En el bosque se extendía leguas y leguas a través de la provincia de Settsee, resonaban los cuernos de caza, los ladridos de los perros, la gritería de los cazadores y el relinchar de los caballos. El poderoso Miyako estaba cazando. Durante tres días y tres noches sin descanso, la gran cacería agitó aquellos parajes, matando o capturando a todos los animales grandes y pequeños que vivían en aquel bosque secular.
Yasuma, el joven leñador que habitaba en una cabaña en el centro de un claro, oía aquel ruido y sufría. Amaba a los animales del bosque, pues todos eran amigos suyos, y odiaba a aquellos hombres malos y crueles que, por puro pasatiempo, los exterminaban sin piedad. Al anochecer del tercer día, abriose la puerta de su cabaña, y en el umbral apareció temblorosa de espanto una hermosa zorra blanca.
-Escóndeme, te lo ruego- dijo con voz insegura el bello animal, juntando las manos en acción de implorar.
Yasuma la escondió con cuidado: la cacería pasó de largo entre relinchos de caballo y ladrar de perros y hasta que el último eco de aquel estruendo se perdió a lo lejos, la zorra no abandonó s escondite. Y¡ Oh maravilla!, se transformó en una bellísima muchacha de ojos negros y aterciopelados, cabellos sedosos y traje blanco y flotante.
-Soy la princesa Crisantemo- explicó al asombrado leñador-; mi madrina, que era una maga, me transmitió el don de poderme mudar en un animal cualquiera, cuando así lo deseo. Ayer se me ocurrió la idea de transformarme en zorra y participar en la cacería, no como cazadora, que es lo que suelo hacer, sino como animal salvaje ¡Que cosa más horrible! ¡Cuánto he sufrido! Me he jurado a mí misma no cazar más y prohibir a mis vasallos que los hagan, ya que no quiero que las pobres bestezuelas sufran lo que yo he sufrido. De no haber sido por tu bondad, a estas horas estaría despedazada por los perros. Ven a mi castillo; te ofrezco mi mano y mis riquezas, para que compartamos todo.
Así pues el joven leñador fue príncipe, más no se ensoberbeció en modo alguno por ello; siguió siendo modesto y sencillo como cuando habitaba aquella mísera cabaña del bosque y, como entonces, estuvo siempre pronto a socorrer a los pobres seres sin defensa contra la prepotencia de los más fuertes.
martes, 17 de marzo de 2009
El dragón negro
El mikado había enfermado gravemente de una misteriosa dolencia, que ningún medico lograba curar. Los gentilhombres, que velaban a su señor noche y día, notaron que, al filo de la medianoche, el enfermo empezaba a lamentarse, como si sufriese atrozmente, y continuaba así hasta las primeras luces del alba. Cierta noche, además un jardinero que se había quedado en el parque de palacio más de lo que solía, al dar las doce vio elevarse del bosque vecino una inmensa nube negra que, planeando lentamente a través del aire terso de la noche, fue a posarse sobre el tejado del pabellón central del alcázar, donde dormía el Mikado. Corrió al momento a contar lo sucedido, y toda la gente se conmovió; seguramente se trataba de un monstruo que con su maléfico influjo, traía la muerte al poderoso soberano. Todo el mundo estuvo de acuerdo en decir que era necesario matar al extraño ser. Mas ¿Quién lograría hacerlo? Era aquello una empresa sobremanera ardua.
Finalmente, tras prolongada discusión , la elección recayó en el valeroso Yorimasa, de la familia de los minamoto, el más hábil guerrero no sólo del Japón sino del mundo entero.
Yorimasa se puso su reluciente armadura y cogió su arco infalible; luego bajó resueltamente al jardín del palacio, donde permaneció en espera del monstruo.
La noche poco a poco, envolvió el mundo con su manto tachonado de estrellas,; una luna argéntea elevose por el cielo, enviando sus rayos a la tierra. Y he aquí que el primer toque de la medianoche resonó lúgubre en lontananza. Entonces, la nube negra y amenazadora apareció como una mancha de tinta sobre el terso firmamento y fue a posarse sobre el tejado del lacio. Yorimasa lo miró fijamente y vio que tenía la forma de un dragón enorme con cabeza de mino, el cuerpo de tigre y la cola de serpiente. Tendió el arco, apuntó con calma, firme el brazo y seguro el ojo, y disparó la aguzada flecha. La tierra tembló y con un horrible aullido el cuerpo inmenso del monstruo se desplomó sin vida.
Destruido aquél, el Mikado se restableció completamente y recompensó al héroe que lo había librado del maleficio.
Finalmente, tras prolongada discusión , la elección recayó en el valeroso Yorimasa, de la familia de los minamoto, el más hábil guerrero no sólo del Japón sino del mundo entero.
Yorimasa se puso su reluciente armadura y cogió su arco infalible; luego bajó resueltamente al jardín del palacio, donde permaneció en espera del monstruo.
La noche poco a poco, envolvió el mundo con su manto tachonado de estrellas,; una luna argéntea elevose por el cielo, enviando sus rayos a la tierra. Y he aquí que el primer toque de la medianoche resonó lúgubre en lontananza. Entonces, la nube negra y amenazadora apareció como una mancha de tinta sobre el terso firmamento y fue a posarse sobre el tejado del lacio. Yorimasa lo miró fijamente y vio que tenía la forma de un dragón enorme con cabeza de mino, el cuerpo de tigre y la cola de serpiente. Tendió el arco, apuntó con calma, firme el brazo y seguro el ojo, y disparó la aguzada flecha. La tierra tembló y con un horrible aullido el cuerpo inmenso del monstruo se desplomó sin vida.
Destruido aquél, el Mikado se restableció completamente y recompensó al héroe que lo había librado del maleficio.
lunes, 16 de marzo de 2009
Los bandoleros de la montaña
En los abruptos flancos del monte Oyé, cuya cumbre tempestuosa se escondía entre las nubes, abríase una caverna inmensa, hecha d grandes peñascos, cascadas tumultuosas, abismos sin fondo y horribles ecos, donde habitaba una cuadrilla de bandoleros de ojos feroces, negras barbazas y brazos fuertes nudosos.
Todas las noches descendían en tropel, aullando como demonios, a la ciudad de Kyoto y allí saqueaban y cometían asesinatos; luego regresaban al despuntar el alba, con el botín , a su guarida, donde nadie habría logrado penetrar jamás. Muchos guerreros, entre los más valerosos habían partido hacia la montaña maldita con el propósito de exterminar a los bandidos en su propia cueva, pero ninguno de ellos había vuelto. Entre tanto, Kyoto, un tiempo ciudad risueña y pacífica, vivía en el terror.
Por último, el Mikado, deseando poner fin a semejante estado de cosas, mandó llamar al más célebre guerrero del Japón, el terrible Raiko, y le ordenó que, jugándose el todo por el todo, liberara a la ciudad de aquella pesadilla.
Raiko, que además de esforzado guerrero era hombre astuto y sagaz, rehusó el ofrecimiento que le hiciera el Mikado de poner a su disposición un ejército entero de soldados para exterminar a los bandidos. Como compañeros de la ardua empresa sólo quiso cinco samuráis amigos suyos, a los que disfrazó de peregrinos; luego, se cubrió él también con un tosco sayal, se puso a la cabeza del grupo y partió.
Los seis falsos romeros llegaron al pie del monte Oyé, emprendieron la ascensión; pero la aventura se presentaba más difícil de lo que se había pensado . Allí no hallaron señal del sendero, ni árboles ni maleza, sólo rocas abruptas que se alzaban como agujas hacia el cielo, paredes escarpadas, despeñaderos por los que se precipitaban ruidosamente siniestras cascadas espumeantes. Negros nubarrones planeaban en el cielo como aves de mal agüero, interceptando los rayos del sol y descendiendo de cuando en cuando hasta envolver a veces a los viandantes. En medio de aquella niebla oscura y flotante, los guerreros para no extraviarse, se llamaban unos a otros angustiosamente y sus voces, repetidas por los ecos, parecían lamentos de moribundos.
Por fin, al cabo de horas y horas de camino, arriesgando la vida a cada minuto , evitando a duras penas los precipicios que se abrían ávidos bajo sus pies, los falsos peregrinos llegaron ante la poco hospitalaria morada. Raiko llamó a la puerta de hierro que daba acceso a la gruta y pidió refugio para aquella noche. Les hicieron entrar. Los bandidos estaban a la mesa ante un buey entero asado; las inmensas bóvedas de la caverna devolvían los ecos de sus risotadas satánicas y de sus aullidos de fiera.
-Gracias por la hospitalidad, buenos señores- dijo Raiko, avanzando hacia el que parecía el jefe de a banda. Nosotros, los peregrinos, somos pobres y lo único que os podemos ofrecer es este odre de saké.
Y diciendo esto, puso en medio de la mesa un odre lleno de oloroso licor. Los bandidos se abalanzaron ávidamente sobre el recipiente, del que sacaron licor para todos con cucharones de oro macizo. Pero Raiko había mezclado en la bebida un poderoso veneno, de modo que, al cabo de pocos minutos, todos aquellos hombretones yacían inmóviles sobre el pavimento, inmersos en el sueño de la muerte.
Entonces los ecos repitieron los gritos de alegría de los samuráis que , sacando las relucientes espadas que llevaban ocultas debajo de los sayales, contaron la cabezas de los bandidos y con aquellos sangrientos trofeos regresaron a la ciudad, siendo acogidos en triunfo.
Todas las noches descendían en tropel, aullando como demonios, a la ciudad de Kyoto y allí saqueaban y cometían asesinatos; luego regresaban al despuntar el alba, con el botín , a su guarida, donde nadie habría logrado penetrar jamás. Muchos guerreros, entre los más valerosos habían partido hacia la montaña maldita con el propósito de exterminar a los bandidos en su propia cueva, pero ninguno de ellos había vuelto. Entre tanto, Kyoto, un tiempo ciudad risueña y pacífica, vivía en el terror.
Por último, el Mikado, deseando poner fin a semejante estado de cosas, mandó llamar al más célebre guerrero del Japón, el terrible Raiko, y le ordenó que, jugándose el todo por el todo, liberara a la ciudad de aquella pesadilla.
Raiko, que además de esforzado guerrero era hombre astuto y sagaz, rehusó el ofrecimiento que le hiciera el Mikado de poner a su disposición un ejército entero de soldados para exterminar a los bandidos. Como compañeros de la ardua empresa sólo quiso cinco samuráis amigos suyos, a los que disfrazó de peregrinos; luego, se cubrió él también con un tosco sayal, se puso a la cabeza del grupo y partió.
Los seis falsos romeros llegaron al pie del monte Oyé, emprendieron la ascensión; pero la aventura se presentaba más difícil de lo que se había pensado . Allí no hallaron señal del sendero, ni árboles ni maleza, sólo rocas abruptas que se alzaban como agujas hacia el cielo, paredes escarpadas, despeñaderos por los que se precipitaban ruidosamente siniestras cascadas espumeantes. Negros nubarrones planeaban en el cielo como aves de mal agüero, interceptando los rayos del sol y descendiendo de cuando en cuando hasta envolver a veces a los viandantes. En medio de aquella niebla oscura y flotante, los guerreros para no extraviarse, se llamaban unos a otros angustiosamente y sus voces, repetidas por los ecos, parecían lamentos de moribundos.
Por fin, al cabo de horas y horas de camino, arriesgando la vida a cada minuto , evitando a duras penas los precipicios que se abrían ávidos bajo sus pies, los falsos peregrinos llegaron ante la poco hospitalaria morada. Raiko llamó a la puerta de hierro que daba acceso a la gruta y pidió refugio para aquella noche. Les hicieron entrar. Los bandidos estaban a la mesa ante un buey entero asado; las inmensas bóvedas de la caverna devolvían los ecos de sus risotadas satánicas y de sus aullidos de fiera.
-Gracias por la hospitalidad, buenos señores- dijo Raiko, avanzando hacia el que parecía el jefe de a banda. Nosotros, los peregrinos, somos pobres y lo único que os podemos ofrecer es este odre de saké.
Y diciendo esto, puso en medio de la mesa un odre lleno de oloroso licor. Los bandidos se abalanzaron ávidamente sobre el recipiente, del que sacaron licor para todos con cucharones de oro macizo. Pero Raiko había mezclado en la bebida un poderoso veneno, de modo que, al cabo de pocos minutos, todos aquellos hombretones yacían inmóviles sobre el pavimento, inmersos en el sueño de la muerte.
Entonces los ecos repitieron los gritos de alegría de los samuráis que , sacando las relucientes espadas que llevaban ocultas debajo de los sayales, contaron la cabezas de los bandidos y con aquellos sangrientos trofeos regresaron a la ciudad, siendo acogidos en triunfo.
El crisantemo blanco y el crisantemo amarillo
Hace muchos, muchísimos años, crecían en un prado, uno al lado de otro, dos crisantemos: uno era blanco y el otro amarillo. Ambos se querían bien y habían jurado no separarse jamás por razón alguna.
Un día un viejo jardinero reparó en ellos y quedose admirado ante la flor amarilla.
-Jamás he visto flor tan hermosa como tú- le dijo- y si tú quieres te llevaré a mi jardín, donde te cuidaré con amor y haré que te vuelvas más hermosa aún.
Al oír tales palabras , el crisantemo se llenó de orgullo y, olvidando el afecto que había jurado al hermano blanco, se avino a seguir al anciano.
Cuando el crisantemo amarillo y el jardinero se hubieran marchado, el pobre crisantemo blanco, al verse solo, echose a llorar.
-Ha bastado un cumplido para borrarme del corazón de mi ingrato hermano-murmuraba, mientras un copioso llanto resbalaba por sus cándidos pétalos. Bien se ve que soy feo y repelente , ya que el jardinero que admiraba a mi hermano no se ha dignado ni siquiera a mirarme. A estos pensamientos los sollozos redoblaban y las lágrimas regaban la tierra, formando un extenso charco.
Transcurrían los días y el crisantemo amarillo se hacía cada vez más bello en el jardín del hombre; nadie hubiese reconocido en aquella flor refinada y aristocrática a una sencilla florcita campestre. Su tallo era ahora más alto y robusto, sus aterciopelados pétalos habían cobrado una morbidez y una suavidad que le daban un aspecto irreal. Y el crisantemo, consciente de su belleza, erguíase arrogante y engreído, mirando con desprecio a sus semejantes y creyéndose la joya de la creación. Cuando recordaba su vida en el prado y a su mísero compañero de juventud, no podía dejar de sentir un escalofrío de horror y a la vez disgusto.
Un día visitó el jardín un noble señor que pertenecía a la corte.
-Debo regalar un crisantemo al emperador- dijo al jardinero; ¿tenéis alguno lo bastante hermoso para ser digno de él?
Con gran satisfacción el jardinero le mostró el crisantemo amarillo del que tan orgulloso estaba; pero el noble caballero frunció el ceño y dijo, con cierto desdén:
-No, no me gusta; lo preferiría blanco.
Un murmullo de asombro recorrió las flores del jardín al oír aquellas palabras; el crisantemo humillado y confuso, inclinó la cabeza con un suspiro.
El noble visitó a todos los jardineros de la ciudad, pero no lograba hallar la flor que deseaba. Las vio de todas las especies y de todos los colores, pero ninguna, en su opinión, era digna del emperador.
Sucedió que un día, hallándose en el campo, descubrió en el prado al crisantemo blanco, el cual, a fuerza de llorar, había lavado tan bien sus pétalos con lágrimas, que su blancura era deslumbrante. El noble se detuvo ante la flor y, contemplándola admirado, exclamó:
-¡He aquí la flor que me conviene!-
La tomo y la mando al emperador. Este se entusiasmo con el obsequio; regaló a su vez, al donador un feudo como premio; luego transplantó el crisantemo en su jardín. Quiso cuidarle él mismo, y se pasaba la mayor parte del día ante la flor en muda admiración. Todos los cortesanos tenían palabras de elogio para el crisantemo amado de su señor; todas las damas alababan su perfume; los poetas le cantaban, los pintores la retrataban. Y la pobre florecilla del campo se encontró de improviso en el centro de la admiración de todo el imperio.
¿Y la flor amarilla? Desde El día en que el noble habíala despreciado, había enfermado gravemente; sus pétalos perdieron el color, se desdoblaron, y una mañana, el viejo jardinero la halló marchita en el suelo.
Un día un viejo jardinero reparó en ellos y quedose admirado ante la flor amarilla.
-Jamás he visto flor tan hermosa como tú- le dijo- y si tú quieres te llevaré a mi jardín, donde te cuidaré con amor y haré que te vuelvas más hermosa aún.
Al oír tales palabras , el crisantemo se llenó de orgullo y, olvidando el afecto que había jurado al hermano blanco, se avino a seguir al anciano.
Cuando el crisantemo amarillo y el jardinero se hubieran marchado, el pobre crisantemo blanco, al verse solo, echose a llorar.
-Ha bastado un cumplido para borrarme del corazón de mi ingrato hermano-murmuraba, mientras un copioso llanto resbalaba por sus cándidos pétalos. Bien se ve que soy feo y repelente , ya que el jardinero que admiraba a mi hermano no se ha dignado ni siquiera a mirarme. A estos pensamientos los sollozos redoblaban y las lágrimas regaban la tierra, formando un extenso charco.
Transcurrían los días y el crisantemo amarillo se hacía cada vez más bello en el jardín del hombre; nadie hubiese reconocido en aquella flor refinada y aristocrática a una sencilla florcita campestre. Su tallo era ahora más alto y robusto, sus aterciopelados pétalos habían cobrado una morbidez y una suavidad que le daban un aspecto irreal. Y el crisantemo, consciente de su belleza, erguíase arrogante y engreído, mirando con desprecio a sus semejantes y creyéndose la joya de la creación. Cuando recordaba su vida en el prado y a su mísero compañero de juventud, no podía dejar de sentir un escalofrío de horror y a la vez disgusto.
Un día visitó el jardín un noble señor que pertenecía a la corte.
-Debo regalar un crisantemo al emperador- dijo al jardinero; ¿tenéis alguno lo bastante hermoso para ser digno de él?
Con gran satisfacción el jardinero le mostró el crisantemo amarillo del que tan orgulloso estaba; pero el noble caballero frunció el ceño y dijo, con cierto desdén:
-No, no me gusta; lo preferiría blanco.
Un murmullo de asombro recorrió las flores del jardín al oír aquellas palabras; el crisantemo humillado y confuso, inclinó la cabeza con un suspiro.
El noble visitó a todos los jardineros de la ciudad, pero no lograba hallar la flor que deseaba. Las vio de todas las especies y de todos los colores, pero ninguna, en su opinión, era digna del emperador.
Sucedió que un día, hallándose en el campo, descubrió en el prado al crisantemo blanco, el cual, a fuerza de llorar, había lavado tan bien sus pétalos con lágrimas, que su blancura era deslumbrante. El noble se detuvo ante la flor y, contemplándola admirado, exclamó:
-¡He aquí la flor que me conviene!-
La tomo y la mando al emperador. Este se entusiasmo con el obsequio; regaló a su vez, al donador un feudo como premio; luego transplantó el crisantemo en su jardín. Quiso cuidarle él mismo, y se pasaba la mayor parte del día ante la flor en muda admiración. Todos los cortesanos tenían palabras de elogio para el crisantemo amado de su señor; todas las damas alababan su perfume; los poetas le cantaban, los pintores la retrataban. Y la pobre florecilla del campo se encontró de improviso en el centro de la admiración de todo el imperio.
¿Y la flor amarilla? Desde El día en que el noble habíala despreciado, había enfermado gravemente; sus pétalos perdieron el color, se desdoblaron, y una mañana, el viejo jardinero la halló marchita en el suelo.
domingo, 15 de marzo de 2009
La gran cólera de la diosa del Sol
Había gran tumulto en la feliz mansión de los dioses: Suzano, el terrible dios de la tempestad se portaba mal de veras. Exuberante, tosco, torpe, grosero, cual aldeano que por vez primera baja a la ciudad, sentíase extraño entre aquellos áureos edificios, entre aquellos jardines de ensueño, entre aquellas delicadas nebulosas y aquellos evanescentes cometas. Lo derribaba todo a su paso, hollaba los delicados arriates, arrancaba los árboles perfumados, hacía desbordar los plateados ríos, desbarataba las estrellas y arruinaba los palacios divinos.
Todos los dioses estaban cansados de él, pero la más indignada era Amaterasu, la bellísima diosa del sol, que muy a menudo se peleaba con el terrible hermano.
Un día, tras una disputa más violenta que las de costumbre, roja de cólera, cerró los puños, y echando chispas por sus luminosos ojos, con voz enronquecida por la indignación, anunció su firme decisión d vivir oculta para siempre.
Dicho y hecho. Se retiró a su celeste morada de peñas, cerró herméticamente la puerta y desapareció de la vista de todo el mundo. Entonces el universo estuvo de luto. En el cielo y en la tierra ya no había luz ni calor, y se extendía por doquier, con su tupida cortina de tinieblas, una profunda noche eterna.
Los dioses, desesperados decidieron reunirse en la Vía Blanca como la leche, para celebrar consejo. Uno tras otro, a la jora fijada, andando a tientas a través de las tinieblas, llegaron al lugar de la cita. Cuando la asamblea estuvo completa. Ocho millones de dioses se hallaban en el camino celeste; y en aquélla oscuridad, densa como la del infierno, oíase un zumbido semejante al de un enjambre de moscas en pleno verano.
-¿Qué debemos hacer para obligar a la diosa del Sol a reaparecer?- preguntó entonces el rey de los Dioses.
A continuación tomó la palabra Taka-mi-misubi, el dios de la inteligencia y de la astucia.
-Quizá- dijo- la diosa aparecerá si oye cantar los gallos.
