ello y su corazón se oprimió de angustia; con todo, ahogando los sollozos, le dijo:
- Taro, veo que estás enfermo de añoranza; te consume el deseo de volver a estar entre los tuyos . No seré yo ciertamente quien te disuada de ello; ve, pues; la tortuga que te condujo aquí, te llevará a tu casa. Acepta este cofrecito , pero te recomiendo vivamente que no lo abras por ningún motivo del mundo, si no quieres perderme para siempre.
Taro prometió y abrazó a la princesa. Luego subió a la grupa de la tortuga, que lo condujo fielmente a su casa.
¡Cuántas mudanzas habían ocurrido durante su ausencia! Grandes árboles crecían allá donde antaño se extendía la playa desnuda; la aldea había crecido mucho, y ya no se veían cabañas con tejado de paja, sino amplias casas de albañilería. Los habitantes ,que sentados en los umbrales, lo miraban pasar, éranle desconocidos. Taro no sabía que pensar; una sensación de frío y de angustia le invadió. ¿Qué había sucedido? A la orilla de un riachuelo, reparó en una viejecita que estaba lavando; se le acercó y le pidió noticias de su familia.
-Tengo cuento siete años- contesto la mujer-, y por mis padres, que a su vez lo habían oído contar a los suyos, se que un tal Taro, que vivió hace cerca de tres siglos, desapareció un día para nunca más volver.
A estas palabras, Taro se quedó petrificado de horror ; ¡así pues, no habían transcurrido tres años, sino tres siglos es en los abismos marinos!
¡ Oh, como había volado el tiempo ! ¿Y que podía hacer ahora? Solo, sin amigos, sin parientes, en un pueblo que ya no era el suyo, rodeado de gentes extrañas, sin dinero... Al llegar a este punto su atención fue atraída por el cofrecito que le diera Otimé antes de partir.
-¡Tal vez contiene un tesoro!- pensó. Y quizá por eso la reina me ha recomendado que por ningún motivo lo abriese.
La tentación de efectuar la acción prohibida se apoderó de él con tanta fuerza que no pudo resistirla; inclinose sobre el cofre, agarró la tapa y trató de levantarla. De improviso se abrió , dejando salir un humo de color violáceo que lo envolvió de la cabeza a los pies. Entonces su rostro se arrugó , sus cabellos y su barba se volvieron blancos, sus miembros se entumecieron y, en menos de un minuto, el joven Taro se convirtió en un anciano caduco con un pie en el sepulcro. Con un grito de angustia se arrastró hasta la falda del monte y avanzó por el bosque, donde bien pronto desapareció. Desde entonces, no se ha sabido nada de él.
De cuando en cuando, especialmente durante las noches de luna llena, los pescadores que navegan en aguas de Sugeka oyen, procedente del mar, una voz febril, angustiosa , que llama, desesperadamente y las buenas gentes, murmurando entre sus dientes una rápida oración a Buda, dicen:
-Es Otimé que llama a Taro, su esposo.
Amor filial
Erase una vez en el viejo Japón un poderoso mandarín conocido como Kuen-Yu, el cual tenía una hija única, bellísima que se llamaba adorable. La muchacha creía en el palacio de su padre como una perla rara en su concha . Todos la querían y se desvivían por satisfacer sus caprichos, ya que tal era la voluntad de su padre, que la adoraba como a la niña de sus ojos.
Adorable, que además de ser bella era también muy buena , no por ello se mostraba caprichosa o vanidosa; por el contrario, cada día era más humilde y modesta ; sentía infinita gratitud hacia su padre y estaba dispuesta a hacer cualquier sacrificio, incluso a dar la vida por él.
Si bien tenía el cutis delicadísimo, por la noche dormía sin mosquitera, para atraer hacia sí a todos los mosquitos de la casa y asegurar de tal modo a su padre un sueño tranquilo. Al anciano mandarín le gustaba sobremanera el pescado y se afligía porque en invierno no podía comer sus platos favoritos, ya que los lagos estaban helados. Adorable iba entonces sin ropa a tenderse sobre la superficie helada del lago ; el calor de su cuerpo fundía el hielo; los peces se acercaban , y ella los cogía y los llevaba a su pare.
La vida, pues, transcurría feliz para aquellos dos seres que se adoraban , cuando un día el emperador mandó a llamar a Kuen-Yu a la corte , y al presentarse el viejo mandarín ante el le dijo:
-Quiero que me hagas fundir una campana de voz tan potente, que su tañido pueda oírse a kilómetros y kilómetros lejos de la capital.
Kuen –Yu se inclinó reverente y salió de la sala del trono. Apenas regresó a su palacio , mandó a llamar a los más famosos fundidores del reino; hizo añadir al cobre una parte de oro, para que el tañido de la campana fuese más dulce. Y, tras jornadas y jornadas de intenso trabajo alrededor de un horno que permanecía encendido de noche y día y despedía lívidos resplandores u chispas doradas, finalmente la campana estuvo lista. Mas ¡ay!, cuando ésta fue probada en presencia del emperador y su corte , su repique apenas fue oído por los centinelas que vigilaban en la explanada de las murallas , más allá del palacio imperial nadie lo oyó. El emperador, indignado, golpeo violentamente el suelo con el cetro de oro y le gritó a su fiel mandarín:
-Te doy un mes de tiempo, Kuen –Yu; si dentro de este plazo no me preparas una campana según mis deseos, morirás en el patíbulo.
Después de esta orden se retiró con toda la corte.
Kuen- Yu, que había quedado solo en la gran plaza, se cubrió el rostro con las manos y estalló en sollozos ¿Cómo podría cumplir la orden de su amo? Lo que éste pedía era una cosa imposible, y él estaba destinado a dejar su cabeza entre las manos del verdugo; no tenía salvación. Mas he aquí que una mano suave y dulce la acarició la cabeza, en tanto que una voz muy melodiosa y muy querida le susurraba:
-No te aflijas, papaíto; ya veras cómo dentro de un mes podrás entregar al emperador la campana que desea.
Adorable estaba allí, como siempre, a su lado, dispuesta a sostenerle, a ayudarle , o a compartir con él su triste suerte.
Llegó la noche y la muchacha se envolvió en una capa negra y salió furtivamente de su casa, encaminándose en la noche oscura a través de tenebrosos callejones hacia los barrios bajos de la ciudad. Así llego ante una casucha ruinosa y llamó tímidamente a la puerta mal cerrada. Una voz ronca la invito a entrar, y la muchacha obedeció y entró.
Se encontraba en una especie de antro sucio y húmedo , iluminado por la débil llama de una vela. Ante una mesa, sobre la cual se veían alambiques, crisoles y varias ampollas, se sentaba un viejo de luenga barba blanca y nariz ganchuda, cabalgada por unas antiparras.
-Dime- murmuró la muchacha con voz trémula- ¿Cómo puede fundirse una campana lo bastante potente para ser oída a leguas y leguas de distancia? Si sabes decírmelo, te recompensaré espléndidamente.
-Siéntate, hijita y veremos cómo puedo contentarte- dijo el mago.