La propuesta del astuto dios fue acogida con vivos aplausos. Inmediatamente fueron izados largos caballetes sobre los cuales se colocaron mil caballos de plumaje abigarrado y voz tonante. A una señal, las aves se echaron a cantar a grito pelado, mientras a su alrededor los dioses aguantaban la respiración en espera de la reaparición de Amaterasu.
Pero las tinieblas no fueron surcadas por ningún rayo luminoso y la puerta de la caverna se mantuvo herméticamente cerrada.
Taka-mi-misubi habló entonces de nuevo:
Amaterasu, antes que diosa, es mujer- dijo- y, como todas las mujeres, es ambiciosa, curiosa y celosa. Explotemos estas características femeninas en nuestro beneficio.
En seguida el dios fabricante preparó un estupendo espejo e hizo magnificas alhajas. Los otros dioses trajeron también espléndidos dones: brocados, telas hechas con alas de mariposa, sombrillas vaporosas de abigarrados papeles, chales multicolores cintas leves y suaves, velos, blondas, etc. Todo lo cual fue puesto convenientemente frente a la gruta de la diosa. Al lado de estos espléndidos obsequios, fue colocada una tarima, sobre la cual púsose a danzar con alígera gracia la diosa Uzume. Las otras divinidades admiraban sus graciosos movimientos y aplaudían con entusiasmo sus piruetas.
Amaterasu, desde el fondo de su morada oyó aquellos ruidos y aplausos y muy pronto se sintió picada por la curiosidad.
-¿Qué será lo que tanto les divierte?- se preguntaba , ansiosa. ¡Parece que mi ausencia no los entristece!
Llevada por la curiosidad, entreabrió la puerta para echar una rápida ojeada a los de afuera; los demás dioses se dieron cuenta de ello y la diosa Uzume le dijo:
- Ven, Amaterasu, ven a participar de nuestra alegría. Acaba de llegar entre nosotros una nueva diosa, más bella y resplandeciente que tú.
A tales palabras, la curiosidad de la divina prisionera mudose rápidamente en terribles celos. ¿Una nueva diosa? ¿Y más hermosa y resplandeciente que ella? Abrió un poco más la puerta para ver a aquella terrible rival , y haciendo esto descubrió, reflejada en el espejo, su propia imagen. Un grito de sorpresa, seguido al instante por un suspiro de alivio: Amaterasu se había reconocido en el espejo.
Avanzó hacia el cristal, vistiose las estupendas telas, se adornó con las alhajas centellantes y sonrió. Su sonrisa, más hermosa y resplandeciente que antes, iluminó el mundo.
Entonces todos los dioses la rodearon, obsequiosos y reverentes. Luego todos juntos se encaminaron hacia la morada de Suzano como una avalancha, agarraron al terrible dios, le cortaron, la barba, le arrancaron las ganchudas uñas, que parecían garras y lo expulsaron, como merecía del cielo.
Desde entonces, radiante y benéfica, la luz del Sol resplandece sobre el universo sin oscurecer jamás.
Todos los dioses estaban cansados de él, pero la más indignada era Amaterasu, la bellísima diosa del sol, que muy a menudo se peleaba con el terrible hermano.
Un día, tras una disputa más violenta que las de costumbre, roja de cólera, cerró los puños, y echando chispas por sus luminosos ojos, con voz enronquecida por la indignación, anunció su firme decisión d vivir oculta para siempre.
Dicho y hecho. Se retiró a su celeste morada de peñas, cerró herméticamente la puerta y desapareció de la vista de todo el mundo. Entonces el universo estuvo de luto. En el cielo y en la tierra ya no había luz ni calor, y se extendía por doquier, con su tupida cortina de tinieblas, una profunda noche eterna.
Los dioses, desesperados decidieron reunirse en la Vía Blanca como la leche, para celebrar consejo. Uno tras otro, a la jora fijada, andando a tientas a través de las tinieblas, llegaron al lugar de la cita. Cuando la asamblea estuvo completa. Ocho millones de dioses se hallaban en el camino celeste; y en aquélla oscuridad, densa como la del infierno, oíase un zumbido semejante al de un enjambre de moscas en pleno verano.
-¿Qué debemos hacer para obligar a la diosa del Sol a reaparecer?- preguntó entonces el rey de los Dioses.
A continuación tomó la palabra Taka-mi-misubi, el dios de la inteligencia y de la astucia.
-Quizá- dijo- la diosa aparecerá si oye cantar los gallos.
La propuesta del astuto dios fue acogida con vivos aplausos. Inmediatamente fueron izados largos caballetes sobre los cuales se colocaron mil caballos de plumaje abigarrado y voz tonante. A una señal, las aves se echaron a cantar a grito pelado, mientras a su alrededor los dioses aguantaban la respiración en espera de la reaparición de Amaterasu.
Pero las tinieblas no fueron surcadas por ningún rayo luminoso y la puerta de la caverna se mantuvo herméticamente cerrada.
Taka-mi-misubi habló entonces de nuevo:
Amaterasu, antes que diosa, es mujer- dijo- y, como todas las mujeres, es ambiciosa, curiosa y celosa. Explotemos estas características femeninas en nuestro beneficio.
En seguida el dios fabricante preparó un estupendo espejo e hizo magnificas alhajas. Los otros dioses trajeron también espléndidos dones: brocados, telas hechas con alas de mariposa, sombrillas vaporosas de abigarrados papeles, chales multicolores cintas leves y suaves, velos, blondas, etc. Todo lo cual fue puesto convenientemente frente a la gruta de la diosa. Al lado de estos espléndidos obsequios, fue colocada una tarima, sobre la cual púsose a danzar con alígera gracia la diosa Uzume. Las otras divinidades admiraban sus graciosos movimientos y aplaudían con entusiasmo sus piruetas.
Amaterasu, desde el fondo de su morada oyó aquellos ruidos y aplausos y muy pronto se sintió picada por la curiosidad.
-¿Qué será lo que tanto les divierte?- se preguntaba , ansiosa. ¡Parece que mi ausencia no los entristece!
Llevada por la curiosidad, entreabrió la puerta para echar una rápida ojeada a los de afuera; los demás dioses se dieron cuenta de ello y la diosa Uzume le dijo:
- Ven, Amaterasu, ven a participar de nuestra alegría. Acaba de llegar entre nosotros una nueva diosa, más bella y resplandeciente que tú.
A tales palabras, la curiosidad de la divina prisionera mudose rápidamente en terribles celos. ¿Una nueva diosa? ¿Y más hermosa y resplandeciente que ella? Abrió un poco más la puerta para ver a aquella terrible rival , y haciendo esto descubrió, reflejada en el espejo, su propia imagen. Un grito de sorpresa, seguido al instante por un suspiro de alivio: Amaterasu se había reconocido en el espejo.
Avanzó hacia el cristal, vistiose las estupendas telas, se adornó con las alhajas centellantes y sonrió. Su sonrisa, más hermosa y resplandeciente que antes, iluminó el mundo.
Entonces todos los dioses la rodearon, obsequiosos y reverentes. Luego todos juntos se encaminaron hacia la morada de Suzano como una avalancha, agarraron al terrible dios, le cortaron, la barba, le arrancaron las ganchudas uñas, que parecían garras y lo expulsaron, como merecía del cielo.
Desde entonces, radiante y benéfica, la luz del Sol resplandece sobre el universo sin oscurecer jamás.
sábado, 14 de marzo de 2009
El mundo de los muertos
Izanagui e Izanami vivían felices en su pequeña isla. Pero un aciago día, la hermosa Izanami fue asaltada por una fiebre violenta y perniciosas y murió, ya que los dioses japoneses también podían morir.
La desesperación de Izanagui fue inmensa; el mundo, que hasta entonces le había parecido un jardín encantado, le pareció de pronto un lugar triste y tenebroso; las horas y las jornadas, que antes volaban alegremente, transcurrían ahora monótonas y sombrías. Para él las cosas habían perdido todo atractivo desde el momento en que desapareció de su vida la esposa adorada. De su pecho se escapaban frecuentes suspiros, de sus ojos divinos manaban copiosas lágrimas.
Al cabo de algunos días de profunda angustia, de insoportable dolor, tomó una decisión desesperada: descender al tenebroso reino de los infiernos, donde van todos los muertos, con la esperanza de volver a ver a Izanami y llevarla de nuevo a la luz del sol.
En la provincia de Izumo, había un valle solitario, rodeado de pinos negros y siniestros y recubiertos de rocas oscuras y salvajes, en cuyo centro se abría una misteriosa caverna. Aquélla era la entrad del infierno, y allí llegó un día el joven dios; más cuando iba a trasponer el tenebroso umbral, sintió miedo al instante. Alzó los ojos a¿ hacia el azul firmamento, desde donde sus divinos hermanos estaban contemplándole, atónitos ante su audacia; luego, alentado por las benévolas miradas de los dioses, penetró osadamente en la caverna.
Todo eran tinieblas allá bajo; todo silencio; pero el dios avanzaba intrépido con paso seguro. Así llegó guiado por la voz del corazón, hasta el palacio de la hermosa Izanami. Se paró junto a la puerta, sobremanera turbado. Y oyó entonces una voz dulcísima, la voz de la mujer amada que resonaba a través de la densa atmósfera infernal, llegando hasta él.
- ¡ Querido esposo! ¡Cuán contenta estoy de volverte a ver!
- Dulcísima Izanami, te lo ruego, muéstrate a mí y sígueme hacia el mundo que nosotros creamos. Allí germinan las flores, más coloreadas y olorosas que nuca, allí cantan los pájaros sus dulcísimos melodías, allí todo es alegría contigo, pero sin ti todo es dolor.
- Izanagui adorado- respondió ella con trémula voz. ¡ Con qué ansia deseo seguirte! Mas no puedo hacerlo sin el permiso de los dioses de las tinieblas.
- Corre, Izanami, corre a pedirles ese permiso; estoy seguro de que ninguno de ellos podrá negar nada a tu belleza.
- Lo intentare, esposo mío adorado. Mas tú espérame aquí con paciencia; prométeme formalmente que no harás nada por verme, antes de que sepas que he obtenido su consentimiento.}
- Lo prometo, querida, lo prometo.
Junto a la puerta del palacio, Izanagui aguardó lleno de esperanza, esperó largamente. El tiempo pasaba con lentitud desesperante. ¿ Permaneció allí minutos, horas, días meses? No hubiese podido decirlo. Acaso se trataba de minutos que parecían horas, o de horas que le parecían días.
Y entre tanto, los dulcísimos recuerdos del pasado se agolpaban en su mente. ¡ Oh cuán hermosa era su esposa n el momento, en que, radiante de amor y de felicidad, cruzaba el puente multicolor que atravesaba el espacio infinito! Volvió a ver la burbuja de espuma cómo se transformaba en tierra, revivía con el pensamiento las horas felices transcurridas en la isla venturosa. ¡ Oh, si pudiera volver a la amada Izanami, aunque fuese un breve instante!
Y no pudiendo resistir más a este angustioso deseo que se había apoderado de él, Izanagui, olvidando la promesa hecha, penetró en el palacio. Avanzaba a tientas a través de las tinieblas, profundas, sin distinguir nada. Al llegar a cierto punto, rompió un diente del peine que llevaba entre los cabellos y le prendió fuego. Durante un instante el infierno se iluminó con vivísima luz.
Mas ¡qué atroz espectáculo se ofreció a sus ojos! Izanami, que avanzaba hacia el , al primer resplandor cayó al suelo exánime y en un instante su hermosísimo cuerpo se deshizo, como abrazado por un fuego interior. De la dulcísimo diosa sólo quedaba el terrorífico esqueleto.
Izanagui, horrorizado, retrocedió, mientras un alarido inmenso, un alarido terrible, se levantaba hacia él desde la misteriosa profundidad del reino de los muertos. El dios se volvió y dioses a la fuga, mientras horribles monstruos y furias infernales se lanzaban en pos de él.
Izanagui corría sin tomar aliento, y sentía detrás de sí el galope de los monstruos y los horribles aullidos que emitían. Estaban ya a punto de tocarlo con sus espantosas garras ... Pero el dios, rápido como el pensamiento, arrojó hacia atrás la guirnalda de flores que coronaba su arrogante cabeza. Al caer, cada flor se transformó en un racimo de uva, y las furias se detuvieron para cebarse en ellos.
El alivio, empero, fue sólo de un momento, ya que los monstruos reanudaron casi inmediatamente la persecución. El dios se quitó el peine, lo rompió en mil pedazos y los arrojó detrás de sí. Los monstruos detuviéronse otra vez para devorar aquellos trozos, que se habían transformado, al caer, en brotes de bambú, en tanto el dios reanudaba su afanosa carrera hacia la luz, que empezaba a despuntar en lontananza.
Pero ya las furias habían reanudado su carrera y poco faltaba para que le alcanzaran; sus rugidos de alegría resonaban bajo la tétrica bóveda, y sus garras venenosas rozaban ya las carnes de Izanagui. El pobre fugitvo sintiose perdido; alzó los ojos al cielo en una postrera apelación a las divinidades celestiales; y haciendo esto, advirtió a un melocotonero, del que pendían tres frutos maduros. Cogerlos y arrojarlos a las malditas furias fue cosa de un instante. Aquéllas se detuvieron.
-Seréis frutos divinos- dijo entonces el dios, agradecido a los melocotones.
Luego, de un salto, salió de la caverna y removiendo una inmensa roca la puso delante de la abertura, cerrándola herméticamente. Desde aquel momento, el mundo de los muertos y el de los vivos quedaron definitivamente separados.
Fatigado, jadeante, cubierto de un sudor frío, Izanagui se encaminó hacia la isla Kyushu, por donde corría el Río de los Naranjos, y en cuyas límpidas y purificadoras aguas se bañó repetidamente. Entonces, de una gota de agua que le resbaló de la nariz, nació Suzano, el dios de la tempestades; de una gota que le cayó del ojo derecho nació Tsukino-Kani, el dios de la Luna; y de una gota que se le desprendió del ojo izquierdo, nació Amaterasu, la diosa del Sol.
La desesperación de Izanagui fue inmensa; el mundo, que hasta entonces le había parecido un jardín encantado, le pareció de pronto un lugar triste y tenebroso; las horas y las jornadas, que antes volaban alegremente, transcurrían ahora monótonas y sombrías. Para él las cosas habían perdido todo atractivo desde el momento en que desapareció de su vida la esposa adorada. De su pecho se escapaban frecuentes suspiros, de sus ojos divinos manaban copiosas lágrimas.
Al cabo de algunos días de profunda angustia, de insoportable dolor, tomó una decisión desesperada: descender al tenebroso reino de los infiernos, donde van todos los muertos, con la esperanza de volver a ver a Izanami y llevarla de nuevo a la luz del sol.
En la provincia de Izumo, había un valle solitario, rodeado de pinos negros y siniestros y recubiertos de rocas oscuras y salvajes, en cuyo centro se abría una misteriosa caverna. Aquélla era la entrad del infierno, y allí llegó un día el joven dios; más cuando iba a trasponer el tenebroso umbral, sintió miedo al instante. Alzó los ojos a¿ hacia el azul firmamento, desde donde sus divinos hermanos estaban contemplándole, atónitos ante su audacia; luego, alentado por las benévolas miradas de los dioses, penetró osadamente en la caverna.
Todo eran tinieblas allá bajo; todo silencio; pero el dios avanzaba intrépido con paso seguro. Así llegó guiado por la voz del corazón, hasta el palacio de la hermosa Izanami. Se paró junto a la puerta, sobremanera turbado. Y oyó entonces una voz dulcísima, la voz de la mujer amada que resonaba a través de la densa atmósfera infernal, llegando hasta él.
- ¡ Querido esposo! ¡Cuán contenta estoy de volverte a ver!
- Dulcísima Izanami, te lo ruego, muéstrate a mí y sígueme hacia el mundo que nosotros creamos. Allí germinan las flores, más coloreadas y olorosas que nuca, allí cantan los pájaros sus dulcísimos melodías, allí todo es alegría contigo, pero sin ti todo es dolor.
- Izanagui adorado- respondió ella con trémula voz. ¡ Con qué ansia deseo seguirte! Mas no puedo hacerlo sin el permiso de los dioses de las tinieblas.
- Corre, Izanami, corre a pedirles ese permiso; estoy seguro de que ninguno de ellos podrá negar nada a tu belleza.
- Lo intentare, esposo mío adorado. Mas tú espérame aquí con paciencia; prométeme formalmente que no harás nada por verme, antes de que sepas que he obtenido su consentimiento.}
- Lo prometo, querida, lo prometo.
Junto a la puerta del palacio, Izanagui aguardó lleno de esperanza, esperó largamente. El tiempo pasaba con lentitud desesperante. ¿ Permaneció allí minutos, horas, días meses? No hubiese podido decirlo. Acaso se trataba de minutos que parecían horas, o de horas que le parecían días.
Y entre tanto, los dulcísimos recuerdos del pasado se agolpaban en su mente. ¡ Oh cuán hermosa era su esposa n el momento, en que, radiante de amor y de felicidad, cruzaba el puente multicolor que atravesaba el espacio infinito! Volvió a ver la burbuja de espuma cómo se transformaba en tierra, revivía con el pensamiento las horas felices transcurridas en la isla venturosa. ¡ Oh, si pudiera volver a la amada Izanami, aunque fuese un breve instante!
Y no pudiendo resistir más a este angustioso deseo que se había apoderado de él, Izanagui, olvidando la promesa hecha, penetró en el palacio. Avanzaba a tientas a través de las tinieblas, profundas, sin distinguir nada. Al llegar a cierto punto, rompió un diente del peine que llevaba entre los cabellos y le prendió fuego. Durante un instante el infierno se iluminó con vivísima luz.
Mas ¡qué atroz espectáculo se ofreció a sus ojos! Izanami, que avanzaba hacia el , al primer resplandor cayó al suelo exánime y en un instante su hermosísimo cuerpo se deshizo, como abrazado por un fuego interior. De la dulcísimo diosa sólo quedaba el terrorífico esqueleto.
Izanagui, horrorizado, retrocedió, mientras un alarido inmenso, un alarido terrible, se levantaba hacia él desde la misteriosa profundidad del reino de los muertos. El dios se volvió y dioses a la fuga, mientras horribles monstruos y furias infernales se lanzaban en pos de él.
Izanagui corría sin tomar aliento, y sentía detrás de sí el galope de los monstruos y los horribles aullidos que emitían. Estaban ya a punto de tocarlo con sus espantosas garras ... Pero el dios, rápido como el pensamiento, arrojó hacia atrás la guirnalda de flores que coronaba su arrogante cabeza. Al caer, cada flor se transformó en un racimo de uva, y las furias se detuvieron para cebarse en ellos.
El alivio, empero, fue sólo de un momento, ya que los monstruos reanudaron casi inmediatamente la persecución. El dios se quitó el peine, lo rompió en mil pedazos y los arrojó detrás de sí. Los monstruos detuviéronse otra vez para devorar aquellos trozos, que se habían transformado, al caer, en brotes de bambú, en tanto el dios reanudaba su afanosa carrera hacia la luz, que empezaba a despuntar en lontananza.
Pero ya las furias habían reanudado su carrera y poco faltaba para que le alcanzaran; sus rugidos de alegría resonaban bajo la tétrica bóveda, y sus garras venenosas rozaban ya las carnes de Izanagui. El pobre fugitvo sintiose perdido; alzó los ojos al cielo en una postrera apelación a las divinidades celestiales; y haciendo esto, advirtió a un melocotonero, del que pendían tres frutos maduros. Cogerlos y arrojarlos a las malditas furias fue cosa de un instante. Aquéllas se detuvieron.
-Seréis frutos divinos- dijo entonces el dios, agradecido a los melocotones.
Luego, de un salto, salió de la caverna y removiendo una inmensa roca la puso delante de la abertura, cerrándola herméticamente. Desde aquel momento, el mundo de los muertos y el de los vivos quedaron definitivamente separados.
Fatigado, jadeante, cubierto de un sudor frío, Izanagui se encaminó hacia la isla Kyushu, por donde corría el Río de los Naranjos, y en cuyas límpidas y purificadoras aguas se bañó repetidamente. Entonces, de una gota de agua que le resbaló de la nariz, nació Suzano, el dios de la tempestades; de una gota que le cayó del ojo derecho nació Tsukino-Kani, el dios de la Luna; y de una gota que se le desprendió del ojo izquierdo, nació Amaterasu, la diosa del Sol.
La creación del mundo
En el principio de los tiempos, cuando la tierra todavía no existía y la líquida extensión del mar ocupaba, dueña absoluta, todo el globo, en la infinita bóveda azul del cielo habitaban los dioses inmortales. Eran éstos seres sobrenaturales, parecidos en su aspecto a los hombres, pero más majestuosos, más fuertes, más hermosos , sobre todo más poderosos.
Los dioses se aburrían terriblemente en lo alto de su sidérea morada, en aquella eternidad inmóvil y monótona, sin tiempo y sin espacio. Por esto, un buen día pensaron en crear el mundo. Se reunieron en el blanco camino que surcaba el firmamento con su alfombra de estrellas y decidieron confiar la importantísima tarea de la creación de la tierra a los dioses más jóvenes y hermosos; al dios Izanagui y a la diosa Izanami.
Ambos dioses se presentaron ante el mayestático consejo, Izanagui era joven y fuerte; llevaba largos cabellos ondulados y una abundante barba que le adornaba el soberbio rostro; vestía un manto oscuro de anchos pliegues flotantes y empuñaba una lanza de oro enriquecida con piedras preciosas.
Izanami semejaba una graciosa japonesita de grandes ojos asombrados, de hermosos cabellos, negros como el ala de un cuervo, que le caían sobre las espaldas, y de cuerpo ondulante envuelto en un amplio kimono blanco.
El rey de los dioses sonrió de orgullo al verlos , a aquella sonrisa, el cielo fue rasgado por lívidos relámpagos.
-Descended a las bajas esferas del universo- les dijo y desposaos según las antiguas leyes que gobiernan a los dioses. De vuestra unión nacerán hijos hermosísimos.
Dijo, y levantó en alto, sobre su cabeza coronada de nubes, el cetro fulgurante. De pronto apareció, partiendo de un solio de oro, un puente maravilloso en el que se entrelazaban todos los colores más vivos, el violeta, el turquí , el azul, el verde,, el amarillo, el anaranjado y el rojo; inmenso semicírculo tendido a través de los abismos siderales para unir el cielo al mundo.
Por aquel puente resplandeciente avanzaron los dos dioses radiantes, cogidos de la mano; y en el mismo centro del fantasmagórico arco, se detuvieron. Debajo de ellos se extendía el mar, deliciosamente azul, agitado sin tregua por pequeñas ondas plateadas.
Izanagui hundió la espada del centellante en el agua, agitándola en remolino. Entonces sucedió el primer milagro; cuando el dios la retiro goteante, destacose de ella una burbuja de espuma, la cual se espesó, se solidificó y se convirtió en tierra. Aquella fue la primera tierra bajo el vasto cielo; una tierra pequeñísima, rodeada de agua: la isla Onogoro.
Con la ligereza y la gracia propia de las gaviotas cuando se posan sobre un peñasco que se adentra en el océano , Izanagui e Izanami descendieron sobre la islita verde y risueña y miraron en torno suyo. Sus ojos soñadores reflejaban el encanto del paisaje. Todo era paz y silencio; sólo las hojas de los árboles en flor y un riachuelo de plata, que manaba límpido de una roca, unían sus voces en un canto melodioso. El corazón de los dioses desbordaba de felicidad.
La tímida Izanami volviese entonces hacía su compañero, que le pereció fuerte y hermoso como nunca y , conmovida, exclamó :
-Desposémonos, Izanagui.
Se desposaron y, al cabo de algún tiempo, les nació un hijo monstruoso; una especie de enorme sanguijuela, horrible de ver. Horrorizados, los esposos colocaron en el fondo de una balsa formada de juncos entrelazados y lo abandonaron a las olas. Al cabo de algún tiempo, Izanami dio a luz a un segundo hijo; una segunda desilusión para los padres; esta ves se trataba de una medusa espantosa.
Desolados, Izanagui e Izanami subieron a las altas esferas del firmamento para pedir a los otros dioses la explicación de aquel misterio.
-Nos prometisteis hijos hermosísimos- dijeron, ante las divinidades reunidas en la Vía Láctea. ¿ Cómo es que solo hemos tenido hijos monstruosos?
-Esto sucede- replicó el rey de los dioses, enojado- porque tú, Izanami, pediste a Izanagui que se desposara contigo, cuando sabes bien que, según las antiguas leyes de la moral corresponde al hombre pedir a la mujer en matrimonio. Desobedecisteis y habéis sido castigados.
Izanagui e Izanami suspiraron, vencidos; inclináronse hasta el suelo, y, abandonando el cielo, retornaron a su isla. La pobre diosa, avergonzada, triste, avanzaba con la cabeza gacha y los ojos bajos, sin decir palabra.
A pocos pasos de distancia caminaba el joven dios Izanagui; y también él sentíase naturalmente avergonzado y preocupado, pero, al andar, su mirada dio con su compañera que le precedía en el sendero y quedó como hechizado. ¡Oh, cuán bella era! Nunca la vio tan hermosa como aquel día. Los cabellos negros resbalaban graciosamente por sus espaldas y bajo su paso, armonioso como el de una ninfa, el suelo florecía.
Izanagui se le acercó rápido y le dijo con profunda dulzura:
-¿Quieres convertirte en mi esposa para siempre, Izanami?
A aquellas palabras, la diosa sonrió y su sonrisa iluminó el universo. Finalmente, las antiguas leyes habían sido respetadas; esta vez el hombre habó el primero de matrimonio. Los dioses, aplacados, mantuvieron su promesa y muy pronto la feliz pareja de esposos tuvo hijos bellísimos. Por efecto de ello nacieron las islas japonesas, con sus prados esplendentes, y sus jardines perfumados, con sus graciosas colinas y sus habitantes buenos y laboriosos.
Los dioses se aburrían terriblemente en lo alto de su sidérea morada, en aquella eternidad inmóvil y monótona, sin tiempo y sin espacio. Por esto, un buen día pensaron en crear el mundo. Se reunieron en el blanco camino que surcaba el firmamento con su alfombra de estrellas y decidieron confiar la importantísima tarea de la creación de la tierra a los dioses más jóvenes y hermosos; al dios Izanagui y a la diosa Izanami.
Ambos dioses se presentaron ante el mayestático consejo, Izanagui era joven y fuerte; llevaba largos cabellos ondulados y una abundante barba que le adornaba el soberbio rostro; vestía un manto oscuro de anchos pliegues flotantes y empuñaba una lanza de oro enriquecida con piedras preciosas.
Izanami semejaba una graciosa japonesita de grandes ojos asombrados, de hermosos cabellos, negros como el ala de un cuervo, que le caían sobre las espaldas, y de cuerpo ondulante envuelto en un amplio kimono blanco.
El rey de los dioses sonrió de orgullo al verlos , a aquella sonrisa, el cielo fue rasgado por lívidos relámpagos.
-Descended a las bajas esferas del universo- les dijo y desposaos según las antiguas leyes que gobiernan a los dioses. De vuestra unión nacerán hijos hermosísimos.
Dijo, y levantó en alto, sobre su cabeza coronada de nubes, el cetro fulgurante. De pronto apareció, partiendo de un solio de oro, un puente maravilloso en el que se entrelazaban todos los colores más vivos, el violeta, el turquí , el azul, el verde,, el amarillo, el anaranjado y el rojo; inmenso semicírculo tendido a través de los abismos siderales para unir el cielo al mundo.
Por aquel puente resplandeciente avanzaron los dos dioses radiantes, cogidos de la mano; y en el mismo centro del fantasmagórico arco, se detuvieron. Debajo de ellos se extendía el mar, deliciosamente azul, agitado sin tregua por pequeñas ondas plateadas.
Izanagui hundió la espada del centellante en el agua, agitándola en remolino. Entonces sucedió el primer milagro; cuando el dios la retiro goteante, destacose de ella una burbuja de espuma, la cual se espesó, se solidificó y se convirtió en tierra. Aquella fue la primera tierra bajo el vasto cielo; una tierra pequeñísima, rodeada de agua: la isla Onogoro.
Con la ligereza y la gracia propia de las gaviotas cuando se posan sobre un peñasco que se adentra en el océano , Izanagui e Izanami descendieron sobre la islita verde y risueña y miraron en torno suyo. Sus ojos soñadores reflejaban el encanto del paisaje. Todo era paz y silencio; sólo las hojas de los árboles en flor y un riachuelo de plata, que manaba límpido de una roca, unían sus voces en un canto melodioso. El corazón de los dioses desbordaba de felicidad.
La tímida Izanami volviese entonces hacía su compañero, que le pereció fuerte y hermoso como nunca y , conmovida, exclamó :
-Desposémonos, Izanagui.
Se desposaron y, al cabo de algún tiempo, les nació un hijo monstruoso; una especie de enorme sanguijuela, horrible de ver. Horrorizados, los esposos colocaron en el fondo de una balsa formada de juncos entrelazados y lo abandonaron a las olas. Al cabo de algún tiempo, Izanami dio a luz a un segundo hijo; una segunda desilusión para los padres; esta ves se trataba de una medusa espantosa.
Desolados, Izanagui e Izanami subieron a las altas esferas del firmamento para pedir a los otros dioses la explicación de aquel misterio.
-Nos prometisteis hijos hermosísimos- dijeron, ante las divinidades reunidas en la Vía Láctea. ¿ Cómo es que solo hemos tenido hijos monstruosos?
-Esto sucede- replicó el rey de los dioses, enojado- porque tú, Izanami, pediste a Izanagui que se desposara contigo, cuando sabes bien que, según las antiguas leyes de la moral corresponde al hombre pedir a la mujer en matrimonio. Desobedecisteis y habéis sido castigados.
Izanagui e Izanami suspiraron, vencidos; inclináronse hasta el suelo, y, abandonando el cielo, retornaron a su isla. La pobre diosa, avergonzada, triste, avanzaba con la cabeza gacha y los ojos bajos, sin decir palabra.
A pocos pasos de distancia caminaba el joven dios Izanagui; y también él sentíase naturalmente avergonzado y preocupado, pero, al andar, su mirada dio con su compañera que le precedía en el sendero y quedó como hechizado. ¡Oh, cuán bella era! Nunca la vio tan hermosa como aquel día. Los cabellos negros resbalaban graciosamente por sus espaldas y bajo su paso, armonioso como el de una ninfa, el suelo florecía.
Izanagui se le acercó rápido y le dijo con profunda dulzura:
-¿Quieres convertirte en mi esposa para siempre, Izanami?
A aquellas palabras, la diosa sonrió y su sonrisa iluminó el universo. Finalmente, las antiguas leyes habían sido respetadas; esta vez el hombre habó el primero de matrimonio. Los dioses, aplacados, mantuvieron su promesa y muy pronto la feliz pareja de esposos tuvo hijos bellísimos. Por efecto de ello nacieron las islas japonesas, con sus prados esplendentes, y sus jardines perfumados, con sus graciosas colinas y sus habitantes buenos y laboriosos.
jueves, 12 de marzo de 2009
La flor de Peonia
La princesa Aya debía casarse con el príncipe Ako. Las familias de los dos jóvenes habían decidido el matrimonio y todos los preparativos necesarios estaban hechos.
La tarde del día anterior a la boda, la princesa paseaba por su jardín, mirando melancólicamente aquellos lugares tan amados y familiares que debía abandonar para siempre, y amargas lágrimas brotaban de sus ojos y resbalaban por sus rosadas mejillas.
Al llegar a un rincón del jardín oyó un suspiro que respondía al suyo. Se volvió, e imaginad el asombro que sentiría al ver detrás una planta de peonías, que eran sus flores predilectas, a un hermosísimo príncipe envuelto en un manto de terciopelo, salpicado de peonías recamadas en oro. El joven miró a la muchacha con ojos dulcísimos y entreabrió sus labios con una sonrisa triste que penetró hasta el fondo del corazón de Aya; luego desapareció en forma misteriosa.
Profundamente turbada por aquel encuentro, Aya regresó muy despacio al palacio y dijo a su padre que por nada del mundo se casaría con el príncipe Ako, ya que solamente amaba al misterioso joven del jardín. El anciano príncipe, que adoraba a su hijita, mando a suspender la boda y destacó por todo el mundo caballeros y servidores en busca del desconocido joven, del cual se había enamorado su hija.
Los mensajeros escalaron montes escarpados, recorrieron inmensas llanuras, atravesaron ríos caudalosos y áridos desiertos, pero todo fue en vano; el misterioso joven no aparecía por ninguna parte. Todos tuvieron que regresar al castillo con las manos vacías.
Entonces el anciano príncipe, que era muy sabio, dijo a su hija:
-Querida niña, el joven que vieron tus ojos no es una criatura de este mundo, ya que si así fuera mis hombres lo habrían encontrado. Debe de ser el espíritu de la peonía, desde el momento que te apareció precisamente detrás de una planta de estas flores. Por eso, tu deseo es irrealizable; comprende que no puedes casarte con un espíritu. Mañana estará aquí el príncipe Ako y celebraremos la boda. He dicho.
Aya inclinó la cabeza en señal de obediencia; comprendía que su padre tenía razón y que no podía seguir obstinándose en aquel capricho. Empero, corrió al jardín para saludar por última vez a sus flores preferidas y , arrodillada junto a la planta de peonías, estalló en sollozos. Las lágrimas manaban a raudales de sus ojos y regaban la tierra. Bajo aquella benéfica rociada de lagrimas, una flor bellísima floreció, una flor como jamás viose otra igual.
A la mañana siguiente los invitados a la boda, al pasar junto a la plante de peonías, no podían dejar de detenerse y admirar aquella flor magnífica. Pero cuando, después de la ceremonia nupcial, volvieron a pasar por allí, vieron la espléndida peonía que yacía en el suelo marchita.
El corazón de la flor no soportó el dolor de ver a la princesa Aya esposa de otro, y se había roto.
La tarde del día anterior a la boda, la princesa paseaba por su jardín, mirando melancólicamente aquellos lugares tan amados y familiares que debía abandonar para siempre, y amargas lágrimas brotaban de sus ojos y resbalaban por sus rosadas mejillas.
Al llegar a un rincón del jardín oyó un suspiro que respondía al suyo. Se volvió, e imaginad el asombro que sentiría al ver detrás una planta de peonías, que eran sus flores predilectas, a un hermosísimo príncipe envuelto en un manto de terciopelo, salpicado de peonías recamadas en oro. El joven miró a la muchacha con ojos dulcísimos y entreabrió sus labios con una sonrisa triste que penetró hasta el fondo del corazón de Aya; luego desapareció en forma misteriosa.
Profundamente turbada por aquel encuentro, Aya regresó muy despacio al palacio y dijo a su padre que por nada del mundo se casaría con el príncipe Ako, ya que solamente amaba al misterioso joven del jardín. El anciano príncipe, que adoraba a su hijita, mando a suspender la boda y destacó por todo el mundo caballeros y servidores en busca del desconocido joven, del cual se había enamorado su hija.
Los mensajeros escalaron montes escarpados, recorrieron inmensas llanuras, atravesaron ríos caudalosos y áridos desiertos, pero todo fue en vano; el misterioso joven no aparecía por ninguna parte. Todos tuvieron que regresar al castillo con las manos vacías.
Entonces el anciano príncipe, que era muy sabio, dijo a su hija:
-Querida niña, el joven que vieron tus ojos no es una criatura de este mundo, ya que si así fuera mis hombres lo habrían encontrado. Debe de ser el espíritu de la peonía, desde el momento que te apareció precisamente detrás de una planta de estas flores. Por eso, tu deseo es irrealizable; comprende que no puedes casarte con un espíritu. Mañana estará aquí el príncipe Ako y celebraremos la boda. He dicho.
Aya inclinó la cabeza en señal de obediencia; comprendía que su padre tenía razón y que no podía seguir obstinándose en aquel capricho. Empero, corrió al jardín para saludar por última vez a sus flores preferidas y , arrodillada junto a la planta de peonías, estalló en sollozos. Las lágrimas manaban a raudales de sus ojos y regaban la tierra. Bajo aquella benéfica rociada de lagrimas, una flor bellísima floreció, una flor como jamás viose otra igual.
A la mañana siguiente los invitados a la boda, al pasar junto a la plante de peonías, no podían dejar de detenerse y admirar aquella flor magnífica. Pero cuando, después de la ceremonia nupcial, volvieron a pasar por allí, vieron la espléndida peonía que yacía en el suelo marchita.
El corazón de la flor no soportó el dolor de ver a la princesa Aya esposa de otro, y se había roto.
martes, 10 de marzo de 2009
El maravilloso viaje de San Balandrán
Balandrán era un santo varón, famoso en toda Irlanda por sus grandes virtudes, por esta razón había sido nombrado abate del convento más importante de la isla, habitada por más de tres mil monjes.
Un día se presentó ante él un piadoso anacoreta que hacía penitencia en una isla vecina, y le contó una historia extraordinaria. En la playa había encontrado una barca misteriosa que, cuando él se embarcó se puso en movimiento y lo había llevado derecho hasta una isla lejana poblada de altísima hierba y de hermosos frutales; un leve vientecillo traía hasta él perfumes de una suavidad sin par; el cielo era de una luminosidad nunca vista y las aguas del mar claras como un espejo. El anacoreta había recorrido la isla a lo largo y a lo ancho sin hallar nunca el fin, y no existía en ella una sola planta que no tuviese su flor, ni árbol que no estuviera cargado con su fruto. Los guijarros que hallaba en la tierra eran magníficas piedras preciosas. En un recodo , se encontró de pronto , ante un río de aguas teñidas por todos los colores del arco iris, y mientras se hallaba contemplándolo, había aparecido ante él una joven hermosísima, que le advirtió que Dios no le permitiría que atravesase el río, porque aquella era la morada de las almas bienaventuradas. El anacoreta, entonces, había vuelto atrás y la misteriosa barca le había dejado de nuevo en su isla. Lo más curioso de todo- decía- era que, mientras él creía haber estado en la isla santa únicamente un día, había transcurrido nada menos que un año, y en todo ese tiempo nunca vio la noche, ni sintió hambre, cansancio o sueño.
Los monjes escucharon aquella historia con gran asombro. Por último San Balandrán se arrodilló para dar gracias al Señor por lo que se había dignado revelar al piadoso anacoreta, y después anunció que al día siguiente partiría él también, con catorce hermanos escogidos entre los más devotos a la búsqueda de aquella isla santa que, sin duda alguna, era el Paraíso.
En efecto, tal como había dicho al amanecer partieron los monjes. Balandrán quiso que el timón se abandonase a la voluntad de Dios, dejando que la nave fuese transportada por la brisa. Al cabo de tres meses de navegación, cuando ya empezaban a escasear los víveres y el agua, descubrieron una isla. En ella se alzaba un magnífico castillo de mármol de bellísimos colores. La isla y el castillo se hallaban desiertos; pero, en una de las estancias. Espléndidamente decorada, encontraron una mesa servida en todo su esplendor, con vajilla de oro y plata. Se sentaron a ella y comieron las más delicadas viandas: jamones, gelatinas, buñuelos, salmones, faisanes rellenos, lechones asados, mazapanes y hojaldres; y a medida que vaciaban un plato, rápidamente, como por milagro, los alimentos volvían a nacer en el fondo de él. Hallaron también blandos lechos donde dormir. Permanecieron en el castillo un mes, y los monjes no se hubieran movido si Balandrán, dándose cuenta de la vida disipada, no les hubiese llamado la atención haciendo que cumplieran con su deber, reanudando juntos de nuevo el afortunado viaje.
Navegaron otros tres meses sin encontrar tierra alguna: no veían ante sí otra cosa que el cielo y el mar. Y otra vez empezaban a faltar los alimentos cuando, precisamente el día de Pascua, tocaron tierra en una isla poblada de blancos corderillos. Asaron un par de ellos allí mismo y embarcaron en la nave otros víveres; luego, reanudaron el viaje, dejándose llevar siempre por el viento.
Un día descendieron en una isla extraña sobre la que no existía ni una brizna de hierba, ni un mísero árbol, ni una roca siquiera; toda superficie era lisa y llana como la palma de la mano, mientras paseaban por ella, para desentumecer los miembros, he aquí que la isla empezó a oscilar y a moverse, y mientras se alejaba, iba hundiéndose lentamente en el mar . ¡Imaginaos el susto de los santos monjes! Pero San Balandrán, sonriendo, les dijo:
-Esta, hermanos míos, no es una isla, sino una ballena, el animal más grande que Dios puso en el mar. Pronto arrojémonos al mar para alcanzar a nado nuestra nave, antes de que la ballena nos aleje demasiado de ella.
En efecto, así lo hicieron y se salvaron. Otra vez permanecieron un mes en una isla bellísima, rebosante de hierba y de un frondoso bosque. En las ramas de los árboles aleteaban y piaban millares y millares de pajarillos, a cual más hermoso. Los había de todos colores, algunos blancos, otros veteados con plumas en la cabeza y largas colas azules. Con sus cantos producían una alegre algazara. Tan mansos eran que iban a ponerse en los hombros y hasta en las manos de los monjes, haciéndoles grandes fiestas. En la isla había también abundante fruta; de un árbol pendían grandes nueces en forma de pelota, y al abrirlas estaban llenas de un líquido blanco como la leche, de un sabor muy agradable; otro árbol ofrecía suculentos racimos de uvas tan enormes, que uno solo de éstos bastaba para calmar el hambre de un hombre durante toda la semana; y la uva era también mucho más dulce y sabrosa que la nuestra.
Sin embargo, fue preciso, abandonar esta isla, y separarse de los simpáticos pajarillos, que acompañaron a los monjes hasta la nave. Al llegar a ella, una de estas aves empezó a hablar y explicó a San balandrán que todas ellas eran almitas de niños, muertos antes el bautismo.
Después de muchos días de navegación los monjes se dieron cuenta e que el agua se había vuelto de una claridad increíble y que podía verse maravillosamente el fondo del mar, con todos los peces que habitaban este hermoso lugar. Cuando San Balandrán se puso a celebrar la misa, todos los pececillos salieron a la superficie para asistir al Santo Sacrificio, y tal era la cantidad, que hasta que terminó la misa la nave no pudo proseguir su camino.
Cuando, finalmente, pudieron reanudarlo, navegaron otros tres meses, tanto a través de la niebla como surcando los mares calurosos y soleados.
Por último, y sólo cuando Dios lo quiso, llegaron a la isla santa que durante tanto tiempo habían buscado. Un ángel les advirtió que su viaje había concluido.
La isla les pareció a los monjes mucho más bella de lo que el anacoreta les había dicho. En ella vieron una catedral toda de cristal, con altas columnas de topacio, esmeraldas y rubís que resplandecían bajo los rayos del sol Y el sol lucía allí con una luminosidad y un esplendor del que no podemos hacer idea. Bosques espesísimos e inmensos prados que se extendían ante la vista, y los bosques estaban llenos de pájaros y los prados de flores. Los animales eran allí amigos: los lobos alternaban con los corderillos, y los gatos llevaban en su grupa a los traviesos ratoncillos. Los monjes (aunque no sentían ninguna necesidad de alimento ), tomaron muchas frutas de un sabor celestial, y bebieron en las fuentes que destilaban aguas perfumadas. De todas partes llegaba hasta ellos una música armoniosa y cantos suaves que no se sabía de dónde salían ,pero que inundaban el alma de suave dicha.