Hojeó algunos enormes librotes de extraña escritura, examinó unos pliegos cubiertos de signos extravagantes y al cabo de unas horas de incansables estudio, el mago habló:
-Haz fundir , en cantidades iguales cobre, oro, y plata; luego añade a la amalgama el cuerpo de una doncella, y hazlo fundir too en el crisol. Hasta que la sangre de la muchacha no se mezcle con los metales en fusión, la campana no podrá dar un sonido tan fuerte como el emperador desea.
Así hablo el mago. Adorable se sintió estremecida por un escalofrío de terror; pero se sobrepuso, y una dulce sonrisa apareció en su bellísimo rostro.
Una vez más se le ofrecía la ocasión de demostrar a su padre su entrañable afecto.
Se trabajó intensamente en la fusión de la campana. El mandarín no abandonaba ni siquiera un minuto las proximidades del horno donde se fundían los metales y vigiaba a los obreros que estaban bajo sus órdenes con una atención rigurosísima. Cuando el trabajo iba a terminar, Adorable entró a la fragua y fuese acercando poco a poco al horno ardiente. Luego, aprovechando un momento de distracción de su padre, se arrojó decidida al horrible infierno de fuego, gritando:- ¡Por amor a ti, papaíto!
Aquella vez la campana fue perfecta de una forma maravillosa, de un color magnífica, y sus tañidos eran más potentes y más dulces que los de cualquiera otra campana que hubiese existido en el mundo. Mas acaso en aquellos sones se mezclaban sollozos, gemidos y lamentos.
Adorable, que además de ser bella era también muy buena , no por ello se mostraba caprichosa o vanidosa; por el contrario, cada día era más humilde y modesta ; sentía infinita gratitud hacia su padre y estaba dispuesta a hacer cualquier sacrificio, incluso a dar la vida por él.
Si bien tenía el cutis delicadísimo, por la noche dormía sin mosquitera, para atraer hacia sí a todos los mosquitos de la casa y asegurar de tal modo a su padre un sueño tranquilo. Al anciano mandarín le gustaba sobremanera el pescado y se afligía porque en invierno no podía comer sus platos favoritos, ya que los lagos estaban helados. Adorable iba entonces sin ropa a tenderse sobre la superficie helada del lago ; el calor de su cuerpo fundía el hielo; los peces se acercaban , y ella los cogía y los llevaba a su pare.
La vida, pues, transcurría feliz para aquellos dos seres que se adoraban , cuando un día el emperador mandó a llamar a Kuen-Yu a la corte , y al presentarse el viejo mandarín ante el le dijo:
-Quiero que me hagas fundir una campana de voz tan potente, que su tañido pueda oírse a kilómetros y kilómetros lejos de la capital.
Kuen –Yu se inclinó reverente y salió de la sala del trono. Apenas regresó a su palacio , mandó a llamar a los más famosos fundidores del reino; hizo añadir al cobre una parte de oro, para que el tañido de la campana fuese más dulce. Y, tras jornadas y jornadas de intenso trabajo alrededor de un horno que permanecía encendido de noche y día y despedía lívidos resplandores u chispas doradas, finalmente la campana estuvo lista. Mas ¡ay!, cuando ésta fue probada en presencia del emperador y su corte , su repique apenas fue oído por los centinelas que vigilaban en la explanada de las murallas , más allá del palacio imperial nadie lo oyó. El emperador, indignado, golpeo violentamente el suelo con el cetro de oro y le gritó a su fiel mandarín:
-Te doy un mes de tiempo, Kuen –Yu; si dentro de este plazo no me preparas una campana según mis deseos, morirás en el patíbulo.
Después de esta orden se retiró con toda la corte.
Kuen- Yu, que había quedado solo en la gran plaza, se cubrió el rostro con las manos y estalló en sollozos ¿Cómo podría cumplir la orden de su amo? Lo que éste pedía era una cosa imposible, y él estaba destinado a dejar su cabeza entre las manos del verdugo; no tenía salvación. Mas he aquí que una mano suave y dulce la acarició la cabeza, en tanto que una voz muy melodiosa y muy querida le susurraba:
-No te aflijas, papaíto; ya veras cómo dentro de un mes podrás entregar al emperador la campana que desea.
Adorable estaba allí, como siempre, a su lado, dispuesta a sostenerle, a ayudarle , o a compartir con él su triste suerte.
Llegó la noche y la muchacha se envolvió en una capa negra y salió furtivamente de su casa, encaminándose en la noche oscura a través de tenebrosos callejones hacia los barrios bajos de la ciudad. Así llego ante una casucha ruinosa y llamó tímidamente a la puerta mal cerrada. Una voz ronca la invito a entrar, y la muchacha obedeció y entró.
Se encontraba en una especie de antro sucio y húmedo , iluminado por la débil llama de una vela. Ante una mesa, sobre la cual se veían alambiques, crisoles y varias ampollas, se sentaba un viejo de luenga barba blanca y nariz ganchuda, cabalgada por unas antiparras.
-Dime- murmuró la muchacha con voz trémula- ¿Cómo puede fundirse una campana lo bastante potente para ser oída a leguas y leguas de distancia? Si sabes decírmelo, te recompensaré espléndidamente.
-Siéntate, hijita y veremos cómo puedo contentarte- dijo el mago.
Hojeó algunos enormes librotes de extraña escritura, examinó unos pliegos cubiertos de signos extravagantes y al cabo de unas horas de incansables estudio, el mago habló:
-Haz fundir , en cantidades iguales cobre, oro, y plata; luego añade a la amalgama el cuerpo de una doncella, y hazlo fundir too en el crisol. Hasta que la sangre de la muchacha no se mezcle con los metales en fusión, la campana no podrá dar un sonido tan fuerte como el emperador desea.
Así hablo el mago. Adorable se sintió estremecida por un escalofrío de terror; pero se sobrepuso, y una dulce sonrisa apareció en su bellísimo rostro.
Una vez más se le ofrecía la ocasión de demostrar a su padre su entrañable afecto.
Se trabajó intensamente en la fusión de la campana. El mandarín no abandonaba ni siquiera un minuto las proximidades del horno donde se fundían los metales y vigiaba a los obreros que estaban bajo sus órdenes con una atención rigurosísima. Cuando el trabajo iba a terminar, Adorable entró a la fragua y fuese acercando poco a poco al horno ardiente. Luego, aprovechando un momento de distracción de su padre, se arrojó decidida al horrible infierno de fuego, gritando:- ¡Por amor a ti, papaíto!
Aquella vez la campana fue perfecta de una forma maravillosa, de un color magnífica, y sus tañidos eran más potentes y más dulces que los de cualquiera otra campana que hubiese existido en el mundo. Mas acaso en aquellos sones se mezclaban sollozos, gemidos y lamentos.
El gran Kotei
Kotei fue un gran emperador del Japón. El día de su nacimiento sucedieron muchos prodigios por todo el reino, y los adivinos afirmaron que ello indicaba que había nacido un gran hombre.
Los primeros años de su reinado fueron turbados por una guerra civil . Shiyu, un malvado mago, se había revelado contra su señor, logrando alistar bajo su bandera algunos hombres, en su mayoría maleantes. Los rebeldes hacían “razzias” en las ciudades, saqueaban los caseríos y todo lo incendiaban y destruían a su paso.