Pero las almas humanas no pueden anidar tanta alegría, y al fin viene a convertirse casi en sufrimiento. Así les sucedió a los monjes. Entonces San Balandrán comprendió de que de permanecer allí más tiempo, su corazón hubiera estallado. En cuanto a contemplar el rostro de Dios, no había ni que pensar en ello, era imposible que los ojos humanos soportaran una luz tan vívida ya que de mirarla quedarían ciegos para siempre.
Por lo tanto, el viaje maravilloso desgraciadamente había acabado y fue preciso, aun con gran pesar, volver a Irlanda.
Pero llegado a su País, San Balandrán escribió en un libo el relato verídico de aquélla expedición y de muchas osas extrañas y bellas que había visto , para que quedase entre la memoria de los hombres. Y de esta leyenda del santo, se ha formado esta breve narración.
Un día se presentó ante él un piadoso anacoreta que hacía penitencia en una isla vecina, y le contó una historia extraordinaria. En la playa había encontrado una barca misteriosa que, cuando él se embarcó se puso en movimiento y lo había llevado derecho hasta una isla lejana poblada de altísima hierba y de hermosos frutales; un leve vientecillo traía hasta él perfumes de una suavidad sin par; el cielo era de una luminosidad nunca vista y las aguas del mar claras como un espejo. El anacoreta había recorrido la isla a lo largo y a lo ancho sin hallar nunca el fin, y no existía en ella una sola planta que no tuviese su flor, ni árbol que no estuviera cargado con su fruto. Los guijarros que hallaba en la tierra eran magníficas piedras preciosas. En un recodo , se encontró de pronto , ante un río de aguas teñidas por todos los colores del arco iris, y mientras se hallaba contemplándolo, había aparecido ante él una joven hermosísima, que le advirtió que Dios no le permitiría que atravesase el río, porque aquella era la morada de las almas bienaventuradas. El anacoreta, entonces, había vuelto atrás y la misteriosa barca le había dejado de nuevo en su isla. Lo más curioso de todo- decía- era que, mientras él creía haber estado en la isla santa únicamente un día, había transcurrido nada menos que un año, y en todo ese tiempo nunca vio la noche, ni sintió hambre, cansancio o sueño.
Los monjes escucharon aquella historia con gran asombro. Por último San Balandrán se arrodilló para dar gracias al Señor por lo que se había dignado revelar al piadoso anacoreta, y después anunció que al día siguiente partiría él también, con catorce hermanos escogidos entre los más devotos a la búsqueda de aquella isla santa que, sin duda alguna, era el Paraíso.
En efecto, tal como había dicho al amanecer partieron los monjes. Balandrán quiso que el timón se abandonase a la voluntad de Dios, dejando que la nave fuese transportada por la brisa. Al cabo de tres meses de navegación, cuando ya empezaban a escasear los víveres y el agua, descubrieron una isla. En ella se alzaba un magnífico castillo de mármol de bellísimos colores. La isla y el castillo se hallaban desiertos; pero, en una de las estancias. Espléndidamente decorada, encontraron una mesa servida en todo su esplendor, con vajilla de oro y plata. Se sentaron a ella y comieron las más delicadas viandas: jamones, gelatinas, buñuelos, salmones, faisanes rellenos, lechones asados, mazapanes y hojaldres; y a medida que vaciaban un plato, rápidamente, como por milagro, los alimentos volvían a nacer en el fondo de él. Hallaron también blandos lechos donde dormir. Permanecieron en el castillo un mes, y los monjes no se hubieran movido si Balandrán, dándose cuenta de la vida disipada, no les hubiese llamado la atención haciendo que cumplieran con su deber, reanudando juntos de nuevo el afortunado viaje.
Navegaron otros tres meses sin encontrar tierra alguna: no veían ante sí otra cosa que el cielo y el mar. Y otra vez empezaban a faltar los alimentos cuando, precisamente el día de Pascua, tocaron tierra en una isla poblada de blancos corderillos. Asaron un par de ellos allí mismo y embarcaron en la nave otros víveres; luego, reanudaron el viaje, dejándose llevar siempre por el viento.
Un día descendieron en una isla extraña sobre la que no existía ni una brizna de hierba, ni un mísero árbol, ni una roca siquiera; toda superficie era lisa y llana como la palma de la mano, mientras paseaban por ella, para desentumecer los miembros, he aquí que la isla empezó a oscilar y a moverse, y mientras se alejaba, iba hundiéndose lentamente en el mar . ¡Imaginaos el susto de los santos monjes! Pero San Balandrán, sonriendo, les dijo:
-Esta, hermanos míos, no es una isla, sino una ballena, el animal más grande que Dios puso en el mar. Pronto arrojémonos al mar para alcanzar a nado nuestra nave, antes de que la ballena nos aleje demasiado de ella.
En efecto, así lo hicieron y se salvaron. Otra vez permanecieron un mes en una isla bellísima, rebosante de hierba y de un frondoso bosque. En las ramas de los árboles aleteaban y piaban millares y millares de pajarillos, a cual más hermoso. Los había de todos colores, algunos blancos, otros veteados con plumas en la cabeza y largas colas azules. Con sus cantos producían una alegre algazara. Tan mansos eran que iban a ponerse en los hombros y hasta en las manos de los monjes, haciéndoles grandes fiestas. En la isla había también abundante fruta; de un árbol pendían grandes nueces en forma de pelota, y al abrirlas estaban llenas de un líquido blanco como la leche, de un sabor muy agradable; otro árbol ofrecía suculentos racimos de uvas tan enormes, que uno solo de éstos bastaba para calmar el hambre de un hombre durante toda la semana; y la uva era también mucho más dulce y sabrosa que la nuestra.
Sin embargo, fue preciso, abandonar esta isla, y separarse de los simpáticos pajarillos, que acompañaron a los monjes hasta la nave. Al llegar a ella, una de estas aves empezó a hablar y explicó a San balandrán que todas ellas eran almitas de niños, muertos antes el bautismo.
Después de muchos días de navegación los monjes se dieron cuenta e que el agua se había vuelto de una claridad increíble y que podía verse maravillosamente el fondo del mar, con todos los peces que habitaban este hermoso lugar. Cuando San Balandrán se puso a celebrar la misa, todos los pececillos salieron a la superficie para asistir al Santo Sacrificio, y tal era la cantidad, que hasta que terminó la misa la nave no pudo proseguir su camino.
Cuando, finalmente, pudieron reanudarlo, navegaron otros tres meses, tanto a través de la niebla como surcando los mares calurosos y soleados.
Por último, y sólo cuando Dios lo quiso, llegaron a la isla santa que durante tanto tiempo habían buscado. Un ángel les advirtió que su viaje había concluido.
La isla les pareció a los monjes mucho más bella de lo que el anacoreta les había dicho. En ella vieron una catedral toda de cristal, con altas columnas de topacio, esmeraldas y rubís que resplandecían bajo los rayos del sol Y el sol lucía allí con una luminosidad y un esplendor del que no podemos hacer idea. Bosques espesísimos e inmensos prados que se extendían ante la vista, y los bosques estaban llenos de pájaros y los prados de flores. Los animales eran allí amigos: los lobos alternaban con los corderillos, y los gatos llevaban en su grupa a los traviesos ratoncillos. Los monjes (aunque no sentían ninguna necesidad de alimento ), tomaron muchas frutas de un sabor celestial, y bebieron en las fuentes que destilaban aguas perfumadas. De todas partes llegaba hasta ellos una música armoniosa y cantos suaves que no se sabía de dónde salían ,pero que inundaban el alma de suave dicha.
Pero las almas humanas no pueden anidar tanta alegría, y al fin viene a convertirse casi en sufrimiento. Así les sucedió a los monjes. Entonces San Balandrán comprendió de que de permanecer allí más tiempo, su corazón hubiera estallado. En cuanto a contemplar el rostro de Dios, no había ni que pensar en ello, era imposible que los ojos humanos soportaran una luz tan vívida ya que de mirarla quedarían ciegos para siempre.
Por lo tanto, el viaje maravilloso desgraciadamente había acabado y fue preciso, aun con gran pesar, volver a Irlanda.
Pero llegado a su País, San Balandrán escribió en un libo el relato verídico de aquélla expedición y de muchas osas extrañas y bellas que había visto , para que quedase entre la memoria de los hombres. Y de esta leyenda del santo, se ha formado esta breve narración.
jueves, 5 de marzo de 2009
El romance de la violeta
El desafío
En aquel tiempo, reinaba en Francia un monarca llamado Luis, bueno y muy cortés, que gustaba de reunir con mucha frecuencia a las bellas damas y a los nobles señores de su reino en fiestas y en arriesgados torneos.
Un día, se hallaba con su corte en un magnifico prado a poca distancia de París, su capital; nadie podía recordar haber visto antes reunión más numerosa de condes y condesas, duques y duquesas, castellanas de belleza resplandeciente y nobles caballeros.
Cuando llegó la hora de la música y las danzas, el rey, que se había retirado unos instantes de su tienda de campaña, salió de ella llevando de la mano a un joven caballero dotado de tal gracia y belleza que enseguida hechizó a todos los corazones. Era fuerte y robusto como el mejor guerrero de Francia, pero tenía mejillas rosadas y aterciopeladas como una doncella. El rey lo presentó como uno de los más valerosos entre sus barones, y añadió que no conocía rival en el dulce arte del canto. El conde Gerardo (que así se llamaba el joven) acompañándose suavemente con el laúd entonó, en efecto, una canción que dejó a todos embelesados, En ella hacía el elogio de su lejana prometida, Euriante, a quien proclamaba como la más hermosa, virtuosa y discreta doncella de toda Francia, añadiendo que ningún otro hombre n el mundo era tan amado como él.
Todos se sintieron conmovidos por la dulzura de la canción y por el amor que unía a Gerardo y Euriante, pero el pérfido conde Lisandro, que era el más mezquino y envidioso de los caballeros franceses, lívido de orgullo y herido de celos, se adelantó y dijo con voz desagradable:
-Gerardo ha ofendido injustamente a todas las damas nobles de Francia, al declararla inferiores a su amada Euriante que seguramente no vale nada; y aunque ha elogiado tanto la gran virtud y fidelidad de esa doncella, estoy seguro de que conquistarla en ocho días a partir de hoy , si me da modo de verla y tratarla. Estoy dispuesto, por lo tanto, a apostar mi condado contra el de Gerardo, a que consigo mi intento.
El rey trató de evitar esta estúpida prueba, pues la verdad era que Gerardo no había desafiado ni ofendido a nadie. Pero Lisandro insistió y Gerardo, confiado plenamente d e su enamorada, aceptó sin escrúpulo alguno.
Después de lo cual, la alegre comitiva se dispersó dándose cita en aquel mismo prado para ocho días después a fin de conocer el resultado de la apuesta. Lisandro, sin pérdida de tiempo, se dirigió, en su briso caballo, al castillo del conde Herberto, padre de Euriante.
Infame maquinación
Al llegar Lisandro al castillo de Herberto, la bella Euriante se hallaba en la ventana escuchando el dulce canto de los pájaros que gorgojeaban en el bosque cercano; aquel canto le recordaba la música suave y las dulces canciones de su amado Gerardo. Al verla, tan bella, Lisandro quedó hechizado, y como quisiera que en el rostro de la joven se leía claramente la ingenuidad de su alma desesperó de su loco intento y vio en peligro su condado. Herberto, que no sabía nada de aquella apuesta, por no haber estado en la corte del rey, acogió amablemente al caballero y dio en su honor un gran banquete , colocando a su propia hija Euriante, en la mes, al lado del huésped. Durante el banquete, la doncella no dirigió mirada alguna a Lisandro y no escuchó ni una sola de sus amables palabras, absorta como estaba en el recuerdo de su prometido ausente. Pero en cuando le banquete terminó y todos se retiraron a descansar, Lisandro, que se había quedado solo con la doncella, tal omo lo esperaba, no perdió el tiempo y alabando su gran belleza, le pidió que consintiera en ser su esposa.
Euriante le miró despreciativamente y le dijo:
-Debéis saber, señor que mi corazón pertenece hace tiempo a un valeroso caballero, por cuya ausencia suspiro; por eso, cada una de vuestras palabras suena en mis oídos como una inconveniencia y una ofensa.
Desdeñosamente, se retiró a sus habitaciones.
La hermosa Euriante tenía por dama de compañía a una tal Cunegunda, mujer pérfida y malvada; bastará decir que era hija de un ladrón y de una bruja y que había heredado de ambos sus vergonzosos vicios y su malas artes. Cunegunda había asistido sin ser vista, a toda la escena; y cuando su ama salió de la estancia, esperando conseguir de Lisandro alguna gracia si le ayudaba en sus designios , se le acercó e intentó indagar sus verdaderas intenciones.
Lisandro comprendió que la ama de compañía podía serle de gran ayuda y le confesó, punto por punto, la verdad.
Si he comprendido bien- le dijo Cunegunda- no es que aspiréis a la mano de Euriante, lo que en verdad sería empresa desesperada, como vuestro deseo es ganar la apuesta; basta pues hacer creer a la gente que habéis conquistado el corazón a la doncella, aunque no sea cierto. Pues bien no temáis. Prometedme algún regalo y yo he de daros lo que necesitáis. Debéis saber que Gerardo regaló a Euriante en prenda de su amor una amatista en forma de violeta, que lleva siempre pendiente de un hilo de oro, sobre su corazón. No se separa nunca de ella siquiera cuando duerme. Pues bien, yo me arreglaré de modo que os pueda dar esa violeta.
Lisandro prometió a la infame bruja mil ducados de oro y por añadidura diez magníficos trajes de brocado.
Y el convenio quedó así arreglado.
Durante la noche, mientras Euriante dormía, la pérfida Cunegunda introduciéndose furtivamente en su cámara, como tenía por costumbre, le cortó del cuello el hilo de oro con la violeta que de él pendía. Al día siguiente Lisandro tuvo en su mano la preciosa prenda de amor con la cual se alejó rápidamente del castillo.
Ocho días después, la corte se reunió en el prado de los torneos y todos los presentes se mostraron impacientes por saber lo ocurrido, la mayaría con la esperanza de que venciera Gerardo y Lisandro quedase derrotado. El rey estaba sentado bajo un dosel rojo y oro, rodeado de sus consejeros y apenas Lisandro se presentó, le concedió la palabra:
-Señor- le dijo el traidor-, verdaderamente es necio quien compromete su fortuna haciéndola depender de la fidelidad femenina. Como prometí he conquistado el corazón de Euriante y en prueba de ello he aquí una violeta de amatista que la dama recibió de su antiguo prometido Gerardo y que me ha regalado en prenda de su nuevo amor por mí.
Y así diciendo presentó al rey la violeta. Gerardo apenas vio la joya la reconoció sin vacilar. Le pareció que el mundo se hundía en orno a él, palideció se le nubló la vista, vaciló y hubiera caído al suelo si no lo hubiesen sostenido; después de largo silencio , atónito y confuso, se confesó vencido y rogó al rey quisiera proclamar vencedor a su afortunado rival y le entregase todo cuanto él poseía, puesto que consideraba su vida allí terminada.
-Pero ahora- concluyó- el asunto está entre Euriante y yo, pues he de tomar terrible venganza de esa pérfida traidora.
Borrascas y tempestades
Viajó toda la noche, aniquilado, triste, desesperado. Sólo su fiel escudero lo seguía. Al amanecer llegó al castillo de Herberto y envió a su escudero a llamar a la doncella. Euriante, que no sabía ni sospechaba nada, en su inocencia, acogió al mensajero gozosa, y ataviándose con su túnica más rica , corrió impaciente al lugar de la cita que era en la mitad del bosque. Pero apenas vio el rostro descompuesto de Gerardo, se detuvo aterrorizada. ¿Qué había ocurrido? Gerardo no pronuncio palabra. Desenvainó la espada y sujetando a la joven alzó el brazo para herirla. Euriante creyendo que su prometido enloquecía se defendió, cayó de rodillas a sus pies, le suplicó por el amor que le tenía no quisiera ensañarse tan cruelmente con una pobre mujer inerme.
Todo fue inútil: cada palabra de Euriante, en vez de calmar el furor le exasperaba más. Sólo en el momento de dar el golpe mortal, Gerardo fijando los ojos en aquella dulce cabeza rubia que tanto adoraba, sintió su corazón inundado de piedad. Un generoso instinto detuvo su brazo y enfundando de nuevo la espada exclamó:
-Pérfida mujer; voy a hacerte gracia de la vida, para que puedas meditar y arrepentirte más largamente de tu traición. Pero no debiste dar a otro hombre, a quien apenas conocías, la violeta que yo te había entregado en prenda de mi amor. Ahora, quédate aquí abandonada en el bosque. Bajo la mirada vigilante de Dios, a cuya sabia justicia te entrego.
Y sin querer escuchar disculpa alguna, partió al galope, perdiéndose en la lejanía.
Euriante, inocente y desgraciada, permaneció allí consternada, sin poder moverse; y no conseguía comprender las extrañas palabras de su adorado. Ciertamente había perdido la violeta que Gerardo le entregara; pero no desesperaba de encontrarla, y además ¿cómo era posible que por aquel simple hecho hubiera podido cambiar el amor de Gerardo en odio profundo, su innata bondad en inaudita crueldad? La pobre doncella lloró, se desesperó, se arrancó los rubios cabellos, rasgó sus vestidos, se debatió entre lamentos y quejas de tal forma que, al fin cayó desvanecida , sin fuerzas a los pies de una encina.
Acertó a pasar por allí el duque de Metz, que regresaba con su anciana madre de una peregrinación a Santiago de Compostela, seguido por cien caballeros. Hallando al paso a la joven desmayada, intentó prestarle ayuda; pero como tardaba en recobrar el conocimiento y él necesitaba llegar pronto a su castillo, la hizo transportar a la litera de su madre y a ella la confió. Cuando la doncella abrió los ojos, quedó consternada y taciturna, y siquiera las amables palabras que la anciana duquesa le dirigía, pudieron calmar sus lamentos. La creyeron loca. Por tanto, apenas llegaron a Metz, el duque hizo que la viera un celebre médico y la colmó de atenciones. El galeno negó que estuviera loca, y explicó que la joven atravesaba sin duda por un gran dolor y que debía por tanto, ser tratada con grandes miramientos y cuidados. La palidez y la melancolía no borraron su prodigiosa belleza, antes al contrario, le conferían un nuevo atractivo, haciendo su belleza más espiritual ; tanto que el duque se enamoró perdidamente de ella, y cierto día en que le pareció que la doncella se encontraba algo más tranquila, con mucha astucia le pidió que lo aceptase por esposo.
-Euriante- le dijo- oh, hermosa Euriante, bendigo el día y la hora en que te encontré; y sería eternamente feliz si accedieras a ser mi esposa: yo te haría duquesa, y todos mis territorios y riquezas serían tuyos.
La doncella agradeció al duque su amable ofrecimiento, pero respondió que no se sentía digna de ser su esposa; y para disuadirle de ello, inventó que era una humilde pastora, hija de un saltimbanqui y de una campesina.
-Aunque fueras hija de un bribón- exclamó el generoso duque- yo te amaría lo mismo y desearía hacerte mi esposa.
Pero ni promesas ni juramentos pudieron hacer variar la inquebrantable decisión de Euriante, que amaba demasiado a su Gerardo para pensar siquiera en casarse con otro, ni aunque hubiera sido el hijo del propio rey.
Descubrimiento del engaño
En tanto, Gerardo, pensativo y solitario, cabalgaba por bosques y valles, sin meta, entregado a un gran dolor y a un desconsuelo sin límites.
Tan absorto en sus propios pensamientos, que con frecuencia, era el caballo quien lo conducía. Así una noche, se encontró en el condado de Nevers. Tuvo entonces la idea de ir allí de incógnito para ver lo que ocurría bajo el poder del nuevo señor. Dejó su caballo y su ropa en casa de un campesino, se puso un deteriorado vestido de juglar, compró un viejo laúd y como en el transcurso del tiempo le había crecido una larga barba blanca que antes no llevaba, ciertamente nadie lo hubiese reconocido bajo aquel disfraz. En efecto, pasó desapercibido por pueblos y ciudades y por todas veía señales de una gran miseria; por doquier oía a las gentes lamentarse de la injusticia y las tiranías de Lisandro mientras todos echaban de menos los tiempos en que tenían por señor al buen conde Gerardo. De lugar en lugar, el falso juglar llegó a la puerta del castillo que en otro tiempo fuera suyo. Llovía copiosamente y el infeliz, cansado y aterido, pidió a los criados un rincón donde refugiarse. Lisandro, que se hallaba en un banquete inspirado por un capricho repentino, dio orden de que el juglar fuera introducido al gran salón para alegrar con su laúd a los invitados. ¡Fácil es imaginar qué ánimo tendría Gerardo para cantar alegres versos! Sus canciones melancólicas no desagradaron del todo, pro los invitados las hallaron poco oportunas y en cierto momento Lisandro hizo despedir al juglar.