Kotei, decidido a poner fin a semejante estado de cosas, reunió un formidable ejército y partió, al frente de sus huestes, en busca del rebelde. Los dos ejércitos se encontraron en la llanura de Takuroku; la batalla fue terrible, sangrienta y duró toda la jornada. A la puesta del sol, las tropas rebeldes fueron obligadas a retirarse, mas, para que el enemigo no estorbase su repliegue, su jefe, que como hemos dicho era un mago, hizo con sus artes sobrenaturales, descender una densa niebla sobre el campo de batalla, y mientras el ejército imperial, perdido el sentido de la orientación, se desbandaba , Shiyu se retiró ordenadamente, contento de haber engañado al enemigo.
Kotei, enojado por aquella jugarreta del bribón, pasó diez días y diez noches encerrado en su tienda ideando un medio para contrarrestar la astucia de su enemigo.Al alba del undécimo día, había hallado la solución. En aquella remota época en que aún no se conocía la brújula, Kotei inventó un instrumento que señalaba siempre el mar, al cual llamo shinansha. Con el podría orientarse aun en medio de la niebla más densa provocada por un adversario.
Puso la shinansha en un carro de guerra al frente del ejercito partió contra el enemigo, que había acampado a poca distancia. La batalla se trabó más violenta que la primera; los soldados de una y otra parte luchaban encarnizadamente, y, al atardecer, la victoria se inclinó del lado de las tropas imperiales. Entonces Shiyu, queriendo proteger la retirada de los suyos, condensó nuevamente una niebla espesa y oscura sobre el llano. Pero esa vez los soldados de Kotei no se preocuparon : siguiendo la dirección indicada por la Shinansha , encontraron el buen camino y se lanzaron en persecución de los vencidos.
Pero he aquí que un río en plena crecida vino a parar el paso de los guerreros. Shiyu no se turbo ante aquel obstáculo ; pronunció unas palabras mágicas , hizo unos extraños signos en el aire las aguas se abrieron dejando libre el paso a él los suyos. Cuando hubieron ganado la orilla opuesta, las turbias y arremolinadas ondas cerráronse nuevamente, Kotei y los suyos quedaron inmovilizados en la otra rivera , ya que en aquella época no se conocían todavía las barcas en el Japón, y un río en crecida era un obstáculo insuperable.
Fuera de sí por la cólera, al ver cómo el enemigo huía por segunda vez Kotei paseaba nerviosamente a lo largo de la rivera, cuando de pronto vio una rama que, saltando de la hierba donde estaba escondida, subió sobre un trozo de madera que flotaba en el agua y en aquella rudimentaria embarcación atravesó el río en plena avenida. Esta insignificante escena sugirió una idea al emperador. Ordenó inmediatamente a sus soldados que cortasen los árboles del vecino bosque y que construyeran con ellos, bajo sus indicaciones, barcas rudimentarias, tantas cuantas fuesen necesarias, a fin de que todo el ejército pasase a la orilla.
Cuando las barcas estuvieron dispuestas Kotei y sus hombres se embarcaron y arribaron felizmente a la margen opuesta. Atacaron a Shiyu en su mismo campamento, consiguiendo una completa victoria y poniendo fin a una guerra que desde hace tanto tiempo, azotaba al país.
Vuelta la paz, Kotei se puso a reinar con sabiduría y justicia; tanto fue así que puede decirse que los japoneses nunca fueron tan ricos y felices como en aquella época.
Un día, el gran emperador, ahora ya muy anciano, paseaba por el parque del palacio, apoyándose en un grueso bastón, cuando apareció en el horizonte un águila que brillaba como el oro y se aproximaba rápidamente. Al llegar sobre el palacio imperial descendió lentamente,en amplias espirales, y fue a posarse a los mismos pies de Kotei.
-Mensajero del cielo- dijo entonces el anciano emperador-; ¿vienes a anunciarme que mi vida mortal ha terminado?
El águila inclino la cabeza . Entonces Kotei despidiose de todos los suyos que se agolpaban en torno suyo y le abrazaban las rodillas, llorando. Luego montó en la grupa del águila, que enseguida abrió sus inmensas alas y se clavó en el espacio, y muy pronto no fue más que un puntito oscuro que desapareció entre los rayos del sol.
Los primeros años de su reinado fueron turbados por una guerra civil . Shiyu, un malvado mago, se había revelado contra su señor, logrando alistar bajo su bandera algunos hombres, en su mayoría maleantes. Los rebeldes hacían “razzias” en las ciudades, saqueaban los caseríos y todo lo incendiaban y destruían a su paso.
Kotei, decidido a poner fin a semejante estado de cosas, reunió un formidable ejército y partió, al frente de sus huestes, en busca del rebelde. Los dos ejércitos se encontraron en la llanura de Takuroku; la batalla fue terrible, sangrienta y duró toda la jornada. A la puesta del sol, las tropas rebeldes fueron obligadas a retirarse, mas, para que el enemigo no estorbase su repliegue, su jefe, que como hemos dicho era un mago, hizo con sus artes sobrenaturales, descender una densa niebla sobre el campo de batalla, y mientras el ejército imperial, perdido el sentido de la orientación, se desbandaba , Shiyu se retiró ordenadamente, contento de haber engañado al enemigo.
Kotei, enojado por aquella jugarreta del bribón, pasó diez días y diez noches encerrado en su tienda ideando un medio para contrarrestar la astucia de su enemigo.Al alba del undécimo día, había hallado la solución. En aquella remota época en que aún no se conocía la brújula, Kotei inventó un instrumento que señalaba siempre el mar, al cual llamo shinansha. Con el podría orientarse aun en medio de la niebla más densa provocada por un adversario.
Puso la shinansha en un carro de guerra al frente del ejercito partió contra el enemigo, que había acampado a poca distancia. La batalla se trabó más violenta que la primera; los soldados de una y otra parte luchaban encarnizadamente, y, al atardecer, la victoria se inclinó del lado de las tropas imperiales. Entonces Shiyu, queriendo proteger la retirada de los suyos, condensó nuevamente una niebla espesa y oscura sobre el llano. Pero esa vez los soldados de Kotei no se preocuparon : siguiendo la dirección indicada por la Shinansha , encontraron el buen camino y se lanzaron en persecución de los vencidos.
Pero he aquí que un río en plena crecida vino a parar el paso de los guerreros. Shiyu no se turbo ante aquel obstáculo ; pronunció unas palabras mágicas , hizo unos extraños signos en el aire las aguas se abrieron dejando libre el paso a él los suyos. Cuando hubieron ganado la orilla opuesta, las turbias y arremolinadas ondas cerráronse nuevamente, Kotei y los suyos quedaron inmovilizados en la otra rivera , ya que en aquella época no se conocían todavía las barcas en el Japón, y un río en crecida era un obstáculo insuperable.
Fuera de sí por la cólera, al ver cómo el enemigo huía por segunda vez Kotei paseaba nerviosamente a lo largo de la rivera, cuando de pronto vio una rama que, saltando de la hierba donde estaba escondida, subió sobre un trozo de madera que flotaba en el agua y en aquella rudimentaria embarcación atravesó el río en plena avenida. Esta insignificante escena sugirió una idea al emperador. Ordenó inmediatamente a sus soldados que cortasen los árboles del vecino bosque y que construyeran con ellos, bajo sus indicaciones, barcas rudimentarias, tantas cuantas fuesen necesarias, a fin de que todo el ejército pasase a la orilla.
Cuando las barcas estuvieron dispuestas Kotei y sus hombres se embarcaron y arribaron felizmente a la margen opuesta. Atacaron a Shiyu en su mismo campamento, consiguiendo una completa victoria y poniendo fin a una guerra que desde hace tanto tiempo, azotaba al país.
Vuelta la paz, Kotei se puso a reinar con sabiduría y justicia; tanto fue así que puede decirse que los japoneses nunca fueron tan ricos y felices como en aquella época.
Un día, el gran emperador, ahora ya muy anciano, paseaba por el parque del palacio, apoyándose en un grueso bastón, cuando apareció en el horizonte un águila que brillaba como el oro y se aproximaba rápidamente. Al llegar sobre el palacio imperial descendió lentamente,en amplias espirales, y fue a posarse a los mismos pies de Kotei.
-Mensajero del cielo- dijo entonces el anciano emperador-; ¿vienes a anunciarme que mi vida mortal ha terminado?
El águila inclino la cabeza . Entonces Kotei despidiose de todos los suyos que se agolpaban en torno suyo y le abrazaban las rodillas, llorando. Luego montó en la grupa del águila, que enseguida abrió sus inmensas alas y se clavó en el espacio, y muy pronto no fue más que un puntito oscuro que desapareció entre los rayos del sol.
El dragó y la diosa.
Erase una vez un dragón horrible de enormes fauces que vomitaba fuego, con una larga cola verde esmeralda, toda erizada de puntas relucientes . El dragón que habitaba en una caverna submarina, era muy glotón de carne tierna y dulce de los niños ; por eso, apenas llegaba la primavera, salía de su antro tenebroso, tapizado de algas, y se acercaba a las playas del Japón , poblada de niños de todas las edades que jugaban con la arena y se zambullían en el agua azul alegres y juguetones.
El monstruo poníase en acecho y apenas uno de los niños se alejaba un poco de su mamá y se adentraba en el mar , apartándose de los demás , saltaba fuera de su escondite con un aullido que helaba a sangre se lo tragaba de un bocado.
¡Cuántas mamás y cuántos papás sumidos en el duelo a causa del monstruo cruel!
Desde lo alto de su castillo aéreo, Benten la diosa de la felicidad, observaba con el corazón destrozado aquellas escenas de matanza. La diosa, que era profundamente buena, se apiadaba, no sólo de las pequeñas victimas y de sus padres, sino también del monstruo.
-¿Quién sabe?- se decía. Su crueldad tal vez es debida sólo a la soledad a que está condenado. Evitado y temido por todos, está obligado a vivir en aquel horrible refugio, donde ni siquiera un rayo de sol va a ofrecerle su caricia. No es bueno porque no conoce la bondad; jamás nadie se la ha mostrado; se siente odiado por todos y odia a todo el mundo.
Y decidió hacer algo por aquel ser olvidado de los dioses y despreciado de los hombres.
Un día subió a una nubecilla en forma de cisne, que le servía de carruaje para atravesar los vastos espacios del cielo, y se hizo conducir precisamente al punto del mar donde estaba la gruta del dragón. Descendió hasta casi tocar la superficie del agua y se puso a llamar al monstruo con voces dulces como una música.
Y he aquí que el mar comenzó a agitarse y a rebullir como una enorme marmita; las aguas se separaron, y entre la espuma surgió primero la caverna en cuyo umbral estaba el dragón, y luego una isleta que sostenía la caverna.
La diosa sonrió y a su sonrisa, el agua se volvió azul y se aplacó, y una infinidad de flores abigarradas y perfumadas se abrieron en la isla. Benten se dejó caer, ligera como una mariposa, sobre aquella tierra admirable y, apenas la tocó con sus pies, una dulce música broto de los mil árboles floridos; y todo fue un rumor de alas, un gorjear de pájaros , un murmullo de fuentes y un borboteo de cascadas. El dragón, inmóvil, aturdido, observaba todas aquellas maravillas que nunca hubiese imaginado . La diosa, entonces, se le acercó, siempre sonriendo, y le dijo:
-¿Quieres que nos casemos? Ya no estarás solo; te amaré. Ambos viviremos en este pequeño paraíso y tendremos hermosos niños, y así te sentirás feliz y no comerás nunca más los niños de los hombres.
El monstruo dijo sí con su enorme cabeza, mientras dos lágrimas, dos perlas relucientes brotaban de sus ojos.
Desde aquel día, los niños del Japón pudieron jugar tranquilamente en las playas, y sus padres no tuvieron que temer más por ellos el asalto del hasta entonces temido dragón.
El monstruo poníase en acecho y apenas uno de los niños se alejaba un poco de su mamá y se adentraba en el mar , apartándose de los demás , saltaba fuera de su escondite con un aullido que helaba a sangre se lo tragaba de un bocado.
¡Cuántas mamás y cuántos papás sumidos en el duelo a causa del monstruo cruel!
Desde lo alto de su castillo aéreo, Benten la diosa de la felicidad, observaba con el corazón destrozado aquellas escenas de matanza. La diosa, que era profundamente buena, se apiadaba, no sólo de las pequeñas victimas y de sus padres, sino también del monstruo.
-¿Quién sabe?- se decía. Su crueldad tal vez es debida sólo a la soledad a que está condenado. Evitado y temido por todos, está obligado a vivir en aquel horrible refugio, donde ni siquiera un rayo de sol va a ofrecerle su caricia. No es bueno porque no conoce la bondad; jamás nadie se la ha mostrado; se siente odiado por todos y odia a todo el mundo.
Y decidió hacer algo por aquel ser olvidado de los dioses y despreciado de los hombres.
Un día subió a una nubecilla en forma de cisne, que le servía de carruaje para atravesar los vastos espacios del cielo, y se hizo conducir precisamente al punto del mar donde estaba la gruta del dragón. Descendió hasta casi tocar la superficie del agua y se puso a llamar al monstruo con voces dulces como una música.
Y he aquí que el mar comenzó a agitarse y a rebullir como una enorme marmita; las aguas se separaron, y entre la espuma surgió primero la caverna en cuyo umbral estaba el dragón, y luego una isleta que sostenía la caverna.
La diosa sonrió y a su sonrisa, el agua se volvió azul y se aplacó, y una infinidad de flores abigarradas y perfumadas se abrieron en la isla. Benten se dejó caer, ligera como una mariposa, sobre aquella tierra admirable y, apenas la tocó con sus pies, una dulce música broto de los mil árboles floridos; y todo fue un rumor de alas, un gorjear de pájaros , un murmullo de fuentes y un borboteo de cascadas. El dragón, inmóvil, aturdido, observaba todas aquellas maravillas que nunca hubiese imaginado . La diosa, entonces, se le acercó, siempre sonriendo, y le dijo:
-¿Quieres que nos casemos? Ya no estarás solo; te amaré. Ambos viviremos en este pequeño paraíso y tendremos hermosos niños, y así te sentirás feliz y no comerás nunca más los niños de los hombres.
El monstruo dijo sí con su enorme cabeza, mientras dos lágrimas, dos perlas relucientes brotaban de sus ojos.