Gerardo notó enseguida que al lado de Lisandro estaba sentada una dama cuya fisonomía no le parecía del todo desconocida. ¿Quién podía ser? ¿Dónde la había visto antes? A fuerza de pensar, después de unos instantes de vacilación consiguió recordarla: era Cunegunda, la dama de compañía de Euriante. Pero, ¡cuánto había cambiado desde entonces! La malvada bruja se pavoneaba ahora con ricos atavíos de brocado luciendo collares y joyas de gran valor. Pero, ¿por qué se encontraba en Nevers y cómo había podido cambiar tan rápidamente de condición? Gerardo no veía claro el asunto: algo misterioso había en todo ello y como el banquete ya estaba concluido y los invitados se despedían para irse, el falso juglar, aprovechando el desorden reinante en la estancia, logró esconderse detrás de una cortina en el hueco de una ventana. Cuando, por último Lisandro y Cunegunda se encontraron solos en la sala, Gerardo oyó cómo la maligna vieja expresaba ciertas exigencias al conde, su señor, y éste le respondía que estaba ya cansado de sus constantes peticiones, que le había dado incluso más de lo convenido y que en realidad, si ella le había hecho un favor, no le había costado más que un pequeño esfuerzo.
-¡Un pequeño esfuerzo! ¡Ingrato!- gritaba la vieja, fuera de sí a causa de la cólera. ¡Yo te he proporcionado un feudo riquísimo sobre el cual no tenías ningún derecho y tú crees haberme pagado con unos vestiduchos y unas joyas!¡Y dices que a mí me ha costado poco!¿No se te ocurre pensar que en el caso de haberse despertado Euriante en el momento en el que yo le quitaba del cuello el hilo de oro y la violeta de amatista, mi peligro hubiese sido inmenso pues el conde me habría hecho colgar?
La afanosa búsqueda
Al oír estas palabras, Gerardo comprendió inmediatamente toda la infame maquinación cometida para su daño y el de Euriante y sintió agudo remordimiento por haber sido con exceso estúpido culpando a su pobre inocente prometida y dejándose transportar por la ira hasta el punto de haber ido dispuesto a matarla. Un solo remedio había al mal ya hecho: encontrar a la calumniada, infeliz Euriante y pedirle perdón humildemente.
Apenas llegó la noche salió de su escondite y cruzó el pasadizo del castillo; una vez recobrados sus trajes de caballero y su caballo, empezó la afanosa , desesperada búsqueda.
Por el camino, para expiar su culpa y merecer mejor del cielo el don de encontrar nuevamente a Euriant5e, el generoso Gerardo se propuso realizar cuantas buenas acciones pudiera: corregir injusticias, proteger a los débiles y desheredados, liberar a los oprimidos, consolar a los tristes. Infinitas fueron, en efecto, las hazañas nobles y heroicas que gloriosamente llevó a término: mató monstruos y gigantes que infestaban el bello suelo de Francia, rechazó él solo el asalto de mesnadas de bandidos que robaban a los viajeros, defendió a las viudas y a los huérfanos, salvó de penas horribles a inocentes injustamente condenados, exterminó a los enemigos del rey y de la religión, combatió la violencia, cooperó al triunfo de la justicia, luchó contra el mal en cualquier forma que se le presentaba.
Pero después de tan crecido número, de ásperas fatigas aunque gloriosas, había recorrido de una punta a otra toda Francia, no sólo no había encontrado todavía a la que buscaba, sino que ni siquiera conseguía tener de ella la menor noticia
Y así pasaron muchos meses tristemente en el dolor y la desesperanza.
Las jóvenes más hermosas, hijas de duques y condes se habían enamorado perdidamente de él y hubieran querido ser sus compañeras pero fue en vano ; Gerardo fiel a su bella Euriante, únicamente a ella buscaba, era la criatura que quería por esposa y no soñaba sino con su rostro resplandeciente y su figura esbelta y gentil.
La alondra y el anillo de amatistas
En tanto, Euriante estaba en Metz retirada todo el día en su estancia de la que no quería salir: allí no hacía sino llorar y suspirar pensando continuamente en su Gerardo y temerosa de que solo y desesperado, acabara por sucumbir. Una de sus camareras, apiadada de aquel dolor sin consuelo, le trajo cierto, día, para distraerla, una alondra que había domesticado y que cantaba dulcemente . En efecto; Euriante se aficionó en tal forma a la avecilla que pasaba horas enteras hablándole de su Gerardo (como si la alondra pudiese comprenderla) y escuchando su canto.
Y ocurrió que un día, se le cayó a Euriante del dedo un anillo que era el último presente que guardaba de su prometido; se lo había regalado él y tenía también una amatista en forma de violeta como la que había perdido . El anillo fue a caer sobre el regazo, en el momento en que la alondra revoloteaba en torno a ella y por una curiosa casualidad quedo ensartado en el cuello de la avecilla. La alondra, al sentir aquel extraño collar se asustó y abriendo las alas, salió volando por la ventana rápidamente; ya veremos con qué consecuencias.
Euriante al ver huir juntos al pájaro y al anillo, se afligió mucho y como la desventura nos hace temerosos y supersticiosos, temió que aquello fuera señal de nuevas y terribles desgracias . Su presentimiento, no era por cierto infundado.
Había en la corte del duque de Metz un triste caballero llamado Meliadoro; se había enamorado de Euriante, y como la joven hubiese rechazado siempre sus ardientes protestas de amor, se propuso tomar atroz venganza, y he aquí lo que la perfidia sugirió al descarriado joven. Tomó un cuchillo afiladísimo, se escondió en la cámara donde Euriante solía dormir en compañía de su querida amiga Ismania, hermana del duque, y cuando ambas doncellas estuvieron acostadas y dormidas , salió de su escondrijo y, buscando el lecho, a tientas, hundió el cuchillo en el pecho de la primera joven que encontró, creyendo que era Euriante. Pero era Ismania, la hermana del duque. Después el homicida puso el cuchillo en manos de la otra doncella y echó a correr.
¡Fácil es imaginar lo que ocurriría al día siguiente! EL duque, enfurecido creyó que Euriante había matado a su hermana y ordenó que la infeliz doncella fuese encarcelada. Horrorizado por tanta ingratitud, el duque deseaba vengarse de Euriante de modo solemne y ejemplar, y al día siguiente la hizo llevar ante los jueces. Allí se presento Meliadoro y acusó abiertamente a la pobre criatura: la desdichada se proclamó inocente; en vano conjuró a los jueces para que quisieran creer en su palabra; estaba ya a punto de ser condenada a una muerte cruel, cuando por su fortuna se presentó ante el tribunal un anciano pariente del duque, que era también el más sabio de sus consejeros.
-Si Euriante hubiese matado a Ismania- advirtió el prudente anciano- , no reo que el resto de la noche permanecería durmiendo pacíficamente con el cuchillo ensangrentado en la mano al lado de su víctima. Por lo contrario, hubiese huido. Los hechos parecen, indudablemente condenarla; pero yo creo que debe haber por en medio alguna tenebrosa maquinación; cuidad ,¡oh jueces! De no cometer un grave error.
El argumento impresionó vivamente al duque, que era un hombre justo y no hubiese querido que una inocente fuera llevada al patíbulo como culpable; suspendió, pues, el proceso y quiso que se celebrara un juicio de Dios: Meliadoro, como acusador publico, sostendría su acusación con la espada contra cualquier campeón que se presentara a defender a la doncella; pero si en tres días no acudía ninguno a tomar su defensa, Euriante sería inexorablemente ajusticiada. Ahora bien, hay que decir que Meliadoro era un verdadero campeón, por lo que todos tenían miedo de medir sus armas con él; además , siendo las pruebas contra Euriante tan abrumadores, eran muy pocos lo que creían en su inocencia.
El juicio de Dios
En tanto, Gerardo, en sus peregrinajes, había llegado a orillas del Rhin. Un barón que le conocía por el eco de su fama y admiraba sus gloriosos gestas, quiso hospedarle en su castillo y Gerardo aceptó , con tanto más motivo cuanto que por tanto peregrinar empezaba a sentirse cansado del largo viaje. Este barón tenía una hija bellísima, que se enamoró en seguida de Gerardo; pero como el joven rechazase sus insinuaciones, ella, que se llamaba Narcisa , recurrió a las artes de una maga. Esta dio a la doncella un filtro poderoso, enseñándole cómo debía suministrarlo al desdichado joven. Todo ocurrió como la maga había previsto, e inmediatamente Gerardo olvido a Euriante, como si nunca hubiese existido, y se prendó locamente de Narcisa. En este punto se hallaban las cosas cuando un día un barón invito a Gerardo a una partida de caza con halcones, a orilla del río.
He aquí a los dos cazadores con su séquito cabalgando alegremente por los bosques. Para distraer la monotonía del camino, Gerardo entonaba alegres canciones: hacía mucho tiempo que no cantaba tan bien y sus gorjeos recordaban los suavísimos del ruiseñor. De pronto, una alondra respondió alegremente a su canto. Gerardo, al escucharla, sintió el deseo de apoderarse de ella y, quitando la capucha a su halcón, lo lanzó en persecución de la avecilla; la caza fue breve, pues en vano la alondra trató de huir de su enemigo; éste la tomo entre sus garras y la llevó viva a su amo.
¡Imagínense ahora cuál sería la sorpresa del caballero al ver que el pajarillo llevaba al cuello el anillo que él regalara en tiempos pasados a Euriante! Súbitamente olvido a Narcisa; y Euriante, sólo Euriante, volvió a triunfar en su corazón: le pareció como si el destino hubiese utilizado a la gentil alondra para llamarlo a su deber: “Y acaso- pensaba- la desdichada Euriante me envía este mensaje para pedirme ayuda”
Avergonzado e impaciente, Gerardo abandonó la caza, se despidió del barón y no recobró la tranquilidad hasta que no hubo reanudado ardientemente su búsqueda.
La alondra, a quien él devolvió la libertad, le precedía volando de rama en rama, como para indicarle el camino; y, en efecto, siguiéndola llego Gerardo a Metz, justamente en el momento en que las puertas de la ciudad se cerraban, de modo que apenas le dieron tiempo a entrar.
-¿Por qué cerráis las puertas de la ciudad?- pregunto el caballero. ¿Teméis, quizás, un asalto del enemigo?
-Habéis de saber, señor- respondieron los guardianes de la puerta-, que nuestro bien amado duque, al regresar de su peregrinación a Santiago de Compostela, encontró en el bosque de Borgoña a una bellísima joven llamada Euriante, que allí yacía desmayada. La recogió, la hizo cuidar amorosamente, tuvo para ella toda suerte de atenciones fraternales e incluso le ofreció hacerla duquesa si quería casarse con él. Pero la ingrata doncella no sólo se negó a ser su esposa, sino que ha matado a la propia hermana de su bienhechor. Con tan triste motivo se ordenó un juicio de Dios, estableciéndose que si en tres días no venía ningún campeón a defenderla, Euriante sería llevada al patíbulo. Ahora los tres días están a punto de cumplirse y ningún caballero se ha presentado. Se cierran, pues, las puertas de la ciudad para que nadie pueda ya entrar y provocar desórdenes a favor de la ingrata y que puedan alterar su sentencia.
Gerardo, al oír este relato, se puso intensamente pálido; no vaciló un dudó un instante de la inocencia de la joven; se apresuró hacia la plaza principal, donde estaba reunido todo el pueblo de Metz, y se presentó como campeón de la acusada. Euriante, condenada a morir en la hoguera y atada ya a los haces de leña, miró atónita y temblorosa al guerrero desconocido y generoso que se presentaba para luchar por ella. Pero como Gerardo llevaba bajada la celada del yelmo, no lo reconoció. Justamente en aquel momento llegó la alondra volando y fue a colocarse en uno de sus hombros; esto conmovió a la doncella, pareciéndole un buen augurio.
El duque, que bajo un dosel de seda asistía al juicio, acogió benévolo al campeón e hizo tocar las trompetas. Meliadoro bajó prestamente al campo, jactancioso y seguro de la victoria; Gerardo, enristrando la lanza, salió a su encuentro y empezó el duelo fatal.
El triunfo de la justicia
Meliadoro era corpulento y hábil e hizo prodigios, pero Gerardo, además de ser también diestro y fuerte, tenía a su favor la firmísima de en la inocencia de la doncella, mientras Meliadoro sabía que defendía una causa injusta. Después de una hora de feroces asaltos, cayó por fin Meliadoro a tierra, derrotado, desangrándose por numerosas heridas y a punto de morir; sólo entonces se decidió a confesar su crimen, declarando inocente a la pobre Euriante.
El vencedor fue aclamado por la multitud e invitado por el duque a darse a conocer, alzó finalmente la celada.
Euriante lanzó entonces un grito: había reconocido en el campeón a su amado Gerardo. Este relató entonces toda su historia y la terrible maquinación urdida por Lisandro contra él y contra Euriante. El duque, conmovido por todas aquellas peripecias, se dirigió sin perdida de tiempo a París y expuso al rey todo lo ocurrido, pidiendo que se les formara un juicio severo contra los pérfidos Lisandro y Cunegunda.
El rey , que admiraba a Gerardo, de cuyas grandes gestas había oído hablar, se mostró muy contento ante la revelación del duque: ordenó que Lisandro y Cunegunda fueran presos y condenados, y poco después ambos malvados fueron llevados a ignominioso suplicio, pagando así sus infamias.
Pero, como la muerte de Lisandro dejaba vacante, además del condado de Nevers, el feudo que anteriormente había pertenecido a Lisandro, el rey para indemnizar a Gerardo de cuanto había sufrido a causa de la traición de su enemigo, otorgó al valeroso caballero ambos feudos; así, al final, Gerardo quedó ganancioso, convirtiéndose en un señor mucho más rico y poderoso que antes. Pero más que el don del condado readquirido y el del nuevo condado que le regalaba el rey, alegró a Gerardo poder casarse al fin con la bella, buena y fiel Euriante, con quien vivió feliz y dichoso durante largos años.
En aquel tiempo, reinaba en Francia un monarca llamado Luis, bueno y muy cortés, que gustaba de reunir con mucha frecuencia a las bellas damas y a los nobles señores de su reino en fiestas y en arriesgados torneos.
Un día, se hallaba con su corte en un magnifico prado a poca distancia de París, su capital; nadie podía recordar haber visto antes reunión más numerosa de condes y condesas, duques y duquesas, castellanas de belleza resplandeciente y nobles caballeros.
Cuando llegó la hora de la música y las danzas, el rey, que se había retirado unos instantes de su tienda de campaña, salió de ella llevando de la mano a un joven caballero dotado de tal gracia y belleza que enseguida hechizó a todos los corazones. Era fuerte y robusto como el mejor guerrero de Francia, pero tenía mejillas rosadas y aterciopeladas como una doncella. El rey lo presentó como uno de los más valerosos entre sus barones, y añadió que no conocía rival en el dulce arte del canto. El conde Gerardo (que así se llamaba el joven) acompañándose suavemente con el laúd entonó, en efecto, una canción que dejó a todos embelesados, En ella hacía el elogio de su lejana prometida, Euriante, a quien proclamaba como la más hermosa, virtuosa y discreta doncella de toda Francia, añadiendo que ningún otro hombre n el mundo era tan amado como él.
Todos se sintieron conmovidos por la dulzura de la canción y por el amor que unía a Gerardo y Euriante, pero el pérfido conde Lisandro, que era el más mezquino y envidioso de los caballeros franceses, lívido de orgullo y herido de celos, se adelantó y dijo con voz desagradable:
-Gerardo ha ofendido injustamente a todas las damas nobles de Francia, al declararla inferiores a su amada Euriante que seguramente no vale nada; y aunque ha elogiado tanto la gran virtud y fidelidad de esa doncella, estoy seguro de que conquistarla en ocho días a partir de hoy , si me da modo de verla y tratarla. Estoy dispuesto, por lo tanto, a apostar mi condado contra el de Gerardo, a que consigo mi intento.
El rey trató de evitar esta estúpida prueba, pues la verdad era que Gerardo no había desafiado ni ofendido a nadie. Pero Lisandro insistió y Gerardo, confiado plenamente d e su enamorada, aceptó sin escrúpulo alguno.
Después de lo cual, la alegre comitiva se dispersó dándose cita en aquel mismo prado para ocho días después a fin de conocer el resultado de la apuesta. Lisandro, sin pérdida de tiempo, se dirigió, en su briso caballo, al castillo del conde Herberto, padre de Euriante.
Infame maquinación
Al llegar Lisandro al castillo de Herberto, la bella Euriante se hallaba en la ventana escuchando el dulce canto de los pájaros que gorgojeaban en el bosque cercano; aquel canto le recordaba la música suave y las dulces canciones de su amado Gerardo. Al verla, tan bella, Lisandro quedó hechizado, y como quisiera que en el rostro de la joven se leía claramente la ingenuidad de su alma desesperó de su loco intento y vio en peligro su condado. Herberto, que no sabía nada de aquella apuesta, por no haber estado en la corte del rey, acogió amablemente al caballero y dio en su honor un gran banquete , colocando a su propia hija Euriante, en la mes, al lado del huésped. Durante el banquete, la doncella no dirigió mirada alguna a Lisandro y no escuchó ni una sola de sus amables palabras, absorta como estaba en el recuerdo de su prometido ausente. Pero en cuando le banquete terminó y todos se retiraron a descansar, Lisandro, que se había quedado solo con la doncella, tal omo lo esperaba, no perdió el tiempo y alabando su gran belleza, le pidió que consintiera en ser su esposa.
Euriante le miró despreciativamente y le dijo:
-Debéis saber, señor que mi corazón pertenece hace tiempo a un valeroso caballero, por cuya ausencia suspiro; por eso, cada una de vuestras palabras suena en mis oídos como una inconveniencia y una ofensa.
Desdeñosamente, se retiró a sus habitaciones.
La hermosa Euriante tenía por dama de compañía a una tal Cunegunda, mujer pérfida y malvada; bastará decir que era hija de un ladrón y de una bruja y que había heredado de ambos sus vergonzosos vicios y su malas artes. Cunegunda había asistido sin ser vista, a toda la escena; y cuando su ama salió de la estancia, esperando conseguir de Lisandro alguna gracia si le ayudaba en sus designios , se le acercó e intentó indagar sus verdaderas intenciones.
Lisandro comprendió que la ama de compañía podía serle de gran ayuda y le confesó, punto por punto, la verdad.
Si he comprendido bien- le dijo Cunegunda- no es que aspiréis a la mano de Euriante, lo que en verdad sería empresa desesperada, como vuestro deseo es ganar la apuesta; basta pues hacer creer a la gente que habéis conquistado el corazón a la doncella, aunque no sea cierto. Pues bien no temáis. Prometedme algún regalo y yo he de daros lo que necesitáis. Debéis saber que Gerardo regaló a Euriante en prenda de su amor una amatista en forma de violeta, que lleva siempre pendiente de un hilo de oro, sobre su corazón. No se separa nunca de ella siquiera cuando duerme. Pues bien, yo me arreglaré de modo que os pueda dar esa violeta.
Lisandro prometió a la infame bruja mil ducados de oro y por añadidura diez magníficos trajes de brocado.
Y el convenio quedó así arreglado.
Durante la noche, mientras Euriante dormía, la pérfida Cunegunda introduciéndose furtivamente en su cámara, como tenía por costumbre, le cortó del cuello el hilo de oro con la violeta que de él pendía. Al día siguiente Lisandro tuvo en su mano la preciosa prenda de amor con la cual se alejó rápidamente del castillo.
Ocho días después, la corte se reunió en el prado de los torneos y todos los presentes se mostraron impacientes por saber lo ocurrido, la mayaría con la esperanza de que venciera Gerardo y Lisandro quedase derrotado. El rey estaba sentado bajo un dosel rojo y oro, rodeado de sus consejeros y apenas Lisandro se presentó, le concedió la palabra:
-Señor- le dijo el traidor-, verdaderamente es necio quien compromete su fortuna haciéndola depender de la fidelidad femenina. Como prometí he conquistado el corazón de Euriante y en prueba de ello he aquí una violeta de amatista que la dama recibió de su antiguo prometido Gerardo y que me ha regalado en prenda de su nuevo amor por mí.
Y así diciendo presentó al rey la violeta. Gerardo apenas vio la joya la reconoció sin vacilar. Le pareció que el mundo se hundía en orno a él, palideció se le nubló la vista, vaciló y hubiera caído al suelo si no lo hubiesen sostenido; después de largo silencio , atónito y confuso, se confesó vencido y rogó al rey quisiera proclamar vencedor a su afortunado rival y le entregase todo cuanto él poseía, puesto que consideraba su vida allí terminada.
-Pero ahora- concluyó- el asunto está entre Euriante y yo, pues he de tomar terrible venganza de esa pérfida traidora.
Borrascas y tempestades
Viajó toda la noche, aniquilado, triste, desesperado. Sólo su fiel escudero lo seguía. Al amanecer llegó al castillo de Herberto y envió a su escudero a llamar a la doncella. Euriante, que no sabía ni sospechaba nada, en su inocencia, acogió al mensajero gozosa, y ataviándose con su túnica más rica , corrió impaciente al lugar de la cita que era en la mitad del bosque. Pero apenas vio el rostro descompuesto de Gerardo, se detuvo aterrorizada. ¿Qué había ocurrido? Gerardo no pronuncio palabra. Desenvainó la espada y sujetando a la joven alzó el brazo para herirla. Euriante creyendo que su prometido enloquecía se defendió, cayó de rodillas a sus pies, le suplicó por el amor que le tenía no quisiera ensañarse tan cruelmente con una pobre mujer inerme.
Todo fue inútil: cada palabra de Euriante, en vez de calmar el furor le exasperaba más. Sólo en el momento de dar el golpe mortal, Gerardo fijando los ojos en aquella dulce cabeza rubia que tanto adoraba, sintió su corazón inundado de piedad. Un generoso instinto detuvo su brazo y enfundando de nuevo la espada exclamó:
-Pérfida mujer; voy a hacerte gracia de la vida, para que puedas meditar y arrepentirte más largamente de tu traición. Pero no debiste dar a otro hombre, a quien apenas conocías, la violeta que yo te había entregado en prenda de mi amor. Ahora, quédate aquí abandonada en el bosque. Bajo la mirada vigilante de Dios, a cuya sabia justicia te entrego.
Y sin querer escuchar disculpa alguna, partió al galope, perdiéndose en la lejanía.
Euriante, inocente y desgraciada, permaneció allí consternada, sin poder moverse; y no conseguía comprender las extrañas palabras de su adorado. Ciertamente había perdido la violeta que Gerardo le entregara; pero no desesperaba de encontrarla, y además ¿cómo era posible que por aquel simple hecho hubiera podido cambiar el amor de Gerardo en odio profundo, su innata bondad en inaudita crueldad? La pobre doncella lloró, se desesperó, se arrancó los rubios cabellos, rasgó sus vestidos, se debatió entre lamentos y quejas de tal forma que, al fin cayó desvanecida , sin fuerzas a los pies de una encina.
Acertó a pasar por allí el duque de Metz, que regresaba con su anciana madre de una peregrinación a Santiago de Compostela, seguido por cien caballeros. Hallando al paso a la joven desmayada, intentó prestarle ayuda; pero como tardaba en recobrar el conocimiento y él necesitaba llegar pronto a su castillo, la hizo transportar a la litera de su madre y a ella la confió. Cuando la doncella abrió los ojos, quedó consternada y taciturna, y siquiera las amables palabras que la anciana duquesa le dirigía, pudieron calmar sus lamentos. La creyeron loca. Por tanto, apenas llegaron a Metz, el duque hizo que la viera un celebre médico y la colmó de atenciones. El galeno negó que estuviera loca, y explicó que la joven atravesaba sin duda por un gran dolor y que debía por tanto, ser tratada con grandes miramientos y cuidados. La palidez y la melancolía no borraron su prodigiosa belleza, antes al contrario, le conferían un nuevo atractivo, haciendo su belleza más espiritual ; tanto que el duque se enamoró perdidamente de ella, y cierto día en que le pareció que la doncella se encontraba algo más tranquila, con mucha astucia le pidió que lo aceptase por esposo.
-Euriante- le dijo- oh, hermosa Euriante, bendigo el día y la hora en que te encontré; y sería eternamente feliz si accedieras a ser mi esposa: yo te haría duquesa, y todos mis territorios y riquezas serían tuyos.
La doncella agradeció al duque su amable ofrecimiento, pero respondió que no se sentía digna de ser su esposa; y para disuadirle de ello, inventó que era una humilde pastora, hija de un saltimbanqui y de una campesina.
-Aunque fueras hija de un bribón- exclamó el generoso duque- yo te amaría lo mismo y desearía hacerte mi esposa.
Pero ni promesas ni juramentos pudieron hacer variar la inquebrantable decisión de Euriante, que amaba demasiado a su Gerardo para pensar siquiera en casarse con otro, ni aunque hubiera sido el hijo del propio rey.
Descubrimiento del engaño
En tanto, Gerardo, pensativo y solitario, cabalgaba por bosques y valles, sin meta, entregado a un gran dolor y a un desconsuelo sin límites.
Tan absorto en sus propios pensamientos, que con frecuencia, era el caballo quien lo conducía. Así una noche, se encontró en el condado de Nevers. Tuvo entonces la idea de ir allí de incógnito para ver lo que ocurría bajo el poder del nuevo señor. Dejó su caballo y su ropa en casa de un campesino, se puso un deteriorado vestido de juglar, compró un viejo laúd y como en el transcurso del tiempo le había crecido una larga barba blanca que antes no llevaba, ciertamente nadie lo hubiese reconocido bajo aquel disfraz. En efecto, pasó desapercibido por pueblos y ciudades y por todas veía señales de una gran miseria; por doquier oía a las gentes lamentarse de la injusticia y las tiranías de Lisandro mientras todos echaban de menos los tiempos en que tenían por señor al buen conde Gerardo. De lugar en lugar, el falso juglar llegó a la puerta del castillo que en otro tiempo fuera suyo. Llovía copiosamente y el infeliz, cansado y aterido, pidió a los criados un rincón donde refugiarse. Lisandro, que se hallaba en un banquete inspirado por un capricho repentino, dio orden de que el juglar fuera introducido al gran salón para alegrar con su laúd a los invitados. ¡Fácil es imaginar qué ánimo tendría Gerardo para cantar alegres versos! Sus canciones melancólicas no desagradaron del todo, pro los invitados las hallaron poco oportunas y en cierto momento Lisandro hizo despedir al juglar.
Gerardo notó enseguida que al lado de Lisandro estaba sentada una dama cuya fisonomía no le parecía del todo desconocida. ¿Quién podía ser? ¿Dónde la había visto antes? A fuerza de pensar, después de unos instantes de vacilación consiguió recordarla: era Cunegunda, la dama de compañía de Euriante. Pero, ¡cuánto había cambiado desde entonces! La malvada bruja se pavoneaba ahora con ricos atavíos de brocado luciendo collares y joyas de gran valor. Pero, ¿por qué se encontraba en Nevers y cómo había podido cambiar tan rápidamente de condición? Gerardo no veía claro el asunto: algo misterioso había en todo ello y como el banquete ya estaba concluido y los invitados se despedían para irse, el falso juglar, aprovechando el desorden reinante en la estancia, logró esconderse detrás de una cortina en el hueco de una ventana. Cuando, por último Lisandro y Cunegunda se encontraron solos en la sala, Gerardo oyó cómo la maligna vieja expresaba ciertas exigencias al conde, su señor, y éste le respondía que estaba ya cansado de sus constantes peticiones, que le había dado incluso más de lo convenido y que en realidad, si ella le había hecho un favor, no le había costado más que un pequeño esfuerzo.
-¡Un pequeño esfuerzo! ¡Ingrato!- gritaba la vieja, fuera de sí a causa de la cólera. ¡Yo te he proporcionado un feudo riquísimo sobre el cual no tenías ningún derecho y tú crees haberme pagado con unos vestiduchos y unas joyas!¡Y dices que a mí me ha costado poco!¿No se te ocurre pensar que en el caso de haberse despertado Euriante en el momento en el que yo le quitaba del cuello el hilo de oro y la violeta de amatista, mi peligro hubiese sido inmenso pues el conde me habría hecho colgar?
La afanosa búsqueda
Al oír estas palabras, Gerardo comprendió inmediatamente toda la infame maquinación cometida para su daño y el de Euriante y sintió agudo remordimiento por haber sido con exceso estúpido culpando a su pobre inocente prometida y dejándose transportar por la ira hasta el punto de haber ido dispuesto a matarla. Un solo remedio había al mal ya hecho: encontrar a la calumniada, infeliz Euriante y pedirle perdón humildemente.
Apenas llegó la noche salió de su escondite y cruzó el pasadizo del castillo; una vez recobrados sus trajes de caballero y su caballo, empezó la afanosa , desesperada búsqueda.
Por el camino, para expiar su culpa y merecer mejor del cielo el don de encontrar nuevamente a Euriant5e, el generoso Gerardo se propuso realizar cuantas buenas acciones pudiera: corregir injusticias, proteger a los débiles y desheredados, liberar a los oprimidos, consolar a los tristes. Infinitas fueron, en efecto, las hazañas nobles y heroicas que gloriosamente llevó a término: mató monstruos y gigantes que infestaban el bello suelo de Francia, rechazó él solo el asalto de mesnadas de bandidos que robaban a los viajeros, defendió a las viudas y a los huérfanos, salvó de penas horribles a inocentes injustamente condenados, exterminó a los enemigos del rey y de la religión, combatió la violencia, cooperó al triunfo de la justicia, luchó contra el mal en cualquier forma que se le presentaba.
Pero después de tan crecido número, de ásperas fatigas aunque gloriosas, había recorrido de una punta a otra toda Francia, no sólo no había encontrado todavía a la que buscaba, sino que ni siquiera conseguía tener de ella la menor noticia
Y así pasaron muchos meses tristemente en el dolor y la desesperanza.
Las jóvenes más hermosas, hijas de duques y condes se habían enamorado perdidamente de él y hubieran querido ser sus compañeras pero fue en vano ; Gerardo fiel a su bella Euriante, únicamente a ella buscaba, era la criatura que quería por esposa y no soñaba sino con su rostro resplandeciente y su figura esbelta y gentil.
La alondra y el anillo de amatistas
En tanto, Euriante estaba en Metz retirada todo el día en su estancia de la que no quería salir: allí no hacía sino llorar y suspirar pensando continuamente en su Gerardo y temerosa de que solo y desesperado, acabara por sucumbir. Una de sus camareras, apiadada de aquel dolor sin consuelo, le trajo cierto, día, para distraerla, una alondra que había domesticado y que cantaba dulcemente . En efecto; Euriante se aficionó en tal forma a la avecilla que pasaba horas enteras hablándole de su Gerardo (como si la alondra pudiese comprenderla) y escuchando su canto.
Y ocurrió que un día, se le cayó a Euriante del dedo un anillo que era el último presente que guardaba de su prometido; se lo había regalado él y tenía también una amatista en forma de violeta como la que había perdido . El anillo fue a caer sobre el regazo, en el momento en que la alondra revoloteaba en torno a ella y por una curiosa casualidad quedo ensartado en el cuello de la avecilla. La alondra, al sentir aquel extraño collar se asustó y abriendo las alas, salió volando por la ventana rápidamente; ya veremos con qué consecuencias.
Euriante al ver huir juntos al pájaro y al anillo, se afligió mucho y como la desventura nos hace temerosos y supersticiosos, temió que aquello fuera señal de nuevas y terribles desgracias . Su presentimiento, no era por cierto infundado.
Había en la corte del duque de Metz un triste caballero llamado Meliadoro; se había enamorado de Euriante, y como la joven hubiese rechazado siempre sus ardientes protestas de amor, se propuso tomar atroz venganza, y he aquí lo que la perfidia sugirió al descarriado joven. Tomó un cuchillo afiladísimo, se escondió en la cámara donde Euriante solía dormir en compañía de su querida amiga Ismania, hermana del duque, y cuando ambas doncellas estuvieron acostadas y dormidas , salió de su escondrijo y, buscando el lecho, a tientas, hundió el cuchillo en el pecho de la primera joven que encontró, creyendo que era Euriante. Pero era Ismania, la hermana del duque. Después el homicida puso el cuchillo en manos de la otra doncella y echó a correr.
¡Fácil es imaginar lo que ocurriría al día siguiente! EL duque, enfurecido creyó que Euriante había matado a su hermana y ordenó que la infeliz doncella fuese encarcelada. Horrorizado por tanta ingratitud, el duque deseaba vengarse de Euriante de modo solemne y ejemplar, y al día siguiente la hizo llevar ante los jueces. Allí se presento Meliadoro y acusó abiertamente a la pobre criatura: la desdichada se proclamó inocente; en vano conjuró a los jueces para que quisieran creer en su palabra; estaba ya a punto de ser condenada a una muerte cruel, cuando por su fortuna se presentó ante el tribunal un anciano pariente del duque, que era también el más sabio de sus consejeros.
-Si Euriante hubiese matado a Ismania- advirtió el prudente anciano- , no reo que el resto de la noche permanecería durmiendo pacíficamente con el cuchillo ensangrentado en la mano al lado de su víctima. Por lo contrario, hubiese huido. Los hechos parecen, indudablemente condenarla; pero yo creo que debe haber por en medio alguna tenebrosa maquinación; cuidad ,¡oh jueces! De no cometer un grave error.
El argumento impresionó vivamente al duque, que era un hombre justo y no hubiese querido que una inocente fuera llevada al patíbulo como culpable; suspendió, pues, el proceso y quiso que se celebrara un juicio de Dios: Meliadoro, como acusador publico, sostendría su acusación con la espada contra cualquier campeón que se presentara a defender a la doncella; pero si en tres días no acudía ninguno a tomar su defensa, Euriante sería inexorablemente ajusticiada. Ahora bien, hay que decir que Meliadoro era un verdadero campeón, por lo que todos tenían miedo de medir sus armas con él; además , siendo las pruebas contra Euriante tan abrumadores, eran muy pocos lo que creían en su inocencia.
El juicio de Dios
En tanto, Gerardo, en sus peregrinajes, había llegado a orillas del Rhin. Un barón que le conocía por el eco de su fama y admiraba sus gloriosos gestas, quiso hospedarle en su castillo y Gerardo aceptó , con tanto más motivo cuanto que por tanto peregrinar empezaba a sentirse cansado del largo viaje. Este barón tenía una hija bellísima, que se enamoró en seguida de Gerardo; pero como el joven rechazase sus insinuaciones, ella, que se llamaba Narcisa , recurrió a las artes de una maga. Esta dio a la doncella un filtro poderoso, enseñándole cómo debía suministrarlo al desdichado joven. Todo ocurrió como la maga había previsto, e inmediatamente Gerardo olvido a Euriante, como si nunca hubiese existido, y se prendó locamente de Narcisa. En este punto se hallaban las cosas cuando un día un barón invito a Gerardo a una partida de caza con halcones, a orilla del río.
He aquí a los dos cazadores con su séquito cabalgando alegremente por los bosques. Para distraer la monotonía del camino, Gerardo entonaba alegres canciones: hacía mucho tiempo que no cantaba tan bien y sus gorjeos recordaban los suavísimos del ruiseñor. De pronto, una alondra respondió alegremente a su canto. Gerardo, al escucharla, sintió el deseo de apoderarse de ella y, quitando la capucha a su halcón, lo lanzó en persecución de la avecilla; la caza fue breve, pues en vano la alondra trató de huir de su enemigo; éste la tomo entre sus garras y la llevó viva a su amo.
¡Imagínense ahora cuál sería la sorpresa del caballero al ver que el pajarillo llevaba al cuello el anillo que él regalara en tiempos pasados a Euriante! Súbitamente olvido a Narcisa; y Euriante, sólo Euriante, volvió a triunfar en su corazón: le pareció como si el destino hubiese utilizado a la gentil alondra para llamarlo a su deber: “Y acaso- pensaba- la desdichada Euriante me envía este mensaje para pedirme ayuda”
Avergonzado e impaciente, Gerardo abandonó la caza, se despidió del barón y no recobró la tranquilidad hasta que no hubo reanudado ardientemente su búsqueda.
La alondra, a quien él devolvió la libertad, le precedía volando de rama en rama, como para indicarle el camino; y, en efecto, siguiéndola llego Gerardo a Metz, justamente en el momento en que las puertas de la ciudad se cerraban, de modo que apenas le dieron tiempo a entrar.
-¿Por qué cerráis las puertas de la ciudad?- pregunto el caballero. ¿Teméis, quizás, un asalto del enemigo?
-Habéis de saber, señor- respondieron los guardianes de la puerta-, que nuestro bien amado duque, al regresar de su peregrinación a Santiago de Compostela, encontró en el bosque de Borgoña a una bellísima joven llamada Euriante, que allí yacía desmayada. La recogió, la hizo cuidar amorosamente, tuvo para ella toda suerte de atenciones fraternales e incluso le ofreció hacerla duquesa si quería casarse con él. Pero la ingrata doncella no sólo se negó a ser su esposa, sino que ha matado a la propia hermana de su bienhechor. Con tan triste motivo se ordenó un juicio de Dios, estableciéndose que si en tres días no venía ningún campeón a defenderla, Euriante sería llevada al patíbulo. Ahora los tres días están a punto de cumplirse y ningún caballero se ha presentado. Se cierran, pues, las puertas de la ciudad para que nadie pueda ya entrar y provocar desórdenes a favor de la ingrata y que puedan alterar su sentencia.
Gerardo, al oír este relato, se puso intensamente pálido; no vaciló un dudó un instante de la inocencia de la joven; se apresuró hacia la plaza principal, donde estaba reunido todo el pueblo de Metz, y se presentó como campeón de la acusada. Euriante, condenada a morir en la hoguera y atada ya a los haces de leña, miró atónita y temblorosa al guerrero desconocido y generoso que se presentaba para luchar por ella. Pero como Gerardo llevaba bajada la celada del yelmo, no lo reconoció. Justamente en aquel momento llegó la alondra volando y fue a colocarse en uno de sus hombros; esto conmovió a la doncella, pareciéndole un buen augurio.
El duque, que bajo un dosel de seda asistía al juicio, acogió benévolo al campeón e hizo tocar las trompetas. Meliadoro bajó prestamente al campo, jactancioso y seguro de la victoria; Gerardo, enristrando la lanza, salió a su encuentro y empezó el duelo fatal.
El triunfo de la justicia
Meliadoro era corpulento y hábil e hizo prodigios, pero Gerardo, además de ser también diestro y fuerte, tenía a su favor la firmísima de en la inocencia de la doncella, mientras Meliadoro sabía que defendía una causa injusta. Después de una hora de feroces asaltos, cayó por fin Meliadoro a tierra, derrotado, desangrándose por numerosas heridas y a punto de morir; sólo entonces se decidió a confesar su crimen, declarando inocente a la pobre Euriante.
El vencedor fue aclamado por la multitud e invitado por el duque a darse a conocer, alzó finalmente la celada.
Euriante lanzó entonces un grito: había reconocido en el campeón a su amado Gerardo. Este relató entonces toda su historia y la terrible maquinación urdida por Lisandro contra él y contra Euriante. El duque, conmovido por todas aquellas peripecias, se dirigió sin perdida de tiempo a París y expuso al rey todo lo ocurrido, pidiendo que se les formara un juicio severo contra los pérfidos Lisandro y Cunegunda.
El rey , que admiraba a Gerardo, de cuyas grandes gestas había oído hablar, se mostró muy contento ante la revelación del duque: ordenó que Lisandro y Cunegunda fueran presos y condenados, y poco después ambos malvados fueron llevados a ignominioso suplicio, pagando así sus infamias.
Pero, como la muerte de Lisandro dejaba vacante, además del condado de Nevers, el feudo que anteriormente había pertenecido a Lisandro, el rey para indemnizar a Gerardo de cuanto había sufrido a causa de la traición de su enemigo, otorgó al valeroso caballero ambos feudos; así, al final, Gerardo quedó ganancioso, convirtiéndose en un señor mucho más rico y poderoso que antes. Pero más que el don del condado readquirido y el del nuevo condado que le regalaba el rey, alegró a Gerardo poder casarse al fin con la bella, buena y fiel Euriante, con quien vivió feliz y dichoso durante largos años.
miércoles, 4 de marzo de 2009
La muerte de Arturo
Desembarcó, pues, Arturo con sus tropas en Bretaña y así empezó la guerra entre él y Lanzarote. Los primeros encuentros fueron rudos y sangrientos, a los que siguieron otros muchos, cada vez menos ardorosos. En el fondo, el rey Arturo y sus soldados combatían de mala gana y poco convencidos de la necesidad de aquella odiosa guerra contra Lanzarote que había sido uno de los más valerosos campeones de la tabla redonda y uno de los caballeros más populares y queridos. Por su parte Lanzarote combatía también a disgusto contra aquel rey que había sido su protector, que le había armado caballero y al cual le unían recuerdos de antigua amistad y lealtad probada. En este estado de ánimo, respectivo, ambos contrincantes luchaban con escaso encarnizamiento y la lucha amenazaba, por tanto, prolongarse hasta lo infinito sin una resolución definitiva.
Galván, adivinando las razones de la perplejidad del rey, le dijo un día:
-Señor, acaso lo mejor fuera terminar esta guerra con un desafío. Permitidme enfrentarme con Lanzarote en campo cerrado: si logro la victoria, Lanzarote quedará castigado por su rebeldía y la justicia habrá triunfado; si, por lo contrario, son vencido, podréis hacer la paz con el vencedor.
Y el rey no tuvo ánimo para oponerse.
El desafío tuvo lugar en un prado. Para Lanzarote combatir contra Galván, que había sido su amigo más querido, era una profunda pena, pero ¿cómo hubiese podido rehusar el reto sin ser tachado de cobardía? La lucha duró largo rato por la furia que en ella ponía Galván y porque en cambio, Lanzarote permanecía solo a la defensiva; aun así quedaba manifestada la superioridad de este último. Caballerosamente Lanzarote propuso poner fin a la lucha; pero Galván se enfureció ante tal proposición y sosteniendo que debía combatirse hasta que uno de los dos quedase muerto, volvió al asfalto con vigor renovado Lanzarote paraba los furibundos golpes que le dirigía Galván, y aun así hubo un momento en que no pudo evitar herir al desgraciado adversario que cayó al suelo.
-Señor-rogó Lanzarote volviéndose al rey Arturo- haced que Galván abandone el campo, pues si continuamos no podrá salir vivo.
El rey se conmovió ante tanta generosidad y dio orden de que cesara el duelo. Galván fue llevad a su tienda y curado con premura. Pero su herida era grave y había pocas esperanzas de salvarle. En efecto,a la madrugada empeoró. Llamó entonces al rey Arturo junto a su cabecera y con un hilo de voz, le dijo:
-Señor, ahora que reconozco mi error y me arrepiento de haberos aconsejado una guerra injusta contra Lanzarote , que siempre fue un leal caballero. Me entristece que esta guerra haya llevado vuestro reino a una derrota. Yo quisiera que Lanzarote supiera por lo menos, que mi rencor contra él se ha disipado y que mi antigua amistas por el, está viva todavía. También desearía que perdonaseis a la reina Ginebra. Despedidme de todos mis amigos y ordenad que mi cuerpo sea enterrado en la Gran Bretaña.
Y dicho esto, expiró. Pero como las desgracias no vienen nunca solas, apenas el altivo Galván hubiese exhalado el último suspiro, entró en la tienda de campaña del rey, un mensajero para darle aviso de que Mordrec, a quien el rey Arturo había confiado su reino, acababa de traicionar a su legitimo soberano haciéndose coronar rey en su lugar; a aquellas horas había ya recibido el homenaje de muchos vasallos.
-¡Ah traidor!- exclamó Arturo. Pero el felón me pagará cara su deslealtad.