Desde aquel día, los niños del Japón pudieron jugar tranquilamente en las playas, y sus padres no tuvieron que temer más por ellos el asalto del hasta entonces temido dragón.
El dragón de las ocho cabezas
Susanoo, el dios de las tempestades, expulsado del cielo, se refugió en la tierra y se puso a viajar de un sitio a otro, observando las cosas y estudiando a los hombres.
Una tarde, hacia la puesta del sol, llegó cerca de una alquería situada en pleno campo y , decidido a pedir hospitalidad por aquella noche, encaminó sus pasos con decisión hacia la puerta. Cuando estuvo a pocos pasos, unas voces lamentables, interrumpidas de vez en cuando por sollozos y suspiros, hirieron sus oídos.
El dios se detuvo perplejo en el umbral y echó una ojeada al interior de la casa. En el centro de la estancia, desnuda, y con el hogar sin fuego, se hallaban tres personas: un anciano, una anciana y una muchacha de rara belleza, de larga cabellera fluente, negra como las alas del cuervo, y hermosos ojos brillantes como estrellas. Los tres se lamentaban, lloraban y golpeándose el pecho en señal de desesperación.
-¿Qué sucede?- preguntó Suzano. ¿Por qué tanto dolor?
El anciano alzó el rostro lleno de arrugas y húmedo de lagrimas hacia el desconocido y contestó de esta manera:
-Soy Asizanuci, esta es mi mujer Tenazuci y la muchacha que aquí veis llorando es mi hija Kunisada, a quien dentro de poco el dragón de las ocho cabezas vendrá a buscar para llevársela a su guarida y devorarla .
-¿Quién es ese monstruo?- pregunto el dios.
-¡Oh ! es un monstruo enorme, que con su mole ocupa ocho valles y ocho colinas; y tiene ocho colas y ocho cabezas. Sus ojos son de fuego, su vientre lanza chispas, su cuerpo está cubierto de un espeso bosque de cedros gigantes. Este monstruo se ha llevado todas mis riquezas; ha matado uno tras otro cuanto animal había en mi establo y también los ciervos que poblaban mi hacienda. Ahora que me ha despojado de todo, viene a quitarme la única alegría de mi vida, esta hija adorada, en quien había puesto todas mis esperanzas.
-Si Kusanida quiere ser mi mujer, la protegeré contra el monstruo- dijo Susanoo, conmovido por aquel relato.
Y para revelar su identidad, abrió la capa de peregrino que lo cubría. De momento apareció a los ojos de los presentes en toda su prestancia y majestad divinas. Kusanida se le acercó confiada, ofreciéndole su blanca manita, que Suzano estrechó entre las suyas con ternura.
Pero en aquel preciso momento la tierra tembló espantosamente y un aullido terrible resonó en la noche; el dragón se acercaba. Se divisaban ya las dieciséis llamas de sus ojos, que desgarraban las tinieblas con lívidos resplandores, en tanto que su cuerpo inmenso, semejante a una montaña, se iba aproximando, arrollándolo todo a su paso.
Susaono desenvainó su refulgente espada y ordenó a los dos ancianos, que en un rincón de la estancia rezaban temblorosos, que preparaban frente a la alquería ocho odres llenos de vino.
El dragón avanzaba veloz, como el pensamiento, a pesar de su mole. Pero al llegar cerca de la casa se detuvo: había sentido los efluvios del vino, del que era sobremanera glotón. Sin vacilar, metió las ocho cabezas en los ocho odres y se puso a beber con avidez. Y bebió y bebió , hasta que borracho, perdido, cayó a tierra profundamente dormido.
Entonces Susano se le acercó y hundió muchas veces la hoja de su espada en el cuerpo inmóvilo. Chorros de sangre negrusca manaron de la herida como cascadas y fueron a regar la tierra del contorno, formando un agitado río de olas sangrientas.
El monstruo estaba ya muerto; pero, para mayor seguridad, Susanoo hundió una vez más su arma en medio del cuerpo inmenso . Un rumor metálico, y la espada divina voló hecha pedazos. ¿Con qué obstáculo se había topado ? El dios quiso averiguarlo; descuartizó el cuerpo del monstruo e imaginen su asombro al descubrir en sus entrañas una larga espada diamantina.
-Esta espada- se dijo, mientras la sacaba de su original vaina- la regalare a mi hermana Amaterasu para obtener su perdón.
Luego, tomo de la mano a la hermosa Kunisada y la condujo a su maravilloso palacio, ceñido de ocho nubes plateadas, donde vivió para siempre feliz y contento.
Una tarde, hacia la puesta del sol, llegó cerca de una alquería situada en pleno campo y , decidido a pedir hospitalidad por aquella noche, encaminó sus pasos con decisión hacia la puerta. Cuando estuvo a pocos pasos, unas voces lamentables, interrumpidas de vez en cuando por sollozos y suspiros, hirieron sus oídos.
El dios se detuvo perplejo en el umbral y echó una ojeada al interior de la casa. En el centro de la estancia, desnuda, y con el hogar sin fuego, se hallaban tres personas: un anciano, una anciana y una muchacha de rara belleza, de larga cabellera fluente, negra como las alas del cuervo, y hermosos ojos brillantes como estrellas. Los tres se lamentaban, lloraban y golpeándose el pecho en señal de desesperación.
-¿Qué sucede?- preguntó Suzano. ¿Por qué tanto dolor?
El anciano alzó el rostro lleno de arrugas y húmedo de lagrimas hacia el desconocido y contestó de esta manera:
-Soy Asizanuci, esta es mi mujer Tenazuci y la muchacha que aquí veis llorando es mi hija Kunisada, a quien dentro de poco el dragón de las ocho cabezas vendrá a buscar para llevársela a su guarida y devorarla .
-¿Quién es ese monstruo?- pregunto el dios.
-¡Oh ! es un monstruo enorme, que con su mole ocupa ocho valles y ocho colinas; y tiene ocho colas y ocho cabezas. Sus ojos son de fuego, su vientre lanza chispas, su cuerpo está cubierto de un espeso bosque de cedros gigantes. Este monstruo se ha llevado todas mis riquezas; ha matado uno tras otro cuanto animal había en mi establo y también los ciervos que poblaban mi hacienda. Ahora que me ha despojado de todo, viene a quitarme la única alegría de mi vida, esta hija adorada, en quien había puesto todas mis esperanzas.
-Si Kusanida quiere ser mi mujer, la protegeré contra el monstruo- dijo Susanoo, conmovido por aquel relato.
Y para revelar su identidad, abrió la capa de peregrino que lo cubría. De momento apareció a los ojos de los presentes en toda su prestancia y majestad divinas. Kusanida se le acercó confiada, ofreciéndole su blanca manita, que Suzano estrechó entre las suyas con ternura.
Pero en aquel preciso momento la tierra tembló espantosamente y un aullido terrible resonó en la noche; el dragón se acercaba. Se divisaban ya las dieciséis llamas de sus ojos, que desgarraban las tinieblas con lívidos resplandores, en tanto que su cuerpo inmenso, semejante a una montaña, se iba aproximando, arrollándolo todo a su paso.
Susaono desenvainó su refulgente espada y ordenó a los dos ancianos, que en un rincón de la estancia rezaban temblorosos, que preparaban frente a la alquería ocho odres llenos de vino.
El dragón avanzaba veloz, como el pensamiento, a pesar de su mole. Pero al llegar cerca de la casa se detuvo: había sentido los efluvios del vino, del que era sobremanera glotón. Sin vacilar, metió las ocho cabezas en los ocho odres y se puso a beber con avidez. Y bebió y bebió , hasta que borracho, perdido, cayó a tierra profundamente dormido.
Entonces Susano se le acercó y hundió muchas veces la hoja de su espada en el cuerpo inmóvilo. Chorros de sangre negrusca manaron de la herida como cascadas y fueron a regar la tierra del contorno, formando un agitado río de olas sangrientas.
El monstruo estaba ya muerto; pero, para mayor seguridad, Susanoo hundió una vez más su arma en medio del cuerpo inmenso . Un rumor metálico, y la espada divina voló hecha pedazos. ¿Con qué obstáculo se había topado ? El dios quiso averiguarlo; descuartizó el cuerpo del monstruo e imaginen su asombro al descubrir en sus entrañas una larga espada diamantina.
-Esta espada- se dijo, mientras la sacaba de su original vaina- la regalare a mi hermana Amaterasu para obtener su perdón.
Luego, tomo de la mano a la hermosa Kunisada y la condujo a su maravilloso palacio, ceñido de ocho nubes plateadas, donde vivió para siempre feliz y contento.
La hija de la luna
Hace muchos, muchísimos siglos , vivía un anciano leñador , el cual estaba muy triste porque los dioses no le habían mandado un hijo. El y su mujer habitan solos en una mísera cabaña , sin otra esperanza que la de trabajar de sol a sol, hasta que les llegara su última hora.
Un día, que como de costumbre se hallaba en el bosque y estaba derribando un árbol de bambú con su hacha , vio una luz blanca y diáfana desprenderse del tronco. Asombrado se quedó ante tal fenómeno , y más aún cuando la parte superior del árbol cayo al suelo y en la cavidad del tronco apareció, en medio de una luz intensa, una niña bellísima, que le tendió los brazos.
-Será mi hija- dijo el hombre, estrechándola contra su corazón. El cielo me la envía.
Y con aquella dulce carga regresó a su casa. La alegría de la mujer fue indescriptible, de tan grande, y los dos ancianos, cuyas vidas tenían finalmente un objeto y podían dar salida a la ternura y el amor que encerraban sus corazones, adoptaron a la milagrosa niña.
Desde aquel día el anciano, cada vez que derribaba un árbol, hallaba dentro del tronco piedras preciosas y oro en abundancia. Tanto que en tres meses se hizo riquísimo. Adquirió un magnifico coche y unos caballos estupendos e inició una nueva vida de comodidades y lujos.
Entre tanto, la misteriosa niña crecía y ada día era más hermosa. Su rostro emanaba una claridad que inundaba la casa de una suave luz , tanto que aún en el corazón de la noche , allá donde la niña aparecía , hubiérase dicho que reinaba el día. Por esta extraordinaria virtud fue llamada rayo de Luna.
La fama de la belleza de la muchacha habíase esparcido por todo el Japón; y llegaban de todas partes caballeros, gentilhombres, príncipes, pretendientes a su mano. Pero rayo de Luna no quería siquiera verlos y declaraba a sus padres adoptivos que se sentía tan feliz a su lado que por todo el oro del mundo no les dejaría para seguir a un hombre. Mas, entre tanto, poco a poco, Rayo de Luna se hacía cada vez más diáfana estaba cada vez más triste, y una noche el padre la encontró junto a la ventana mirando fijamente la luna que resplandecía en el cielo, y llorando.
¿Qué te pasa, hijita mía?- díjole el anciano con ansiedad. ¿No eres feliz aquí con nosotros ? ¿Deseas algo?
-No, padre mío; soy muy feliz y lloro precisamente porque debo decir adiós a tanta felicidad. Habéis de saber que yo soy hija de la luna y un tiempo habité allá arriba, en el plateado planeta que ilumina vuestras noches. Pero cometí un grave pecado, y entonces me condenaron a vivir durante veinte años en la tierra. He aquí por qué me encontrasteis en la cavidad de un tronco. Ahora los veinte años han pasado y desgraciadamente mañana por la noche vendrán a recogerme.
Al oír tales palabras , al anciano leñador se le oprimió el corazón. ¿Cómo podría vivir ahora sin rayo de luna? Comunicó la triste noticia a su mujer, y ambos lloraron amargas lágrimas durante toda la noche y el día siguiente.
Llegó la noche fatal. La luna llena se alzó en el cielo, iluminando el mundo adormecido bajo su diáfana luz. Un solemne silencio reinaba en la naturaleza. De pronto, una nube se desprendió del disco de plata y aproximose rápidamente a la tierra, agrandándose a sus vistas. En poco tiempo el cielo se oscureció completamente, y la inmensa nube fue a posarse sobre la casa donde habitaba rayo de Luna. En medio de la nube había una carroza de plata tirada por espléndidos caballos alados; en la carroza se sentaban numerosos caballeros suntuosamente vestidos. Uno de ellos se apeó del carruaje y quedando suspendido en el aire, gritó con estentórea voz:
-Hija de la luna, ha llegado el momento de subir de nuevo a tu reino .
Al conjuro de estas palabras, las puertas de la casa se abrieron solas, y apareció Rayo de Luna en todo el esplendor de su belleza. Abrazó a su padre, y a su madre, que la seguían sollozando ; luego subió rápidamente a la carroza. Esta se puso en marcha, dejando tras de sí una estela luminosa, y subió rauda hacia el cielo, donde pronto desapareció.
Un día, que como de costumbre se hallaba en el bosque y estaba derribando un árbol de bambú con su hacha , vio una luz blanca y diáfana desprenderse del tronco. Asombrado se quedó ante tal fenómeno , y más aún cuando la parte superior del árbol cayo al suelo y en la cavidad del tronco apareció, en medio de una luz intensa, una niña bellísima, que le tendió los brazos.
-Será mi hija- dijo el hombre, estrechándola contra su corazón. El cielo me la envía.
Y con aquella dulce carga regresó a su casa. La alegría de la mujer fue indescriptible, de tan grande, y los dos ancianos, cuyas vidas tenían finalmente un objeto y podían dar salida a la ternura y el amor que encerraban sus corazones, adoptaron a la milagrosa niña.
Desde aquel día el anciano, cada vez que derribaba un árbol, hallaba dentro del tronco piedras preciosas y oro en abundancia. Tanto que en tres meses se hizo riquísimo. Adquirió un magnifico coche y unos caballos estupendos e inició una nueva vida de comodidades y lujos.
Entre tanto, la misteriosa niña crecía y ada día era más hermosa. Su rostro emanaba una claridad que inundaba la casa de una suave luz , tanto que aún en el corazón de la noche , allá donde la niña aparecía , hubiérase dicho que reinaba el día. Por esta extraordinaria virtud fue llamada rayo de Luna.