Aquel mismo día firmo la paz con Lanzarote y ordenó que embarcara su ejército; apenas éste estuvo a bordo de las naves, hicieron vela hacia la Gran Bretaña. Tenía el corazón rebosante de tristes presentimientos y pensaba que el prestigio de su corte acabaría miserablemente. Pocos días después, al atravesar la llanura de Camaló, leyó en una piedra esta inscripción: “En esta llanura tendrá lugar la gran batalla que dejara al reino huérfano de su legítimo rey.”
Arturo reconoció aquellos caracteres como grabados por el mago Merlín que jamás se había equivocado en sus predicciones. Era el anuncio de su próxima muerte. Poco después, su ejecito se encontró en efecto, en aquella llanura con el ejército rebelde de Mordrec. La batalla fue áspera y sangrienta. Mordrec tenía un numero muy superior de soldados y a Arturo le faltaban ahora aquellos valerosos campeones que hubieran podido enfrentarse ellos solos con todo un ejercito. Sin embargo, el rey se sentía impulsado por un gran furor contra el indigno usurpador, y una voluntad intensa de vencer. Buscó con ansia a Mordrec en el campo de batalla para combatir personalmente con él ; al fin lo halló y se lanzó sobre él con vehemencia inaudita, hiriendo con su lanza al traidor en el pecho, y atravesándolo de parte a parte. Pero al mismo tiempo, se sintió herido a su vez en el costado y cayó a tierra.
Kex, el único caballero de la tabla redonda que permanecía aún en sus filas, acudió presuroso a levantarle , Arturo apenas podía hablar.
-Querido Kex- le dijo llévame, te lo ruego, a la orilla del mar.
Kex hizo con algunas ramas cruzadas un camilla y ayudado por dos soldados , llevó al rey a la playa. Allí Arturo quiso que lo depositaran sobre la arena. Arrancó entonces la espada de su cintura y entregándola al fiel Kex, le rogó que la arrojase en un pequeño lago que había detrás de la colina. Kex tomó la espada y se encaminó al lago pero no tuvo ánimo para arrojar a él la espada que había realizado tantas gestas gloriosas; la dejó sobre la hierba y volvió al lado del moribundo a quien aseguró haber cumplido sus ordenes.
-¿Y qué has visto allí?- pregunto el rey.
-Nada: he visto las olas llevarse la espada.
El rey frunció el ceño indignado.
-Kex, tú mientes. No me has obedecido. Vuelve al lago y cumple mi orden.
Avergonzado por haber sido cogido en mentira. Kex desanduvo el camino hasta el lago t esta vez tiró de verdad la espada al agua: enseguida salió del lago una mano que empuñó el arma por la empuñadura y la hundió en el fondo. Cuando Kex relató al rey lo que había visto , éste se apaciguó diciéndole:
-Ahora muero contento. Te ruego que me dejes solo. Llévale mi saludo a la reina Ginebra.
Apenas hubo partido Kex, llegó a la orilla una nave: blanca, reluciendo al sol parecía de plata.
Una dama bajó de ella dirigiéndose hacia el rey.
-Soy tu hermana Morgana-le dijo. Levántate y ven conmigo.
Como por milagro, el rey tuvo súbitamente la fuerza necesaria para ponerse de pie y andar hasta embarcar la nave. Esta desplegó entonces todas sus velas al viento y se alejó, desapareciendo poco a poco en el horizonte.
Galván, adivinando las razones de la perplejidad del rey, le dijo un día:
-Señor, acaso lo mejor fuera terminar esta guerra con un desafío. Permitidme enfrentarme con Lanzarote en campo cerrado: si logro la victoria, Lanzarote quedará castigado por su rebeldía y la justicia habrá triunfado; si, por lo contrario, son vencido, podréis hacer la paz con el vencedor.
Y el rey no tuvo ánimo para oponerse.
El desafío tuvo lugar en un prado. Para Lanzarote combatir contra Galván, que había sido su amigo más querido, era una profunda pena, pero ¿cómo hubiese podido rehusar el reto sin ser tachado de cobardía? La lucha duró largo rato por la furia que en ella ponía Galván y porque en cambio, Lanzarote permanecía solo a la defensiva; aun así quedaba manifestada la superioridad de este último. Caballerosamente Lanzarote propuso poner fin a la lucha; pero Galván se enfureció ante tal proposición y sosteniendo que debía combatirse hasta que uno de los dos quedase muerto, volvió al asfalto con vigor renovado Lanzarote paraba los furibundos golpes que le dirigía Galván, y aun así hubo un momento en que no pudo evitar herir al desgraciado adversario que cayó al suelo.
-Señor-rogó Lanzarote volviéndose al rey Arturo- haced que Galván abandone el campo, pues si continuamos no podrá salir vivo.
El rey se conmovió ante tanta generosidad y dio orden de que cesara el duelo. Galván fue llevad a su tienda y curado con premura. Pero su herida era grave y había pocas esperanzas de salvarle. En efecto,a la madrugada empeoró. Llamó entonces al rey Arturo junto a su cabecera y con un hilo de voz, le dijo:
-Señor, ahora que reconozco mi error y me arrepiento de haberos aconsejado una guerra injusta contra Lanzarote , que siempre fue un leal caballero. Me entristece que esta guerra haya llevado vuestro reino a una derrota. Yo quisiera que Lanzarote supiera por lo menos, que mi rencor contra él se ha disipado y que mi antigua amistas por el, está viva todavía. También desearía que perdonaseis a la reina Ginebra. Despedidme de todos mis amigos y ordenad que mi cuerpo sea enterrado en la Gran Bretaña.
Y dicho esto, expiró. Pero como las desgracias no vienen nunca solas, apenas el altivo Galván hubiese exhalado el último suspiro, entró en la tienda de campaña del rey, un mensajero para darle aviso de que Mordrec, a quien el rey Arturo había confiado su reino, acababa de traicionar a su legitimo soberano haciéndose coronar rey en su lugar; a aquellas horas había ya recibido el homenaje de muchos vasallos.
-¡Ah traidor!- exclamó Arturo. Pero el felón me pagará cara su deslealtad.
Aquel mismo día firmo la paz con Lanzarote y ordenó que embarcara su ejército; apenas éste estuvo a bordo de las naves, hicieron vela hacia la Gran Bretaña. Tenía el corazón rebosante de tristes presentimientos y pensaba que el prestigio de su corte acabaría miserablemente. Pocos días después, al atravesar la llanura de Camaló, leyó en una piedra esta inscripción: “En esta llanura tendrá lugar la gran batalla que dejara al reino huérfano de su legítimo rey.”
Arturo reconoció aquellos caracteres como grabados por el mago Merlín que jamás se había equivocado en sus predicciones. Era el anuncio de su próxima muerte. Poco después, su ejecito se encontró en efecto, en aquella llanura con el ejército rebelde de Mordrec. La batalla fue áspera y sangrienta. Mordrec tenía un numero muy superior de soldados y a Arturo le faltaban ahora aquellos valerosos campeones que hubieran podido enfrentarse ellos solos con todo un ejercito. Sin embargo, el rey se sentía impulsado por un gran furor contra el indigno usurpador, y una voluntad intensa de vencer. Buscó con ansia a Mordrec en el campo de batalla para combatir personalmente con él ; al fin lo halló y se lanzó sobre él con vehemencia inaudita, hiriendo con su lanza al traidor en el pecho, y atravesándolo de parte a parte. Pero al mismo tiempo, se sintió herido a su vez en el costado y cayó a tierra.
Kex, el único caballero de la tabla redonda que permanecía aún en sus filas, acudió presuroso a levantarle , Arturo apenas podía hablar.
-Querido Kex- le dijo llévame, te lo ruego, a la orilla del mar.
Kex hizo con algunas ramas cruzadas un camilla y ayudado por dos soldados , llevó al rey a la playa. Allí Arturo quiso que lo depositaran sobre la arena. Arrancó entonces la espada de su cintura y entregándola al fiel Kex, le rogó que la arrojase en un pequeño lago que había detrás de la colina. Kex tomó la espada y se encaminó al lago pero no tuvo ánimo para arrojar a él la espada que había realizado tantas gestas gloriosas; la dejó sobre la hierba y volvió al lado del moribundo a quien aseguró haber cumplido sus ordenes.
-¿Y qué has visto allí?- pregunto el rey.
-Nada: he visto las olas llevarse la espada.
El rey frunció el ceño indignado.
-Kex, tú mientes. No me has obedecido. Vuelve al lago y cumple mi orden.
Avergonzado por haber sido cogido en mentira. Kex desanduvo el camino hasta el lago t esta vez tiró de verdad la espada al agua: enseguida salió del lago una mano que empuñó el arma por la empuñadura y la hundió en el fondo. Cuando Kex relató al rey lo que había visto , éste se apaciguó diciéndole:
-Ahora muero contento. Te ruego que me dejes solo. Llévale mi saludo a la reina Ginebra.
Apenas hubo partido Kex, llegó a la orilla una nave: blanca, reluciendo al sol parecía de plata.
Una dama bajó de ella dirigiéndose hacia el rey.
-Soy tu hermana Morgana-le dijo. Levántate y ven conmigo.
Como por milagro, el rey tuvo súbitamente la fuerza necesaria para ponerse de pie y andar hasta embarcar la nave. Esta desplegó entonces todas sus velas al viento y se alejó, desapareciendo poco a poco en el horizonte.
martes, 3 de marzo de 2009
El fruto envenedado
La maga Morgana no podía hallar paz desde que se enteró que Lanzarote había recobrado la razón y andaba siempre ideando nuevas tretas para desahogar su odio contra la reina Ginebra, su cuñada. Cierto día envió a la reina, como presente, una jarra de oro que contenía un dulcísimo licor; la reina lo probó y lo hallo tan exquisito que desde aquel momento ya no pudo pasar un solo día sin tomarse un vasito. Pero aquel licor estaba preparado por la maga Morgana de tal modo, que bebiéndolo, la reina empezaría a sentir progresivamente un odio feroz contra Lanzarote; y en efecto, el licor operó tan rápidamente que, al cabo de una semana, Ginebra ya no podía soportar a su lado a su protegido de antes y le colmaba de desaires y de ofensas. El bueno y devoto Lanzarote sufría mucho y no podía hallar explicación a aquel repentino cambio. Se lo confió a su amigo Galván y éste le aconsejó que partiera para un largo viaje. A Lanzarote le disgustaba separarse de los amigos del rey y, sobre todo, de la reina, pero comprendió que el consejo era acertado y partió.
Pero la maga Morgana no estaba completamente satisfecha.
Un día que el rey Arturo se hallaba ausente de la corte, en una expedición, la reina se sentó a la mesa con los pocos caballeros que habían quedado en el palacio. Y he aquí que , al final del banquete, Morgana hizo aparecer de pronto en la mesa, precisamente delante de la reina un magnifico melocotón , de maravillosos colores, en el que había inyectado disimuladamente un terrible veneno. Sorprendida Ginebra, al ver aquel hermoso fruto aparecer inesperadamente ante ella, lo cogió para examinarlo, luego, viendo que a poca distancia de ella se hallaba sentado Garieno de Karen, el caballero más joven de la Tabla redonda, se lo ofreció. El joven hincó el diente en el fruto, pero apenas ingirió el primer bocado, cayó al suelo fulminado.
Todos los caballeros se pusieron en pie aterrorizados, sorprendidos; la reina, pálida como la muerte, se desvaneció.
Todos los caballeros se pusieron en pie aterrorizados, sorprendidos: la reina, pálida como la muerte se desvaneció.
Cuando el rey Arturo regresó de la expedición hallo a Mador, el hermano de Garieno, que lloroso y suplicante, reclamaba justicia: arrojó a los pies del rey la espada que había recibido de él cuando fue armado caballero y públicamente acusó a la reina de haber matado a su hermano.
El pobre Arturo no sabía que hacer ni qué decir. Amaba mucho a Ginebra y apreciaba a Mador como a un leal y valiente caballero. Por tanto, decidió pedir consejo a Galván, que era considerado el más sabio de los caballeros de la Tabla redonda . Hay que hacer constar que Galván era extremadamente riguroso en cuestiones de honor y tenía un sentido de justicia que, muchas veces, podía incluso parecer excesivo: quien cometía una falta debía según el , ser castigado sin piedad, aunque se tratase de su más querido amigo, o de la persona más afecta a su corazón . El consejo que dio al rey , fue por tanto, el de hacer justicia. Al pobre rey , sin embargo, le parecía monstruoso condenar a Ginebra , su esposa, tanto más cuanto que, ella misma, llorando juraba no haber podido imaginar nunca que el melocotón estuviese envenenado.
-Aun sabiéndolo- decía- no hubiese tenido el valor de ofrecérselo a mi peor enemigo. ¿Cómo entonces, hubiese podido dárselo a Garieno, por quien sentía tanto afecto ?
-Todo eso son mentiras y nada más que mentiras-gritaba Mador, implacable.
A toda osta quería que se hiciera justicia.
Transido de dolor, el rey pensó someter a Ginebra al juicio de Dios: si durante un mes no se presentaba ningún caballero a defenderla contra Galván, la reina sería condenada a la hoguera. Arturo imaginaba que todos sus caballeros pelearían por defenderla. Sin embargo, nadie se presentó. Ningún caballero de la tabla redonda se atrevía a enfrentarse con Galván, a quien todos amaban y estimaban, espejo de lealtad y de justicia. Además, muchos de ellos se hallaban presentes en el momento trágico, y habían visto cómo la reina ofrecía el fruto a Garieno.
Por tanto, inútilmente transcurrido el plazo, la pobre Ginebra fue atada sobre la pira levantada en la mitad de la plaza.
Pero en el momento en que iban a prender fuego a los leños, he aquí que un caballero con la visera calada llegó a galope, se abrió paso entre la multitud de curiosos y llegando junto al rey, se alzó la visera para darse a conocer. Era Lanzarote.
-¿Quién se atreve a matar a la reina?-gritó. ¿Quién ha cometido tal infamia? Aquí estoy yo dispuesto a defender su inocencia.
Entonces, se adelantó Galván. Era el amigo más querido y leal de Lanzarote, pero para su estricto sentido justiciero, ni la amistad ni cualquier otro sentimiento, contaba, tratándose de hacer respetar la ley.
-Lanzarote- le dijo- el plazo para presentarse a defender a la reina, ha transcurrido. Debiste llegar antes: ahora es demasiado tarde y nadie puede ya salvar a Ginebra. Es preciso que se haga justicia y que se cumpla la sentencia.
Pero Lanzarote no lo entendía así. Y antes de que los presentes pudieran darse cuenta de lo que sucedía, se acercó a la pira, cortó con su espada las cuerdas que ataban a la reina , colocó a Ginebra a la grupa de su caballo, y picando espuelas, salió de allí al galope.
Arturo, no estaba en el fondo descontento de tal solución , que salvaba a la mujer a quien tanto amaba, pero Galván indignado, no le dejaba en paz diciéndole que se había violado la ley, que Lanzarote debía ser considerado rebelde y que, como tal, se le castigaría severamente. Se enviaron, por tanto heraldos, por todo el país, a propagar el baldo en que se ofrecía una importante suma por la cabeza de Lanzarote y se invitaba a todos a capturar al rebelde, vivo o muerto.
Pero, Lanzarote se hallaba ahora en lugar seguro; había cruzado el mar yendo a refugiarse en Bretaña , donde había coronado al rey de ese país. Al saber esto, Galván no se dio por vencido e impulsó a Arturo a declarar la guerra al nuevo rey. Se hicieron, en efecto, apresuradamente, los preparativos y apenas éstos terminados, Arturo confió su reino a Mordrec, hermano menor de Galván y partió decidido con cien naves a la conquista de Bretaña.
Pero la maga Morgana no estaba completamente satisfecha.
Un día que el rey Arturo se hallaba ausente de la corte, en una expedición, la reina se sentó a la mesa con los pocos caballeros que habían quedado en el palacio. Y he aquí que , al final del banquete, Morgana hizo aparecer de pronto en la mesa, precisamente delante de la reina un magnifico melocotón , de maravillosos colores, en el que había inyectado disimuladamente un terrible veneno. Sorprendida Ginebra, al ver aquel hermoso fruto aparecer inesperadamente ante ella, lo cogió para examinarlo, luego, viendo que a poca distancia de ella se hallaba sentado Garieno de Karen, el caballero más joven de la Tabla redonda, se lo ofreció. El joven hincó el diente en el fruto, pero apenas ingirió el primer bocado, cayó al suelo fulminado.
Todos los caballeros se pusieron en pie aterrorizados, sorprendidos; la reina, pálida como la muerte, se desvaneció.
Todos los caballeros se pusieron en pie aterrorizados, sorprendidos: la reina, pálida como la muerte se desvaneció.
Cuando el rey Arturo regresó de la expedición hallo a Mador, el hermano de Garieno, que lloroso y suplicante, reclamaba justicia: arrojó a los pies del rey la espada que había recibido de él cuando fue armado caballero y públicamente acusó a la reina de haber matado a su hermano.
El pobre Arturo no sabía que hacer ni qué decir. Amaba mucho a Ginebra y apreciaba a Mador como a un leal y valiente caballero. Por tanto, decidió pedir consejo a Galván, que era considerado el más sabio de los caballeros de la Tabla redonda . Hay que hacer constar que Galván era extremadamente riguroso en cuestiones de honor y tenía un sentido de justicia que, muchas veces, podía incluso parecer excesivo: quien cometía una falta debía según el , ser castigado sin piedad, aunque se tratase de su más querido amigo, o de la persona más afecta a su corazón . El consejo que dio al rey , fue por tanto, el de hacer justicia. Al pobre rey , sin embargo, le parecía monstruoso condenar a Ginebra , su esposa, tanto más cuanto que, ella misma, llorando juraba no haber podido imaginar nunca que el melocotón estuviese envenenado.
-Aun sabiéndolo- decía- no hubiese tenido el valor de ofrecérselo a mi peor enemigo. ¿Cómo entonces, hubiese podido dárselo a Garieno, por quien sentía tanto afecto ?
-Todo eso son mentiras y nada más que mentiras-gritaba Mador, implacable.
A toda osta quería que se hiciera justicia.
Transido de dolor, el rey pensó someter a Ginebra al juicio de Dios: si durante un mes no se presentaba ningún caballero a defenderla contra Galván, la reina sería condenada a la hoguera. Arturo imaginaba que todos sus caballeros pelearían por defenderla. Sin embargo, nadie se presentó. Ningún caballero de la tabla redonda se atrevía a enfrentarse con Galván, a quien todos amaban y estimaban, espejo de lealtad y de justicia. Además, muchos de ellos se hallaban presentes en el momento trágico, y habían visto cómo la reina ofrecía el fruto a Garieno.
Por tanto, inútilmente transcurrido el plazo, la pobre Ginebra fue atada sobre la pira levantada en la mitad de la plaza.
Pero en el momento en que iban a prender fuego a los leños, he aquí que un caballero con la visera calada llegó a galope, se abrió paso entre la multitud de curiosos y llegando junto al rey, se alzó la visera para darse a conocer. Era Lanzarote.
-¿Quién se atreve a matar a la reina?-gritó. ¿Quién ha cometido tal infamia? Aquí estoy yo dispuesto a defender su inocencia.
Entonces, se adelantó Galván. Era el amigo más querido y leal de Lanzarote, pero para su estricto sentido justiciero, ni la amistad ni cualquier otro sentimiento, contaba, tratándose de hacer respetar la ley.
-Lanzarote- le dijo- el plazo para presentarse a defender a la reina, ha transcurrido. Debiste llegar antes: ahora es demasiado tarde y nadie puede ya salvar a Ginebra. Es preciso que se haga justicia y que se cumpla la sentencia.
Pero Lanzarote no lo entendía así. Y antes de que los presentes pudieran darse cuenta de lo que sucedía, se acercó a la pira, cortó con su espada las cuerdas que ataban a la reina , colocó a Ginebra a la grupa de su caballo, y picando espuelas, salió de allí al galope.
Arturo, no estaba en el fondo descontento de tal solución , que salvaba a la mujer a quien tanto amaba, pero Galván indignado, no le dejaba en paz diciéndole que se había violado la ley, que Lanzarote debía ser considerado rebelde y que, como tal, se le castigaría severamente. Se enviaron, por tanto heraldos, por todo el país, a propagar el baldo en que se ofrecía una importante suma por la cabeza de Lanzarote y se invitaba a todos a capturar al rebelde, vivo o muerto.
Pero, Lanzarote se hallaba ahora en lugar seguro; había cruzado el mar yendo a refugiarse en Bretaña , donde había coronado al rey de ese país. Al saber esto, Galván no se dio por vencido e impulsó a Arturo a declarar la guerra al nuevo rey. Se hicieron, en efecto, apresuradamente, los preparativos y apenas éstos terminados, Arturo confió su reino a Mordrec, hermano menor de Galván y partió decidido con cien naves a la conquista de Bretaña.
domingo, 1 de marzo de 2009
El caballero del carro
El rey Arturo tenía una hermana llamada Morgana , a quien amaba mucho pero que era envidiosa. Odiaba por ello de corazón a la esposa del rey Arturo, la hermosa Ginebra, quizás porque ésta era más hermosa que ella. Debe saberse que Morgana era maga y por ello poseía poderes y facultades que no tienen los demás mortales.