La fama de la belleza de la muchacha habíase esparcido por todo el Japón; y llegaban de todas partes caballeros, gentilhombres, príncipes, pretendientes a su mano. Pero rayo de Luna no quería siquiera verlos y declaraba a sus padres adoptivos que se sentía tan feliz a su lado que por todo el oro del mundo no les dejaría para seguir a un hombre. Mas, entre tanto, poco a poco, Rayo de Luna se hacía cada vez más diáfana estaba cada vez más triste, y una noche el padre la encontró junto a la ventana mirando fijamente la luna que resplandecía en el cielo, y llorando.
¿Qué te pasa, hijita mía?- díjole el anciano con ansiedad. ¿No eres feliz aquí con nosotros ? ¿Deseas algo?
-No, padre mío; soy muy feliz y lloro precisamente porque debo decir adiós a tanta felicidad. Habéis de saber que yo soy hija de la luna y un tiempo habité allá arriba, en el plateado planeta que ilumina vuestras noches. Pero cometí un grave pecado, y entonces me condenaron a vivir durante veinte años en la tierra. He aquí por qué me encontrasteis en la cavidad de un tronco. Ahora los veinte años han pasado y desgraciadamente mañana por la noche vendrán a recogerme.
Al oír tales palabras , al anciano leñador se le oprimió el corazón. ¿Cómo podría vivir ahora sin rayo de luna? Comunicó la triste noticia a su mujer, y ambos lloraron amargas lágrimas durante toda la noche y el día siguiente.
Llegó la noche fatal. La luna llena se alzó en el cielo, iluminando el mundo adormecido bajo su diáfana luz. Un solemne silencio reinaba en la naturaleza. De pronto, una nube se desprendió del disco de plata y aproximose rápidamente a la tierra, agrandándose a sus vistas. En poco tiempo el cielo se oscureció completamente, y la inmensa nube fue a posarse sobre la casa donde habitaba rayo de Luna. En medio de la nube había una carroza de plata tirada por espléndidos caballos alados; en la carroza se sentaban numerosos caballeros suntuosamente vestidos. Uno de ellos se apeó del carruaje y quedando suspendido en el aire, gritó con estentórea voz:
-Hija de la luna, ha llegado el momento de subir de nuevo a tu reino .
Al conjuro de estas palabras, las puertas de la casa se abrieron solas, y apareció Rayo de Luna en todo el esplendor de su belleza. Abrazó a su padre, y a su madre, que la seguían sollozando ; luego subió rápidamente a la carroza. Esta se puso en marcha, dejando tras de sí una estela luminosa, y subió rauda hacia el cielo, donde pronto desapareció.
El hombre que no quería morir
Sentaro había recibido de su padre una importante herencia y, gracias a ella podía llevar una vida cómoda y despreocupada. Por eso le gustaba mucho vivir. Un día supo que uno de sus amigos había muerto; entonces , pensando que, tarde o temprano, lo mismo le sucedería a él, sintió el corazón oprimido de angustia. No, Sentaro no quería morir. ¡Era tan bella la vida! Pero ¿Qué hacer? Todos los hombres tenían que morir. Y este pensamiento le atormentaba noche y día sin darle punto de reposo. Al fin, pensó ir en peregrinación al templo de Jofuku, que se levantaba en la cumbre de una escarpada montaña, y allí orar con fervor al dios, a fin de que le concediese la inmortalidad.
Dicho y hecho; partió, y tras algunos días de duro camino a través de una región abrupta y salvaje, llegó al templo. Allí se prosternó a los pies de la enorme estatua del dios, orando con toda el alma. Rezó horas y horas sin cansarse, golpeándose el pecho y llorando. Entre tanto caía la noche, oscura y tormentosa. A lo lejos retumbaba el trueno, el viento silbaba siniestramente por los barrancos, la lluvia caía a torrentes sobre el tejado del templo.
Sentaro no se daba cuenta de nada y continuaba elevando al dios su ardiente plegaria. Mas he aquí que en un momento dado las luces que ardían ante el altar dieron un vivísimo destello, la estatua del dios movió los ojos, levantó un brazo y habló.
-Sentaro, tu deseo- dijo con voz de trueno- es presuntuoso. Todos los hombres deben morir. Pero quiero contentarte; te enviaré al país de la vida eterna.
Tendió a Sentaro en una hoja de papel. El hombre la cogió mecánicamente y de repente aquella hoja se agrando por arte de magia, tomando la forma de un inmenso pájaro. Sentaro saltó a su grupa, y el pájaro voló raudamente, elevándose entre las nubes.
Vuela que te vuela, recorrieron millares de leguas, traspasando los montes y lanzándose sobre el mar que brillaba bajo la luna. Al cabo de algunos días de aquel viaje fantástico, dieron visita a una isla. Allí el pájaro aterrizó y apenas Sentaro hubo bajado a tierra, se empequeñeció y volvió a ser la hoja de papel de antes. El hombre lo plegó y se lo metió en el bolsillo.
Próximo al lugar donde había aterrizado, se levantaba una hermosa y próspera ciudad; todos los habitantes parecían acomodados y jóvenes, pero tenían una expresión de profunda melancolía en la mirada. Asombrado, Sentaro detuvo a algunos de ellos y les preguntó por qué estaban tan tristes.
-Estamos cansados de vivir en este país donde nunca se muere- le contestaron todos sin excepción.
-¡Qué tontos! Pensó el hombre. Son felices y no lo saben. Este es precisamente el país que me irá bien.
Adquirió una hermosa casita rodeada de jardín y allí pasó algunos años dichosos de verdad, la muerte no lo atormentaba ya y sabía que seguiría viviendo así por una eternidad. Reíase de sus vecinos, que por el contrarío , deseaban ardientemente morir. Estos trataban de procurarse la muerte por todos los medios: se fatigaban andando, saltando y corriendo más allá de sus fuerzas; pasaban repentinamente del calor al frío y viceversa ; comían manjares indigestos, y alguna vez incluso lograban obtener a escondidas y tomar poderosos venenos. Pero siempre en vano. Todo lo que en el mundo de los mortales los habría llevado a la muerte en poco tiempo, allí parecía producir el efecto opuesto, y tras las fatigas, tras los manjares indigestos, tras los mismos venenos, los infortunados habitantes sentíanse mejor que antes; allí nada de afecciones cardíacas, nada de pulmonías, nada de congestiones cerebrales, nada de mal e hígado... ¡nada, absolutamente nada!
Así pasaron cien años, y doscientos y, poco a poco Sentaro, se dio cuenta de que ya no era tan feliz. Aquella vida siempre igual y monótona empezaba a enojarle y muy pronto también él tenía en los ojos aquella expresión de fatiga y de melancolía que tanto le asombraba a su arribo a la isla. La añoranza de la patria y de la casa lejana le asaltó y no le daba tregua; pronto aborreció aquella isla que un tiempo le parecía feliz, y llegó a encontrar insoportable la eternidad que en ella se gozaba. Ahora pensaba que al fin y al cabo era hermoso morir, cerrar los ojos pensando en un eterno reposo.
Un día más triste y descorazonado que de costumbre, se echó de hinojos sobre la playa e invocó a Jofuku, pidiéndole la gracia de poder retornar a su país.
Apenas había formulado la plegaria, cuando del bolsillo, donde la metiera doscientos años antes, le cayo la hoja de papel. Al tocar el suelo, la hoja comenzó a ensancharse a alargarse hasta que volvió a tomar la forma de un enorme pájaro de alas inmensas. Sentaro, feliz, montó en él y el ave hendió el aire en un vuelo rápido que lo llevó a través del mar.
El viaje duro ocho días y ocho noches; al día noveno estalló una horrible tempestad . Cielo y mar parecían animados de una cólera satánica. Las olas se encrespaban hasta casi tocar las nubes, y de lo alto caía una lluvia torrencial . Desgraciadamente sucedió lo que era de esperar . El pájaro milagroso era de papel y aquel diluvio lo dañó gravemente; se reblandeció, las alas se plegaban, hasta que se precipitó en los abismos marinos arrastrando consigo a su pasajero. Sentaro comprendió que iba a llegar su última hora y aunque pocos minutos antes hubiese deseado tanto la muerte, en aquel momento no pudo contener un grito de horror.
-¡No quiero morir!- grito.
Aquel grito fue repetido pos los ecos cada vez más fuerte , cada vez más angustioso. Sentaro abrió los ojos y se halló tendido en el suelo en el templo de Jofuku, a los pies de la imagen del Dios. Todo había sido un sueño. Pero aquel sueño le había enseñado muchas cosas; le había hecho comprender que eternidad no significa felicidad, y cuán débil es la naturaleza humana, , que en un momento desea vivir y un momento después morir. Por eso se puso en pie, se inclinó ante la estatua de Jofuku, y le dio las gracias por haberle inspirado aquel sueño admonitorio; luego más sereno y tranquilo tomó el camino de su casa.
Dicho y hecho; partió, y tras algunos días de duro camino a través de una región abrupta y salvaje, llegó al templo. Allí se prosternó a los pies de la enorme estatua del dios, orando con toda el alma. Rezó horas y horas sin cansarse, golpeándose el pecho y llorando. Entre tanto caía la noche, oscura y tormentosa. A lo lejos retumbaba el trueno, el viento silbaba siniestramente por los barrancos, la lluvia caía a torrentes sobre el tejado del templo.
Sentaro no se daba cuenta de nada y continuaba elevando al dios su ardiente plegaria. Mas he aquí que en un momento dado las luces que ardían ante el altar dieron un vivísimo destello, la estatua del dios movió los ojos, levantó un brazo y habló.
-Sentaro, tu deseo- dijo con voz de trueno- es presuntuoso. Todos los hombres deben morir. Pero quiero contentarte; te enviaré al país de la vida eterna.
Tendió a Sentaro en una hoja de papel. El hombre la cogió mecánicamente y de repente aquella hoja se agrando por arte de magia, tomando la forma de un inmenso pájaro. Sentaro saltó a su grupa, y el pájaro voló raudamente, elevándose entre las nubes.
Vuela que te vuela, recorrieron millares de leguas, traspasando los montes y lanzándose sobre el mar que brillaba bajo la luna. Al cabo de algunos días de aquel viaje fantástico, dieron visita a una isla. Allí el pájaro aterrizó y apenas Sentaro hubo bajado a tierra, se empequeñeció y volvió a ser la hoja de papel de antes. El hombre lo plegó y se lo metió en el bolsillo.
Próximo al lugar donde había aterrizado, se levantaba una hermosa y próspera ciudad; todos los habitantes parecían acomodados y jóvenes, pero tenían una expresión de profunda melancolía en la mirada. Asombrado, Sentaro detuvo a algunos de ellos y les preguntó por qué estaban tan tristes.
-Estamos cansados de vivir en este país donde nunca se muere- le contestaron todos sin excepción.
-¡Qué tontos! Pensó el hombre. Son felices y no lo saben. Este es precisamente el país que me irá bien.
Adquirió una hermosa casita rodeada de jardín y allí pasó algunos años dichosos de verdad, la muerte no lo atormentaba ya y sabía que seguiría viviendo así por una eternidad. Reíase de sus vecinos, que por el contrarío , deseaban ardientemente morir. Estos trataban de procurarse la muerte por todos los medios: se fatigaban andando, saltando y corriendo más allá de sus fuerzas; pasaban repentinamente del calor al frío y viceversa ; comían manjares indigestos, y alguna vez incluso lograban obtener a escondidas y tomar poderosos venenos. Pero siempre en vano. Todo lo que en el mundo de los mortales los habría llevado a la muerte en poco tiempo, allí parecía producir el efecto opuesto, y tras las fatigas, tras los manjares indigestos, tras los mismos venenos, los infortunados habitantes sentíanse mejor que antes; allí nada de afecciones cardíacas, nada de pulmonías, nada de congestiones cerebrales, nada de mal e hígado... ¡nada, absolutamente nada!
Así pasaron cien años, y doscientos y, poco a poco Sentaro, se dio cuenta de que ya no era tan feliz. Aquella vida siempre igual y monótona empezaba a enojarle y muy pronto también él tenía en los ojos aquella expresión de fatiga y de melancolía que tanto le asombraba a su arribo a la isla. La añoranza de la patria y de la casa lejana le asaltó y no le daba tregua; pronto aborreció aquella isla que un tiempo le parecía feliz, y llegó a encontrar insoportable la eternidad que en ella se gozaba. Ahora pensaba que al fin y al cabo era hermoso morir, cerrar los ojos pensando en un eterno reposo.
Un día más triste y descorazonado que de costumbre, se echó de hinojos sobre la playa e invocó a Jofuku, pidiéndole la gracia de poder retornar a su país.
Apenas había formulado la plegaria, cuando del bolsillo, donde la metiera doscientos años antes, le cayo la hoja de papel. Al tocar el suelo, la hoja comenzó a ensancharse a alargarse hasta que volvió a tomar la forma de un enorme pájaro de alas inmensas. Sentaro, feliz, montó en él y el ave hendió el aire en un vuelo rápido que lo llevó a través del mar.
El viaje duro ocho días y ocho noches; al día noveno estalló una horrible tempestad . Cielo y mar parecían animados de una cólera satánica. Las olas se encrespaban hasta casi tocar las nubes, y de lo alto caía una lluvia torrencial . Desgraciadamente sucedió lo que era de esperar . El pájaro milagroso era de papel y aquel diluvio lo dañó gravemente; se reblandeció, las alas se plegaban, hasta que se precipitó en los abismos marinos arrastrando consigo a su pasajero. Sentaro comprendió que iba a llegar su última hora y aunque pocos minutos antes hubiese deseado tanto la muerte, en aquel momento no pudo contener un grito de horror.
-¡No quiero morir!- grito.
Aquel grito fue repetido pos los ecos cada vez más fuerte , cada vez más angustioso. Sentaro abrió los ojos y se halló tendido en el suelo en el templo de Jofuku, a los pies de la imagen del Dios. Todo había sido un sueño. Pero aquel sueño le había enseñado muchas cosas; le había hecho comprender que eternidad no significa felicidad, y cuán débil es la naturaleza humana, , que en un momento desea vivir y un momento después morir. Por eso se puso en pie, se inclinó ante la estatua de Jofuku, y le dio las gracias por haberle inspirado aquel sueño admonitorio; luego más sereno y tranquilo tomó el camino de su casa.