Cuando Morgana supo que Lanzarote era el predilecto de Ginebra, para enojar a ésta quiso perjudicar al joven caballero. Por ello, un día en que el héroe se hallaba viajando por el país en busca de aventuras, hizo aparecer ante él, por arte de magia, la figura de un gigante que raptaba a una doncella. Como todo caballero tuviese la obligación de defender a los débiles y a las damas, Lanzarote emprendió la persecución del gigante para liberar a la desdichada doncella y así , siguiéndole , llegó sin advertirlo, hasta el patio del castillo que habitaba Morgana. Una vez en su poder, la maga le hizo s prisionero y le dio a beber un terrible filtro que enloquecía. Sólo entonces, al verle privado de juicio y de memoria, le dejó marchar. El pobre Lanzarote vagó largo tiempo sin saber a donde dirigirse; se alimentaba de hierbas y raíces , bebía en los manantiales y regatos; llegó a estar andrajoso y enfermo, consumido por la fatiga física , manchado de barro, agotado por el hambre. En este estado lamentable le halló un día la Dama del lago, el hada Viviana, y sintió gran compasión; le hizo transportar al palacio encantado que había construid dentro del lago, y con toda suerte de amorosos cuidados logró devolverle a Lanzarote la salud y la razón. Una vez recobradas las fuerzas, el valeroso caballero, solo anheló volver a las batallas de otro tiempo y rogó a la buena ama que le permitiese marchar. La dama del lago accedió , y como su magia le permitía conocer incluso lo que ocurría en países lejanos, le advirtió que la reina Ginebra corría en aquellos momentos grave peligro por causa de un guerrero poderoso y desleal llamado Meliagante. Este había llegado, en efecto a la corte del rey Arturo para medir sus fuerzas en duelo con Lanzarote , y habiendo sabido que el joven caballero estaba ausente, desafió a toda la corte, acusando con insolencia al rey de deslealtad y felonía , y afirmando que si dentro de un plazo fijado Lanzarote no se presentaba, le consideraría un cobarde, y en castigo, raptaría a la reina Ginebra.
Arturo era, por naturaleza, paciente y bondadoso, pero la desfachatez de Meliagante merecía , en verdad un correctivo: así que lo hizo detener y arrojar de su castillo como un perro sarnoso. Meliagante juró vengarse y cierto día que la hermosa reina Ginebra se hallaba paseando por el prado, a traición, la hizo raptar por sus soldados.
Cuando oyó tantas infamias, Lanzarote sintió que la cólera le invadía. Partió, pues, inmediatamente al galope hacia la torre de Gorre, a donde la Dama del Lago le dijo que Meliagante llevaba a la reina Ginebra. Y a pesar de que Meliagante tenia un caballo que corría como el viento, Lanzarote logró darle alcanza y aun adelántasele con ánimo de cortarle el camino. Pero el traidor, de un golpe inesperado, mató el caballo de Lanzarote y el pobre caballero se encontró, de pronto a pie e impotente, mientras Meliagante desaparecía con la reina en el horizonte entre nubes de polvo. Sentado a la orilla del camino, Lanzarote meditó el medio de remediar aquella desgracia, y no pudiendo hacer nada, tal como se hallaba, a pie, las lágrimas acudieron a sus ojos. En aquel momento vio venir hacia él un enano que conducía un carro. Fue a su encuentro y le pidió ayuda. Y el enano dijo:
-Sé que vas en busca de la reina Ginebra, caballero. Si haces lo que yo te diga, mañana podrás verla. En tanto, sube a mi carro.
Montar en un carro, era para un caballero la cosa más ridícula y deshonrosa que pudiera hacer; pero Lanzarote no dudó un instante, tan grande era su deseo de liberar a la reina. Apenas. Lanzarote montó , el enano fustigó el mulo y el carro arrancó. Atravesaron así aldeas y ciudades, y de todas partes acudía la gente para ver aquel espectáculo tan divertido de un caballero que se dejaba transportar en un carro; y todos se burlaban del pobre Lanzarote , pero éste, desafiando el respeto humano, no se daba por entendido. Llegaron así a un pueblecillo y se prepararon a dormir en un pajar. Al amanecer del día siguiente, puntualmente, como había prometido, el enano mostró al caballero la reina Ginebra, que paseaba a caballo con el Meliagante.
Lanzarote buscó un caballo de silla y s lanzó al galope hacia el lugar por donde desaparecieron la reina y su raptor. Llegó así hasta un río anchísimo y muy profundo, que no podía ser vadeado. Un pastor le informó que Meliagante había llevado a la reina a un castillo que se alzaba en la otra orilla del río ; pero le dijo también que para atravesar el río sólo existía un único y extraño puente, que consistía en una hoja delgadísima de una espada. Lanzarote se hizo indicar el lugar donde se hallaba el puente; desgarró su capa en mil pedazos y envolvió con ella sus manos y pies , a fin de que el filo de la espada no le hiriese, y luego empezó a avanzar por él, a fuerza de brazos, suspendido sobre las aguas del río . La sangre fluía de las manos y de los pies del caballero, mal defendidas por la tiras de tela ; pero el héroe no se daba cuenta de ello, obsesionado por la idea de llegar cuanto antes al otro lado para liberar a la reina. Al fin llegó a la tan deseada orilla. Allí se habían reunido todos los habitantes de los países vecinos para asistir al espectáculo increíble del paso del puente, y entre ellos se hallaba también Meliagante. Sin pérdida de tiempo y antes que su enemigo pudiera recuperarse de la sorpresa, Lanzarote se arrojó sobre él con la espada desnuda. El duelo fue breve y Meliagante dejó la vida en él. La hermosa Ginebra, finalmente liberada, tendió la mano a su salvador en prueba de agradecimiento, pero Lanzarote se arrodilló , respetuoso a sus pies.
Cuando regresó a la corte del rey Arturo con la reina Ginebra, se celebraron en su honor grandes fiestas y tuvo la dicha de sentarse a la mesa a la derecha del rey.
Cuando Morgana supo que Lanzarote era el predilecto de Ginebra, para enojar a ésta quiso perjudicar al joven caballero. Por ello, un día en que el héroe se hallaba viajando por el país en busca de aventuras, hizo aparecer ante él, por arte de magia, la figura de un gigante que raptaba a una doncella. Como todo caballero tuviese la obligación de defender a los débiles y a las damas, Lanzarote emprendió la persecución del gigante para liberar a la desdichada doncella y así , siguiéndole , llegó sin advertirlo, hasta el patio del castillo que habitaba Morgana. Una vez en su poder, la maga le hizo s prisionero y le dio a beber un terrible filtro que enloquecía. Sólo entonces, al verle privado de juicio y de memoria, le dejó marchar. El pobre Lanzarote vagó largo tiempo sin saber a donde dirigirse; se alimentaba de hierbas y raíces , bebía en los manantiales y regatos; llegó a estar andrajoso y enfermo, consumido por la fatiga física , manchado de barro, agotado por el hambre. En este estado lamentable le halló un día la Dama del lago, el hada Viviana, y sintió gran compasión; le hizo transportar al palacio encantado que había construid dentro del lago, y con toda suerte de amorosos cuidados logró devolverle a Lanzarote la salud y la razón. Una vez recobradas las fuerzas, el valeroso caballero, solo anheló volver a las batallas de otro tiempo y rogó a la buena ama que le permitiese marchar. La dama del lago accedió , y como su magia le permitía conocer incluso lo que ocurría en países lejanos, le advirtió que la reina Ginebra corría en aquellos momentos grave peligro por causa de un guerrero poderoso y desleal llamado Meliagante. Este había llegado, en efecto a la corte del rey Arturo para medir sus fuerzas en duelo con Lanzarote , y habiendo sabido que el joven caballero estaba ausente, desafió a toda la corte, acusando con insolencia al rey de deslealtad y felonía , y afirmando que si dentro de un plazo fijado Lanzarote no se presentaba, le consideraría un cobarde, y en castigo, raptaría a la reina Ginebra.
Arturo era, por naturaleza, paciente y bondadoso, pero la desfachatez de Meliagante merecía , en verdad un correctivo: así que lo hizo detener y arrojar de su castillo como un perro sarnoso. Meliagante juró vengarse y cierto día que la hermosa reina Ginebra se hallaba paseando por el prado, a traición, la hizo raptar por sus soldados.
Cuando oyó tantas infamias, Lanzarote sintió que la cólera le invadía. Partió, pues, inmediatamente al galope hacia la torre de Gorre, a donde la Dama del Lago le dijo que Meliagante llevaba a la reina Ginebra. Y a pesar de que Meliagante tenia un caballo que corría como el viento, Lanzarote logró darle alcanza y aun adelántasele con ánimo de cortarle el camino. Pero el traidor, de un golpe inesperado, mató el caballo de Lanzarote y el pobre caballero se encontró, de pronto a pie e impotente, mientras Meliagante desaparecía con la reina en el horizonte entre nubes de polvo. Sentado a la orilla del camino, Lanzarote meditó el medio de remediar aquella desgracia, y no pudiendo hacer nada, tal como se hallaba, a pie, las lágrimas acudieron a sus ojos. En aquel momento vio venir hacia él un enano que conducía un carro. Fue a su encuentro y le pidió ayuda. Y el enano dijo:
-Sé que vas en busca de la reina Ginebra, caballero. Si haces lo que yo te diga, mañana podrás verla. En tanto, sube a mi carro.
Montar en un carro, era para un caballero la cosa más ridícula y deshonrosa que pudiera hacer; pero Lanzarote no dudó un instante, tan grande era su deseo de liberar a la reina. Apenas. Lanzarote montó , el enano fustigó el mulo y el carro arrancó. Atravesaron así aldeas y ciudades, y de todas partes acudía la gente para ver aquel espectáculo tan divertido de un caballero que se dejaba transportar en un carro; y todos se burlaban del pobre Lanzarote , pero éste, desafiando el respeto humano, no se daba por entendido. Llegaron así a un pueblecillo y se prepararon a dormir en un pajar. Al amanecer del día siguiente, puntualmente, como había prometido, el enano mostró al caballero la reina Ginebra, que paseaba a caballo con el Meliagante.
Lanzarote buscó un caballo de silla y s lanzó al galope hacia el lugar por donde desaparecieron la reina y su raptor. Llegó así hasta un río anchísimo y muy profundo, que no podía ser vadeado. Un pastor le informó que Meliagante había llevado a la reina a un castillo que se alzaba en la otra orilla del río ; pero le dijo también que para atravesar el río sólo existía un único y extraño puente, que consistía en una hoja delgadísima de una espada. Lanzarote se hizo indicar el lugar donde se hallaba el puente; desgarró su capa en mil pedazos y envolvió con ella sus manos y pies , a fin de que el filo de la espada no le hiriese, y luego empezó a avanzar por él, a fuerza de brazos, suspendido sobre las aguas del río . La sangre fluía de las manos y de los pies del caballero, mal defendidas por la tiras de tela ; pero el héroe no se daba cuenta de ello, obsesionado por la idea de llegar cuanto antes al otro lado para liberar a la reina. Al fin llegó a la tan deseada orilla. Allí se habían reunido todos los habitantes de los países vecinos para asistir al espectáculo increíble del paso del puente, y entre ellos se hallaba también Meliagante. Sin pérdida de tiempo y antes que su enemigo pudiera recuperarse de la sorpresa, Lanzarote se arrojó sobre él con la espada desnuda. El duelo fue breve y Meliagante dejó la vida en él. La hermosa Ginebra, finalmente liberada, tendió la mano a su salvador en prueba de agradecimiento, pero Lanzarote se arrodilló , respetuoso a sus pies.
Cuando regresó a la corte del rey Arturo con la reina Ginebra, se celebraron en su honor grandes fiestas y tuvo la dicha de sentarse a la mesa a la derecha del rey.
Galahad, el elegido
Cuando Merlín quiso que el rey Arturo instituyese la orden de los caballeros de la Tabla redonda, indicó también que a la izquierda del rey debía quedar siempre, en la mesa, un sitio vacío , que sólo debería ser ocupado un día por el caballero elegido por Dios para una misión especial.
En el sitio vacante se encontraron ,e n efecto, escritas misteriosamente (y nunca se ha sabido por quién) estas palabras: “Setecientos setenta y siete años después de la Pasión de Jesucristo, el día de Pentecostés, este sitio será ocupado por el caballero elegido”.
Un día de Pentecostés, precisamente, en que el rey Arturo celebraba consejo, Lanzarote, al pasar junto al sitio vacío, echó una mirada a estas inscripción. ¡Cuántas veces la abría visto y leído! Pero aquel día, no se sabe por qué inspiración , muy pensativo la consideró con más atención que nunca, y haciendo cálculos exclamó:
-Señores, amigos míos. Si echáis un la cuenta como yo, veréis que el día indicado en esta inscripción, es precisamente hoy, hoy conoceremos por fin , al Caballero elegido, digno de sentarse en este sitio.
No había aún terminado la frase, cuando la puerta de la sala se abrió sola, y por ella entró un caballero con armadura roja y sin escudo, hermosos como el sol de primavera.
-La paz sea con vosotros- dijo el recién llegado. Yo soy Galahad, descendiente directo de José de Arimatea, el discípulo de Cristo. Y en prueba de que digo la verdad, muy pronto tendréis una maravillosa visión celestial.
Los caballeros del rey Arturo, mudos de asombro, aguardaba. Y he aquí que se oyó de pronto el fragor de un trueno, mientras una luz vivísima se difundía por toda la sala. Y en medio de aquella luz, apareció milagrosamente suspendida en el aire una copa en forma de cáliz. La visión duró apenas unos instantes: luego , copa y luz desaparecieron.
Entonces Galahad habló de nuevo:
-La copa que habéis visto es el santo grial, esto, es, la copa en que Jesús bebió en su ultima cena y en la que mi antepasado José de Arimatea, recogió la sangre que brotaba de las heridas del redentor. La copa milagrosa pasó de José de Arimatea a sus descendientes, durante largos años; pero luego desapareció misteriosamente hoy no se sabe dónde se encuentra. Hay que encontrarla; ésta es la misión que nos ha sido confiada. Cada uno e nosotros es necesario que haga voto de ir mañana por la mañana a la búsqueda del Grial.
Al oír esto, todos los caballeros se levantaron de sus sillas y juraron emprender inmediatamente la búsqueda. En efecto, al día siguiente, después de oír misa , se armaron, y saltando a la grupa de sus caballos, partieron uno tras otro. El rey Arturo les acompaño hasta las puertas del castillo y vio con pesar cómo su corte quedaba vacía y desierta.
La noche de aquel mismo día, Galahad llegó hasta un convento de frailes y pidió hospitalidad para aquella noche. Y he aquí que, al bajar a la capilla para rezar sus oraciones, antes de acostarse, Galahad vio sobre el altar un escudo que los frailes le aseguraron que no había estado nunca allí. Galahad comprendió entonces que aquel escudo le estaba destinado y lo tomó. Al amanecer del día siguiente, partió de nuevo. A lo largo del camino, se le interpusieron mil obstáculos que superó fácilmente, como impulsado por una fuerza divina; mil enemigos le salieron al paso, más los venció a todos y dispersó; su escudo detenía los golpes protegiéndole milagrosamente. De este modo llegó hasta un bosque, donde en el tronco de una vieja encina halló clavada una espada, con un letrero que decía: “Soy una espada milagrosa; pero nadie, por fuerte que sea, podrá arrancarme del tronco, excepto aquel a quien estoy destinada.”. Galahad la empuño y la espada se desprendió fácilmente del tronco. En la vaina había esta inscripción: “Sólo la hija de un rey podrá dar el cinturón digno de esta espada, formándolo con la cosa que más quiera.”
-Y ahora, ¿Cómo hacer para dar con una hija de rey?- se preguntó Galahad.
Inmediatamente, una voz muy suave le respondió:
-Heme aquí: yo soy hija de rey.
Y apareció una hermosa doncella rubia que ofreció al héroe un cinturón formado de cabellos finos como filigrana de oro. Apenas entregó el cinturón, la doncella desapareció.
Ceñida la espada, Galahad continuó su camino y a la hora del crepúsculo llegó a un castillo, llamado el castillo de las aventuras. Allí fue acogido, como si se le esperase , por un grupo de caballeros vestidos con larga túnicas blancas, sobre las que aparecía bordada en el pecho, una hermosa paloma de plata. Se sentaron todos a la mesa. Terminada la cena, el más anciano de los caballeros abrazó a Galahad y le dijo:
-Nosotros custodiamos aquí el santo Grial y la lanza que el centurión empleó para herir a Jesús en el costado. Ahora, por mandato divino, que nos ha sido revelado por un ángel, estas reliquias deberán ser transportadas a España, a los pirineos, a un castillo llamado Montsalvat . Y tú eres el Elegido que debe transportarlas. Nosotros te seguiremos devotamente , porque, desde este momento, tú eres nuestro rey.
El cáliz sagrado, llamado Grial, fue traído a la mesa. Galahad lo destapó y miró adentro: un sentimiento de dicha sobrehumana le invadió y se sintió, de pronto, desasido de todas las cosas terrenas: cayó de rodillas y rezó.
En el sitio vacante se encontraron ,e n efecto, escritas misteriosamente (y nunca se ha sabido por quién) estas palabras: “Setecientos setenta y siete años después de la Pasión de Jesucristo, el día de Pentecostés, este sitio será ocupado por el caballero elegido”.
Un día de Pentecostés, precisamente, en que el rey Arturo celebraba consejo, Lanzarote, al pasar junto al sitio vacío, echó una mirada a estas inscripción. ¡Cuántas veces la abría visto y leído! Pero aquel día, no se sabe por qué inspiración , muy pensativo la consideró con más atención que nunca, y haciendo cálculos exclamó:
-Señores, amigos míos. Si echáis un la cuenta como yo, veréis que el día indicado en esta inscripción, es precisamente hoy, hoy conoceremos por fin , al Caballero elegido, digno de sentarse en este sitio.
No había aún terminado la frase, cuando la puerta de la sala se abrió sola, y por ella entró un caballero con armadura roja y sin escudo, hermosos como el sol de primavera.
-La paz sea con vosotros- dijo el recién llegado. Yo soy Galahad, descendiente directo de José de Arimatea, el discípulo de Cristo. Y en prueba de que digo la verdad, muy pronto tendréis una maravillosa visión celestial.
Los caballeros del rey Arturo, mudos de asombro, aguardaba. Y he aquí que se oyó de pronto el fragor de un trueno, mientras una luz vivísima se difundía por toda la sala. Y en medio de aquella luz, apareció milagrosamente suspendida en el aire una copa en forma de cáliz. La visión duró apenas unos instantes: luego , copa y luz desaparecieron.
Entonces Galahad habló de nuevo:
-La copa que habéis visto es el santo grial, esto, es, la copa en que Jesús bebió en su ultima cena y en la que mi antepasado José de Arimatea, recogió la sangre que brotaba de las heridas del redentor. La copa milagrosa pasó de José de Arimatea a sus descendientes, durante largos años; pero luego desapareció misteriosamente hoy no se sabe dónde se encuentra. Hay que encontrarla; ésta es la misión que nos ha sido confiada. Cada uno e nosotros es necesario que haga voto de ir mañana por la mañana a la búsqueda del Grial.
Al oír esto, todos los caballeros se levantaron de sus sillas y juraron emprender inmediatamente la búsqueda. En efecto, al día siguiente, después de oír misa , se armaron, y saltando a la grupa de sus caballos, partieron uno tras otro. El rey Arturo les acompaño hasta las puertas del castillo y vio con pesar cómo su corte quedaba vacía y desierta.
La noche de aquel mismo día, Galahad llegó hasta un convento de frailes y pidió hospitalidad para aquella noche. Y he aquí que, al bajar a la capilla para rezar sus oraciones, antes de acostarse, Galahad vio sobre el altar un escudo que los frailes le aseguraron que no había estado nunca allí. Galahad comprendió entonces que aquel escudo le estaba destinado y lo tomó. Al amanecer del día siguiente, partió de nuevo. A lo largo del camino, se le interpusieron mil obstáculos que superó fácilmente, como impulsado por una fuerza divina; mil enemigos le salieron al paso, más los venció a todos y dispersó; su escudo detenía los golpes protegiéndole milagrosamente. De este modo llegó hasta un bosque, donde en el tronco de una vieja encina halló clavada una espada, con un letrero que decía: “Soy una espada milagrosa; pero nadie, por fuerte que sea, podrá arrancarme del tronco, excepto aquel a quien estoy destinada.”. Galahad la empuño y la espada se desprendió fácilmente del tronco. En la vaina había esta inscripción: “Sólo la hija de un rey podrá dar el cinturón digno de esta espada, formándolo con la cosa que más quiera.”
-Y ahora, ¿Cómo hacer para dar con una hija de rey?- se preguntó Galahad.
Inmediatamente, una voz muy suave le respondió:
-Heme aquí: yo soy hija de rey.
Y apareció una hermosa doncella rubia que ofreció al héroe un cinturón formado de cabellos finos como filigrana de oro. Apenas entregó el cinturón, la doncella desapareció.
Ceñida la espada, Galahad continuó su camino y a la hora del crepúsculo llegó a un castillo, llamado el castillo de las aventuras. Allí fue acogido, como si se le esperase , por un grupo de caballeros vestidos con larga túnicas blancas, sobre las que aparecía bordada en el pecho, una hermosa paloma de plata. Se sentaron todos a la mesa. Terminada la cena, el más anciano de los caballeros abrazó a Galahad y le dijo:
-Nosotros custodiamos aquí el santo Grial y la lanza que el centurión empleó para herir a Jesús en el costado. Ahora, por mandato divino, que nos ha sido revelado por un ángel, estas reliquias deberán ser transportadas a España, a los pirineos, a un castillo llamado Montsalvat . Y tú eres el Elegido que debe transportarlas. Nosotros te seguiremos devotamente , porque, desde este momento, tú eres nuestro rey.
El cáliz sagrado, llamado Grial, fue traído a la mesa. Galahad lo destapó y miró adentro: un sentimiento de dicha sobrehumana le invadió y se sintió, de pronto, desasido de todas las cosas terrenas: cayó de rodillas y rezó.